XLIII

 

 

Delaney viajó en avión a Boise y luego en autobús hasta Ghost Canyon. Recorrió a pie los tres kilómetros desde el pueblo, y cuando se acercaba a la puerta de su casa, oyó un sonido poco común: sus padres discutían. Estaban en la parte de atrás, y Delaney, por ninguna razón justificable, rodeó la casa sigilosamente para oírlos. Se apoyó en la pared cercana al salón, junto a una ventana abierta.

—Es un insulto, ni más ni menos —exclamó su padre—. Una falta de respeto.

—No es ningún insulto. Ni una falta de respeto —dijo su madre—. No pasó nada en absoluto. Era solo golf. Él me pidió que jugara, yo jugué. Tú no juegas.

Podría jugar —contestó su padre con voz atronadora.

—Nunca has jugado. ¿Vas a empezar ahora?

—Pues sí. Eso voy a hacer.

—Mientes —dijo su madre.

—No —insistió su padre—. No. Aquí la que miente eres tú. No le des la vuelta. Reconoce lo que yo ya sé.

—No voy a reconocer algo solo porque una app te diga que he mentido. Me asombra que des más valor a la palabra de un aparato que a la mía.

—No es eso —repuso él—. La app no ha hecho más que confirmar lo que yo ya sospechaba.

—¿Qué? ¿Que estoy liada con Walt?

—¡Yo no he dicho eso! Solo he dicho que aquí hay algo más que golf. Me parece una falta de respeto para mí. Te aseguraste adrede de que yo no estuviera.

Delaney, arrimada a la pared, se agachó más. Necesitaba contarles cuál había sido su intervención en eso —que Friendy era una broma, que no significaba nada, que no podía hacer nada—, pero eso ya no era del todo cierto. Funcionaba, o al menos podía percibir ciertas discrepancias, ciertas elisiones, tensión en los labios, una postura reveladora. Algo vaga, remotamente inapropiado había ocurrido entre su madre y Walt, de eso Delaney estaba segura. La situación había dado pie a una sospecha, y Friendy la había confirmado. Su padre tenía razón. Pero ¿también tenía razón su madre? ¿Tenía derecho a eso, a jugar al golf con cierto matiz de coqueteo a los sesenta y un años? ¿Cuál era el daño, pues? ¿Cuál era el delito? El delito era un momento de intimidad, algo aparte, algo solo para ella después de treinta y siete años de matrimonio. Pero no había más matización, más elasticidad, más grises. Solo términos absolutos.

Delaney entró en la casa por la puerta de atrás y sus padres palidecieron. Nunca habían discutido delante de ella. Se llevó el dedo a los labios, y ellos guardaron silencio. Desenchufó el AtyenDe y lo metió en un armario, junto con los teléfonos de los tres, debajo de una pila de ropa de cama. Cuando se dio media vuelta, dispuesta a explicárselo todo a sus padres, la policía ya había llegado. Todo había ocurrido tal como lo habían ideado Karina y Rhea, y la propia Delaney.

Después de una hora de aclaraciones, de defender Delaney a sus padres, de intentar los tres hacer entender a la policía que lo que la IA había oído, y aquello a lo que la propia policía había tenido acceso, no era toda la verdad de su matrimonio, la policía se marchó, tras entregar una citación e insistir en que reactivaran su AtyenDe. Posteriormente los padres de Delaney serían sometidos a lo que la policía llamaba «observación mejorada». Mientras concluía la intervención de los agentes, Delaney se fue a la cama. Tenía la esperanza de que creyeran que dormía para poder huir rápidamente más tarde esa noche. Pero ellos se acercaron a su puerta y no se marcharon hasta que se incorporó.

—Estamos muy avergonzados —dijo su madre.

—Muertos de vergüenza —añadió su padre—. No es así como queríamos recibirte. Y menos después de tanto tiempo sin verte.

—Pero si me visteis hace unas semanas —señaló Delaney.

Sus padres se miraron.

—Ah, cielo —dijo su madre—, no fuimos en persona. ¿Pensaste que estábamos allí? ¿En el hospital?

—Eso fue una videovisita —explicó su padre—. ¿Creíste que estábamos allí contigo? Qué maravilla. La tecnología ha mejorado mucho.

Delaney había dejado de respirar. Guardaba un recuerdo muy vívido de ellos junto a su cama. Le habían leído, le habían cantado.

—Queríamos ir —dijo su madre—. Pero ya sabes cómo controla la empresa nuestra huella de carbono. Se toman muy en serio los objetivos de QedaosQïetos. Así que cuando se estabilizaron tus constantes vitales…

—Teníamos acceso a esos datos en todo momento —intervino su padre—. Tu vida nunca corrió peligro. Seguimos la situación muy de cerca.

—Hazte cargo —dijo su madre—. Tú tienes un trabajo de un nivel más alto que el nuestro. Al nivel de FolkFoods, los límites a la huella de carbono personal son más estrictos. Y el año pasado hicimos el viaje a México, así que…

 

 

Delaney les dijo que lo entendía. Totalmente. No pasaba nada, nada, insistió. Ella estaba bien, todo iba bien, y finalmente la dejaron sola. Rechinándole los dientes, implosionándole el cerebro, mantuvo la mirada en el techo, y cuando tuvo la seguridad de que se habían dormido, se escabulló, cogió prestado el coche de su padre, un Subaru de 1998, dejó su teléfono y una nota para sus pa­dres, y viajó, de la forma menos rastreable posible, hasta Oregón. Durante las nueve horas siguientes desfilaron por su cabeza un millar de pensamientos de destrucción y venganza. Entró en un estado rayano en la hipnosis, viendo solo de vez en cuando algún que otro camión o furgoneta de reparto de El Todo, y solo cuando cruzó la línea divisoria de Oregón, la traspasó, como un viento gélido, el miedo a lo que se encontraría.

En el mejor de los casos, la profesora Agarwal estaría demacrada y calva, atendida en casa por cuidadores, tal vez estudiantes de posgrado. En el peor de los casos, estaría moribunda o muerta. ¿De qué servía, se preguntó Delaney, ver a alguien días antes de su muerte? Agarwal no creía en el más allá, así que ¿para quién era útil una visita como esa? Si Delaney se sentaba a su lado un día y Agarwal moría al día siguiente, ¿qué importancia tenía la visita? ¿Aparte de proporcionarle una especie de autosatisfacción superficial por poder decir que fue a verla, que hizo lo correcto, justo a tiempo? Detuvo el coche a dos manzanas de la casa de Agarwal. Eran las cinco de la tarde. Había conducido toda la noche, todo el día, y seguía totalmente despierta. Sentía aún el vago temor de ser descubierta. Cómo y por quién, no tenía la menor idea. Y había dejado el coche a dos manzanas con la intención de desconcertar a quienquiera que pudiera estar vigilándola… Era absurdo.

Había ramas mojadas por todo el vecindario, trazos negros en el césped de los jardines y la calle; había pasado por allí una tormenta, dedujo, no hacía más de un día. Cerca de la acera había caído una rama grande. Yacía allí inmóvil, como si se hubiese precipitado derecha al suelo, demasiado cansada para dejarse desplazar más allá. Delaney se abrió paso hacia la casa de Agarwal entre las hojas abarquilladas, y tuvo que recordarse la necesidad de respirar, y respirar acompasadamente. Se sentía ya desbordada. Había planeado esa llegada un centenar de veces, consciente de que lo mejor sería correr hacia Agarwal y abrazarla. Cualquier vacilación permitiría a su profesora ver el sufrimiento en la mirada de Delaney, y después todo se reduciría a un esfuerzo por recobrar el equilibrio.

En los peldaños de la entrada, vio que la puerta principal estaba abierta; solo la mosquitera rota las separaba. Delaney dio el primer paso, y dentro se encendió una luz, pero por casualidad. De pronto se hallaba ya en la puerta y percibía el indefinible olor a humedad del que Agarwal siempre se quejaba y disculpaba. Por más que ventilara la casa no conseguía eliminarlo; ese olor ya estaba allí, decía, cuando ella se mudó. 

Delaney miró a través de las ventanas, pensando que a lo mejor encontraba a Agarwal tendida en el sofá contiguo al ventanal. O en una cama de hospital. La asaltó la inquietante idea de que la casa parecía demasiado abierta para Agarwal en su estado, de que Agarwal había muerto y una nueva familia se había instalado allí, la había sustituido.

Pero la casa, pese a tanta luz, estaba en silencio. Delaney golpeó con los nudillos el marco combado de la mosquitera. No hubo respuesta. Se volvió hacia la calle, consciente de que esa visita era un error. Debería haber telefoneado antes. ¿Quién sorprende a una moribunda de esa manera? La gente normal llama, escribe, avisa. Cuando se volvió de nuevo hacia la casa, pensando en dejar una nota, Agarwal se hallaba en la puerta.

—¿No es Delaney quien veo ahí?

Agarwal tenía el mismo aspecto de siempre. O al menos su rostro parecía el de siempre, vivo y radiante. La mosquitera se abrió de par en par, y de pronto tenía a Agarwal entre sus brazos. En ese momento Delaney percibió la enfermedad. Se la notaba muy menuda. Había perdido peso —diez kilos o más— pero su piel resplandecía.

—¡Llevo tanto tiempo escribiéndote! —exclamó Agarwal—. Pasa. ¿Te apetece un té o vino o algo? Siéntate en el salón, enseguida vengo. O quédate cerca de mí.

Agarwal llevaba el cabello mucho más corto de lo que Delaney recordaba, pero lo tenía sedoso y lucía un peinado elegante. Vestía una blusa sin mangas, quedándole a la vista los brazos bien tonificados, que de algún modo ahora parecían más ejercitados y atemporales. ¡Y una falda! Un poco acampanada, quizá de polipiel. Y las botas, aquellas botas que Delaney conocía bien, con cactus y artemisas repujados. A cinco o seis metros de distancia podría tomársela por una adolescente.

Delaney permaneció al lado de Agarwal mientras esta llenaba el hervidor. Recordaba ese hervidor, abollado y seguramente antihigiénico.

—Aún conservas ese trasto —comentó Delaney.

—Calla, funciona. ¿Recibiste mis cartas, pues? —preguntó Agarwal.

—Sí. Lo siento. No pude contestarte.

—No importa. No esperaba una proporción de uno a uno —dijo.

—Quiero explicártelo. Son muchas las cosas que tengo que contarte. Sobre todo dos, de hecho. Pero primero tengo que sa­ber qué ha pasado. La última vez que escribiste…

—Estuvo mal, lo sé. Lamento haberte preocupado con eso.

—No, no. Me alegré mucho. Fue una lección de humildad. Es decir, lo planteaste abiertamente y me consideré afortunada de que pensaras que era digna…

—Para. No te pongas sentimental. Estaba preocupada por ti, y te escribí, y también estaba confusa. Y luego enfermé, y en algunas cartas lo mezclé todo.

—Pero entonces ¿qué? ¿Algún tratamiento milagroso…?

—No. Nada de eso. Pero está en remisión. Me sometieron a un tratamiento muy agresivo. Esteroides y pembroli no sé qué más. No sirve con todo el mundo, pero conmigo sirvió, y no, Delaney, no llores así. No es…

Agarwal rodeó la espalda de Delaney con sus pequeñas manos.

—Gracias —dijo—. Me conmueve que estés tan preocupada.

—No sabía qué hacer. No podía hacer nada.

—Bueno, tú no eres médico, Del.

—Ya lo sé. Es solo que…

—Esos médicos que me trataron eran increíbles. En cierto modo están chiflados. Son renegados. Les di carta blanca, y aplicaron tratamientos radicales. ¿Y tú? Estuve a punto de ir a verte cuando me enteré de que habías resultado herida en el atentado.

—Estoy bien. En realidad, fue solo una conmoción cerebral.

Agarwal advirtió las quemaduras en las manos de Delaney. La cogió por el codo.

—¿No te ha dejado secuelas? ¿Mareos?

—No. Y tú no eres esa clase de doctora.

Agarwal deslizó la mano para coger la de Delaney.

—Cuando oí la noticia del atentado, pensé en ti inmediatamente. Y me asaltaron los peores pensamientos. Unas imágenes horrendas.

Dio un apretón más a la mano de Delaney y se la soltó. El hervidor silbó, y Agarwal llenó dos tazas, ambas desportilladas. Entregó a Delaney la menos desportillada.

—¿Y la segunda noticia? —preguntó Delaney.

—Ah, sí. Bueno, la verdad es que guarda relación. Y de hecho es algo muy extraño, teniendo en cuenta todo eso sobre lo que te escribí. Creo que no te lo conté, pero aquí en el campus ocurrieron cosas inquietantes. Lo más importante es que a partir de ahora las plazas se asignarán mediante IA. Así que…

—No me lo puedo creer.

—Pues sí. Venía planteándose desde hacía tiempo. Aquí y en todas partes. Los profesores más jóvenes lo perciben así. Habrás oído hablar de que se ha declarado la guerra a la subjetividad, ¿no? —Dejó escapar una triste risa—. Bueno, no hemos podido mantener la neutralidad. Después de muchas quejas sobre la parcialidad y la arbitrariedad, de muchas demandas, los poderes fácticos han decidido que su mejor defensa es ceder al proceso de los algoritmos.

—Pero para ti… 

—Para mí no es problema. Tengo la plaza desde hace treinta y dos años. Pero perdí a una amiga por esta nueva filosofía. Creo que no la conocías. ¿Lili Ulrich? Llegó aquí después que tú. En todo caso, era profesora no numeraria desde hacía años, y deberían haberle concedido una plaza fija el año pasado. Pero este nuevo sistema la desquició. El proceso para la asignación de plaza empezó a ser demasiado conflictivo, así que lo dejaron en manos de los algoritmos. Nadie quiere asumir la responsabi­lidad. La culpa. Según los algoritmos, ella no aportaba valor al centro, y se acabó. Del, hacia eso vamos. Todos. Se quitó la vida hace un mes.

—Dios mío. Lo siento mucho.

—Y seis estudiantes este semestre. Y un profesor adjunto. Supongo que es lo mismo que afecta a personas de todo el mundo. También en tu empresa. Ceder el control a los algoritmos es la última decisión que puede tomar una persona.

La preocupación debió traslucirse en la mirada de Delaney, porque Agarwal sonrió y dijo: 

—¿Estabas preocupada por mí? ¿Porque me quitara la vida? No. Ese no sería mi camino. Me gusta demasiado la lucha. Pero a ese respecto estoy en minoría. Hemos perdido además a casi todo el profesorado de arte… no por suicidios, sino por un éxodo masivo, después de que los estudiantes se negaran a dejarse calificar por humanos. Esto se viene abajo. En realidad, todo se viene abajo.

—Deberían haberte escuchado.

—Puede que sí, puede que no —dijo Agarwal, y exhaló un suspiro—. No lo sé. Fue cosa de ambas partes. No vi venir del todo la complicidad. Las motivaciones de las empresas, sí, para consolidar y medir y beneficiarse de los datos, eso lo vi. Pero el lado humano cotidiano, no. Nuestra abrumadora preferencia por ceder todas las decisiones a las máquinas, por sustituir los matices por números… eso superó todas mis pesadillas. Cada día creamos una nueva máquina que elimina una parte más de la intervención humana. No confiamos en nosotros mismos ni en los demás para elegir nada, para hacer un diagnóstico, para asignar una calificación. La única decisión que nos quedará es si vivir o morir. Nos encontramos ante un cambio en la especie, que pasa de ser un animal libre a ser una mascota. Como muchos otros, Lili optó por no formar parte de ese destino hacia el que va la especie. Los últimos opositores serán incorporados o quedarán excluidos. Así que también yo me voy.

—¿De dónde te vas? —preguntó Delaney—. ¿Del mundo?

—De la universidad —respondió Agarwal—. Ya he avisado. Pero en realidad es a cambio de algo mejor. ¿De verdad no lo sabes? Pensaba que a lo mejor te lo habrían dicho.

—¿Quiénes? —preguntó Delaney. En un breve momento de ceguera, no lo concibió siquiera.

—El Todo. ¡Tú sigues allí, espero! Me han concedido una beca y me han ofrecido un empleo. ¿De verdad no lo sabías? Me dejo incorporar. Me dejo digerir por el monstruo. Me cuesta creer que no lo supieras.

El suelo pareció ladearse. El techo se vino abajo. Delaney necesitaba sentarse, pero en la cocina no había ninguna silla. Se apoyó en el fregadero.

—¿Estás bien?

¿Cómo no iban a encontrar a Agarwal? ¿Cómo no iban a subsumirla?

—¿Cuándo ha sido? —consiguió preguntar Delaney.

—Diría que la primera llamada fue hace tres semanas. ¿Conoces a un tal Gregory Akufo-Addo? —preguntó Agarwal. Revolvía en el cajón donde guardaba el té—. Se presenta como «Cabeza» algo más. Tengo en algún sitio su tarjeta de visita. Aquí está. ¿Conoces la Sala de Lectura?

—Creo que sí —dijo Delaney con voz ronca. Agarwal no la oyó.

—Pues si no has visitado esa parte del campus, deberías. Parecen muy eruditos, y el responsable es un hombre imponente y sincero. Por lo visto, han estado estudiando mi obra, y quieren que aporte mis críticas y los ayude a mejorar la empresa. ¿No es increíble? Ya veo la cara con que me miras. Por supuesto mantengo una actitud escéptica. Por supuesto sé que es más seguro tenerme dentro que fuera. Pero el ego me permite pensar que puedo incidir de alguna forma. ¿Seguro que estás bien?

—¿Puedo tenderme un momento? —preguntó Delaney, y no esperó el sí. Tambaleante, se dirigió hacia el sofá, donde la asaltó el olor de Rasputín, el gato de Agarwal, que había muerto hacía cinco años.

Agarwal la siguió al salón.

—¿Estás bien? —Dejó el té de Delaney en la mesita de cristal con un tintineo y se sentó al lado en la propia mesa, de cara a Delaney—. Y de no ser por ti, ni me lo habría planteado. El hecho de que tú entraras a trabajar allí me llevó a sopesar la vieja dicotomía sobre el cambio: ¿somos más eficaces creando agitación desde fuera o introduciendo cambios estructurales desde dentro?

A Delaney no se le ocurrió nada racional que decir. Iba a la deriva.

—Entonces ¿vas a venir a California? —preguntó por fin.

—Bueno, en cuanto a eso, no sé. No es probable que vaya a compartir habitación contigo en breve. Aún me estoy recuperando, y esta es mi casa. Pero se han mostrado muy deferentes. Quieren ver todo lo que escribo, saber cuándo lo escribo, y programar llamadas mensuales para analizar mis ideas. La verdad es que se los ve decididos a la reforma.

Delaney no mencionó que había visto el texto de Agarwal en la Sala de Lectura. No tenía sentido. Miró por la ventana, la rama negra deshojada. Dudaba que fuera capaz de volver a mirar a los ojos a Agarwal.

—Sé que parece una incoherencia —comentó Agarwal—, pero aquí las cosas son insostenibles, y… ¿qué pasa?

—¿Es eso un altavoz inteligente?

En la repisa de la ventana de Agarwal había un AtyenDe de última generación.

—Ya lo sé, es un disparate que lo tenga. Pero me lo mandaron gratuitamente. Incluso vino alguien a instalarlo. Y si voy a trabajar allí, no está de más que me acostumbre a los dispositivos.

Delaney no tuvo más opción que fingir.

—Sí —dijo—. Son muy generosos.

—Lo uso básicamente para oír música —añadió Agarwal—. También me enseñaron cómo funciona. Ahora ya lo entiendo. Le dices, así sin más, que ponga «The Long and Winding Road», y empieza… En fin, eso cambia la vida.

Comenzó a sonar la canción, y las dos sonrieron. Delaney sabía que Agarwal no había dicho «AtyenDe», que el dispositivo había estado escuchando desde el principio.

Delaney se sentía aturdida, vacía. No podía decir nada a Agarwal que tuviera el menor efecto en el curso de los acontecimientos, al menos no en ese momento, así que solo podía pensar en marcharse. Para cambiar de tema de conversación, pasó de El Todo al hijo de Agarwal, un pediatra que vivía en Portland, y finalmente a la propia familia de Delaney.

—Bueno, según mis padres, veinte minutos es el tope para una visita no anunciada —dijo Delaney.

Pensó que tal vez Agarwal se resistiera a dejarla marchar, pero no fue así. Se la veía cansada.

—Entonces ¿vendrás alguna vez a la Isla del Tesoro? —preguntó Delaney animadamente—. ¿Aunque sea solo de visita?

Y enseguida retrocedió hacia la puerta, abrazó a Agarwal con fuerza y se marchó.