XXXIV

 

 

Los siguientes días fueron de una febril actividad, inmersos en la rabia y un sentido de misión. Karina y Rhea habían organizado una reunión con la Banda de los 40 y las más destacadas mentes jurídicas de El Todo, incluidos una docena de antiguos fiscales y cuatro antiguos abogados de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. Para ese día, el equipo de AtyenDe creó una presentación que consideraba irrefutable. Karina insistió en ir sola, y eso hizo, deseándole suerte el equipo de AtyenDe con lágrimas en los ojos.

Regresó al cabo de dos horas con una expresión colérica en los ojos. Miró a los presentes y recobró la compostura.

—Tenemos más trabajo que hacer —anunció con firmeza—. Por el momento, parece que los obstáculos constitucionales son grandes, siendo el mayor de ellos la Cuarta Enmienda.

El rostro de Rhea pasó de morado a pálido, y finalmente se desencajó. El equipo, apiñándose a su alrededor, dio palmaditas al aire cerca de ella a la vez que derramaba nuevas lágrimas.

—Estamos hablando de malos tratos consentidos por el gobierno —declaró Delaney.

—Exactamente —dijo Karina, que ahora acariciaba con la mano el aire por encima de la cabeza de Rhea.

Aquel desenlace sorprendía ligeramente a Delaney. Era insólito que El Todo cediera ante las limitaciones legales. Desde hacía tiempo tendían a poner a prueba las nuevas ideas en el mundo real y permitir que se desarrollaran, mucho antes de dar pie a cualquier forma de reglamentación. Conforme a su estrategia habitual, habrían tanteado el programa a nivel local, con la colaboración de las familias voluntarias y la policía municipal. Después de seis meses, una vez consolidado el concepto, este se difundiría rápidamente, como las cámaras en los timbres de las puertas y su inmediata alianza con las fuerzas del orden, alcanzando un nivel de saturación mucho antes de que pudiera contemplarse cualquier acción jurídica en contra.

—Dedicad el resto del día a… —Karina no pudo terminar.

 

 

Para Delaney, el paso siguiente caía por su propio peso. Pero ella, en esta idea en particular, tenía ya una participación mucho más visible y central de lo que deseaba. Estaba peligrosamente cerca de que se le atribuyera el mérito, así que aguardó un día a que el equipo de AtyenDe propusiera lo que ella consideraba inevitable.

El equipo había sucumbido al desaliento. Rhea se había tomado un día libre y se había quedado en casa. Karina solicitó ideas y no obtuvo ninguna, ninguna aparte de acuñarse el término «mazmorra» para las casas sin AtyenDe; el equipo de redes sociales programó bots para popularizar ese sambenito. Por lo demás, el equipo intentó presionar a los abogados de El Todo, pero sin nuevos argumentos o pruebas. Después de tres días, Delaney no tuvo elección. Pidió una reunión en privado.

Karina se reunió con ella en la pista del perímetro. Le vibraban los ojos.

—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Espero que esto tenga algo que ver con la manera de sacar adelante este trabajo.

—Necesitamos una prueba —afirmó Delaney—. Estás planteándoles la vaga promesa de la prevención de los malos tratos. Pero ¿y si les dieras una prueba real?

—¿Si sorprendiéramos a alguien maltratando a alguien? —preguntó Karina.

—La IA está buscando palabras relacionadas con el atentado, y eso está bien. Debe mantenerse. Pero ¿qué probabilidades hay de que el autor del atentado tenga un AtyenDe en su casa? Utilizaron una furgoneta de hacía treinta años. No dejaron el menor rastro digital. Saben lo que se traen entre manos.

Karina lanzó una mirada iracunda a la Bahía. Ahora la vista era mucho más despejada, sin tiendas de campaña ni chabolas.

—Bien, ¿y?

—Esto encaja con el atentado, pero tiene una evergadura mayor. Hablamos de exigir a todas las familias que tengan un AtyenDe en casa, activado a todas horas. Necesitamos demostrar el concepto. Necesitamos programar la IA para escuchar esos indicadores de los que hablamos: voces en alto, platos rotos, portazos, determinadas palabras clave.

—Bien. ¿Qué más?

—Cientos de departamentos de policía colaboran con El Todo desde hace años. Departamentos cuyo trabajo se ha simplificado mucho gracias a nuestros datos, las cámaras en los timbres de las puertas, las cámaras en los barrios, los lectores de matrículas de vehículos, los historiales de búsqueda, las descargas…

—Ya, ya.

—Bien, introducimos un programa por medio del cual la IA emita un aviso cuando capte problemas, la dirección en particular se facilita al instante a la policía local, que se presenta allí e impide un incidente antes de que ocurra. Los agentes llevan cámaras corporales, así que registran las imágenes. En cuestión de horas, podemos montar una muestra de noventa segundos. La IA de AtyenDe detecta unos posibles malos tratos a un niño en su casa, los transmite a la policía, la policía llega a tiempo, la esposa y los hijos son rescatados, se ha evitado un delito.

—A los abogados no les va a gustar —dijo Karina.

—Quizá para esto debamos prescindir de los abogados. Demostremos el concepto al público, y se convertirá en algo que el público quiere. Los abogados y la ley se atienen a la voluntad de la gente. El noventa por ciento de las cámaras de seguridad colocadas, por estar donde están, son ya una flagrante transgresión de la Constitución, pero el público las quiere. Y nadie las pone en duda. ¿Quién podría demostrar que se ha visto perjudicado por la presencia de cámaras de vigilancia? ¿Los delincuentes? ¿Una demanda colectiva presentada por los allanadores de morada?

—Ya, ya —dijo Karina.

—Lo principal es que estamos evitando malos tratos. Es así de sencillo —continuó Delaney.

—La policía cometerá errores —dijo Karina.

—No estamos hablando de que echen puertas abajo. Sino de que lleguen, comprueben si todo está en orden, quizá se lleven a los niños de la casa durante unos días. Las pruebas no dejarán lugar a dudas. Los maltratadores quedarán desenmascarados, neutralizados.

—Pueden apagar los AtyenDe.

—No pueden. Al final, eso será así por ley —afirmó Delaney—. De la misma manera que es obligatorio por ley tener detectores de humo. Es obligatorio poner cámaras en todas las aulas e iglesias. El único sitio donde los niños no están protegidos es el domicilio… y es ahí donde se producen mayoritariamente los malos tratos. Es así de sencillo.

—Bien. Te concedo dos días —dijo Karina.

—¿A mí? No, yo no…

—Acabas de proponerlo. ¿Qué problema hay?

—No soy la persona indicada. Rhea debería…

—¿Crees que es más apropiado que Rhea reviva su trauma buscando en las grabaciones casos de inminentes malos tratos domésticos?

 

 

Al día siguiente Delaney estaba sentada junto a un programador que se llamaba Liam. Era un hombre pálido de facciones angulosas, de alrededor de veintiséis años, formado en el MIT y sorprendido por su incorporación a un proyecto como ese. Karina en esencia los encerró en una habitación y les dio dos días para producir resultados. Liam acostumbraba mirar directamente a los ojos a Delaney, inmovilizándoselos en una vibrante llave ocular, lo que la ayudaba a apartar la vista de las ranuras de ventilación en el maillot de Liam: dos ventanas en la cara interior de los muslos a modo de escote testicular.

—Lo siento —dijo Delaney—. Sé que probablemente esto es excesivo.

—¿Terminaremos con los malos tratos en algún sitio? —preguntó él—. Ese es el objetivo, ¿no?

Levanta la vista, se instaba Delaney, pero los destellos de carne tensa atraían hacia abajo su mirada.

—En teoría, sí —dijo Delaney.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Liam.

Dando gracias por tener una tarea en la que centrarse, Delaney consultó cuáles eran los diez condados de Estados Unidos con mayor número de casos de malos tratos a la infancia. Después de enumerarlos para Liam, este averiguó que en esos hogares los índices de saturación de AtyenDe eran relativamente bajos, solo el 58 por ciento. Aun así, eso equivalía a 1,6 millones de domicilios.

—¿Esa es nuestra zona de búsqueda? —preguntó él.

—Sí, esa es nuestra zona de búsqueda —contestó Delaney. Fijó la mirada en las hojas de cálculo de la pantalla hasta que los números se pusieron en movimiento y se desdibujaron ante ella.

Finalmente Liam la miró.

—¿Y qué palabras estamos buscando?

Como el proyecto tenía que ser secreto y los resultados rápidos, no disponían de tiempo para reunir a lingüistas, expertos en violencia doméstica o autoridades de cualquier tipo. Todo quedaba en manos de Delaney.

—Tú escríbelas, envíamelas y haremos una lista —dijo Liam—. Ve mandándomelas a medida que las tengas.

—¿Y las búsquedas son instantáneas? —preguntó ella.

—Son simultáneas, sí —respondió él—. No siempre ha sido así, pero desde el atentado empezamos a realizar búsquedas en tiempo real. Recibimos un aviso en cuanto se cumplen los criterios. Dentro de una correlación del ochenta o el noventa por ciento. Por ejemplo, si la frase que buscamos es «Voy a matarte», cualquier cosa que se acerque a eso producirá un aviso. «Te mato», «Te mataré», «Pienso matarte», «Alguien debería matarte», «Vuelve aquí o te mataré». Cualquier cosa así.

Enumeró las frases de un modo totalmente desprovisto de emoción. Y después esperó mientras Delaney escribía.

—Empieza por esas —propuso ella. Aparte de unas cuantas películas que había visto sobre el tema, no tenía ningún punto de referencia.

Liam las introdujo y de nuevo se volvió hacia Delaney. Ella se había quedado en blanco.

—¿Y si añadimos «Pedazo de mierdecilla»? —preguntó él.

—Claro —dijo Delaney, y él lo escribió. Su óvalo emitió un aviso, y él dejó escapar un exagerado suspiro.

—¿Lista? —preguntó, y sacó de debajo de su escritorio una enorme goma elástica con empuñaduras moldeadas en sendos extremos. La acopló a un gancho de la pared y empezó a tirar con fu­ria, como si nadara desesperadamente para alejarse de la pared. Al cabo de treinta segundos se tomó un descanso—. ¿Quieres?

Delaney agarró las empuñaduras, intentó su propio ejercicio de trágica natación, y devolvió la goma a Liam. Se alternaron durante unos cuantos minutos, y Liam volvió a sentarse.

—¿Y qué tal «Pequeño cabrón»?

Delaney, sin aliento, emitió un sonido de aprobación, y durante la hora siguiente los dedos de Liam volaron y Delaney introdujo de vez en cuando un añadido o una rectificación.

«Voy a pegarte».

«Eres una puta».

«Puta despreciable».

«Putilla despreciable».

«No jodas y ven aquí».

«No jodas y ven aquí, puta despreciable».

«Te mereces una paliza».

«Voy a molerte a palos».

«Te moleré a palos, puta despreciable».

Al cabo de una hora tenían 188 frases, y Liam consideró que bastaba. Se irguió ante ella, se desperezó, y esta vez Delaney no pudo desviar la mirada. Cuando él se dio la vuelta, quedaron a la vista sus ranuras de ventilación traseras. Verticales, bisecaban cada nalga, y él parecía dispuesto a dejarla mirar.

 

 

Le costó dormir. Tendida en su tubo, sabía que al despertar tendría que escuchar las conversaciones privadas de familias desprevenidas. Recorrió mentalmente los picos de Idaho.

Pico Borah.

Pico Leatherman.

Monte Church.

Pico Diamond.

En ninguno de sus trabajos en El Todo hasta ese momento había tenido una intervención tan directa; en comparación, todo lo demás había sido abstracto.

Monte Breitenbach.

Pico Lost River.

Pico Donaldson.

La venció el sueño, aunque solo durante unas horas. Despertó, se dio la vuelta, se representó la muerte de un niño de veinte maneras distintas.

Pico Hyndman.

Pico USGS.

Pico No Regret.

Y finalmente durmió hasta el amanecer.

 

 

Cuando llegó a su espacio de trabajo, Liam estaba sentado, cosa que ella agradeció. Cruzó rápidamente el despacho hacia él para que no se levantara. Intercambiaron apresuradamente unos saludos, y Delaney fijó la mirada en la pantalla en blanco de él. En su visión periférica vio solo vinilo negro.

El proceso de la IA mientras se preparaba para iniciar la búsqueda de esas palabras y frases clave había llevado más tiempo del previsto, explicó Liam, y se había quedado a trabajar hasta tarde, detectando y eliminando errores, e incorporando filtros para suprimir ruido de televisores y radios y centrarse en las voces adultas.

—Gracias —dijo Delaney, mirándole el cabello.

—Con el atentado —explicó él—, obtuvimos miles de correlaciones en los primeros días. Eso es demasiado material que manejar. En ese caso, claro, buscábamos una variante menos común. En el mundo hay más maltratadores que personas que penetran en nuestro campus al volante de una furgoneta cargada de explosivos, seguramente.

Sin ninguna razón en particular, Delaney posó la mirada en el regazo de él, donde advirtió que llevaba no un maillot similar, sino el mismo, con las mismas ranuras de ventilación en la parte superior del muslo.

—También he añadido gritos de niños —continuó—. O sea, la IA buscará gritos. Gritos agudos, quejidos, cosas así.

—Gracias —dijo Delaney, y salió del despacho.

En el cuarto de baño, la caricatura de la mofeta la recibió sonriente.

«¡Hola, Delaney!».

Corrió hasta el cubículo y defenestró el desayuno en un aluvión de color melocotón.

«¿Alguien ha vomitado?», preguntó la mofeta, su cara un mohín compasivo.

—Estoy bien —contestó Delaney.

«Recuerda, el dispensario está abierto las veinticuatro horas los siete días de la semana. ¿Los aviso de que vas? Tu plan de TodoMed recomienda una visita después de un episodio como este».

—Son solo los nervios —dijo Delaney. Pero rectificó—: Pura excitación por los avances que estamos haciendo.

Salió del cubículo y empezó a lavarse las manos, pensando que la mofeta se centraría en eso e iniciaría la canción del cumpleaños feliz. En efecto la cantó, de fondo. En primer plano sonó una segunda voz, a mayor volumen. No era la de la mofeta. Aparentemente procedía del árbol situado junto a la caricatura de la mofeta.

«Un vómito puede indicar muchas cosas. Intoxicación alimentaria, infección bacteriana, incluso un embarazo. Recomendamos que te vea un médico. Lo organizaré con tu sistema OwnSelf para encontrar hoy una buena hora».

Delaney rehusó el ofrecimiento, vaciló ante la mofeta y el árbol por un instante y finalmente huyó. Cuando regresó al despacho, Liam estaba en el suelo, al parecer a mitad de una vigorosa serie de burpees. Acabó, se acomodó en su silla e informó a Delaney de que ya había encontrado treinta y ocho correlaciones. Se habían desglosado en grupos vinculados a las distintas frases introducidas en el programa.

—La más común es «Te mataré» —dijo Liam—. Pero creo más bien que deberíamos centrarnos en una de las más concretas. ¿Recuerdas cuando añadí «Ven aquí, zorra»?

Delaney no se acordaba. Pero en aquel momento Liam escribía desenfrenadamente, como si las frases surgieran de su memoria.

—Hay unos cuantos casos con esa frase —dijo—. He seleccionado uno que está en marcha. ¿Quieres oírlo? Retrocederé unos minutos.

Liam tenía el dedo sobre la pantalla táctil. A Delaney le ardía la piel. Maldita sea, pensó. Maldita sea, maldita sea, maldita sea. Asintió con la cabeza. Liam tocó la pantalla y la grabación cobró vida, en todo el despacho. Las voces llegaban en sonido estéreo y envolvente, acompañadas de una transcripción simultánea en la pantalla mural. Delaney la leyó, aunque fuera solo para amortiguar el efecto del audio, que sonaba a tal volumen que parecía salir de algún recoveco de su propio cráneo.

 

Voz masculina: No tienes ni puta idea, ¿a que no?

[Pausa 2,1 segundos]

Voz masculina: La zorra de tu hija se cree que puede andar jodiéndome.

Voz femenina: Don, deja eso. No tiene gracia.

Voz de chica: Déjalo hablar. Cada vez que abre la boca aumenta la estupidez en la casa.

Voz masculina: ¡Ven aquí, zorra!

 

—Apágalo —dijo Delaney.

—El grito viene dentro de un segundo —anunció él—. Da la impresión de que el hombre le pega, o que le tira algo y la alcanza.

—¡Apágalo!

Liam quitó el sonido.

 

 

Entre sesiones de burpees, continuó el proyecto. Después de largas conversaciones con Karina y Rhea, esta accedió a dirigir AtyenDe, SálvaMe. Las preocupaciones de Karina por la posibilidad de que Rhea reviviera su propio trauma, como se vio, eran infundadas. Rhea deseaba ser la cara visible del proyecto y se abalanzó sobre el trabajo como una guerrera.

Centrándose en esa misma familia, Rhea se puso al frente del equipo para realizar la demostración de noventa segundos prevista. Facilitó la grabación y las señas a la policía local, que solicitó una orden judicial y detuvo al padrastro bajo la sospecha de malos tratos. Las cámaras corporales de la policía proporcionaron espectaculares imágenes del viaje en coche hasta la casa, la llamada a la puerta, la sorpresa del padrastro al verlos aparecer, su breve resistencia a la detención, su cabeza gacha al introducirlo en el coche patrulla, y, lo más importante, la absoluta incredulidad, el júbilo apenas oculto, de la mujer joven, de unos quince años, de pie en el umbral de la puerta, mientras observaba cómo se llevaban a su opresor.

Y sin embargo los abogados de El Todo tampoco autorizaron su publicación. Si utilizaban eso como prueba, el fiscal se vería en apuros, eso ya se sabía. Pero hacer pública la grabación doméstica contravenía el acuerdo de consentimiento de AtyenDe, y eso no tenía precedentes, adujeron, en la historia de El Todo.

Pero ¿y las redes sociales?, preguntó Rhea. Los artículos y las fotos y los vídeos se admiten desde hace años, insistió.

Ese material lo cuelga en las redes la gente, sostuvieron los abogados. Por voluntad propia. O aparecen personas sorprendidas, en público, durante la perpetración de un delito. En casa, en ese entorno privado, la cosa cambia, dijeron. Cuando las pruebas se acumulan sin consentimiento, es distinto.

Como es lógico, las cabezas pensantes de AtyenDe plantearon la solución obvia —alterar las condiciones de consentimiento de AtyenDe—, y los abogados volvieron a poner dificultades. Al comprar un producto fabricado por una empresa privada, no puedes dar tu consentimiento a la violación de tus derechos, no al menos desde el punto de vista de la judicatura. Nuestras condiciones de consentimiento no modifican la ley, dijeron.

Y fue eso lo que colmó la paciencia de Rhea, que entonces hizo lo que consideró que tenía que hacer, y lo que venía siendo el procedimiento habitual desde hacía tres décadas, y seguiría siéndolo eternamente. Filtró el vídeo, con todas las características identificadoras intactas pero la participación de El Todo opaca. El vídeo causó sensación y en una semana alcanzó los cien millones de visualizaciones. Rhea autorizó la publicación de otros; realizaron uno al día y los difundieron a través de diversos perfiles falsos.

Cada vídeo comenzaba con una toma exterior de la vivienda; eso era fácil de conseguir, porque El Todo había fotografiado múltiples veces todas las casas de Estados Unidos, desde satélites y desde la calle. A continuación, ponían la grabación de AtyenDe, deslizándose las palabras transcritas por encima de la imagen de la vivienda en letras blancas. Cuando intervenía un determinado hablante, aparecía su rostro y se lo identificaba en cuestión de segundos. Cuando se pronunciaban palabras ofensivas, cuando la conversación se volvía cada vez más acalorada y la tensión iba a más, la perspectiva se desplazaba al coordinador de la policía, quien, alertado por la IA, empezaba a escuchar. Se enviaba a coches patrulla, y la perspectiva se desplazaba a las cámaras de los vehículos y las cámaras corporales, así como a la vista panorámica de los dirigibles de vigilancia locales (la mayoría de las ciudades que se preciaran tenían ya dirigibles). Los portazos de los coches, las carreras hasta el porche. Aquí el vídeo presentaba las dos perspectivas: el audio dentro de la casa y el vídeo fuera. Se combinaban en una contraposición de escenas cinematográfica, que concluía con la llegada de los servicios sociales, el rescate del niño o los niños, las detenciones de padres o tíos —en un caso una abuela— y finalmente un colofón en el que se enumeraban los cargos y las vistas judiciales pendientes.

Los vídeos alcanzaron gran popularidad; el más espectacular del primer lote se convirtió en el vídeo más visto durante ocho días, acumulando 420 millones de visualizaciones. En ese caso en particular se sorprendió al padre profiriendo amenazas y obscenidades a gritos a sus gemelos de ocho años; el hombre fue detenido y, después de siete días en la cárcel, fue puesto en libertad bajo fianza de quinientos mil dólares. Sin embargo el fiscal no disponía de pruebas aparte de las vagas amenazas y las estridentes voces grabadas por AtyenDe. No estaba prohibido por la ley —todavía— gritar dentro de casa. Se estableció que los gemelos aún no habían sido víctimas de malos tratos.

Aun así, se aplicó una nueva forma de justicia. Lo que la letra de la ley no podía o no quería hacer, lo hizo el público. El padre fue despedido de su empleo el lunes siguiente. El martes, la madre —quien, según determinó la opinión pública, era cómplice— fue despedida del suyo. La nación pareció satisfecha, y si bien la legalidad de AtyenDe, SálvaMe era dudosa, el programa siguió adelante con carácter de urgencia.

Mediante cierta labor de selección para dar con lugares donde el número de casos de violencia doméstica y malos tratos a la infancia fueran superiores a la media, se localizó a departamentos de policía colaboradores, en total ochenta y ocho en ciudades grandes y pequeñas. Se proporcionó a esos departamentos enlaces a los AtyenDe locales, y el programa dio lugar a centenares de visitas policiales. En algunos casos la IA oía voces de la televisión, música, videojuegos e incluso audiolibros, y eso facilitó mucha información útil a los programadores de AtyenDe.

No era un sistema perfecto, no, pero la IA aún estaba aprendiendo, y de las seiscientas nueve visitas de ese primer mes, dieron lugar a resultados procesables nada menos que once. En tres casos, eran hermanos los que se peleaban; estos se resolvieron mandando a los niños a hogares de acogida durante un mes aproximadamente. En dos casos, padres e hijos ensayaban obras de teatro, y esas situaciones se aclararon después de una sola noche en la cárcel y la intervención de un abogado. La conclusión fundamental, no obstante, fue que posiblemente en seis casos se evitaron verdaderos problemas. «¡Voy a matarte!» se oyó en tres ocasiones; «Vas a llevarte una paliza» se grabó en dos. El restallido de un cinturón se confirmó correctamente en uno.

 

 

Delaney esperaba una avalancha de resistencia por parte del público. El domicilio tenía algo de zona prohibida, estaba segura; algo que iba mucho más allá de la lectura de mensajes de correo electrónico, o la vigilancia en la calle, o la presencia de cámaras en taxis y metros y bibliotecas y escaleras y colegios y restaurantes y panaderías y oficinas y edificios oficiales y supermercados y comercios de barrio y boutiques y tiendas de chuches y cines y el Departamento de Vehículos Motorizados y las galerías de arte y los museos y los hospitales y las residencias de la tercera edad y los minoristas de material para barcos y las casas de apuestas fuera del hipódromo y las consultas quiroprácticas y los hoteles y los moteles y los locales de vapeo y los baños públicos.

Sin embargo el domicilio particular era distinto. Delaney contaba con que cien millones de personas al día hicieran lo que había hecho ella en su antigua casa con Wes: contaba con que esa gente lanzara en masa sus AtyenDe en una demostración mundial de rechazo.

Pero eso no ocurrió. La gente, por el contrario, lo consideró sensato. Vieron sus ventajas desde el punto de vista de la seguridad. Querían dar a conocer su virtud mostrándosela, a todas horas del día y la noche, a quienes escuchaban la IA.

En casa la gente empezó a hablar más bajo. Medían más las palabras. No gritaban a sus cónyuges o hijos. No amenazaban. El sexo pasó a ser más silencioso, las risas más cautas. Aquellos que tenían risas o estornudos u orgasmos estridentes encontraron la manera de reprimir sus ruidos. Los chillidos de felicidad de los niños confundieron a la IA durante un tiempo, e indujeron a las autoridades a acudir a unos cuantos millones de hogares antes de que las máquinas aprendieran. Para entonces los niños sabían moderar sus voces o, mejor aún, callarse.

Y solo los más desquiciados o los malhechores incurrieron en malos tratos. En cuestión de semanas el mundo pasó a ser un lugar más seguro para todos los seres humanos, y sería exponencialmente más seguro en los años siguientes. Del mismo modo que la inserción de microchips en los niños había eliminado prácticamente todos los secuestros infantiles, la adopción universal de AtyenDe garantizaría la seguridad de los niños allí donde fuera necesario. Que era en todas partes.

Empezaría por las empresas privadas. Estas exigirían a sus empleados con hijos que instalaran AtyenDe en sus casas y los mantuvieran encendidos. Seguirían las iglesias, luego los colegios privados. Las asociaciones de propietarios no tendrían más remedio que exigirlos también, y posteriormente las comunidades de vecinos y los caseros. Después los hoteles, los moteles y las casas de alquiler vacacional. Aparte del problema evidente de la seguridad de los niños, también estaba en juego la cuestión de la responsabilidad. Las autoridades municipales y estatales, y finalmente nacionales, encontrarían formas de imponer el uso obligatorio del dispositivo, y después de cierta oposición jurídica inconsistente este sería un elemento ubicuo y apreciado en casi todos los rincones del planeta, confiriendo a la humanidad una nueva sensación de control y seguridad. Y todo eso mejoraría enormemente —y la especie humana se acercaría más a la perfección— cuando AtyenDe añadiese el vídeo, y también eso se legalizase.