XLI

 

 

Delaney podría haberlos demandado. La mera amenaza de un pleito contra El Todo por su incapacidad de protegerla le habría representado una indemnización de ocho cifras. Pero había accedido a firmar todas las renuncias a iniciar acciones legales que El Todo le había puesto delante. No los consideraba responsables, dijo. Y no quería diez millones de dólares de El Todo. Quería que dejaran de existir. La celeridad con la que firmó los documentos fue objeto de invariables muestras de admiración y gratitud entre la sucesión ascendente de ejecutivos de El Todo con los que habló.

Aún con los pies, las manos y las costillas vendados, fue agasajada con una cena privada en una de las cápsulas de rango superior, a la que asistieron doce miembros de la Banda de los 40. Le expresaron su agradecimiento en tonos de gran sinceridad y prometieron que encontrarían al culpable, que darían con él en menos de una semana. Le preguntaron por Idaho y su trabajo como guardabosques, y todos querían conocer sus expectativas con respecto a un puesto permanente en El Todo. ¿A qué le gustaría dedicarse cuando terminara las rotaciones?, desearon saber. Se le ofrecieron trabajos en publicidad, marketing y diseño. Había plazas en el equipo de ética, le dijeron, o —¡o!— podía ser filósofa de producto.

Quería seguir rondando de aquí para allá, respondió. Había disfrutado hasta el último minuto en todos los departamentos, dijo, y eso era en gran medida verdad. Era un sueño poder conocer todos los resortes, y ver las mentes en acción en todos los apartados, aseguró.

Su agradecimiento era enorme, su alivio era enorme. Dijeron que no había el menor inconveniente. Sabían que deseaba pasar un tiempo en su Idaho natal, y se ofrecieron a costear todos los gastos del viaje, en un medio de transporte libre de carbono. Incluso recibió un mensaje de Stenton: «Integridad. Tú la tienes. S.».

Y al final de la velada —como si la cena fuese una última audi­ción antes de ser elegida para el papel— dijeron que a la mañana siguiente la recibiría Mae Holland con mucho gusto.

 

 

—Maldita sea —dijo Joan—. No debería haberle hecho caso a Francis.

Francis había aconsejado a Joan dar largas durante unos días, quizá una semana, para ver en qué quedaba aquello. Él albergaba la esperanza de obtener algún tipo de indemnización y a la vez conservar el puesto de trabajo, y había convencido a Joan de que hiciera lo mismo. Francis y ella aún no habían firmado nada, y aunque les habían asegurado que podían tomárselo con calma, Joan había intuido en la actitud de la Banda de los 40 que su dilación se interpretaba ya como señal de una traición venal. A Delaney la sorprendió que Joan, quien siempre había parecido conocer tan bien los entresijos de la empresa, se hubiese equivocado tanto al interpretar la situación; El Todo valoraba la lealtad, y desde el principio había recompensado la lealtad y la discreción con grandes cantidades de opciones sobre acciones y dinero en efectivo. Pero eran cicateros con las indemnizaciones y brutales con las extorsiones.

—¿Dónde vais a veros? —preguntó Joan.

—Creo que en su despacho —dijo Delaney, aunque en realidad aún no se le había notificado.

—¿Irás solo tú? —preguntó Joan.

—Eso creo. Pero la verdad es que no lo sé.

—No voy a pedirte que me lleves —dijo Joan.

Delaney no había pensado en llevar a Joan.

—Puedo preguntar —dijo, consciente de que la idea era absurda—. Cuando me den los detalles, preguntaré.

—No. Déjalo —contestó Joan—. Sé que la he cagado. No quiero manchar tu reputación con mi avaricia. Me degradarán a filósofa de producto o algo así, ya lo verás.

—Seguro que no —dijo Delaney, pero comprendió que era ahí exactamente a donde relegaban a las personas como Joan—. Preguntaré si puedes venir.

—Vale, pero dirá que no. En todo caso, escucha. Debes prepararte. Habrá cámaras. ¿Podemos cortarte el pelo? Me gusta ese aspecto tuyo de duende herido, pero podría mejorarse.

Delaney no había previsto las cámaras, pero naturalmente sería así. Joan pidió a una de las estilistas de El Todo que le devolviera un favor.

—Puede que lo vean millones de personas —dijo Joan—. Decenas de millones si ella anuncia que va a reunirse con una de las víctimas del atentado. Lo digo por si eso te anima a plantearte qué vas a ponerte. —Joan miró de arriba abajo la vestimenta de Delaney sin mayores comentarios.

 

 

La reunión tuvo lugar en el mismo edificio anodino donde Delaney había visto por primera vez a Carlo y Shireen: una sala vacía, ni en un sitio ni en otro, como el purgatorio, invisible al mundo exterior.

Delaney ya no iba vendada y caminaba prácticamente sin dolor. La mañana de la reunión se deslizó las palmas de las manos por el cabello corto, convencida de que todos sus pensamientos y planes habían quedado ya a la luz. La estilista hizo lo que pudo, pero el resultado era más alarmante que chic; en el cráneo se le notaban aún la hinchazón y las protuberancias. Su teléfono emitió un aviso. Se le había comunicado que la audiencia sería a las 9.00, y que se le informaría del lugar esa mañana. Ahora, a las 8.48, se le notificó la dirección del edificio y se le indicó que fuera sola, y que también Mae estaría sola.

Eso se le antojó imposible. Pero cuando llegó, no había nadie cerca. Ni cámaras, ni público, ni ayudantes. Cuando llamó a la puerta, contestó Mae, y al natural era tal como se la veía en las pantallas, solo que mucho más menuda de lo que Delaney imaginaba. Era diminuta.

—Pasa, pasa —dijo Mae, como si invitase a Delaney a entrar en una cabaña cálida y escapar de la intemperie.

Cuando Delaney accedió al interior y la puerta se cerró, Mae se colocó ante ella, alargó los brazos hacia sus hombros y la estrechó. La abrazó con fuerza, y Delaney, sin poder evitarlo, empezó a sollozar. Mierda, pensó. Parpadeó con desesperación.

—¿Te he apretado demasiado? —preguntó Mae a la vez que se apartaba un poco—. ¿Es por las costillas?

—No es nada —consiguió decir Delaney sin dejar de sollozar.

¿Qué ocurría? Se detestó. Mae manipulaba toda aquella situación, se dijo, y sin embargo allí estaba, abrazando a Delaney con fuerza, sin reservas. Obviamente si Mae fuera un monstruo calculador, se habría andado con mayor cautela en cuanto al contacto físico frente a millones de espectadores. Habría dado alguna indicación previa sobre el inminente abrazo. Pero no había sido así, y el abrazo prosiguió durante todo un minuto; era, pensó Delaney, uno de los abrazos más largos de su vida adulta, y solo al final se le acompasó la respiración y se le secaron los ojos. Mae volvió a retirarse, pero mantuvo a Delaney sujeta por los hombros. Buscó su mirada y fijó sus ojos en los de ella.

—Lo siento —dijo.

Delaney parpadeó furiosamente. Estaba furiosa consigo misma. Por su fragilidad. ¿Qué ocurría? ¿Quién era esa persona? Por un momento se sintió en el bando de Mae, en el de Stenton, en el de Wes. El atentado era un crimen colosal, y El Todo y la humanidad en su conjunto debían hacer lo que estuviera en sus manos para impedir que ese delito, o cualquier otro, se repitiera.

—Llora todo lo que quieras —dijo Mae, y Delaney se descubrió de pronto sentada en una butaca.

¿Cómo había llegado a esa butaca, un cómodo sillón tapizado? Doblada por la cintura, respiraba con dificultad, y Mae, de pie detrás de ella, le acariciaba los hombros convulsos.

—Vamos, vamos —decía Mae—. Llora, llora, llora.

Maldita sea, Mae era humana. Trazaba círculos con las manos en la espalda de Delaney, y esta, cuando por fin respiraba ya con normalidad y apenas lloraba, levantó la cabeza y miró alrededor, y advirtió que seguían las dos solas, Mae y ella, y los millones de personas que estuvieran viendo aquella patética crisis nerviosa.

—Esto no se está grabando —dijo Mae.

Delaney recorrió el cuerpo de Mae con la mirada en busca de su cámara. No llevaba. Volvió a llorar y sacudirse. Mae le frotó los hombros de nuevo. Era lamentable, pensó Delaney. ¿Qué clase de espía era? No era nada. Una cobarde.

Delaney sabía que Mae solo había desconectado la cámara unas cuantas veces desde que dirigía la empresa. Lo había hecho ahora, y era lo correcto. Mae era real.

Dios mío, pensó Delaney. Esto iba a resultarle muy difícil. ¿Cómo arruinar la empresa sin herir a su nueva amiga, ese ser de luz pura? Miró a Mae a los ojos. Los tenía empañados pero no había lágrimas en sus mejillas. Era un ser capaz de un amor noble y también un ángel del control sumamente evolucionado. Y ahora tenía un pañuelo de papel. No solo uno. Un puñado.

—Son tan finos. Con uno nunca basta —dijo Mae, y se rio.

Delaney se sonó y empapó el primer manojo. Mae tenía ya otro preparado. Delaney lo empapó también. Mae cogió sin vacilar los dos primeros manojos, húmedos de mocos de Delaney, se acercó al cubo de compost, los tiró, regresó y dio a De­laney un tercero. Delaney se enjugó la nariz y los ojos y las mejillas, y la muñeca derecha, veteada de hilos de lágrimas y mucosidad.

—No puedo ni imaginarlo —dijo Mae—. Qué miedo.

—Joder, sí, qué miedo —confirmó Delaney.

—Supongo que, con el paso del tiempo, da aún más miedo. Cuanta más conciencia tomas de que ocurrió de verdad.

—Así es. Da cada vez más miedo —respondió Delaney, cayendo en la cuenta de que así era—. Cada noche se vuelve más real.

—Podrías haber muerto —dijo Mae, y nuevamente Delaney perdió la visibilidad. Nuevamente estaba bajo el agua y los mocos manaban a chorros de su nariz.

—Lo siento —dijo Mae. Esas palabras llegaron al oído de Delaney en forma de susurro, acompañadas del aliento caliente de Mae, porque esta volvía a abrazarla y repetía, con un sonido maravillosamente tenue y a la vez sonoro: «Lo siento» y «Chsss..., chsss…».

—Muchas gracias —dijo Delaney.

—Chsss… Chsss… —susurró Mae a su oído, con esa calidez y esa sonoridad.

Cuando a Delaney se le acompasó otra vez la respiración, Mae retrocedió.

—El Todo se ha granjeado algunos enemigos, me temo —dijo—. Son muchas las personas y entidades que no valoran positivamente la evolución que estamos experimentando como especie. Pienso que esto ha sido algo así como una última boqueada violenta de las viejas costumbres y la gente que se beneficia de mantener las cosas tal como están. Tal como estaban. Pero escúchame. Quiero que esto sea solo el principio entre tú y yo. ¿De acuerdo?

Delaney no podía dar crédito a lo que oía, estaba convencida de que Mae sencillamente decía lo que diría cualquier persona por amabilidad.

—Yo también voy a Idaho —anunció Mae—. ¿Conoces el retiro que organiza Allen & Company en Sun Valley?

—Sí —contestó Delaney.

Cada año, un centenar de los directores de empresas tecnológicas y de medios de comunicación y de los inversores de capital riesgo más ricos y poderosos, además de algún que otro Soros o Winfrey, invadían el pueblo. Los hoteles se cerraban, los restaurantes se alquilaban, las galerías de arte permanecían abiertas hasta tarde. Pero, en general, irritaba a los lugareños.

—Estaré muy ocupada —dijo Mae—, pero tendré algún rato libre. Me he tomado un día más, de hecho, para que tú y yo lo pasemos juntas. ¿Puedes planear una excursión para nosotras dos?

—Sí. Por mí, encantada.

—A algún sitio que solo tú conozcas.

Delaney se rio.

—¡Conozco muchísimos sitios! —Se sentía muy feliz. La idea de enseñar a Mae, su nueva protectora e íntima amiga, un lugar recóndito la llenaba de satisfacción—. Hay una cascada…

—¡No me lo cuentes! —exclamó Mae—. Quiero que sea una sorpresa. Iremos de excursión, y charlaremos, como dos chicas, y haremos planes. Pero eso sí, que esté desconectado de todo. Un sitio donde estemos solas tú y yo.

—De acuerdo —dijo Delaney.

—Tengo muchos planes para ti —aseguró Mae.