INTRODUCCIÓN

Los sufrimientos del joven Werther, la primera novela epistolar de Goethe, sumamente breve en comparación con las creaciones en varios tomos de sus contemporáneos, no acepta una lectura imparcial hoy en día, más de doscientos años después de su publicación, en el otoño de 1774, en la feria de Leipzig, donde causó un gran revuelo. Quien empieza a leerla se empapa, de forma consciente o no, del aura de una historia de la literatura alimentada de leyendas, suposiciones y ambiciosas teorías académicas, un aura aún más inseparable del texto, del significado en apariencia puro de su discurso, de lo habitual. Es insuficiente defender como único factor responsable el hecho de que la historia del pobre Werther se revelara como un hito no ya solo durante la larga vida de su autor, sino también dentro del panorama literario universal. Mucho más determinante resulta que pocas novelas tienen una relación tan estrecha con el origen de la concepción del yo moderno y, por consiguiente, con un conjunto de experiencias que, debido a su conflictividad, a su compromiso —culturalmente condicionado— con las normas de la lengua, de la escritura y de la lectura, continúa siendo objeto de análisis en la actualidad.

En cualquier caso, ya la primera fase de recepción del Werther se puede interpretar como un indicio de cómo progresaría un debate iniciado de un modo tan explosivo. El público, más interesado, para gran disgusto de Goethe, en la trama y sus elementos autobiográficos que en el lado artístico, se dividió desde el principio en tres fracciones bien diferenciadas e irreconciliables. En representación del grupo que se había decidido por identificar sin reservas la obra con el movimiento Sturm und Drang, se hacía oír por ejemplo en la Deutsche Chronik, un órgano de los llamados liberales, a Christian Friedrich Daniel Schubart, que fue expulsado de su región para acabar al fin cumpliendo condena por agitador en la fortaleza de Hohenasperg:

Y ahí estoy yo, con el corazón derretido, con el pecho desbocado, manando de los ojos un dolor voluptuoso, y te pregunto, lector, ¿qué acabo de leer?, no, más bien de engullir. Los sufrimientos del joven Werther de mi querido Goethe. ¿Que debo escribir una crítica? Si pudiera, no tendría corazón.

Ni siquiera el joven Heinse, autor del posterior y tristemente célebre Ardinghello y las islas afortunadas y de otros textos sospechosos de ser incendiarios, podría superar esas palabras. «Quien haya sentido y sienta lo que sintió Werther —escribió Heinse— vería desaparecer sus pensamientos como neblina frente a una hoguera de San Juan si tuviera que demostrarlo. El corazón estalla y la cabeza entera se siente llorar.» Se celebraba a Werther como un héroe trágico, como un valedor incondicional de las reivindicaciones que circulaban en defensa de la naturaleza y los ideales de virtud relacionados con ella que aparecieron como consecuencia de la notable socialización que comenzaba a tener lugar a mediados del siglo XVIII. Era de esperar, por lo tanto, que los representantes de la Ilustración y de la Iglesia se sintieran amenazados. Estos apreciaron el peligro potencial de la obra e intentaron acabar con el fenómeno, bien poniendo la novela en ridículo, tomándola como el preludio de una secreta historia pequeñoburguesa, como hizo Nicolai, el sumo sacerdote de los círculos literarios berlineses, con su paródico Die Freuden des jungen Werthers;[1] o bien tachándola de peligrosa apología del suicidio e incluso de signo de una segunda Sodoma y Gomorra que solo la censura podía evitar, como procedió Johann Melchior Goeze, que logró la fama gracias al polémico panfleto de Lessing en su contra. Por el contrario, las palabras que no recibieron atención de prácticamente nadie en medio de toda esa conmoción fueron las de una tercera voz, la de Blankenburg, quien, después de publicar un tratado pionero sobre el género de la novela el mismo año de la aparición del Werther, fue uno de los pocos que se esforzaron en subrayar su cualidad estética. Así, Blankenburg no solo destacó el «tratamiento exquisito y poético» que aportaba a una trama de relativa simpleza la capacidad para alcanzar la verdad según las pautas de la poesía; ahondó también en la necesidad interior con la que Werther puso fin a su vida, y se convirtió por ello en fuente de inspiración para la interpretación patográfica de la novela, que llegaría a ser uno de los paradigmas hermenéuticos de la obra de más éxito en el siglo XX.

Este proceso fue tanto más significativo en cuanto que, inmediatamente después del movimiento historicista, inspirado en el nacionalismo del siglo XIX y, por razones obvias, de particular intensidad en torno a Goethe, el mundo académico inauguró de repente un escenario muy reñido pero compartido. El enfoque estaba dirigido a planteamientos basados en teorías sociológicas, que motivaban tanto a los admiradores como a los críticos del excéntrico héroe a evaluar de nuevo el «síndrome Werther» en relación con los idearios de Hegel y Marx sobre economía y evolución de la conciencia. Georg Lukács fue el primero: atribuyó al joven Goethe, además del «carácter popular de sus esfuerzos y sus aspiraciones» y de un marcado sentido para «lo plebeyo», el «genio poético» que le permitía comprender, a pesar de las barreras ideológicas, la «dialéctica real» del proceso histórico, así como no ya solo conservar, siguiendo los pasos de Rousseau, la herencia de la Ilustración, sino incluso establecer el «signo [...] de [una] rebelión».[2] Después de Lukács, esta rebelión —todavía pensada en términos burgueses e idealistas, pero integrable en la lucha de clases— se concentró en la consecución de una humanidad auténticamente socialista, por lo cual él —Lukács— no vaciló en ensalzar «todo el Werther [como] una confesión encendida del hombre nuevo», que, a través de un modo de vida fiel a sus principios, había ayudado a preparar el seísmo universal que ocurriría más tarde:

Del mismo modo que los héroes de la Revolución francesa fueron a la muerte llenos de ilusiones heroicas históricamente inevitables, irradiándolas heroicamente, así también Werther sucumbe trágicamente durante la aurora de esas ilusiones heroicas del humanismo, en vísperas de la Revolución francesa.

Como hoy se sabe, esta tesis surtió efecto; su pathos provocó una próspera actividad secundaria que duró varios años, aunque hubo quien la contradijo a la vista de estudios históricos concretos. Los argumentos remitían al dualismo entre mundo exterior e interior, a las antinomias de la sociedad burguesa, más reforzadas que deterioradas por el final suicida de Werther. No se podía hablar de potencial utópico, de emancipación, sino todo lo contrario:

El «torrente del genio» del que Werther habla con tanto énfasis no solo se pierde a través del orden social en la canalización (!) preventiva, sino que se agota ya en el seno de la genialidad antes de poder dar sus frutos. La autolimitación y autodestrucción del individuo en contradicción con la práctica vital burguesa se revela al fin como una variante particular de la «obediencia con sufrimiento» profesada por la filosofía moral burguesa. Con sus pretensiones de libertad subjetiva, Werther no solo pasa por alto las presiones sociales, sino que las reafirma a través de su impresionante historia de sufrimiento.

Construido sobre una estructura algo diferente, pero inalterado en sus principios, se restauraba mediante este alegato el antiguo debate con tres aproximaciones sobre la correcta interpretación del Werther. En efecto, la discusión cobraba una dimensión más acorde con los tiempos, pero la controversia continuó manteniendo su carácter irreconciliable, y quien no deseara contemplar al héroe de Goethe como un narciso víctima de un vínculo no superado con su madre, podía elegir entre el «Prometeo crucificado», término que Jakob Michael Reinhold Lenz, amigo de Goethe en la juventud, puso en circulación y al que volvía a hacer honores el grupo de los afines a Lukács, y el suicida exaltado cuyo lamento vital describió una vez un tajante Engels como el «gimoteo de un llorón apasionado».

Ya que no es posible repasar aquí la solidez de cada uno de los modelos hermenéuticos, el valor persuasivo de estas tesis, por no hablar de sus innumerables variantes, quedará sin determinar. Más importante resulta, no obstante, preguntarse por los motivos y las causas de las divergencias entre ellos, una pregunta que no puede responderse en términos ideológicos, sino que dirige la mirada a la obra, a lo específico de un texto que permite gran variedad de interpretaciones, por no decir proyecciones y figuraciones diseñadas por los deseos del lector, sin que ningún modelo interpretativo consiga imponerse de manera evidente. Sin embargo, lo más relevante es que esta pregunta sugiere comenzar allí donde se ha puesto en evidencia, en el marco de las investigaciones culturales, en qué medida está cargada de autorreflexión la novela de Goethe partiendo solo de su composición, a pesar de la espontaneidad pretendida por el mismo autor en los niveles más superficiales del texto. Cabría hablar de una simetría invertida o, más concretamente, de un eje reflexivo, como un espejo, que enfrenta la primera parte a la segunda a través de un cálculo relacional representado con sutileza, lo que provoca que los elementos recurrentes —situaciones, figuras, lugares— se vacíen a sí mismos de su significado original de un modo cada vez más irremediable. La consecuencia de ello es una desilusión que no deja de aumentar, una desintegración continuada del escenario, espléndido al principio, que alcanza su punto culminante (o mejor dicho, más bajo), con la carta de Werther del 30 de noviembre [de 1772]. En ese paisaje otoñal nada recuerda ya a la primavera del año anterior, en la que el personaje cree que debe rendirse a la exuberancia que lo rodea, ni, desde luego, al entusiasmo, a los instantes festivos que el verano proporcionó al protagonista en compañía de Lotte. Sobre este ritmo estacional se superponen una serie de correspondencias cronológicas dispuestas de un modo reconocible y asignaciones cargadas de un simbolismo relacionado con el calendario, unas asignaciones que, como los solsticios de verano e invierno por un lado y la noche de Navidad por otro (carta del 21 de junio [de 1771] y la última carta de Werther), aportan un declive añadido al anticlímax de los acontecimientos. Merece también mención una serie de formulaciones repetidas casi textualmente según el modelo de la tan citada frase inicial, característica del escritor: «¡Qué contento estoy de haberme marchado!». Con ligeras variaciones, esta oración se repite por primera vez en la carta del 3 de septiembre [de 1771], antes de la huida de Werther a la corte; y por segunda vez en el último mensaje de Werther a su amigo Wilhelm, y subraya, en su cualidad de leitmotiv, tal vez del modo más palpable la profundidad de análisis que se ha de reconocer a la totalidad del texto.

A la vista de una obra elaborada con tanto detalle, organizada de un modo tan artístico en todos los sentidos, puede resultar difícil creer al narrador de Poesía y verdad, quien afirma en el decimotercer libro que su doble autobiográfico, el joven Goethe, ocupado en Frankfurt con alegaciones jurídicas durante el día, y con amigos o veladas sociales durante la tarde y la noche, trasladó al papel la «obrita» en cuatro semanas, sin trabajos preliminares. El hecho es que el estudio crítico de la novela en su aspecto temporal desde la perspectiva de la evolución del discurso se ha dificultado aún más en los últimos tiempos. En evidente contradicción con lo que sus sentimentales admiradores contemplaron en él, es necesario concebir a Werther como un personaje que desvela paso a paso los valiosos logros de la llamada cultura de la sensibilidad en su vacío simbólico, es decir, como productos de un ritual de comunicación extraordinario pero sin interés en términos antropológicos. Esto se podría aplicar tanto al topos «naturaleza» como a los juegos lingüísticos consagrados a la familia, a la amistad y a la confirmación individual de la propia imagen. Junto al sobrecogedor descubrimiento de que también el propio yo está compuesto de fragmentos de la tradición cultural o, dicho de un modo más sobrio y objetivo, que incluso la proverbial «plenitud del corazón» es resultado de un espectáculo mediático, no queda al final nada más que la topografía de un espacio que puede ser ocupado como se quiera, como por ejemplo, entre otras cosas, por esas copias, imitaciones e interpretaciones que duplicaron, y más aún, multiplicaron la novela de Goethe desde el mismo día de su aparición, y que redujeron la lectura del Werther a un epifenómeno de la lectura de Werther.

Es evidente que la hondura interpretativa del texto se ha convertido, en el caso de este último diagnóstico, en motor de un análisis académico basado en la autocrítica. De cualquier modo, sería un error reconocer en él la última palabra, pues el siguiente paso resulta claro: nombrar uno a uno los medios que han resultado ser decisivos para el destino del protagonista, lo que no significa otra cosa que reconstruir la memoria cultural del texto y, con ella, el fondo literario-iconográfico del que se sirven de igual manera el autor ficticio y el autor real de las cartas de Werther. En esta reconstrucción no aparecen solo textos bíblicos mediante citas o alusiones, no solo la Odisea, los cantos de Ossian o, siguiendo a El vicario de Wakefield, la biblioteca de las novelas de moda del estilo de Clarissa, Lebens der Schwedischen Gräfin von G***, o Geschichte des Fräulein von Sternheim. Una carta como la del 4 de mayo [de 1771], famosa por su inconfundible tono «wertheriano», constituye una red verdaderamente ejemplar de reminiscencias literarias en la que la obra Irdisches Vergnügen in Gott de Barthold Heinrich Brockes y Las confesiones de Rousseau —por citar solo los ejemplos más destacados— no contribuyeron menos que las odas de Klopstock, las confesiones de los pietistas o la doctrina de las mónadas de Leibniz. En principio, las referencias e intertextualidades a lo largo de todas las épocas y a través de todos los géneros literarios son interminables, y lo mismo se puede afirmar sobre el registro de imágenes que influye en la imaginativa percepción de Werther. Aquel abarca, en un esbozo aproximado, desde los dibujos de Gessner, ampliamente extendidos en la segunda mitad del siglo XVIII y que transformaron la imagen del paisaje mitológico del barroco en algo idílico y bucólico, hasta la Gran mata de hierba de Durero, sin cuya mirada de primer plano sería impensable la atención de Brockes, de Klopstock o de Werther en «el zumbar de este pequeño mundo entre los tallos».

Esta condensación no es un caso único: la alabanza de la fuente ante la ciudad, que Werther no se limita a elogiar en su posterior carta del 12 de mayo [de 1771], sino que empieza incluso a recitar con la mirada puesta en el idilio de Dafnis y Cloe de Gessner (véase Schriften, «Escritos», vol. V), debe su aparición, desde luego, a su ornamentación. Si se interpreta la mención de la legendaria sirena Melusina como una señal cifrada de la inminente catástrofe hacia la que avanza su relación, cabe considerar entonces el recuerdo de los «patriarcas» y las «hijas de reyes» como una advertencia del dudoso carácter de los roles que pronto tomarán Werther y Lotte. De pronto, uno no se encuentra únicamente en el marco del relato del Antiguo Testamento en el que Abraham confía a su sirviente la búsqueda de una prometida para Isaac; Werther, que busca por cuenta propia, se convierte ya antes de toda complicación en alguien que se apropia de modo indebido de los derechos de un prometido (véase Génesis 24, 1 y ss.). Gracias a la alusión de una tradición iconográfica que se identifica con facilidad tanto a través de esta cita bíblica como de las evocaciones mitológicas en torno al encuentro en la fuente, el lector se traslada de súbito al contexto del Nuevo Testamento, más concretamente a los fragmentos del Evangelio según san Juan que narran, refiriéndose al primer libro de Moisés, el encuentro de Cristo con la samaritana en el pozo o fuente de Jacob (véase Juan 4, 5 y ss.). El tema de conversación entre ambos fue, como se sabe, los «asuntos maritales», de una moralidad no del todo intachable, de la mujer, lo cual, entendido como alusión a la elección amorosa de Werther, constituye un argumento a favor de la opinión de quienes se niegan a creer a ciegas en la inocencia de Lotte. Si se tiene en cuenta, además, la forma en la que Werther, anticipando la aparición de Lotte y a título de muestra, describe el incidente con la vergonzosa joven en la fuente (véase la carta del 15 de mayo [de 1771]), y si se considera también que tras el episodio de los besos al canario (véase la carta del 12 de septiembre [de 1772]) se ocultan las referencias a un antiguo símbolo del amor y un motivo erótico predilecto sobre todo de la pintura rococó, estas reservas quedan prácticamente probadas. Tomando sus propias palabras, el texto presenta a una Lotte en extremo contradictoria y en desacuerdo consigo misma, al tiempo que asigna a Werther el papel de comparsa como un Cristo a medias, es decir, una mezcla entre Cristo y Melusina, una mezcla a la que habría que perdonar las citas cristológicas alteradas de forma voluntaria que se multiplican hacia el final de la novela.

Por lo demás, es imposible destacar con suficiente insistencia la naturaleza ejemplar de estas intertextualidades. Si se quisiera comprender en toda su extensión el tesoro cultural tan profuso como oculto que se esconde bajo el tejido textual del Werther, uno siempre encontraría un motivo para incorporar otra obra más a las muchas relacionadas con la de Goethe, con la absoluta seguridad de que la labor arqueológica no se detendría ahí. A la vista de las interminables conexiones discursivas, contactos y relaciones transversales, esta tarea resulta en principio imposible, pero al mismo tiempo la prueba más ilustrativa del interés que suscita esta obra hoy en día. Y es que aquello que se revela a través de estas observaciones es, al menos, de doble naturaleza. Por un lado, existe la artificialidad que aprisiona el mundo de Werther en el puño de hierro de un prefabricado modelo literario e iconográfico de pensamiento, sentimiento y comportamiento. El mundo de Werther no es otra cosa que el fruto de una colección de lecturas y recuerdos visuales que el héroe no es capaz de reconocer, y que habita un escenario en el que, con su discernimiento sobrepasado, describe la naturaleza como un «cuadrito barnizado», el escenario de su vida como «una caja de curiosidades» y a sí mismo con una «marioneta dirigida por una mano extraña» (véanse las cartas del 20 de enero y del 3 de noviembre [de 1772]). Por otro lado, también se vuelve reconocible el modo en el que la configuración artística del texto extrae la pátina de sensibilidad de esta mezcolanza de elementos culturales —añadiendo sus propios elementos— y la transforma en un comentario crítico de gran claridad que aporta al conjunto del texto una hondura añadida, un segundo o tercer rostro. Este hecho se puede comprobar en especial en el episodio en el que Werther lee a Homero mientras bebe café y cuece guisantes, o en la escena que muestra cómo el erudito héroe se sumerge en los versos griegos contemplando una puesta de sol para comprender el recibimiento de Ulises en casa del porquero (véanse las cartas del 26 de mayo y del 21 de junio [de 1771]; así como la del 15 de marzo [de 1772]). «Todo eso estaba bien», afirma Werther, y no sabe lo que dice, ya que sus palabras constituyen precisamente el comienzo de la prueba mortal para los liberadores de Penélope, la prueba con la que Ulises restaura su poder de manera definitiva. Werther, por el contrario, no cuenta con la misma naturaleza luchadora que consigue imponer de forma activa sus exigencias o deseos, ni es el hombre que pudiera esperar de Lotte el papel de la mujer que defiende con astucia su promesa de lealtad. Es en pasajes como este donde la estrategia de Goethe cobra sentido, hasta el punto en que se podría hablar de una trampa referencial que va uniendo las diversas alusiones textuales, discretas pero presentes, con un argumento, y que consigue, con la fuerza de este argumento, que el apagado término de la ironía pueda ser empleado de nuevo como una palabra funcional.

Como es de esperar, esta ironía no resulta un fin en sí mismo ni una malicia casual: sirve para comprender algo que afecta a la novela en su núcleo más profundo. En tela de juicio queda considerar la historia de amor de Werther como algo único e irrepetible, aunque esta no pueda pretender serlo, puesto que también —nada sorprendente a la vista de las circunstancias— supone la reactivación sensible de textos, imágenes y representaciones que encontraron tiempo atrás su sitio en el registro de la tradición cultural. El primer indicio, nada críptico para los contemporáneos de Goethe, se descubre en la primera conversación entre Werther y Lotte, que trata, como no podía ser de otra manera, sobre la lectura y sobre los libros preferidos de ella (véase la carta del 16 de junio [de 1771]). Se menciona el nombre de una figura de novela, miss Jenny, detrás de la que los críticos del Werther sospechan que se esconde una creación del taller de Marie-Jeanne Riccobini. Esta escritora habría caído en el olvido si no se encontrara en otra de sus obras, Briefen der Mi Lady Juliane Catesby, traducidas al alemán en 1760, un pasaje que haría reflexionar a cualquier conocedor del Werther. Lady Catesby describe la situación que conduce a la declaración de amor de su amado lord Ossery con las siguientes palabras:

Un día estábamos leyendo sobre un suceso muy emotivo que trataba de dos personas que se amaban con afecto y que fueron cruelmente separadas. Entonces el libro se cayó de la mano, nuestras lágrimas se mezclaron, y como nos miráramos a los ojos con timidez, él pasó un brazo sobre mis hombros, como si me quisiera abrazar. Yo me incliné sobre él; rompimos el silencio al mismo tiempo y juntos exclamamos: ¡Ah, qué infelices!

Adaptadas al gusto literario del siglo XVIII, estas líneas recuerdan y reescenifican al menos tres relatos de alcance literario universal: primero, nada más y nada menos que la historia de Abelardo y Eloísa, profesor y alumna, cuyas lecturas en común encienden en ellos un amor apasionado, un amor que pagaron caro, aunque cada uno a su manera —Abelardo fue castrado durante la noche mientras que Eloísa acabó sus días tras los muros de un convento—; en segundo lugar, el cantar de Tristán e Isolda, también profesor y alumna que se sienten atraídos el uno por el otro, si bien no a través de la lectura, sino por los efectos de una pócima de amor y que, sin embargo, en el contexto de la «vida de sus sueños» en la Minnegrotte («gruta del Amor») no conocen mejor ocupación para llenar sus pausas entre el juego amoroso que el recuerdo de «cuentos» de similar melodrama, como las Metamorfosis de Ovidio y la Eneida de Virgilio; y, por último, el romance quizá más significativo de esta índole, el surgido entre Francesca y Paolo, la «pareja de enamorados de Rímini», que, según el testimonio del canto quinto del «Infierno» en la Divina comedia de Dante, también tropezaron el uno con el otro a través de un libro, el poema del enamorado caballero Lancelot, que desea a la esposa de su rey. Los versos en los que Francesca resume el incidente se cuentan entre los más famosos de Dante:

Mas si saber la primera raíz

de nuestro amor deseas de tal modo,

hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,

cómo hería el amor a Lanzarote;

solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron

la lectura, y el rostro emblanquecía,

pero tan solo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada

era besada por tan gran amante,

este, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.

Galeotto fue el libro y quien lo hizo;

no seguimos leyendo ya ese día.[3] 

En efecto, su fin es previsible, el tópico del doble asesinato, puesto que Gianciotto Malatesta, marido de Francesca y hermano de Paolo, sabía muy bien la deuda que tenía consigo mismo y con su matrimonio. En el sensible tratamiento de la materia por madame Riccobini queda poco o nada de la dimensión a vida o muerte de este torbellino de pasiones. Tampoco se responde a la pregunta sobre si las confesiones de lady Catesby han contribuido a convertir esas escenas en socialmente aceptables de nuevo como elemento literario. Lo único seguro es que en 1761 Rousseau causó un gran escándalo con su Nueva Eloísa, en la que se citan estas confesiones, y que en 1773 llegó a manos de Goethe el manuscrito de un drama titulado Der Hofmeister oder Vorteile der Privaterziehung, del ya mencionado Lenz. El manuscrito, citando a los clásicos y a las novedades literarias del momento, presentaba el siguiente diálogo entre sus protagonistas, el profesor particular Läuffer y Augustchen, la pupila que le han confiado (los dos yacen «sobre una cama»):

L: [...] Tengo motivos para sospechar que no estás del todo bien, y si uno de tus familiares nota siquiera lo más mínimo, yo podría acabar como Abelardo...

A (Se incorpora.): ¿Acaso sospechas algo? [...] No me siento bien, eso es todo. Pero dime cómo acabó ese Abe... Abar... ¿Cómo se llamaba?, ¿quién era ese?

L: También era un preceptor, se casó con su discípula, después lo descubrieron los familiares y lo castraron.

A (Se acuesta de nuevo boca arriba.): ¡Ay, qué horror! ¿Y cuándo ocurrió eso? ¿Ya hace mucho que ocurrió...?

L: Ah, no sé, solo he hojeado un rato en la Nueva Eloísa y encontré esa historia, puede que no sea más que un cuento.

La versión impresa del drama, publicado pocos meses antes del Werther también en Leipzig, contenía esta conversación, si bien bastante más abreviada pero conservando el punto esencial: la autorreferencia añadida al final de una larga cadena de referentes. Los protagonistas, como en el caso de la novela de Rousseau, se convierten en la imitación de sus predecesores no bajo el signo de una lectura cualquiera, sino de la más especializada, y creen, además, que deben anticiparse a su propia condena y castigarse a sí mismos. Mientras que en la Nueva Eloísa Julia elige para este fin un accidente que le brinda la oportunidad de cambiar su vida de exigencia y virtud por una con la libertad y la esperanza de la unión con su amado Saint-Preux, la comedia de Lenz acaba como corresponde a una sucesión de matrimonios, de los cuales uno no podía completarse ya según los requisitos necesarios, puesto que entretanto Läuffer se había mutilado.

Es evidente que ninguno de los dos, ni Werther ni mucho menos Lotte, son conscientes de que este tejido de diferentes direcciones construye sus charlas sobre literatura y adquiere la función de voz acompañante, cuando procede, para revelar en su tradición cultural aquello que es auténtico en apariencia. Así, Werther escribe en esa misma carta del 16 de junio [de 1771], sin sospechar nada pero sumido en recuerdos, sobre la escena final de una tarde de tormenta en cuya concepción participa la referencia mencionada a propósito en la segunda versión, ese Die Frühlingsfeier de Klopstock:

Nos acercamos a la ventana. Tronaba allá lejos, y la espléndida lluvia susurraba en la tierra, haciendo subir hasta nosotros el más animador aroma con toda la riqueza de un viento cálido. Ella se detuvo, se apoyó de codos y su mirada penetró el paisaje: miró al cielo y me miró a mí, y vi sus ojos llenos de lágrimas: puso su mano en la mía, y dijo «¡Klopstock!». Recordé enseguida la grandiosa oda en que ella pensaba, y me sumergí en el torrente de impresiones que derramaba sobre mí con aquella consigna. No pude contenerme, me incliné sobre su mano y la besé entre las más deliciosas lágrimas.

Considerado con razón uno de los momentos culminantes de la novela, esta escena parece hablar ante todo para sí misma. En realidad, no se trata solo de una nueva referencia a la poesía bucólica de Gessner —las figuras de Werther y Lotte recuerdan a la pareja de pastores Damon y Daphne, que se juran su amor en la claridad que sigue a una tormenta (véase Gessner, Schriften, vol. III)—; también se ha de interpretar la escena en relación con un pasaje de la segunda parte de la novela, en el que Werther presenta argumentos a favor de sí mismo frente a su rival (véase la carta del 29 de julio [de 1772]). Escribe:

¡Ella mi mujer! [...] ¿Por qué no, Wilhelm? ¡Ella habría sido más feliz conmigo! Oh, él no es el hombre que pueda saciar todos los deseos de ese corazón. Cierta falta de sensibilidad, una falta... Tómalo como quieras, que su corazón no late comprensivamente... ¡ah!... en un pasaje de un libro hermoso, donde mi corazón y el de Lotte se encuentran unidos.

De aquí parte un camino tan directo como el anterior hacia la escena que marca el punto final de esta cadena de sucesos y, al mismo tiempo, el dramático último encuentro entre Werther y Lotte. Esta se sienta junto al joven en el canapé, aparentemente tranquila pero esforzándose por acallar la confusión de su corazón. Werther comienza a leer su traducción de los cantos de Ossian, provocando así que una fantasmagoría despliegue en la mente de ambos imágenes fatales y de gran profundidad emocional que empujan a la pareja, ya agitada, a su límite, y, por fin, a la pérdida del control por parte de Werther. El editor intenta aclarar esta situación:

Todo el poder de esas palabras cayó sobre aquellos infelices. Él se arrodilló ante Charlotte, en plena desesperación; tomó sus manos y las estrechó contra sus ojos, contra su frente; a ella le pareció sentir cruzar por el ánimo un presentimiento de su terrible propósito. Sintió Charlotte que su mente se extraviaba: apretó la mano de Werther y la estrechó contra su pecho, inclinándose con un violento movimiento hacia él. El mundo se borró en torno de ellos. Él la estrechó entre sus brazos, oprimiéndola contra su pecho, y cubrió sus labios vacilantes y balbucientes con ardientes besos.

Werther sabía que esto supondría el principio del fin, y Lotte lo presentía. Sin embargo, en vista de los testimonios literarios, hay que admitir que los personajes de Goethe no habrían podido cumplir de modo más ejemplar, «disciplinado» incluso, el programa del que forman parte, ni la escena habría podido exponer mejor su naturaleza de repetición y de invocación de irónica interacción con sus precedentes. Werther y Lotte no son, aunque su lectura a lo largo del tiempo lo haya querido de otro modo, la pareja inconfundible que vence cualquier comparación en una competición de sentimientos: son los agentes de una memoria de discursos trillados que tiene poco o nada que ver con un recuerdo individual, pero que posee el poder de reproducirse cuando guste y por azar.

No obstante, bajo esta perspectiva el espectro de significados presentes en el texto se comprende solo en parte. La lectura del Werther se vuelve de veras completa cuando se dirige la atención no solo sobre el diálogo de la novela con los textos a los que hace referencia, sino también sobre la diversidad de significados que resulta como consecuencia de la interacción, de la superposición y del uso recíproco de estas referencias. Por ejemplo, la ya mencionada «escena de Klopstock», que no sería lo que es sin el tratamiento de las reminiscencias de similar estilo; tras esta escena se oculta, si se la observa con atención, un cuadro enigmático que se revela a través de un «contrabando» casi invisible de citas. Y es que mediante la rememoración de «La fiesta de primavera» se expone la imagen del Dios del Antiguo Testamento, el Dios que se acerca a los hombres en forma de tormenta, de truenos y relámpagos. Además, y en relación con esta imagen, se evoca también una segunda, representada en innumerables ilustraciones, que se podría describir como la imagen por antonomasia del discurso familiar de Europa occidental. Este motivo, una invención del padre de la Iglesia san Agustín y de su arte narrativo en el noveno libro de las Confesiones, nos muestra cómo un hombre y una mujer pueden caer uno en los brazos del otro a través de la lectura de un libro o la reverente mención de un autor. Muestra cómo, frente a la ventana de una posada de Ostia en tiempo de los romanos, madre e hijo celebran una boda del alma en nombre del autor que escribió, junto al libro del mundo, el libro de los libros, una boda que ha pasado a la historia como la primera unio mystica atestiguada en la literatura y que se convirtió no solo en la vara de medir para todos aquellos que buscan a Dios, sino también en punto de unión de sensibles discursos en torno a la política familiar. El recogimiento de Werther y Lotte ante Klopstock no puede parangonarse con esa imagen, pero a través de esta comparación, y sin complicados análisis psicológicos, se reconocen de inmediato las esperanzas, los mecanismos y las obsesiones que hacen de su historia de amor una inevitable catástrofe. Así, Lotte es, en efecto, la mujer que despierta el deseo en Werther, pero solo porque corresponde al mismo tiempo a la imagen de la madre que Werther, gracias a su conocimiento de la literatura de su momento, reconoció —más que vio— en el «más encantador espectáculo» de su primer encuentro (véase la carta del 16 de junio [de 1771]). Mientras tanto, Werther, bajo el signo de su notable amor por los niños, espera desde el principio obtener el papel del hijo que concibe el afecto materno como un objeto de derecho exclusivo. Esta situación tiene, sin duda, considerables ventajas. Werther, que exige «canciones de cuna», se puede permitir tener «a [su] corazón como un niño enfermo» (carta del 13 de mayo [de 1771]); al mismo tiempo, sin embargo, a ello va unida la gran desventaja de que la amada, cueste lo que cueste, ha de permanecer inalcanzable, el objeto de una unión imaginaria, ya que, de otro modo, se aplicarían las sanciones de la prohibición del incesto, que han asegurado a lo largo de la historia el paso de una elección genealógicamente justificada a otra orientada a las relaciones primarias. Por eso, Lotte acierta cuando, la tarde antes de su último encuentro, plantea a su amigo la pregunta: «¿Por qué a mí, Werther? [...] propiedad de otro», y se responde a sí misma: «Temo, temo mucho que sea solo la imposibilidad de hacerme suya lo que le hace tan excitado su deseo».

Por el contrario, los sucesos que ocurren en el canapé de Lotte se revelan como un complejísimo cuadro enigmático. Si primero se obtiene la impresión de que este pasaje, una completa reescenificación del de Klopstock, ha sido provocado por Werther como si pensara: «Hoy o nunca», con la intención de derribar al fin todas las barreras de la moral burguesa y hacerse con lo absolutamente prohibido, con la «madre», esta suposición se refuerza tan pronto como uno se da cuenta de las implicaciones que se ocultan bajo la última lectura de Werther, controvertida y discutida hasta la actualidad debido al aura de misterio que aún conserva. Se trata de Emilia Galotti de Lessing, que Werther, de forma abierta y ostensible, deja tras de sí, junto a los restos de pan y de vino de su solitaria y, de nuevo, algo blasfema «última cena», a modo de testamento cifrado. Este texto, que Werther, con motivo de sus fantasías de artista, ya ha citado en secreto en la carta del 10 de mayo [de 1771]) —una adaptación de la conversación sobre el arte que mantienen Gonzaga y Conti en la cuarta escena del primer acto del Emilia Galotti—, causó un gran revuelo y furor a causa de su final, en el que Odoardo apuñala a su hija obedeciendo a las súplicas de esta. Este final no se ha de leer por fuerza como una perversa autoafirmación burguesa, sino que, a la vista de los vínculos familiares extremadamente erotizados de los personajes, se puede interpretar con la misma legitimidad como un velado acto incestuoso. Ante esto, el hecho de que el recorrido de lecturas de Werther acabe con Lessing tiene, sin duda, tintes de una confesión: Werther estaría admitiendo una regresión, la más compleja y hostil imaginable. Si se deja, por el contrario, también esta posibilidad a un lado y se prefiere, en su lugar, una tercera interpretación igual de plausible del drama de Lessing, según la cual Odoardo cumple la función de autoridad que protege a Emilia de la ruptura de su promesa de lealtad frente al conde Appiani y de la diabólica atracción de Gonzaga, entonces el drama, ornamentado según la moda del momento pero no por ello menos riguroso, se acerca de pronto a los mencionados referentes de la Edad Media, los cuales siempre han amonestado al representante de la ley y, con ello, a aquel que desvelaba la identidad del pecador hasta en las cuestiones de la autoconciencia erótico-sexual. La consecuencia de esta interpretación es que la tenaz visita de Werther a Lotte antes de Navidad, junto con la escena sobre el canapé, se revela ahora bajo otra perspectiva. Sobre todo se impone la pregunta de si Werther, en un intento por jugar su última carta en la situación sin salida en la que se encuentra, no planea este asalto, inducido por sus principios literarios, como un último y espectacular desafío para quien hasta ese momento no se ha dejado desafiar en serio. Nadie más excepto el marido de Lotte, Albert, tendría el poder para romper el conjuro y ayudar a Werther a reencontrar su camino. El hecho de que este intento, como se revela pronto, resulte en vano, que Werther no sea ni Abelardo, ni Paolo, y ni siquiera el correspondiente masculino de Emilia Galotti, sino solo Werther, quien tampoco podrá ver a su rival esa noche —qué decir de enfrentarse a él—, no cambiaría nada de las consecuencias aun si fuera lo contrario. En estas circunstancias, cabría interpretar el texto de Lessing sobre el escritorio de Werther como el indicio de un incumplido pero vehemente deseo de autoridad, una autoridad que hubiese podido liberar a Werther de la camisa de fuerza de su existencia de imitación.

Por consiguiente, aunque el mortal final del Werther no deja lugar a dudas, sí son inquietantes por otro lado los interrogantes que este colofón plantea. Si se sopesa con atención, no solo se ha de considerar su ambigüedad como una ganancia, la ventaja de juego y libertad con la que cuenta sobre el Werther lector el lector del Werther, que puede concebirla en términos de una manifestación poemática de la novela epistolar, obligada por su estructura a funcionar como un diálogo. En relación con todas las novelas de Goethe, esta confluencia de significados representa el preludio para la evolución de una forma narrativa que romperá de manera radical con todas las convenciones válidas hasta su momento. Baste con recordar el pasatiempo que se procura otra «pareja de amantes lectores», Friedrich y Philine, en el octavo libro de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister: sentados uno frente al otro en una mesa repleta de libros, y siguiendo los tiempos de un viejo reloj de arena, se leen «uno contra otro» pasajes de uno u otro libro. De este modo, cabría denominar la anárquica lectura del Werther como un torbellino que atrasa constantemente el punto de fuga de los textos, desbarata o desmiente su sentido en el instante mismo de su manifestación, y lo responsabiliza a él de la relación de intertextualidad. Sin embargo, es importante recordar que de este experimento han surgido Las afinidades electivas y Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, es decir, las dos novelas en lengua alemana que, cada una a su modo —la primera a través de un cóctel casi vertiginoso de diversas formaciones discursivas y el fantasmagórico cuento de «Los extraños vecinitos», y la segunda en la forma de un caos de relatos, cuentos, cartas, fragmentos de diario y compilaciones de dichos—, han transformado el principio de la lectura «uno contra otro» en un concepto virtuoso del arte de narrar, rico en referencias contradictorias entre sí y empujado contra sus propios límites, experimentando así de forma anticipada con diversas técnicas literarias propias del siglo XX. Para el Werther no debería deducirse de ello una teología de revalorización con efecto retroactivo, sino tan solo el reconocimiento de lo enriquecedor que puede resultar en algunas circunstancias leer una historia de amor de tal intensidad y unidad en lo que se refiere a la fuerza de sus diversos impulsos secretamente alimentados.

WALTRAUD WIETHÖLTER

CHRISTOPH BRECHT

1994