XLV

 

 

De vuelta a Idaho, en el avión, Mae deslizó la pantalla de RememberMe, una aplicación que recopilaba panegíricos y proporcionaba plantillas. No pronunciaría ningún discurso formal en honor de Delaney —apenas la conocía—, pero al menos debía tener a mano unas cuantas frases. Fue pasando las expresiones sugeridas. «Una colega apreciada». «Una luz brillante». ¿Qué más? «Un potencial tan ilimitado». No, eso era excesivo. Mantengamos los elogios en un tono moderado. «Buena trabajadora». «Valiosa miembro del equipo». «Una total que inspiraba simpatía». Mae consultó la plantilla. «Incidió en las vidas de muchísimos». Eso cuadraba, pero «muchísimos» era demasiado, insinuaba un impacto y una popularidad desproporcionados, lo que acaso despertara demasiada curiosidad. Sería mejor decir simplemente: «Incidió en las vidas de muchos». Esa era la clase de discreto elogio que pondría fin a cualquier intriga.

Sin embargo, cuando Mae regresó a El Todo no encontró la efusión de dolor que preveía. Desde luego no se aproximaba ni remotamente a lo que habían sido las reacciones por las muertes de Bailey o de Soren y las demás víctimas del atentado. ¿Y por qué habría de ser de otro modo? En El Todo eran pocos los que conocían bien a Delaney, y muchos no la conocían siquiera. La mayor parte de sus interacciones con las redes sociales habían sido falsas; eso ciertamente marcaba un nuevo mínimo, pensó Mae. Al fin y al cabo, ¿qué era auténtico en Delaney? No era de extrañar que tuviera pocos amigos. Mantenía una relación estrecha con Wes Makazian y un vínculo lejano con una tal Winnie Ochoa de Pensamientos No Cosas. Había pasado un mes poco más o menos en ES y aparentemente hacía buenas migas con Joan Pham, que había intentado aprovechar el atentado para llegar a un nauseabundo acuerdo; al igual que un pequeño tumor, tendría que ser extirpada. Por lo demás, nadie parecía conocer a Delaney Wells o echarla de menos. Era innecesario celebrar un acto conmemorativo. Mae analizó el ambiente del campus con un centenar de mediciones y no descubrió razón alguna para armar revuelo.

«Qué lástima», dijo Mae a sus seguidores. Decidió que su panegírico sería breve, de unos veinte segundos, en medio de otros anuncios más alegres. Una total había resultado muerta a causa de una caída en un remoto cañón de Idaho, dijo. Se había apartado del camino conocido, había entrado en un entorno natural sin teléfono, sin que nadie siguiera su rastro, sin que nadie lo supiera, sin que nadie la viera. Mae había tenido la precaución de crear un segundo par de huellas, pesadas y masculinas, por si la policía investigaba, pero eso no ocurrió. Nada que no quedara registrado por una cámara se examinaba, y como no había periodistas, la muerte de Delaney fue algo abstracto e incomprensible, solo una prueba más de que había zonas del mundo ignotas y peligrosas; los no vistos se ponían permanentemente en peligro. Debía prestarse atención a esos lugares desconocidos, y debía hacerse entrar en razón a las personas que iban allí, que correteaban en las sombras.

Sí, dijeron sus seguidores. Por supuesto, dijeron. ¿Qué impulsa esas desviaciones de la seguridad sin sentido?, se preguntaron. ¿Qué clase de nihilismo? ¿Qué innecesaria insensatez? También los padres de Delaney reaccionaron con gestos de consternación. Era obstinada desde hacía mucho tiempo, dijeron. ¡Se había marchado sin su teléfono! Mae se puso en contacto con ellos directamente enviándoles un emoji digital, una cara amarilla que lloraba lágrimas de color azul celeste. Los padres quedaron conmovidos por ese gesto personal, y le respondieron con dos sonrisas de agradecimiento y un pulgar en alto de tamaño enorme.

 

 

Pronto fue el Viernes de los Sueños, y Mae dejó de pensar en Delaney. Esa sería la primera presentación de Mae en un Viernes de los Sueños desde hacía años, y no tenía cabida para saboteadores. Desde bastidores, observó al público, y se preguntó si habría algún otro insurrecto entre ellos. Vio a varios miles de personas vestidas con licra que usaban los mismos teléfonos, las mismas ta­bletas, sus ritmos cardíacos y su salud medidos por los mismos dispositivos firmemente sujetos a sus muñecas. ¡Y Wes Ma­ka­zian en primera fila! Gabriel y Stenton, los incondicionales aso­ciados de Mae, lo habían observado y habían llegado a la conclusión de que no representaba el menor peligro; deseaba mejorar el futuro, no impedirlo. El resto de los totales allí reunidos eran extraordinariamente obedientes. Mientras Mae aguardaba una indicación para salir al escenario, se enviaban mutuamente sonrisas y expresiones ceñudas, arcoíris y Popeyes y fotos de sus almuerzos. Se rio. La rebelión, allí o en cualquier parte, era improbable.

Cuando salió al escenario, la recibieron con un caluroso aplauso de adoración. Se solazó en eso un poco más de lo que habría debido, pero había sido un año difícil, y lo necesitaba, todos lo necesitaban, aquel júbilo puro, aquella sensación de misión común.

—Las revoluciones no se ajustan a un programa —dijo, consciente de que su público celebraría esas palabras, «revolución» y «programa»—. Pero si uno está atento, al final llegan.

Sonaron aplausos primero dispersos y luego clamorosos. Los totales estaban motivados; aquello iba a ser coser y cantar. Perfilaría NumRes y el Orden Económico Consensuado, el fluido funcionamiento de ambas ideas juntas, y anunciaría que los últimos fragmentos de caos e incertidumbre en el mundo se evaporarían como el rocío bajo la luz del sol. Donde antes había alboroto y desorden, se oiría ahora el callado zumbido de una máquina que lo veía todo, lo sabía todo, y sabía lo que convenía, una máquina comprometida con la perfección de las personas y la salvación del planeta. Los aplausos prosiguieron hasta que levantó las manos y las juntó en un gesto de agradecimiento.

—Gracias —dijo—. Ahora permitidme que os exponga mi idea.