XL

 

 

Cuando Delaney despertó, encontró a Kiki sentada en su cama, vestida con una bata de color verde amarillento. Era una habitación distinta, rosa, una alegre habitación de convalecencia con un sofá azul celeste y una hilera de cactus en el alféizar de la ventana.

—Me enteré de que estabas aquí —dijo Kiki, y golpeteó la rodilla de Delaney con su diminuto dedo índice—. Yo también estoy aquí. Recuperándome, como tú. —Parpadeó animadamente—. ¿No te encanta este color? —Se deslizó las manos por las solapas de la bata.

Delaney bajó la mirada y advirtió que también ella vestía una bata de ese mismo verde amarillento. Intentó incorporarse.

—Déjame que te ayude —dijo Kiki, y pulsó un botón de la cama hasta que Delaney quedó en un ángulo de casi noventa grados.

Por un momento a Delaney le palpitó la cabeza como una estrella moribunda.

—He estado durmiendo —explicó Kiki—. Finalmente, ayer dormí seis horas. Sueño reparador. Supongo que no sabrás que se han mejorado las mediciones del sueño. Resulta que las anteriores se quedaban cortas en un 33 por ciento. Así que todos dormíamos menos de lo que pensábamos que dormíamos. Y muy poco de ese tiempo era Sueño Verdaderamente Reparador: SVR. Pero ahora se mide mejor. ¿Ves? —Levantó el meñique, en el que llevaba un fino anillo blanco—. Déjame ver el tuyo.

Kiki tendió la mano hacia el dedo de Delaney, que llevaba un anillo idéntico.

—¡Ocho horas! ¡Uau! —exclamó Kiki—. Quizá también yo tenga que sobrevivir a un atentado. —Sonó su óvalo—. Es solo una broma —dijo al dispositivo. Volviéndose hacia Delaney, añadió—: En todo caso, me siento descansada.

Delaney buscó pruebas del descanso de Kiki, pero seguía demacrada. Tenía la cara hinchada y los ojos rojos y temblaba. Delaney miró más allá de ella, y en el pasillo rosa vio a otros con batas de color verde amarillento que caminaban despacio.

—Al principio me aburría mucho aquí, y echaba de menos a Nino —dijo—. Pero ahora sé que lo están cuidando. Lo veo a diario en FaceMe, y parece muy contento. —Kiki miró por la ventana el agua plateada y resplandeciente. Se quedó con la boca abierta y los ojos desenfocados. De pronto volvió—. Me alegro de estar aquí, y no ser una de esas personas que sacan de la Bahía. Supongo que los tenía preocupados. La IA avisaba de mis elecciones de palabras y mis movimientos y… —Se le fue otra vez el santo al cielo—. Pero yo ni siquiera sabía de qué iba eso. O sea, ¿en qué consistía?

—En qué consistía ¿qué? —preguntó Delaney.

—Eso de ahogarse. Es decir, ¿cómo se hace? ¿Cuáles son los pasos?

Delaney deseó con toda su alma cambiar de tema, pero Kiki iba un paso por delante de ella. Se volvió hacia Delaney con una sonrisa radiante al borde de la demencia.

—¡Y vi a Gabriel Chu! Me ayudó mucho. Me lo explicó todo. Resultó que algunos de mis objetivos no estaban a mi alcance. Lo cual tiene gracia, porque uno de mis principales objetivos de OwnSelf era fijarme objetivos inalcanzables. Mentalidad de crecimiento, ¿no?

Fijó la mirada en la frente de Delaney durante una cantidad de tiempo desconcertante. Se había quedado abstraída otra vez, y de pronto volvió.

—Fracasé, sin duda —admitió Kiki—. Necesité pasar varios días aquí para reconocerlo. Pero el fracaso es bueno, eso lo sabemos. Es incluso mejor que el empuje. Eso dijo Gabriel. ¿Conoces a Gabriel Chu?

Delaney asintió.

—Resulta que los ajustes de mi OwnSelf eran demasiado relajados —explicó—. Tenía todos los objetivos correctos, pero me permitía demasiada flexibilidad a la hora de cumplirlos. ¿Recuerdas que siempre llegaba tarde al llevarte a los sitios? Seguramente tú pensabas: «¿Por qué vamos siempre con retraso?». Eso era culpa mía. Paraba y hablaba por FaceMe con Nino cuando debería haber estado llevándote de un sitio a otro. Perseguía los objetivos correctos, dijo Gabriel, pero necesitaba más estructura.

Delaney tragó saliva, para recubrirse la garganta, decidida a hablar.

—Menos libertad —consiguió decir.

—¡Exacto! —exclamó Kiki—. Si quiero cumplir mis objetivos, necesito que me digan cómo alcanzarlos, con mayor especificidad y una cronología más precisa. He empezado con eso aquí en el Mirador, y he mejorado mucho. Ya no estoy estresada, porque todas esas decisiones han desaparecido. Antes me fijaba un objetivo de dieciocho mil pasos al día, pero la manera de llegar a eso estaba en mis manos. Y aunque OwnSelf me recordaba decenas de veces al día los objetivos, y cuánto me faltaba para cumplirlos, acabó siendo doblemente estresante, porque quedaba en mis manos decidir cuándo y dónde y cómo alcanzarlos. Así que ahora estoy en OwnSelf: Total. OST. ¿Tú estás en OST?

—No, pero… —empezó a decir Delaney.

—¡Pues deberías! —dijo Kiki—. Es el último paso que da sentido a todos los demás pasos. ¡Por fin puedo relajarme! Incluso ahora, ¿ves lo relajada que estoy? —Kiki parecía totalmente consumida, vacía.

—Estás estupenda —dijo Delaney.

—Ayer, cuando me enteré de que estabas aquí, reservé cuarenta minutos para hablar contigo. OST calculó que este era el mejor momento para encontrarte despierta y sin visitas, y se coordinó con tu automedicación para que estuvieras despierta. ¡Y aquí estamos!

—Milagro —dijo Delaney. Deseaba sacar de allí a Kiki y a Nino, llevarlos a una isla y cuidar de ella hasta devolverle la salud. Pero ¿cómo? ¿Cuáles eran los pasos?—. ¿Cuándo han dicho los médicos que podrás marcharte? —preguntó Delaney, la boca aún pastosa.

—¿Los médicos? Forman parte de esto, claro, pero el momento lo determinarán los números. —Se tocó el óvalo—. Yo me tomo en serio mi recuperación, Del; no voy a dejar eso en manos de un médico cualquiera. ¡Y las enfermeras son peores!

Delaney no encontró palabras.

—Y tú tampoco deberías hacerlo —prosiguió Kiki—. Estate atenta a los datos. En realidad no te queda más remedio. No dejan salir a nadie de aquí hasta que los algoritmos son los correctos. Así es un proceso a prueba de error.

—Claro —contestó Delaney, y de pronto se preguntó si eso sería cierto, o si Kiki lo había entendido mal. ¿De verdad determinaría un algoritmo cuándo podía marcharse Delaney?

—Pero, escucha —dijo Kiki—. No he venido solo para hablar de mí. ¿Puedo? —Desplazó el trasero para reacomodarse en la cama de Delaney—. Quería que viéramos juntas la presentación de Stenton. ¿Te ha hablado alguien de eso?

—Lo siento, pero no. Creo que he dormido durante casi todo un mes.

—Bueno, sabía que querrías verlo —dijo Kiki—. Todo esto es el resultado de lo que os pasó a ti y a la gente que murió. —Recibió un aviso de su óvalo. Lo leyó y volvió a mirar a Delaney—. Y lamento lo de Soren.

Kiki estaba utilizando Marcha, comprendió Delaney.

—Gracias.

—¿Puedo? —preguntó Kiki, y se desplazó un poco más en la cama.

Delaney le permitió que colocara una tableta en su regazo, y Kiki hizo aparecer la imagen detenida de Stenton.

—Esto ha ocurrido esta mañana, hace un rato —señaló Kiki, y pulsó el rostro inmóvil de Stenton para darle vida.

«Un saludo —empezó Stenton—. Para aquellos que ya estabais aquí antes de que yo me fuera, hola de nuevo. Gracias por vuestra amable acogida. Para los totales que se han incorporado al personal desde la última vez que yo estuve aquí, y creo que sois unos dos mil, hola».

—Ahora ya está aquí a tiempo completo —informó Kiki—. Nos ha venido muy bien.

«Cuando regresé a El Todo —prosiguió Stenton—, mi deseo era demostrar mi valor a esta empresa. A este movimiento. Y ahora Mae me ha brindado una oportunidad para hacerlo. Como probablemente ya sabéis, uno de los proyectos en los que participé durante mi estancia en China se centraba en la seguridad, y llegué a conocer muy bien los métodos que podemos aplicar para mayor seguridad de todos nosotros, nuestras familias y nuestro mundo. Y naturalmente nuestros lugares de trabajo. Es inaceptable que una persona venga a trabajar preocupada por el riesgo de sufrir un atentado como el que se produjo aquí el mes pasado. En ese atentado perdimos a cinco de los nuestros, y otros muchos continúan hospitalizados, en un largo viaje hacia la recuperación».

Kiki dio un apretón a Delaney en el hombro, y esta se fijó en lo largas que llevaba las uñas. ¿Siempre las había tenido así de largas? Miró los ojos oscuros y trémulos de Kiki. Ahora toda ella parecía en tensión: su rostro demacrado, las venas de su frente exageradamente marcadas.

«Y sé que a todos os han cogido por sorpresa estas dos agresiones. Os habéis preguntado: ¿cómo es posible que ocurra algo así? ¿Cómo no hemos sido capaces de prever una cosa semejante? ¿Cómo se nos ha echado encima tan de repente?».

En los ojos de Stenton se adivinaba rabia, como si los atentados fueran, más que una forma de violencia, una forma de engaño.

«Uno de mis puntos fuertes, según me dicen, es mi sentido práctico —continuó Stenton—. Cuando me hallo ante un problema como el que ahora tenemos, lo veo claramente y encuentro una solución con eficiencia. Creo que eso es lo que he hecho en este caso. Hemos podido combinar tecnologías existentes, como Introspección, por supuesto, y poner en marcha unos cuantos proyectos nuevos a la velocidad de la luz. Así que quiero… —se interrumpió por un segundo como si comprobara si podía usar la expresión— lanzar un hurra por el equipo, doscientos ochenta y siete de nosotros, que ha estado trabajando día y noche en esto. Lo llamamos ConoceLos».

En la pantalla apareció una vista satelital del Área de la Bahía, donde un punto amarillo palpitante señalaba el campus de El Todo.

«Como sabéis, el dron que portaba la bomba era un AH-32, un modelo diseñado aquí. Cabe señalar que, entre todos nuestros drones, es uno de los que tienen un alcance de transmisión más corto. Por tanto, sabemos que el autor de esa acción violenta se hallaba a un radio inferior a ocho kilómetros en torno al campus. Así es. La persona que cometió ese crimen no actuaba a medio mundo de distancia de aquí. Estaba entre nosotros. Por lo que sabemos podría estar aún entre nosotros, viviendo entre nosotros, porque quien manejaba ese dron aún no ha sido detenido».

El rostro de Stenton se redujo a un pequeño recuadro en el ángulo inferior mientras que la mayor parte de la pantalla mostraba las calles de Oakland. Delaney no tenía una idea clara de qué hora era, pero parecía la hora punta de la mañana, cuando miles de personas salían del metro en el centro.

«Estas son una imágenes en directo del centro de Oakland —dijo Stenton—, pero podría ser cualquier lugar. La gente viene y va en todas partes, y todos tenemos que confiar en que las personas entre las que nos movemos no quieran causarnos ningún mal. ¿Debemos vivir en este estado de precariedad, sin saber nada sobre la gente que nos rodea? ¿Teniendo que confiar en sus intenciones? Es lamentable. Es irracional. No está bien».

En la pantalla apareció una vista a ojo de pájaro de un barrio residencial. La sombra de un dirigible encajaba limpiamente en el campo de fútbol de un instituto.

«Como ya sabéis, desde hace décadas tenemos derecho a saber si viven entre nosotros depredadores sexuales. Si esos delincuentes han sido detenidos por tenencia de pornografía infantil o han sido condenados por abusos, tenemos derecho a saber dónde viven».

En el vecindario de cincuenta y pico casas, siete X rojas marcaban tres viviendas independientes y cuatro se concentraban en lo que parecía un complejo de apartamentos próximo a la autovía.

«Mantener ese registro era nuestro derecho, y ha sido, para millones de familias, una salvaguarda y un alivio. Como padres y de hecho como ciudadanos, tenemos no solo el derecho sino también el deber de saberlo. Cuando se comete un delito contra el público, el propio delito debe hacerse público y estar siempre en conocimiento de todos».

En la pantalla se mostraron de nuevo las imágenes de quienes llegaban al centro de Oakland desde los alrededores. Mientras recorrían San Pablo Avenue, aparecía un interrogante sobre cada una de sus cabezas.

«Y sin embargo se nos priva del derecho a saber qué otros delincuentes viven y se mueven entre nosotros. El Registro de Delincuentes Sexuales entró en vigor en la década de 1990, y después de tantos años aún no tenemos un registro de direcciones de aquellos que han sido condenados por asesinato, agresión, robo en domicilios, u otros delitos de diversa gravedad. Hace unos años lo intentamos con TeVeo, pero no disponíamos de la tecnología adecuada. Ahora sí la tenemos: está al alcance de todos por medio de un teléfono. ¿No os gustaría saber, cuando vais por la calle, si hay cerca de vosotros alguna persona que ha sido condenada por robo? ¿No sería eso una información útil?».

Kiki volvió a dar un apretón a Delaney en el hombro.

«Mientras hablamos, hay en el Área de la Bahía más de un millón de personas que han sido declaradas culpables de algún delito, y sin embargo no existe una base de datos completa que los enumere de una manera fácilmente accesible, de una manera que nos permita saber a qué atenernos de inmediato».

En una animación en pantalla, se aproximaban a la silueta de una mujer hombres amenazadores por todos lados.

«Aquí lo trágico, lo exasperante, es que ya poseemos toda esa información. El Todo dispone de ella en este mismo momento. De hecho, aquí la tenemos».

Una vista satelital del Área de la Bahía, con su exuberancia y sus ciudades blanquísimas, empezó a sangrar de un millón de alfilerazos rojos.

«La mayoría de vosotros ya me lleváis delantera —dijo Stenton—. Es posible conocer fácilmente a cualquiera con un teléfono y una cuenta de VerdaTú, y eso, dicho sea de paso, representa el 93 por ciento de la población de California. Podemos detectar su ubicación en cualquier momento. Y con un rápido filtro, podemos establecer quiénes de esos han sido condenados por crímenes violentos».

El mar de alfileres se contrajo, pero cubría aún todo el mapa de rojo.

«Ahora, los que han sido condenados por robo de coches».

Invadió el mapa un conjunto distinto de puntos rojos y rosas.

«Ahora por violación», añadió Stenton.

Brotaron del mapa miles de puntos. Stenton se apresuró a enumerar otras categorías de delitos, desde la malversación hasta el vandalismo.

«Veréis que no solo hay puntos rojos, sino también otros de color rosa —dijo—. Los de color rosa se corresponden con los de las personas detenidas por un determinado delito pero no condenadas. También tenemos derecho a saber quiénes son esas personas».

Delaney echó un vistazo de reojo a Kiki. Miraba por la ventana, donde se veía, en el cielo diurno, una luna en cuarto creciente.

«Ya sabéis adónde quiero ir a parar —dijo Stenton—. Encontremos a aquellos que han sido acusados de atentados terroristas. —Aparecieron unos cuantos puntos rojos, muchos menos que para los delitos anteriores—. Y los detenidos por tenencia de explosivos». Aparecieron otros puntos rojos distintos, uno de ellos a solo unos kilómetros del campus.

«Yo afirmo que todos nosotros, como ciudadanos, tenemos derecho a esa información. ¿Tenéis derecho a saber si un hombre en vuestro edificio ha sido detenido por allanamiento? ¿Por agresión? ¿Por violación? Yo creo que sí. Y opino que debería ser tan fácil como pulsar vuestro dispositivo. Os lo demostraré. —Alzó el puño al aire y habló al teléfono prendido de su brazo—. ConoceLos, ¿cuántos delincuentes convictos hay actualmente en un radio de ocho kilómetros?».

«Mil ochocientos once», contestó el teléfono.

«Un momento. Hay una cosa más —dijo Stenton, y sonrió—. Quiero mostrar esta situación desde un punto de vista más visceral, más personal. En este preciso momento una de los nuestros, Minerva Hollis, viaja en un tren del BART. Ha subido en Lake Merritt y viene hacia el campus».

El rostro de Minerva dominó la sala.

«¡Hola!», saludó. Sus dientes relucían y cada uno medía más de dos centímetros.

«Ahora es cuando la información pasa a ser mucho más útil —dijo Stenton—. Minnie, ¿puedes desplazar la imagen?».

La cámara de Minnie ofreció una rápida panorámica de los demás pasajeros del vagón del BART. Había nueve hombres, seis mujeres y cuatro niños. Ninguno pareció fijarse en ella, porque todos, excepto uno, permanecían atentos a sus teléfonos.

«Ahora, al aplicar ConoceLos a los otros pasajeros del vagón de Minnie, vemos con quiénes comparte un espacio tan reducido y limitado».

Un filtro rojo envolvió los contornos de tres hombres. Otro hombre y una de las mujeres pasaron a verse en color rosa.

«Muy bien —dijo Stenton—. Acompaña a Minnie un grupo interesante. Tres delincuentes convictos y otros dos con detenciones, sin condenas. Ella puede dejarlo ahí, y apearse en la próxima estación, o puede ahondar más y averiguar qué delito ha cometido cada persona. Creo que Minnie tiene derecho a saberlo. ¿No?».

Stenton se dirigió a Minnie.

«Así que has montado en ese tren, y has visto a diecinueve desconocidos. Ahora conoces un poco mejor qué riesgos te rodean. ¿Te sientes más segura?».

«Bueno…», dijo Minnie.

La relajada sonrisa de Stenton, que hasta entonces venía transmitiendo su satisfacción por lo que era su mejor momento en público, se tensó.

«Tengo que admitir que estoy un poco asustada», dijo Minnie.

Stenton echó una ojeada a un lado y se aclaró la garganta.

«Ya. Ya. Es preocupante. El nivel de delincuencia que nos rodea. El caos. La proximidad de aquellos que podrían hacernos daño. Mayor razón para reivindicar nuestro derecho a estar informados».

—Se lo ve tan fuerte —comentó Kiki—. ¿No te parece un hombre fuerte?

Delaney asintió para apaciguar a Kiki, y de pronto tuvo la certeza de que Stenton se proponía desplazar a Mae. Él tenía una visión, y ella no: esa sería la percepción. Él tenía un plan, y después de los atentados ella solo tenía lugares comunes. Las sonrisas no darían seguridad a nadie.

«Durante la última semana hemos estado experimentando en privado con esta tecnología, rastreando las inmediaciones del campus en un radio de varios kilómetros —prosiguió—. Cuando detectamos a un delincuente en ese radio, la IA nos ayuda a identificarlo y nos alerta con respecto a aquellos que han sido acusados o detenidos por crímenes más violentos, o aquellos que representan una amenaza para la seguridad del campus. Entonces nuestros equipos de seguridad les prestan más atención y a veces, cortésmente, hacen a esos hombres y mujeres unas cuantas preguntas, y les indican que sabemos quiénes son. Hemos observado —en este punto dejó escapar una risita ensayada— que nor­malmente eso basta para mantenerlos alejados de nuestra isla. Ahora la pregunta es: ¿habría evitado esta tecnología el atentado que segó las vidas de cinco inocentes? No podemos estar del todo seguros. Pero personalmente creo que sí».

En ese momento Stenton centró la mirada.

«El caos de este mundo ha colmado mi paciencia. Y el caos es posible porque permitimos que se pudra en las sombras. Pues bien, me propongo eliminar esas sombras. Uno de los totales que perdió la vida en el atentado fue Soren Lundqvist. Era miembro de nuestros equipos Alcance y Luz Solar, dedicados a alumbrar las partes no vistas de nuestro mundo. Murió en el cumplimiento de esa misión: la misión de iluminar. De lograr la seguridad a través de la transparencia. Y asumo el compromiso, y cuento con vuestro respaldo para llevarlo a cabo, de eliminar hasta la última sombra de este planeta. Con ese fin, quiero presentar a alguien que muchos de vosotros ya conocéis. Se llama Wes Makazian».

Delaney tuvo una arcada cuando el ángulo de la cámara se abrió para incluir a Wes, que llevaba un maillot inmaculado, negro y muy entallado para realzar sus fibrosos músculos; parecía un impecable asesino a sueldo.

«Gracias, Tom —dijo—. Mientras lloramos la pérdida de los que murieron en aquella horrenda acción, quiero que recordemos que también hay muchos supervivientes, muchos que acarrearán las cicatrices de esta experiencia. Entre ellos está una íntima amiga mía, Delaney Wells».

Kiki dejó escapar un chillido de emoción. A Delaney se le paró el corazón.

«Y para honrar su dolor —prosiguió Wes—, los que formamos parte del equipo de Friendy hemos estado trabajando día y noche con la intención de ampliar el programa a fin de impedir que vuelva a ocurrir una cosa así».

Delaney observó detenidamente la pantalla, preguntándose si aquello era el vídeo de un rehén obligado a hablar por sus secuestradores, o una confesión forzada a lo Stasi. Pero Wes parecía absolutamente tranquilo y sincero. Estaba enajenado, muy enajenado, fascinado por el poder que se le había conferido. Delaney sintió náuseas.

«Friendy no es solo una herramienta para averiguar la verdad entre amigos», añadió Stenton.

«No, Tom, no lo es —dijo Wes—. No hay nada que nos impida utilizar las mismas herramientas, los mismos medios de diagnóstico, para encontrar pistas. Para descubrir pautas. Para identificar a aquellos inclinados a las actividades ilícitas».

«Los grandes crímenes empiezan con pequeñas mentiras —señaló Stenton—. Y Friendy, mejor que ninguna otra herramienta creada por los humanos hasta la fecha, puede identificar esas pequeñas mentiras antes de que se conviertan en acciones peligrosas».

Wes y Stenton explicaron a continuación cómo analizaría la IA todas las conversaciones —anónimamente, por supuesto, se apresuraron a señalar—, y cuando detectaran muestras de determinado nivel de falsedad o malicia, esa persona quedaría señalada para someterla a un examen más profundo. A las personas desmedidamente insinceras o ladinas se las pondría a disposición de las autoridades competentes, que las mantendrían bajo vigilancia si lo consideraban oportuno.

«Friendy seguirá evaluando la calidad de vuestras relaciones. No os preocupéis por eso, ja, ja —dijo Stenton, y forzó una risita desprovista de humor—. Pero, además, será uno de nuestros principales instrumentos en el esfuerzo de preservar vuestra seguridad. Gracias, Wes, por tu visión y tu sacrificio. —Stenton se volvió brevemente hacia Wes y luego de nuevo hacia la cámara, que ofreció un primer plano de él y dejó a Wes fuera del encuadre—. Y gracias a ti, Delaney Wells. Por tu papel en todo esto, te deseamos una pronta recuperación, y estamos impacientes por que te reincorpores al equipo de El Todo».

Delaney se acordó de respirar, y deseó vomitar, pero estaba demasiado cansada, demasiado maltrecha. Oyó un sorbetón, y vio que Kiki lloraba. Sonó un aviso en su muñeca.

—Esa es la señal de que debo irme —dijo Kiki a Delaney, y se irguió—. Deberías estar orgullosa. Orgullosa de lo que ha surgido a partir de la muerte de Soren y de tu propio sufrimiento. Nada de eso ha sido en vano. Enhorabuena, Delaney. Enhorabuena.