XLIV

 

 

Delaney condujo en plena noche, impulsada en todo momento por la adrenalina. Apenas encontró a otros viajeros en el camino; solo en dos ocasiones los faros de un camión surgieron de una curva e incendiaron su mundo. Después, las dos veces, se impuso la oscuridad y el silencio, y a cada kilómetro que recorría aumentaban su determinación y su serenidad. No le quedaba nada, ni tenía nada que perder.

—¡Has vuelto! —exclamó su madre cuando Delaney llegó poco después del amanecer—. ¿Cómo estaba Agarwal?

Delaney respondió a su madre con el pulgar en alto y se acostó. Necesitaba dormir, aunque fuera solo durante una hora. Acogida por la calidez animal de su antigua habitación, la venció el sueño, y cuando despertó su padre estaba en la cocina. Jugaba al póquer en su teléfono.

—¿Te marchas otra vez, Del? —preguntó él.

—Voy solo a dar un paseo en bici —respondió Delaney.

Se abrochó la correa del casco y salió al porche. Su madre, sentada en el balancín, tenía la cabeza inclinada sobre la tableta, que emitía gritos de zombis al ser decapitados por los últimos héroes sintientes del planeta.

—¿Dejas tu teléfono? —preguntó.

—Sí.

—De acuerdo —dijo su madre—. ¡Ve con cuidado!


Delaney había insistido en reunirse con Mae en un sendero troglo adyacente a una carretera troglo, a veinticinco kilómetros al norte de Ghost Canyon. El viaje en bicicleta fue sublime, en medio de un silencio absoluto roto solo por su propio traqueteo en el camino polvoriento, y dejó vagar la mente, que al final le quedó en blanco, en armonía con el sol. No se sentía así desde hacía meses, tal vez años: el cuerpo y el cerebro en un mismo sitio, sin pensar en nada más que las curvas del camino y la presión del pie en el pedal. Podría vivir aquí, pensó. ¿Por qué se había metido en el centro de la lucha por el alma de la especie? Era inútil. Wes estaba perdido, Agarwal estaba perdida, sus padres estaban perdidos. Estoy sola y seguiré sola, pensó. Nadie más quiere lo que yo quiero.

Llegó al punto de partida del sendero treinta minutos antes de la hora, y tuvo tiempo de descansar, tendida en una enorme piedra plana para calentarse al sol de última hora de la mañana. Decidió aprovechar el día, proponer a Mae una última idea, la idea que pondría fin a todas las ideas, que finalmente empujaría a la empresa desde lo alto del precipicio. Por un lado, era absurdo pensar que serviría para cambiar algo. Al parecer, poseía el siniestro don de concebir ideas que a ella se le antojaban horrendas pero entusiasmaban al resto de la humanidad. Sin embargo esa última —si quedaba un mínimo de nervio en alguna nación, algún organismo regulador, alguna entidad de supervisión del comercio mundial— debería desencadenar una avalancha de repulsa. Albergaba la remota esperanza de que esa última propuesta desatase por fin la indignación colectiva que tantas veces había esperado. Esa idea llevaría las cosas tan lejos que todo ser libre se sentiría movido a la rebelión.

Preveía que a Mae le encantara, y si la población mundial la aceptaba también, que así fuera. Delaney podía pasar sus días en un lugar como ese. El Todo, con la complicidad general de la humanidad, deseaba un mundo distinto, un mundo bajo vigilancia sin riesgos ni sorpresas ni matices ni soledad. ¿Por qué no permitirles que lo tuvieran, y poder tener ella esto otro? Podía construirse una cabaña, vivir sola, ir a la deriva, y dejar ese mundo echado a perder a aquellos que lo habían creado y acogido.

 

 

Cuando Mae paró, sola, en medio de una nube de grava y polvo, a bordo de un coche que conducía ella misma, Delaney se sorprendió. Mae se mostraba ya por segunda vez como una persona íntegra. Cumplía sus promesas. Era exactamente la persona que parecía ser. Delaney sintió un breve asomo de vergüenza, dado que, de las dos, solo ella tenía un motivo oculto. Mae se apeó y miró alrededor, a los montes revestidos de vegetación que la rodeaban y los desiguales picos más allá.

—Esto es precioso —dijo.

Estrenaba unas botas, y Delaney no pudo evitar fijarse en lo grandes que eran. Parecían confeccionadas para un hombre, un hombre grande.

—Las llevo lastradas —explicó Mae a la vez que se ataba los cordones con un nudo doble y se erguía—. Quiero potenciar el efecto cardio. ¿Y tú qué tal? ¿Tienes los pies ya bastante curados para una caminata como esta? Fue en las plantas de los pies, ¿no?

—Los tengo bien —contestó Delaney.

—Eres muy fuerte —dijo Mae, y no parecía hablar por hablar.

—Bueno, este es mi sitio preferido en el mundo. Supongo que me ayuda a olvidar cualquier dolor residual.

—¡Pero esto está totalmente fuera del mapa! —exclamó Mae, y pisó con fuerza en el polvo blanco unas cuantas veces para reacomodarse las botas—. Sin tus indicaciones, no lo habría encontrado. ¡Ni siquiera tiene nombre!

Delaney deseó decir «Por eso lo adoro, pedazo de monstruo», pero se limitó a sonreír. Se preparó para unas cuantas horas de si­mulación, durante las cuales fingiría amistad, franqueza, vincu­lación.

—Ya sabes lo que voy a decir ahora —dijo Mae.

—Por qué no compartirlo, ¿verdad? —adivinó Delaney.

—Compartir es querer —afirmó Mae, y giró el torso a izquierda y derecha en una especie de estiramiento—. Sé que parece una banalidad, pero ¿es cierto o no? El Dalái Lama dijo: «Comparte tus conocimientos. Es una manera de alcanzar la inmortalidad».

Delaney tuvo la certeza de que esa cita se la había facilitado alguien en la Sala de Lectura.

—Bien expresado —dijo—. Puede que tengas razón. Vamos hacia una de las cascadas más bonitas que verás en la vida. ¿Estás lista?

—¿Necesito algo más? —preguntó Mae.

Había dejado la puerta del acompañante abierta, y dentro Delaney alcanzó a ver equipo y comida suficientes para establecer una pequeña colonia.

—Nada —respondió Delaney. Señaló la mochila que tenía a sus pies, que contenía agua, protector solar y pasas, no mucho más—. Es una hora de subida y una hora de vuelta. Sobreviviremos.

—Al menos una de las dos —dijo Mae—. No voy de excursión desde que tenía unos diez años. ¿Es por aquí? —Se adelantó hacia el inicio del sendero, pero de pronto se detuvo—. Perdona. Estoy muy acostumbrada a ir por delante. Debes ir tú primero.

—No, no. Es un sendero fácil —aseguró Delaney—. Puedes ir tú delante. O podemos turnarnos.

—¿Sabes qué te digo? —preguntó Mae—. Vayamos una al lado de la otra. Yo caminaré por esta franja de hierba junto al sendero. Aquí el terreno es más blando.

Frente a Mae había una piedra angulosa, del tamaño de un balón de fútbol, y justo cuando Delaney pensaba que Mae tropezaría, esta saltó por encima con la agilidad de un ciervo. En todos los sentidos, Mae era mucho más apta de lo que Delaney esperaba. Sus dotes sociales, su ingenio, su agilidad. En el primer tramo ascendente del sendero, siguió el ritmo a Delaney sin dificultad, pese a avanzar por un terreno más difícil. La asombraba, más que nada, que Mae hubiese acudido digitalmente desnuda. Delaney buscó algún dispositivo pero no vio ninguno: ni cámara corporal, ni teléfono, ni óvalo, ni auriculares, nada. Ya por segunda vez Mae accedía a ir a oscuras por pasar un rato con ella.

—Quería plantearte una cosa —dijo Delaney.

—Muy bien —respondió Mae, y rebasó un tronco caído con una larga zancada.

—¿Puedo hablar con entera libertad? —preguntó Delaney.

—Por supuesto —contestó Mae, aunque apretó un poco los labios—. Vienen consultores cada mes, Delaney. Soy incapaz de ofenderme. Y tú no me cobras medio millón de dólares al día.

—De acuerdo —continuó Delaney—. He estado dando vueltas a una idea que podría ayudar a El Todo y sus clientes. Pero no es simplemente una app o una plataforma o un botón. Aunque ninguna de esas cosas tenga nada de malo —añadió.

—En fin, me tienes intrigada.

—Verás, llevo seis meses rotando en El Todo, y a pesar de lo bien organizada que está la empresa, creo que podría estarlo más. Hay muchos departamentos y programas que no están apenas vinculados, y deberían estarlo más.

—Muy bien —respondió Mae, como si acabara de oír que el campus de El Todo se hallaba en una isla y que gran parte de los ingresos de la empresa procedían de la publicidad.

Delaney supo que tenía que ir más allá de lo evidente y abordar el asunto de la salvación del mundo.

—Y creo que si se vinculan —prosiguió—, y si usáis todas las posibilidades y el alcance de los datos de El Todo, y de los activos del mundo real que adquiristeis al comprar la selva, y si asumís verdaderamente la dirección hacia la que apunta la humanidad y en la que desea ir con toda su alma, puede que salvéis el mundo y perfeccionéis la especie.

—Ahora es cuando me toca pararme —anunció Mae. Delaney se detuvo también, y Mae le lanzó una mirada de curiosidad—. Tienes talento, ¿lo sabías? Creo que sí lo sabes. —Tomó un largo trago de agua—. Adelante —instó Mae al terminar, y siguió avanzando.

—La huella de carbono personal —dijo Delaney.

—¿El proyecto de Wes Makazian? Era tu antiguo compañero de casa, ¿no?

—Sí.

—¿Qué se respiraba en el aire en vuestra antigua casa? Muchas ideas han salido de un solo cobertizo troglo.

A Delaney se le cortó la respiración por un momento. Suponía que Mae podía saber que habían vivido al estilo troglo, pero ¿sabía lo del Cobertizo? Claro que lo sabía. Incluso un cobertizo troglo podía fotografiarse desde la calle, desde lo alto. En un instante tendría acceso a fotos, a los planos, a la historia del edi­ficio, a los recibos de suministros.

—Ahora mismo —dijo Delaney— la HCP no es un dato público, pero va camino de serlo.

—¿Y tú te opones?

—No. Debe ser público para tener repercusiones. Está el aspecto del oprobio social, que es solo la mitad de la cuestión. Cuando la HCP sea pública, la gente se avergonzará si su número es alto, pero eso no cambiará forzosamente su comportamiento. Ese es el palo, pero se necesita la zanahoria.

—¿Y cuál sería la zanahoria?

—Bueno, los incentivos económicos son más poderosos que el oprobio social. Disponemos de los programas de fidelización que animan a miles de millones de personas a comprar a través de nuestro portal. Pero no los utilizamos lo suficiente para dar forma a un comportamiento mejor.

—Pero estuviste en ES, ¿no?

—Correcto. Pero eso consiste más en sugerir que en coaccionar.

—Para eso está ConPref.

—Sí, pero, así y todo, gestionamos un sistema inherentemente caótico. Ayudamos a las personas a tomar decisiones. Intentamos predecir sus movimientos y sus compras. Pero lo que yo propongo es el control de las decisiones ya de entrada.

Mae se había detenido otra vez, bajo unos abetos de Douglas.

—¿Podemos sentarnos? —Encontraron dos troncos uno frente a otro en un espacio llano fuera del sendero. Mae retiró unos trozos de musgo de la corteza y se sentó—. Hablabas del control de las decisiones.

—Exacto —dijo Delaney—. Gabriel Chu se refiere a menudo a la parálisis ante la toma de decisiones. Esta es ya la tercera generación para la que el mayor estrés en la vida es tomar una decisión. Y estoy convencida de que eso no es lo que la gente quiere. No es que quieran tener menos opciones donde elegir. Es que prefieren no tener casi ninguna opción. Y sobre todo no quieren malas opciones. Piensa en la mostaza.

—Pensemos en la mostaza, vale —accedió Mae—. Esa no me la veía venir.

Delaney se rio.

—Es solo un buen producto ilustrativo en el que se demuestra la locura del mercado. Ahora mismo hay más de doscientos tipos de mostaza solo en Estados Unidos.

—Eso no puede ser verdad.

—Son doscientos veintiocho. Lo he investigado. Y muchos de esos fabricantes hacen una mostaza atroz. Incluso cuando la mostaza es buena, una gran proporción se queda sin vender. Por lo general, esas empresas empiezan, hacen su mostaza, fracasan y luego lo tiran todo. El derroche acumulado de esa sola industria es alucinante. Ahora piensa en la ropa. Mañana un diseñador concebirá un nuevo tipo de camisa, y esa camisa será horrenda. Pero el diseñador, y su fabricante, pensarán que la camisa es maravillosa, y se confeccionará medio millón de esas camisas, que no se venderán y acabarán en vertederos.

—Insisto en que, a mi juicio, hacemos un gran esfuerzo para desalentar esas conductas —dijo Mae—. Apartamos a la gente de los productos de mala calidad. ES y ConPref…

—Sí, pero ¿y si esas cosas no se fabricaran ya de entrada… millones de cosas a diario, que utilizan valiosos recursos, solo para acabar desechadas?

—Tú estuviste en Pensamientos No Cosas —dijo Mae.

—Sí. E incineré miles de objetos innecesarios. Y algo es algo. Pero todo eso ya había sido fabricado. Y la mayor parte no deberían haber existido. ¿Y si pudiéramos controlar la producción y la demanda con precisión quirúrgica, y fabricar solo aquello que sabemos que se utilizará o consumirá? ¿Y si pudiéramos incluir a los consumidores en el proceso de decidir qué se fabrica y qué no?

—¿Encuestas?

—No solo encuestas. Mira, un águila. —Delaney señaló la silueta del ave, que trazaba una órbita elíptica por encima de los árboles.

Mae lanzó una breve mirada y se volvió hacia Delaney.

—Más —dijo.

—Antes de que esa mostaza se fabrique, la ponemos a prueba mediante nuestros propios canales. Concensus, por ejemplo. Preguntamos: ¿quieres una nueva mostaza que sepa igual pero tenga una etiqueta distinta? La gente dirá que no, y nosotros di­remos que no se venderá a través de nuestro portal. O no se fabrica si averiguamos que no cumple las normas relacionadas con el medio ambiente o cualquier otra cosa.

—¿Por qué no iban a fabricarla ellos igualmente?

—Porque controlamos el 82 por ciento del comercio electrónico, que equivale al 71 por ciento de todo el consumo —dijo Delaney—. Si impedimos que se produzca, no se malgastarán esos recursos. Todas esas plantas y especias y conservantes que se habrían destinado a hacer esa mostaza, y todo ese cristal y ese papel de los envases, y todas esas cajas y palés, y todos los camiones y la gasolina y las carreteras para transportarla… todo lo que se habría destinado a un producto fallido, se ahorra, y los humanos tienen ante sí una opción innecesaria menos.

—Y decidimos nosotros —concluyó Mae.

—Exacto —confirmó Delaney—, y así actuamos ya en el punto de partida. Es como los vigilantes en la entrada de El Todo cuando impiden el acceso de cestas con regalos de mierda. Se aplica el mismo principio. Las cosas de mala calidad no cruzan la verja, y pronto ya no tiene sentido producirlas.

—¿Y las cosas que sí se producen?

—Damos a la gente lo que quiere. Que es menos. Tres clases de mostaza. Las analizamos las tres, todas cumplen nuestros criterios de responsabilidad ambiental, y utilizamos ES y ConPref para ayudar a los consumidores a tomar la decisión correcta. Menos opciones. Todo el mundo lo celebra.

—¿Eso se te acaba de ocurrir?

—Sí —contestó Delaney.

Transcurrió un largo momento. Delaney pensó que tal vez Mae llevaba encima un cuaderno y un bolígrafo, pero no era así.

—Podemos poner fin a todo aquello que no nos gusta —dijo Mae.

—Exacto —convino Delaney—. Piensa en el vino. Existen doce mil bodegas en Estados Unidos. Producen alrededor de cien mil tipos de vino. Eso es excesivo.

—Solo de pensar en todas esas opciones me provoca urticaria —dijo Mae.

—Eliminamos, pues, la mayor parte de ellas —continuó Delaney—. Estoy segura de que casi todo ese vino es malo. ¡Y la de agua que utilizan!

—Los fabricantes nos matarán. Como lo que pasó con la industria de los viajes. A las compañías aéreas no les gustó nada Para+Mïra.

—Esta vez será todo lo contrario —aseguró Delaney—. Nos adorarán. Al menos aquellos a los que elijamos. Si hay solo tres mostazas, y la demanda permanece estable, los fabricantes obtienen unos ingresos previsibles, y los precios bajan. Accedes a comprar un tarro de mostaza al mes, y el coste no llega ni a la mitad de lo que se paga hoy.

—Alto ahí. ¿Por qué?

—Porque los fabricantes ya no tienen que incluir el coste de todo lo desechado. Piensa en algo aún más habitual: el desayuno —dijo Delaney—. Un consumidor tiene hijos, y esos niños comen los dos mismos cereales el noventa por ciento de las veces. Pero ahora mismo pagan el precio de venta al público por esas dos cajas una vez a la semana. De la otra manera nadie volvería a pagar los llamados precios minoristas nunca más.

—Es lo que yo he dicho siempre. Pero siguen haciéndolo.

—Habéis convencido a muchos consumidores. Pero ahora tenéis que convencer a los fabricantes. Pongamos que un productor de cereales pone en el mercado quinientas mil cajas de cereales semanales. Estas se envían a cuarenta mil tiendas. Se venden dos tercios de las cajas, y al final el otro tercio se desecha. El fabricante, al fijar los precios globales, ha de tener en cuenta esos cereales desechados. Todos producen mucho más de lo que venden. Con las frutas y las hortalizas es aún peor. Esa es una forma pésima y anticuada de comerciar. Y destruye el mundo. Casi la mitad del consumo de recursos del mundo ni siquiera se consume.

Mae dejó escapar una risa burlona en actitud de sombrío reconocimiento.

—Imagina, pues, lo siguiente —prosiguió Delaney—. Imagina que ese fabricante de cereales envía la mayor parte de su producto directamente a los consumidores, sea a través de sus propios almacenes, o de los nuestros. Fabrica conforme a la cantidad encargada, porque los clientes se han comprometido a comprar dos cajas de cereales por semana durante un año, durante cinco años. Ahora la empresa no solo sabe cuántas cajas de cereales producir, sino que sabe adónde enviarlas exactamente. Ahorran todo el dinero que antes gastaban en envasar cereales, transportarlos a las tiendas y desechar gran parte. Así que los consumidores obtienen un producto más barato, porque los fabricantes no han de incluir en el precio la mercancía no vendida.

—Ni a los minoristas —añadió Mae—. El minorista somos nosotros.

—En esencia, somos el único minorista —precisó Delaney—. En todo caso, la mitad de las tiendas se cerraron con las pandemias. Que desaparezcan las demás.

Mae abrió los ojos desorbitadamente.

—Eso mismo. Que se conviertan en casas, parques. Que la naturaleza recupere todos los centros comerciales y las tiendas.

—Así es más sencillo —dijo Delaney.

—Ya hacemos el seguimiento de las preferencias de los consumidores. ¿Por qué no habríamos de ser el canal entre toda la demanda y toda la producción? Nosotros decidimos.

—Y disponemos de la infraestructura para transportarlo todo desde la fábrica hasta la puerta de las casas —continuó Delaney—. Cuando compramos la selva, nos hicimos con la logística y los sistemas de distribución: los aviones, los camiones, los almacenes, las furgonetas. Y doy por supuesto que esa es la razón por la que habéis estado comprando las empresas de reparto.

—Cierto, cierto —contestó Mae, aunque un ligero temblor en su voz delató que tal vez no hubiera existido ese gran proyecto ni mucho menos.

—Podríais hundir la mitad de esos barcos mañana —dijo Delaney—. Las furgonetas también. Porque eliminaríais todo aquello que el mundo no necesita. La ropa fletada desde Myanmar solo para ser fletada de vuelta. Los juguetes baratos procedentes de China que al final no se venden y se tiran. La posibilidad de elección ilimitada está matando al mundo.

Mae alzó la vista.

—Eso me gusta. ¿Se te ha ocurrido a ti?

—De hecho está colgado de las vigas en la oficina de ES.

—¿Y ellas seguirían participando? 

Delaney tuvo la certeza de que Mae estaba recortando costes mentalmente, eliminando ese departamento caro y otros muchos.

—Creo que deberían seguir ocupándose de parte de la criba —dijo Delaney—. Y después eliminamos todos los productos baratos y de orígenes deficientes. Un proceso de selección natural. Menos opciones. Con lo que disminuye la Ansiedad de Impacto.

—Nadie quiere una camisa hecha en un taller por obreros mal pagados que contamina el suministro de agua local. O plátanos en Boston en octubre —dijo Mae.

—Exacto. Ese género ya no tiene mercado. Y el estrés que todos sentimos al enfrentarnos a cien marcas de calcetines, por ejemplo, desaparece.

—Porque decidimos nosotros —dijo Mae.

—Exacto —convino Delaney, y tomó nota: esas palabras, «Decidimos nosotros», eran importantes para Mae—. Decidimos nosotros —repitió Delaney—, y entonces las empresas solo fabrican lo que saben que venderán.

—Realmente las dos partes salen beneficiadas —dijo Mae.

—Y así se salva el planeta —añadió Delaney—. Y si alguien quiere productos irresponsables desde el punto de vista del medio ambiente, arremetemos contra él con sus datos de huella de carbono personal. Eso se hace público, y al instante se dispara su Total de Vergüenza. Alguien compra un entrecot de un kilo ochocientos cuya producción ha sido posible por la quema del bosque tropical brasileño, su HCP se resiente.

—Y si tienes una HCP alta, hay sanciones sociales —dijo Mae—. Cuesta más conseguir un empleo, quizá. O vivienda. Así las empresas dejan de producir eso, y entran en vereda. Y cuando lo hacen, y estamos todos sincronizados, consiguen certidumbre.

—Exacto —contestó Delaney—. Se estabilizan los ingresos, los beneficios. Una fábrica que puede predecir dos o tres años de demanda es infinitamente más estable. Los puestos de trabajo son seguros. Repito: ya no tienes que adivinar qué harán los consumidores ni basarte en esperanzas. Estos asumen compromisos.

—Están casi obligados.

—El caso es que el planeta se viene abajo —afirmó Delaney—. Quizá esa sea la única manera de salvarlo. Debemos producir solo lo que necesitamos, ¿no? Comprar de manera consciente. Comprar desde casa.

—Y todo pasa por nosotros —añadió Mae.

—Nadie más podría hacerlo —dijo Delaney—. El resultado es el mismo que con Para+Mïra. Y con QedaosQïetos. Elimináis la mayoría de esos viajecitos innecesarios. Todos esos kilómetros en coche eliminados. Un repartidor viene al vecindario en lugar de ir veinticinco personas en coche a un centenar de tiendas distintas.

—Menos coches, menos contaminación, menos accidentes, menos muertes.

Delaney miró sendero arriba. Si no reanudaban la marcha pronto, recorrerían las partes más empinadas del camino durante las horas más calurosas del día.

—¿No deberíamos seguir?

Continuaron avanzando entre lupino y bálsamo de hoja de flecha, y un horrendo pensamiento asaltó a Delaney. Tal vez se debiera a las endorfinas, pero empezaba a creer en lo que decía. Durante todo el viaje de regreso a casa tras su visita a Agarwal, había pugnado con el hecho de que su plan reduciría en efecto los desechos. Crearía orden. Limitaría drásticamente la explo­tación innecesaria de la tierra, la energía, los animales. Pero también proporcionaría a El Todo un poder sin precedentes en la historia. A su lado, la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales parecería un puesto de limonada. Lo que acababa de describir seguramente significaría el fin de gran parte de lo que hacía libre a un ser humano. Conduciría a restricciones aún más estrictas al movimiento y la elección. Pero tal vez fuera la mejor opción para ralentizar el catastrófico calentamiento del planeta. Introduciría una nueva era en la que las sucesivas generaciones de seres humanos serían cada vez más obedientes, pero nuestras insensatas libertades y nuestros irreflexivos caprichos eran precisamente lo que llevaba al planeta al borde del precipicio. Y con Wes a mano, pensó, con Agarwal incorporada, parecía haber al menos una posibilidad fugaz de mantener cierto equilibrio en El Todo, de reservar un poco de espacio para las idiosincrasias, para el pensamiento privado. Quizá esa era la única vía: que un monopolio salvara el mundo.

—¿Le has puesto un nombre a eso? ¿A todo tu sistema? —preguntó Mae.

—Estoy dudando entre Orden Económico Consensuado y Economía Predictiva. EconPred —dijo Delaney—. Durante un tiempo solo lo llamaba Liberarse de la Elección.

—Ah. Eso también me gusta. Lo que tiene de liberación.

En ese momento Delaney la vio: la cascada. Se la señaló a Mae.

—¿Ves esa especie de pequeñas plumas blancas que flotan en lo alto del precipicio?

Mae miró con los ojos entornados.

—Las veo. ¿Vamos a subir hasta allí?

—En realidad no quedan más que diez o doce curvas fáciles. Fáciles —dijo Delaney—. Y la vista mejora a cada paso. Lo conseguiremos.

—Así pues, Orden Económico Consensuado —repitió Mae.

—O monopolio benévolo —añadió Delaney.

—Eso me gusta. Benévolo —dijo Mae.

Delaney tenía otra idea. Antes de llegar al sendero había concebido dos sistemas, una doble hélice en realidad, dos sistemas que actuarían conjuntamente para crear por fin el orden en el planeta y su población. Pero no sabía si exponer el segundo o no. ¿No podía dejarlo en ese nuevo paradigma económico? La segunda idea completaría el cambio de la especie, la hiperevolución que se había iniciado en la cúspide del siglo XX. Pero se había estancado, ¿y por qué? Porque ese último paso no se había explicado debidamente. Qué demonios, pensó. Ella se encargaría.

—Mantendré tu mente ocupada mientras seguimos adelante —dijo Delaney.

—¿Hay más? —preguntó Mae.

—Sí —contestó Delaney—. Solo he expuesto la parte relacio­nada con el consumo. Pero eso se integra en algo mucho más grande.

Prosiguieron su ascenso, rebasando algún que otro pedregal.

—Creo que la certidumbre es en gran medida lo que ha impulsado el crecimiento de El Todo —dijo Delaney—. Empezamos con una búsqueda, ¿no? Respondimos a las preguntas del planeta. Tienes una pregunta, la introduces en nuestro motor de búsqueda, obtienes una respuesta. Luego contribuimos a trazar el mapa del mundo y a medirlo, y lo hicimos más seguro iluminando hasta el último rincón oscuro. Mejoramos nuestra comprensión de los libros, la pintura y la poesía, la danza y el cine, traduciendo en números todo aquello que era indescriptible. Después Friendy nos ayudó a mejorar nuestras relaciones con nuestros seres queridos. FaceIt nos ayudó a vernos a nosotros mismos más claramente. Concensus y OwnSelf nos ayudaron a desenvolvernos mejor en nuestra vida cotidiana. Proporcionamos seguridad a la gente de docenas de maneras, aportando claridad a sus vidas, disipando sus dudas y ayudándolos a autooptimizarse.

Mae giró un poco la cabeza y miró por encima del hombro con expresión risueña.

—Pero aún no basta —prosiguió Delaney—. Aún queda incertidumbre, y estoy convencida de que se debe a que no actuamos con audacia suficiente. Hemos dejado muchas cosas que aún despiertan dudas a la gente, demasiadas cosas inexpresadas y no medidas y, lo más importante, no reunidas en un cómputo total.

—Ahora no la veo —dijo Mae—. La cascada.

—Sigue ahí.

El camino había girado por detrás del precipicio, explicó Delaney. Pronto ascenderían los metros finales y saldrían al lugar donde el torrente iniciaba su tramo final antes de la cascada.

—¿En qué estás pensando, pues? ¿En un número? —preguntó Mae.

—Sé que ya se ha intentado antes. Sé que los chinos tenían una puntuación de crédito social, pero nunca se desarrolló debidamente. O sea, la desarrolló el gobierno, así que… —Compartieron una risa ante la incapacidad de cualquier gobierno para hacer cualquier cosa—. Nosotros podemos hacerlo mejor. Tenemos diez veces más datos de los que tenía el gobierno chino, y somos mucho más eficientes. Y recuerda, cuando en China se introdujo la puntuación de crédito social, apenas hubo oposición. Eso es lo que quiere la gente.

—¿Qué exactamente?

—Un número que lo incluya todo, desde la cuna hasta la tumba. Las notas del colegio, los problemas de comportamiento en la infancia, las faltas de asistencia, las actas universitarias, las notas de los exámenes, cualquier comportamiento delictivo, los deméritos en el puesto de trabajo, las multas de tráfico, los viajes sospechosos, las maneras de andar anómalas, los avisos de TruVoice, las revelaciones de AtyenDe, la fidelidad a ConPref…

—Tu Total de Vergüenza —sugirió Mae.

—Eso mismo —dijo Delaney, que estaba disfrutando con aquello. Mae había empezado ya a sumar elementos. Delaney tenía que inducirla a más—. La puntuación de la huella de carbono personal. Las QueAnons, las calificaciones de KssKss… —Se interrumpió con la esperanza de que Mae hiciera su aportación.

—Las cifras de Demoxie —dijo Mae—. El historial de compras, el historial de pagos, los problemas crediticios, el código postal, los desplazamientos.

—Sí. Todos los mensajes enviados y recibidos. Vergüenzas oculares. Las evaluaciones de salud y ejercicio de OwnSelf. La cantidad y la calidad de las amistades. Todo quedaría abarcado por un solo número.

—Y la escala sería…

—De uno a mil —concluyó Delaney—. Para reflejar mejor todas las sutilezas de una persona. Al nacer, te encuentras en un estado puro de naturaleza: 500. Te portas mal en primero, y bajas a 499. Ayudas a una anciana a cruzar la calle, te pones en 502.

—A la gente le encantan las puntuaciones de crédito —señaló Mae.

—Nunca se han resistido a ellas —convino Delaney—. Existen desde hace décadas y nunca han recibido oposición. ¿Por qué? Porque aportan claridad. Una parte significativa de la especie humana nunca ha presentado la menor resistencia a asignar un número a cualquier aspecto de su existencia. Este simplemente…

—Lo abarca todo —completó Mae.

—Exacto. La gente quiere orden. Por encima de todo, quiere orden. Y ahora disponemos de los medios para proporcionárselo. Con un número, siempre sabes a qué atenerte. Si haces un viaje innecesario a las Seychelles, pierdes veinte puntos. ¿Un exceso de carne en la dieta? Vuelve a quitarte puntos. Lo mismo con el tabaco, con cruzar la calle por donde no se debe, con la aspereza de tono, con mirar hacia donde no se debe… todo se incluye.

—¿Y cómo aumentaría la puntuación?

—Si estás en 688 y quieres llegar a 750, los pasos son claros. Compras regulares, pautas de movimiento y pagos y participación regulares. Aumentas por medio de un comportamiento previsible, y eludiendo cualquier situación problemática. He ahí la intersección con el Orden Económico Consensuado. Y es lo que viene haciendo ConPref entre bastidores desde el principio, pero ahora está más en consonancia con la ética de El Todo: es transparente. El número es el número.

—El número es el número —repitió Mae—. Y es conocido.

—Partes de 500, y si te comportas virtuosamente, a los dieciocho o veintiún años estarás en 900. Es un incentivo para…

—Para dar lo mejor de ti —concluyó Mae.

—Sí.

—Porque es un dato público —señaló Mae.

—Exacto. OwnSelf es magnífico, pero es privado.

—Se conocerían incluso las puntuaciones de los niños.

—Las de los niños especialmente —dijo Delaney—. Sus números serían públicos… y sus padres y colegios y fuerzas del orden locales harían un estrecho seguimiento.

—Eso, eso. —Mae movió la cabeza en un vigoroso gesto de asentimiento—. ¡Piensa en el ingreso en la universidad!

—Adultos y niños, todos tendrán que hacer lo correcto. Porque quienes lleguen a 900 tendrán acceso a cosas inalcanzables para otros. Acceso a la medicina, la vivienda, el empleo. ¿Quién daría trabajo a alguien por debajo de 900? ¿Quién se casaría con alguien por debajo de 850? Por qué unos triunfan y otros no ya no será un misterio.

—Será justo —dijo Mae—. Esa es la diferencia. Por fin será justo.

—Sí. Porque ya no será subjetivo.

—Y podremos combinar las redes sociales y las profesionales.

—Se animarán mutuamente a ser mejores —coincidió Delaney.

—Ingeniería social a través de la vergüenza en las redes. Lo mismo vale para los barrios, las ciudades, los países. Medimos desde hace años la supuesta felicidad de cada nación, pero esto será mucho más preciso. Esto será, por así decirlo, una calificación global de la virtud.

—Y los países con puntuaciones más altas reciben su recompensa.

—Naturalmente —afirmó Mae—. La zanahoria y el palo.

Delaney veía la curva del sendero más adelante, el punto donde iniciaba sus últimos treinta metros de ascenso hasta confluir con el torrente. Era el momento de recapitular.

—Durante toda la historia de la humanidad —dijo— la gente ha querido saber dos cosas: «¿Qué debo hacer?» y «¿Soy bueno?». La religión ha intentado contestar a las dos preguntas, pero sus respuestas nunca son concluyentes. Haz cualquier pregunta, y una docena de líderes religiosos te dirá una docena de cosas distintas.

—O no tendrá ninguna respuesta —apuntó Mae—. Caminos insondables. Nada cuantitativo.

—Pero ahora tenemos la capacidad de contestar realmente a esas preguntas. La primera pregunta es la fácil. Sabemos que la gente no quiere tomar decisiones, y estamos perfeccionando las herramientas que las toman por ellos. Nuestras herramientas te dicen ya cuándo hacer ejercicio, qué comer, qué hacer y qué no hacer, qué comprar y qué no comprar, qué decir y qué no decir.

—Y ayudamos a la gente a vivir virtuosamente controlando sus elecciones —añadió Mae.

—Exacto —convino Delaney—. Así mejoramos al individuo. Pero, lo más importante, si eliminamos las malas opciones, que son la mayoría, salvamos el mundo.

Mae se deslizó la lengua por los dientes, como si saboreara todo aquello, el poder que les otorgaría a ella y a El Todo.

—Y decidimos nosotros —repitió.

—Y decidimos nosotros —confirmó Delaney. Pero enseguida se corrigió—: Deciden los datos, sí. «¿Cómo vivo?». Los datos te lo dirán. «¿Qué debo hacer?». Los números lo sabrán. Pienso que incluso convendría ver, antes de actuar, el efecto de esa posible acción en tu cómputo total. Por ejemplo, si te plantearas hacer un comentario conflictivo, o comprar cierto objeto no verificado, o emprender un viaje innecesario, podrías ver previamente su posible efecto en tu puntuación.

—Como la obligación de incluir en la carta de un restaurante la información sobre el número de calorías —dijo Mae.

—Eso es. Una vez más ponemos fin a la incertidumbre. Eliminamos el elemento subjetivo.

—La subjetividad solo es objetividad en espera de datos —afirmó Mae—. ¿Has oído alguna vez esa frase?

—Sí —contestó Delaney—. Casi seguro que sí.

—¿Y cómo has pensado llamar al programa? —quiso saber Mae.

—A ver, mi primera idea fue ¿SomBuenos?, porque aborda la duda central. Pero luego me dije que si predicamos la simplicidad, el término también debe ser simple. Es un número que resume todos los demás números, y engloba la absoluta complejidad y grandeza de la experiencia humana. Así que pensé: NumRes.

—NumRes. Me gusta —dijo Mae. Siguió adelante durante uno o dos minutos y de pronto exhaló tristemente y se detuvo. Se volvió hacia Delaney—. Verás, yo nunca he estado en una iglesia, pero mis padres sí iban. Y me contaron que cuando mi madre se quedó embarazada, eran muy jóvenes, y acudieron a su párroco… creo que un pastor episcopaliano, o presbiteriano… El caso es que fueron a pedirle consejo. ¿Debían tenerme y quedarse conmigo? ¿O abortar? ¿O darme en adopción? Tenían veintiuno o veintidós años y estaban desorientados, así de sencillo.

—Lo siento —dijo Delaney.

—No es que esperaran que un párroco les recomendara un aborto, pero el hombre no recomendó nada. Habló, escuchó, les dijo que confiaran en sus corazones, que contaran el uno con el otro y que siguieran los consejos de sus familias. O sea, fue totalmente inútil. ¿Te imaginas ocupar esa posición, ese rango de supuesta autoridad, y no tener respuestas?

—Criminal —dictaminó Delaney.

—Antes de morir —dijo Mae—, mi padre seguía preguntándose si era bueno. Pensamos que formaba parte del delirio, pero seguía haciéndose esa pregunta día y noche. «¿He sido bueno? ¿He sido bueno?». Decíamos «Claro que sí, claro que sí», pero eso no alivió sus dudas. Despertaba en plena noche y hacía esa pregunta a gritos.

—Lo siento mucho —dijo Delaney.

—Ahora no puedo evitar lamentar que entonces no tuviéramos esto: NumRes. Él habría estado por encima de 900 con toda seguridad.

—Por supuesto —dijo Delaney.

—El número te dirá si has vivido correctamente —añadió Mae—. El número subirá y bajará en función de los méritos de tus actos y tus palabras. Eso ya no será algo subjetivo. A diario sabrás en qué punto te encuentras. No cuando estés a las puertas del cielo. No ante un individuo con un libro abierto por donde pone tu nombre. El número estará presente, cada día. No habrá más preguntas. Lo conocerás y lo controlarás, gracias a Dios.

—Gracias a nosotros —corrigió Delaney, y se rio.

—Eso. —Mae sonrió—. Gracias a nosotros.

 

 

Delaney dobló el recodo y trotó los últimos metros. Cuando se detuvo, sintió como siempre un vacío en el estómago ante la vertiginosa altura. Apuntaló bien los pies y contempló la vista. El cielo tenía un color bermellón y la vista se extendía a kilómetros de distancia: artemisa y pinos blancos y precipicios azules. El aire estaba limpio y era tonificante.

Mae la siguió hasta la cima, recorrió el paisaje con la mirada brevemente y se sentó en la margen rocosa del torrente.

—Tengo que recuperar el aliento.

—Has aguantado bien —dijo Delaney—. Estoy impresionada.

—Yo sí estoy impresionada contigo —afirmó Mae—. ¿Y le has contado a alguien esta idea tuya?

—A nadie —contestó Delaney.

—¿Ni a Wes? —preguntó Mae.

—Hemos estado los dos muy ocupados.

Mae desplegó una cálida sonrisa.

—¿Sabes qué voy a decir?

—¿Compartir es querer? —dijo Delaney, y se rio.

Miró por encima del borde de la cascada, donde el agua atomizada se elevaba en el aire y refractaba el sol del mediodía.

—En todo caso —dijo Mae—, me alegro de que la hayas compartido conmigo.

—A ese respecto, quiero mencionar que sé que Stenton está abriéndose paso por la fuerza. Sé que debes de estar bajo una gran presión.

Miró a Mae para calibrar su reacción. Esta tensó el rostro, entornó apenas los ojos. Delaney percibió que no recibía bien su intromisión, pero insistió. Quería dejar claro que cedería esa idea, como todas sus ideas, a El Todo, sin atribuirse mérito alguno.

—Solo pretendo ayudar —prosiguió—. Si estas ideas te ayudan a mantener el control, a defenderte de sus intentos para tomar el poder, tuyas son.

Delaney imaginó por un instante que las dos ponían en marcha el plan, hombro con hombro. Lo vio en una rápida sucesión de imágenes: el trabajo acertado y las repercusiones mundiales. El ascenso de Stenton quedaría truncado cuando Mae y Delaney inspiraran a El Todo y al mundo con su plan. Mae y Delaney —y Wes, y Agarwal, y Joan— llevarían aire limpio a Pekín y Ciudad de México, impulsarían la resurrección de la Gran Barrera de Coral, depurarían los canales venecianos. Sería el fin de los vertederos, los desechos, el caos, la degradación, el aumento del nivel de los mares. Sí, sí, ahora lo veía del mismo modo que Wes. Era mucho mejor estar dentro de la maquinaria, con acceso a los resortes, que fuera, intentando un sabotaje pueril. Miró abajo por encima del paisaje, los pinos blancos y la artemisa, todo ese esplendor insustituible, y pensó que, con el poder y la visión de Mae, tal vez tuvieran la posibilidad de salvarlo. ¿Y no podría haber en ese mundo espacio para ambos, los troglos y los tecnos? ¿De verdad los totales serían capaces de aceptar que otros humanos existieran al margen de su búsqueda de orden? Sí, habría espacio para la coexistencia. Delaney podía trabajar dentro del sistema, y si fracasaba, volvería a esta vida retirada. Seguramente eso se lo permitirían.

—Supongo que estoy diciendo que mi intención es ayudarte —declaró Delaney.

Los labios de Mae se desplegaron en una sonrisa que no quedó reflejada de inmediato en sus ojos. El efecto resultó inquietante. Como si fuera consciente de esa disonancia, miró a Delaney amigablemente con los ojos entornados.

—Bueno, eso me parece extraordinario —dijo por fin.

No, pensó Delaney. Pura coincidencia. Una simple frase hecha. Pero se apreciaba en su voz una mínima crispación, un asomo de acritud en su manera de decir «extraordinario» que dio que pensar a Delaney.

—¿Hay mucha altura? —preguntó Mae.

Delaney volvió a echar un vistazo por encima del borde. La temeridad del agua en su caída la estremeció.

—No lo sé —respondió, aunque sabía que eran al menos cien metros—. Este sendero se abrió hace ochenta años y no se usa mucho. Creo que, excepto yo, no ha venido aquí nadie desde hace una eternidad. Supongo que la altura de la cascada no se ha medido nunca.

 

 

Mientras Mae observaba la espalda de Delaney, un odio fulminante creció dentro de ella. Conocía desde hacía meses la traición de Delaney; era ridículamente obvia. ¿Cómo había podido pensar esa idiota que podría urdir sus planes contra El Todo… dentro de El Todo? ¿Una espía en el epicentro mundial de la vigilancia? Resultaba insultante. Gabriel la había calado desde el primer día. Observar los movimientos diarios de una aspirante a saboteadora en el campus les había proporcionado ciertas percepciones, y habían recopilado un sinfín de datos sobre los troglos, pero más que nada había sido una exhibición patética: como ver a una araña intentar trepar desde el fondo del remolino descendente en el desagüe de un inodoro.

Delaney Wells tenía ideas, eso era innegable, y estas últimas, estas dos trenzadas que en efecto podían salvar el planeta y perfeccionar la especie, proporcionarían a Mae un reinado de mil años. Pero había llegado el momento de que Delaney se fuera. A Gabriel las torpes maquinaciones de Delaney le habían divertido. Incluso se había inventado una resistencia clandestina dentro de El Todo y había inducido a Delaney a creer que Mae estaba embarazada para ver si lo revelaba; había disfrutado jugando con ella mientras pudo. Pero a Mae aquello no la divertía tanto. Delaney encarnaba algo que ella había intentado erradicar del mundo: el engaño, la reserva, los planes ocultos, las mentiras. Durante meses Mae se había representado una confrontación con Delaney, en algún foro público, imponiéndose a ella, advirtiéndole con el dedo, denunciando atronadoramente la traición, la duplicidad y la lamentable inviabilidad del plan de Delaney. Pero ahora que estaban las dos allí, solas, ya no le veía sentido a eso. ¿Quién escucharía semejante diatriba? ¿Quién la recordaría? Solo Delaney Wells, y Delaney estaba a punto de ser empujada desde lo alto de un precipicio.