XXXVII

 

 

Delaney se durmió, en el suelo, y despertó bajo una manta en la mañana fría y plateada. Wes y Huracán habían desaparecido. Las madres también. Era domingo, y Delaney pensó en pasar por la oficina de correos de regreso a la Isla del Tesoro. Fue al sótano del edificio, escondió el teléfono en una grieta de los cimientos y cogió prestada una de las bicicletas de las madres. Eso al menos le permitió desplazarse sin dar a conocer sus movimientos. Con la cabeza gacha, procuró eludir las cámaras, hasta que, en el cruce de Geary con Masonic, se saltó un semáforo y fue objeto de un samarojo. El destello de la cámara inmortalizó su delito, y, para colmo, un adolescente la grabó desde la acera.

Esta vez, cuando llegó a TrogloTown, la cacheó una mujer distinta, de veintitantos años, vestida de campesina. Asaltada nuevamente por los olores —en esta ocasión a pachuli, entre otros—, Delaney aparcó la bicicleta y vio el destello de un pelaje de color herrumbre. Un zorro pasó por delante de ella como una flecha y desapareció en un callejón.

En la oficina de correos, solo encontró una carta. Era de Agarwal. Delaney sabía que no era prudente leerla allí, ante el mostrador, pero la abrió igualmente.

 

Querida Delaney:

Debería haber hablado con mis colegas del Departamento de Religión hace años. Ahora entiendo la vigilancia.

Dios no es viejo. Él/Ella/Ellos/Ellas fueron inventados, en todo el mundo, no hace más de diez mil años. Cuando las sociedades humanas eran pequeñas, estaban estrechamente unidas y tenían claros los límites morales. En una tribu de doce individuos, si robabas a otro cavernícola su garrote preferido o su prototipo de rueda, el hecho llegaba a conocimiento de todos y podía rectificarse. Siempre te veían, y todo se sabía.

Pero a medida que las sociedades crecieron, los descarriados podían hacer cosas sin ser observados, y podían cometerse delitos. Por tanto, fue necesario inventar a un ser que lo viera todo. Cuidado, dijeron los creadores de Dios, os observa un ojo justiciero desde el cielo, incluso cuando no hay nadie más alrededor. (El concepto de Papá Noel funciona de manera parecida.)

Ahora, el declive de Dios y el inminente desmoronamiento de muchas fes parece ir ligado directamente al aumento de la vigilancia y el exigido cumplimiento colectivo de las normas sociales mediante la vergüenza mundial inmediata. Dios prometía el castigo después de la muerte. Ahora se administra en minutos. El karma era una vaguedad; la vergüenza digital es concreta. Y me atrevería a afirmar que la gente prefiere el carácter fiable de la «moralidad a través de la vigilancia» a las efímeras promesas de los dioses/Dioses del pasado.

Las plegarias elevadas a Dios rara vez obtenían respuesta, en tanto que los gritos lanzados al ciberespacio siempre la reciben, aunque sea con faltas de ortografía y rebosante de odio. Todo lo que Dios ofrecía —respuestas, claridad, milagros, nombres para los bebés— internet lo hace mejor. ¿Sabes cuántas veces se buscó «¿Cuál es el sentido de la vida?» en vuestras plataformas el año pasado? Veintiún mil millones de veces. Cada una de esas búsquedas obtuvo una respuesta. La única pregunta que, hasta ahora, no ha podido ser contestada es: «¿Soy bueno?».

Creo que estamos al borde de que El Todo, o aquellos que quieren ser subsumidos por El Todo, determine esa respuesta, o lo pretenda. Ese será el último paso. Los números nos lo dirán. El Homo sapiens se convertirá en Homo numerus. Se suicidarán millones de personas más, sí —aquellos que se indignan ante la numerificación de nuestra especie—, pero a otros muchos miles de millones la nueva certidumbre les permitirá conciliar el sueño.

Sigo adelante con mis tratamientos, y la situación parece estable. Lo cual es una pequeña buena noticia que podría llevar a más buenas noticias. Si mi tumor no presenta crecimiento durante el próximo mes, puede que cumpla los requisitos para un tratamiento experimental. No se me escapa la ironía: tengo que estar más sana para que me mediquen.

 

AGARWAL

 

Delaney, aturdida, fijó la mirada en la carta. Volvió a plegarla, la guardó en el sobre, alzó la vista y se sobresaltó.

Un hombre la escrutaba desde fuera de la oficina de correos, al otro lado del cristal. Delaney retrocedió. El hombre no se movió. Ella se desplazó hacia el mostrador delantero. El hombre no se movió. Tenía el rostro oculto por la capucha de una sudadera, y los ojos tras unas gafas de sol de lentes ovaladas. Delaney se disponía a pedir socorro cuando el hombre se echó atrás la capucha. Era Gabriel Chu.

Delaney estaba pegada contra la pared. Él le dirigió un inocente saludo con la mano. Ella, con mímica, remedó un ataque al corazón. Él, con mímica, expresó una disculpa y luego señaló a su izquierda. Quería que ella lo siguiese. Delaney se serenó. El corazón se le había reubicado en algún lugar cercano al hombro derecho. Asintió con la cabeza. Él se alejó por la acera. Delaney salió de la oficina de correos y subió por Bryant, seguida de un par de perros callejeros, dos beagles, que parecían hermanos. Gabriel, que se hallaba a una manzana de distancia, le lanzó una mirada al cruzar la calle. Pasaron por delante de un callejón lleno de tiendas de campaña. Un par de empleados municipales intentaban sacarlas de allí. De más allá llegaba el lastimero sonido de alguien que practicaba tocando el trombón.

Delaney pasó por debajo de un cartel colgado en la esquina. ESTÁS ENTRANDO EN UNA ZONA SIN CÁMARAS DE VIGILANCIA. LOS CIUDADANOS QUE ELIGEN ESTE CAMINO ASUMEN LOS RIESGOS ASOCIADOS. DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE SAN FRANCISCO. En cierto modo todos los subterfugios a los que había recurrido durante el último mes parecían vulgares y corrientes en comparación con eso, con seguir a Gabriel Chu a través de TrogloTown. Bajó dos manzanas por una empinada calle invadida por la hiedra y la glicinia hasta que Gabriel, agachándose, entró en el refugio de animales Senello. Ahora la mayoría de los refugios estaban en las zonas troglo; allí el control en línea era precario.

Delaney entró detrás de él. Dentro no había peligro físico, supuso, y podía marcharse en cualquier momento. En cuanto abrió la puerta, se sintió repelida por una doble agresión de ruido y hedor. Reinaba el mismo bullicio que en una jaula de monos, y olía mucho peor. La altura del espacio interior alcanzaba los seis metros, y las jaulas estaban apiladas hasta el techo. Perros, gatos, conejillos de indias, aves. Una pancarta colgada de viga a viga anunciaba: «Estos animales no pueden soltarse en un entorno natural. Intentamos encontrarles un hogar. Da apoyo al refugio de animales Senello y la Proposición 67». El movimiento antimascotas había crecido exponencialmente. La Prop. 67 pretendía regular el derecho de los humanos a tener mascotas, pero se preveía que fracasase.

Delaney oyó un balido ensordecedor. Al volverse, descubrió un par de cabras en una jaula grande del rincón. Cuando se volvió de nuevo, Gabriel estaba a su lado.

—¿Has estado aquí antes? —preguntó.

Ella dijo que sí, y él, apartándose con un andar fluido, la llevó hacia el centro de la sala, donde había un corral plateado que contenía una chinchilla o algo parecido. El cercado llegaba a Gabriel al mentón y su pecho quedaba tras los barrotes. Delaney se situó al otro lado, con lo que la chinchilla, involuntariamente, tuvo que escuchar la conversación.

—Lamento que estemos aquí —dijo Gabriel—. Sé que acabáis de perder a Huracán, y supongo que esto es un entorno desencadenante.

—Gracias —contestó Delaney—, pero no importa.

La mujer tras el mostrador, a unos siete metros de distancia, se fijó en ellos.

—Podéis llevaros esa chinchilla a casa hoy —informó, alzando la voz—. Si vivís en Nevada, claro. No aquí.

—¡Gracias! —contestó Delaney a gritos.

Gabriel no había apartado la mirada de Delaney.

—Sé lo que te propones, y me parece bien —dijo—. Lo apruebo.

Delaney se tensó.

—No te preocupes. Aquí estamos a salvo —afirmó él.

Esas palabras no significaban nada. Gabriel podía llevar encima un centenar de dispositivos. Delaney intentó pensar en una respuesta capaz de superar un posterior examen en caso de grabación.

—¿Y qué es eso que me propongo si puede saberse?

—Sé que te incorporaste a El Todo para destruir la empresa —continuó él—. O al menos para reunir información. Es evidente. Eres una mala espía. ¿Por qué crees que te interrogué?

Delaney fijó la mirada en el animal enjaulado. Su expresión decía dos cosas: «Pon fin a mi vida ya» y «Tengo todo lo que necesito».

—Te he observado desde que llegaste al campus —dijo Gabriel—. Yo leí a Agarwal en la universidad. ¿Y un día va y se presenta en El Todo una alumna de Agarwal, después de seis meses en el bosque? Resultaba muy sospechoso. Después vi tu presentación con Wes. Sé que Carlo y Shireen se dejaron engañar por aquello, pero, por favor… era patético. Tú estuviste patética. Y cuando te interrogué, Friendy te destrozó. Tus pun­tuaciones fueron abismalmente bajas. Pero fue divertido verte mentir, pensando que engañabas a tu propio software.

Delaney no podía quedarse allí. Eso era demasiado. Esa no era forma de dar a conocer sus propósitos, entre balidos de cabras y ronroneos de conejos, y ante un hombre con un pantalón de color burdeos. Tuvo la sensación de haber caído en una emboscada y deseó echar a correr.

—Tenemos minicerdos —anunció la mujer del refugio. Ahora se hallaba detrás de Gabriel. Vestía una bata de laboratorio sucia y un gorro de punto—. Están en la parte de atrás. No podemos tenerlos aquí dentro.

—De momento solo estamos mirando —contestó Delaney.

La mujer no se movió.

—¿Algo más pequeño? Tenemos una rata canguro. En realidad es solo un hámster con los pies grandes. Adorable.

—Gracias —respondió Delaney—. Eso resulta tentador.

—Estos animales morirán —dijo la mujer—. A cientos cada semana. Cuando El Todo suprimió las mascotas, vinieron a parar todos aquí. No os imagináis. ¿Y un gato? Detrás tenemos setenta.

—Por favor —rogó Delaney—. Déjenos un momento, por favor.

La mujer retrocedió hacia el griterío de la sala trasera.

—Delaney, necesitas nuestra ayuda —dijo Gabriel—. Somos muchos. ¿Creías que, entre las doce mil personas del campus, eras tú la única saboteadora?

Delaney miró intensamente la montaña de pelo encerrada en el corral.

—¿Está implicada Joan? Me consta que Wes lo está —preguntó él.

Delaney no podía decir nada —eso confirmaría las suposiciones de Gabriel—, y a la vez necesitaba eximir a Wes y Joan. Pero ¿cómo, sin admitir su propia culpabilidad?

—Conjeturo que estás intentando introducir ideas espantosas en la empresa con la esperanza de que den lugar a una reacción en cadena y causen la ruina de la empresa. ¿Me equivoco? —Alargaba el cuello para alcanzar a ver los ojos de Delaney mientras esta seguía resuelta a eludir su mirada—. Delaney, di algo.

Al quedarse tanto tiempo, al no negar lo que él había dicho, se había expuesto ya a un examen catastrófico. Si la intención de Gabriel era en efecto tenderle una trampa, ya había ganado. Delaney no se fiaba de Gabriel, ni creía en la existencia de una clandestinidad en El Todo. Pero en cuanto pensó en esas palabras, «clandestinidad en El Todo», intuyó que Gabriel tenía un nombre para ese movimiento. Y le constaba que si el grupo tenía un nombre, ese nombre sería estúpido.

—Querríamos que te unieras a TodoDerribo —propuso él.

Delaney soltó una risotada involuntaria. Claro que le habían puesto nombre.

—Oye, me gusta tu plan —prosiguió Gabriel—, pero debes ir más allá. Nosotros podemos ayudarte. Has conocido a Holstein. Espero que estés satisfecha de lo lejos que ha llegado con Friendy. —Gabriel sonrió—. Sí. Holstein es una de los tuyos. Una de los nuestros. Su intención es empujar el programa desde lo alto del precipicio. Comparte tu idea. Y también está con nosotros, naturalmente, Hans-Georg. Él ha sido fundamental.

Delaney sintió un hormigueo en el cuello. Hans-Georg inspiraba confianza. Era un hombre sin malicia.

—Pensaba que Hans-Georg se había ido.

—No, no —contestó Gabriel—. Bueno, sí y no. Ha estado rondando por el mundo, organizando determinados asuntos y poniéndose en contacto con otros cientos de personas. No es solo este campus, Delaney. Hay insurgentes en todas partes. Por cierto, te manda saludos.

Gabriel tamborileó con el dedo índice en los barrotes del corral de la chinchilla.

—Salúdalo de mi parte —contestó ella, y supo que no debía añadir nada más. Necesitaba huir, pensar.

La mujer del refugio surgió del fondo con un conejo blanco en cada mano. Tenían los ojos de color rosa.

—Estos son excelentes mascotas —aseguró, y se dirigió hacia Delaney y Gabriel—. No os fijéis en los ojos.

—Gracias —dijo Delaney a ella y a Gabriel, y se dirigió en zigzag hacia la salida.

—¿No os interesan las serpientes, supongo? —gritó la mujer.

—Aunque no trabajemos juntos, estaremos atentos —dijo Gabriel por encima de las jaulas, dos dedos en alto formando el signo de la victoria, mientras Delaney huía del edificio.