XXXII

 

 

Como no había informativos locales, y el incidente no se había grabado, la noticia de que una camarilla de individuos sin hogar se había largado con hardware de El Todo por valor de medio millón de dólares no se difundió ampliamente. Aun así, conocía el hecho un número más que suficiente de personas, tanto en Todas Partes como en la Nada, y Delaney albergó la vaga esperanza de que el nivel cómico de incompetencia y credulidad fuera causa de bochorno para El Todo.

Pero pasaron los días, siete, diez, y el único comentario que corrió guardaba relación con el resto de los ocupantes del anillo, que estaban indignados por no haber recibido también hardware que poder vender. Aunque sus protestas se acallaron —aparte de alguna que otra exigencia o muestra de descontento expresada a gritos desde el otro lado de la reja—, la situación inquietó a los totales aficionados a pasear o correr cerca del perímetro, que decidieron hacer ejercicio lejos de allí, para no estar a tiro de los proyectiles lanzados desde el campamento.

Francis estaba hecho una furia, Soren estaba desolado, y Joan no manifestaba sentimiento alguno ni en una dirección ni en otra. Francis colaboró con el departamento de policía local, después con la oficina del sheriff, la policía del estado, y finalmente con el FBI, pero todo fue en vano. En realidad, no tenían nada sobre lo que investigar, más allá de los nombres de pila de tres personas sin hogar, y esos nombres de pila, como se vio, eran probablemente falsos. Se disponía de fotos del camión al cruzar por el Puente de la Bahía hacia el este, pero el conductor iba enmascarado —con una careta de Popeye, resultó—, y las placas de matrícula eran robadas. Quedaba la remota esperanza de que quienes comprasen el hardware cometiesen el error de no retirar los dispositivos de localización y los números de serie, pero no hubo suerte, no por el momento.

La ira y el afán investigador de Francis dieron paso al desaliento. En la cápsula, después del trabajo, incurría en su habitual propensión a observar y mascullar, pero con un aire de catatonia nuevo e inquietante.

—Está acabado —comentó Joan un día en ES—. No se desharán de él, pero ha llegado al final de su camino. Tampoco es que estuviera trepando por el escalafón de El Todo a un ritmo muy vigoroso, pero ahora lo han degradado a soldado raso sin la menor esperanza de ascenso.

Ni siquiera la llegada de las nuevas fogatas para cápsulas subieron el ánimo a Francis. Wes había insistido en que dormir cerca de un fuego activo era fundamental para la fertilidad creativa. «¿Dónde dormían los cavernícolas cuando inventaron la rueda?», preguntaba retóricamente. Y por tanto todas las cápsulas se estaban reacondicionando con fogatas, y la esperanza tácita era que las llamas alimentadas con gas propano fuesen tan fructíferas para los totales desde el punto de vista de la creatividad como los fuegos de leña lo habían sido para los paleolíticos. Sin embargo, las investigaciones aún no habían llegado tan lejos.

En casa, Delaney sentía lástima por Francis, y esperaba por su bien que se marchara. Se quedaba con la mirada fija en el fuego, y Delaney trataba de animarlo recordándole el total de sueño de la cápsula, que había aumentado en un siete por ciento desde la instalación de la fogata.

Francis asentía, permanecía en silencio y seguía contemplando las llamas.

 

 

El episodio de los bienes robados alteró la dinámica de la cápsula también en otros sentidos. Delaney estaba convencida de que Soren deseaba tener a alguien con quien hablar de Joan, y un día, finalmente, cuando estaba llegando a la cápsula después del trabajo, él la abordó en el rellano frente a la puerta.

—Hola, Delaney —dijo, y con mímica le indicó que se situara en determinada zona del rellano que consideraba oportuna—. Es solo una peculiaridad del edificio, pero casualmente aquí hay un punto ciego. No nos ven ni nos oyen. Siempre que hablemos en voz baja y no nos movamos.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Delaney.

—Tengo que darme prisa —dijo Soren—. No sé de cuánto tiempo disponemos. Ahora que llevas aquí unos meses, dime una cosa: ¿doy pena en lo que se refiere a Joan?

—Ah —contestó Delaney—. No…

—Perdona. No es justo para ti que te salga con esto así sin más. Sé que parezco un idiota. No puedo evitarlo. La manera en que la miro, la manera en que juega conmigo. Me avergüenzo.

—No tienes por qué. Es algo puro. Tú la amas, ¿no?

—A duras penas puede llamárselo amor. Espero las migajas bajo la mesa. No me importaba cuando estábamos solo nosotros y Francis, porque él parecía ajeno. Pero ahora me veo en tus ojos, y me horrorizo.

—No, no —dijo Delaney—. No pasa nada.

«No pasa nada». Eso no era cierto y no ayudaba.

—¿Se lo has dicho alguna vez? —preguntó Delaney.

—Decirle ¿qué?

—Que te gusta en ese sentido.

—Ya lo sabe. Lo sabe del derecho y del revés. Tú sabes que lo sabe. Por eso juega conmigo. —Se sorbió la nariz de un modo que parecía decir: «Es mi dueña pero no me quiere».

—Entonces quizá deberías marcharte —sugirió Delaney.

—¿Cómo?

—Ahora tenéis una relación excesivamente familiar. Estás demasiado disponible, demasiado accesible. Aléjate. Cambia de casa. Raciona tu presencia.

Una expresión lastimera asomó a los ojos de Soren.

—¿Qué estás diciendo? —dijo.

En la escalera reverberó el eco de unas pisadas que llegaban a su planta. Soren aguzó el oído, y cuando quedó claro que eran los pasos de Joan, se apresuró a meterse en la cápsula y eludió a Delaney el resto de la noche.

 

 

Con la almohada encima de la cabeza, Delaney oyó solo una versión ahogada del sonido, descrito posteriormente como una detonación metálica seguida de un rugido similar al de una ventana antigua al abrirse de golpe. Oyó voces fuera del tubo, luego el rápido chacoloteo de unos pies descalzos en un suelo de cemento.

—Del, levanta —dijo Joan.

Delaney abandonó el tubo y siguió a Joan hasta el rellano.

Los letreros rojos de SALIDA situados en ambos extremos del pasillo iluminaban con una luz de color sangre las siluetas que corrían de aquí para allá.

—¿Qué pasa? —preguntó Delaney.

—Una explosión, un incendio, algo —dijo Joan—. En principio, debemos ir al sótano.

Delaney consultó la hora. Eran las 3.13.

Una figura pasó rápidamente por detrás de ellas.

—Afuera. A la Margarita.

Llegaron al hueco de la escalera y bajaron los peldaños de tres en tres.

Un hombre, de pie en el descansillo, contradijo esa última instrucción.

—¡Al sótano, al sótano! No paréis. Deprisa pero con calma. Una vez allí, esperad un aviso.

Delaney nunca había estado en el sótano. Ignoraba que hubiera un sótano. Descendieron a toda velocidad el resto de las escaleras, a la vez que otras personas iban despertando y se incorporaban al río de gente que huía hacia abajo. En cada descansillo se congregaba un corrillo de gente, inmóvil, atenta a sus teléfonos, incrédula ante la falta de claridad.

Cuando Delaney y Joan llegaron al último descansillo, sonó un anuncio por los altavoces.

—Se ha producido un incidente en el rincón nordeste del campus. Por favor, bajad al sótano de vuestro edificio y esperad nuevas instrucciones.

—Los sintecho —dijo Joan—. Ha ocurrido cerca de ellos.

El sótano era un laberinto de cápsulas y pequeñas habitaciones comunes. Delaney y Joan encontraron una cocina en el rincón del edificio y se sentaron en el suelo. Entró una mujer con un fantasmagórico camisón blanco.

—Una bomba —dijo, y luego se desvió hacia el rellano.

—¿Una bomba? ¿Por qué una bomba? —preguntó Joan.

La cocina fue llenándose a medida que los ocupantes de todas las plantas irrumpían en el sótano e invadían todos los rincones. Seguían consultando sus teléfonos.

—No me puedo creer que no digan nada —comentó un hombre cerca de Delaney—. No hay información. Ya han pasado nueve minutos. Esto es delirante.

—¿Habrán sido las fogatas? —preguntó alguien.

Siguió un acalorado debate sobre si las fogatas de las cápsulas tendrían algo que ver con la explosión en el perímetro. Y a cada minuto de apagón informativo que pasaba, el temor era más palpable.

—A lo mejor han cortado el suministro eléctrico. Las torres.

—¿Quiénes? ¿Habrán volado también los satélites? —dijo el hombre.

Finalmente se encendieron las luces. Aquellos que estaban leyendo en sus teléfonos recibieron una serie de avisos. «Quedaos donde estáis. No salgáis del campus. Estáis a salvo. La amenaza ha sido neutralizada».

Al cabo de unos minutos, otro mensaje.

«Por favor, no os acerquéis al perímetro. Esa zona no es segura. No se permitirá a nadie salir del campus por el momento. Quedaos donde estáis».

Al cabo de quince minutos un último mensaje.

«Se ha producido una explosión en el extremo nordeste del campus. Por favor, volved a vuestras cápsulas y quedaos en vuestros dormitorios. Ahí estaréis a salvo. La policía y los bomberos están aquí y nos aseguran que la amenaza ha terminado. Procurad dormir y os mantendremos informados en lo que sea necesario».

 

 

De regreso en la cápsula, Francis adoptó el papel de veterano imperturbable.

—Sé que posiblemente estáis todos muy asustados —dijo, pese a que él aparentaba una extraña indiferencia—. A juzgar por todo lo que he oído, se trata de un suceso muy aislado e intrascendente.

—Pero, según han dicho, ha sido en el lado nordeste —señaló Delaney—. ¿No es esa la parte del perímetro de los sintecho?

Francis asintió con expresión grave.

—Esperemos que nadie haya resultado herido.

Delaney lo examinó. Parecía saber algo. O sencillamente le complacía que cierta forma de justicia kármica hubiese recaído en los humanos sin casa que lo habían engañado.

 

 

Al final, la valoración de Francis no iba desencaminada. Había sido una furgoneta cargada con una pequeña cantidad de C-4. Había atravesado parte de la reja exterior que se estaba reformando y era vulnerable. La policía y el FBI conjeturaron que el conductor pretendía llegar con la furgoneta hasta uno de los edificios centrales de El Todo —muchos especulaban con la posibilidad de que el objetivo fuera Mae—, pero el atentado se vio frustrado al partirse por la mitad el eje delantero de la furgoneta en el impacto contra un bloque angular de cemento que permanecía allí, sin que nadie se diera cuenta, desde los tiempos en que la Armada usaba la Isla del Tesoro. El conductor de la furgoneta había abandonado el vehículo y lo había detonado a distancia, quizá llegando a la conclusión de que una explosión en el límite del campus era mejor que nada. Pese a que el incendio se produjo a solo veinte metros de las tiendas de campaña más cercanas, nadie resultó herido en el perímetro, lo cual se consideró un milagro.

La reacción fue rápida y rotunda. Los campamentos desaparecieron en cuestión de horas. Todos los totales celebraron su marcha, aunque en silencio, y lo que antes era un perímetro llano, ahora estaba salpicado de piedras afiladas —en apariencia un rompeolas—, que en el futuro impedirían que se instalaran nuevas tiendas de campaña. El Departamento de Policía de San Francisco, que en todo caso había sido una presencia esporádica y mal recibida en la isla, fue a realizar una investigación superficial, pero quedó eclipsado por él servicio de seguridad de El Todo: unos cincuenta guardias armados, en su mayoría ex-Mossad, importados de una empresa de seguridad privada con sede en Washington. Provistos de equipo táctico, rondaban cerca de la reja ex­terior y permanecían apostados en las calles de alrededor del campus. Se restringió el acceso al espacio aéreo en las inmediaciones de El Todo, y llegó un equipo de antiguos oficiales del servicio de inteligencia kurdo para instalar un inhibidor de señales antidrones que habían perfeccionado en el norte de Siria. Un destacamento marino circundaba la isla a todas horas y corrían rumores de que un minisubmarino patrullaba en la bahía de San Francisco. De pronto se cerraron casi todos los comercios de la Isla del Tesoro, y ya no abrieron nunca más, y el zumbido de los helicópteros por encima de ellos se convirtió en una constante.

Dados los amplios poderes a disposición de los investigadores, públicos y privados, su incapacidad para encontrar al autor del hecho despertó generalizada consternación. El vehículo que traspasó la reja tenía treinta y dos años de antigüedad, y carecía de instrumentos digitales. Las tomas de la furgoneta captadas por las cámaras cuando pasó por varios cruces no sirvieron de nada; el conductor llevaba una careta de Tim Berners-Lee. El Viudo —el marido desconsolado que protestaba a diario en la entrada a la Isla del Tesoro— fue sometido a interrogatorio y puesto en libertad. En el campus hubo muchas especulaciones sobre su relación con un conciliábulo de cultivadores de plátanos descontentos, pero en internet absolutamente nadie habló sobre la planificación de ese atentado, y ningún individuo ni grupo reivindicó la autoría.

 

 

La ansiedad marcó la vida en el campus. Los autores del hecho —de algún modo surgió el consenso de que había sido un grupo— seguían sueltos, y acaso tuvieran la capacidad de realizar un nuevo atentado contra su objetivo. Los totales que vivían en la Isla del Tesoro estaban aterrorizados pero coincidían, del primero al último, en que fuera del campus las cosas eran mucho peores, mucho más caóticas.

En las semanas anteriores y posteriores al atentado, tuvo lugar una serie de ataques ineficaces pero inquietantes contra los autobuses de El Todo que trasladaban a los empleados desde el campus hasta sus casas en San Francisco y Walnut Creek y Atherton. Les lanzaron piedras desde los tejados, rompiendo algunas ventanas y abollando los paneles laterales. Los daños fueron mínimos pero el impacto psicológico se dejó notar. Se dispararon las solicitudes de vivienda en TodosEn y las unidades disponibles se llenaron enseguida (y se planificó la rápida construcción de más residencias). Entre el caos de la Nada, la esporádica animadversión manifestada allí contra los totales, y la Ansiedad de Impacto, ahora los totales se mostraban, siempre, reacios a salir del campus… y por suerte no tenían necesidad de hacerlo.