[III]
EL EDITOR AL LECTOR

Mucho desearía que nos hubieran quedado tantos testimonios de primera mano sobre los notables últimos días de nuestro amigo como para que no me fuera necesario interrumpir con la narración la serie de las cartas que dejó.

Me he empeñado en reunir noticias exactas de boca de aquellos que podrían estar bien informados sobre su historia: esta es sencilla y todos los relatos coinciden entre sí, hasta en unos pocos detalles; solo son diversas las opiniones y divididos los juicios en cuanto al modo de ser de las personas que intervienen.

No nos queda sino narrar concienzudamente aquello que pudimos saber con repetidos esfuerzos, insertando las cartas que nos quedaron, sin descuidar el más pequeño papel encontrado; sobre todo, porque es muy difícil descubrir los más auténticos hilos que han movido incluso una sola acción, cuando tiene lugar entre personas que no son de índole común.

El desconsuelo y el hastío fueron echando raíces cada vez más profundas en el alma de Werther, entrelazándose firmemente hasta invadir poco a poco todo su ánimo. La armonía de su espíritu quedó completamente destruida; un calor interior y una vehemencia que agitaba y traspasaba todas las potencias de su naturaleza, dio lugar a los más encontrados efectos, y por fin solo le dejó un desfallecimiento, contra el cual se irguió para luchar aún más angustiosamente que como había luchado hasta entonces con sus restantes males. La congoja de su corazón consumió las demás fuerzas de su espíritu, su viveza, su grandeza, y se volvió melancólico en su compañía, cada vez más infeliz y cada vez más injusto cuanto más desdichado se sentía. Al menos, eso dicen los amigos de Albert: afirman que Werther no había podido estimar debidamente a un hombre tranquilo que había llegado a participar de una dicha largamente deseada, y que se esforzaba por conservarla también en el porvenir, mientras que el propio Werther, por decirlo así, consumía en cada día todo su haber, para sufrir y tener hambre al caer la tarde. Albert, dicen, no cambió nada en tan breve tiempo: siguió siendo siempre el mismo al que Werther conoció desde el principio, y al que tanto estimó y honró. Él quería a Charlotte por encima de todo, estaba orgulloso de ella, y le gustaba que todos la reconocieran como la más espléndida criatura. ¿Había que reprocharle que quisiera también evitar toda apariencia de sospecha, y que en ese momento no tuviera deseo de compartir con nadie esa preciosa posesión, ni aun del modo más inocente? Reconocen que Albert muchas veces dejaba la habitación cuando estaba Werther con su mujer, pero no por odio ni aversión contra su amigo, sino solo porque había notado que este se sentía incómodo con su presencia.

El padre de Charlotte había caído enfermo, lo cual le retenía en su cuarto y le mandó el coche, en el que se marchó ella. Era un hermoso día de invierno, había caído mucha nieve y cubría todo el paisaje.

A la mañana siguiente, Werther fue a buscarla para acompañarla en su regreso si Albert no iba a traerla.

El tiempo despejado pudo tener poco efecto sobre su ánimo turbio: una sorda opresión pesaba sobre su alma. Las imágenes tristes se habían asentado en él, y su ánimo no tenía otro movimiento sino pasar de un pensamiento doloroso a otro.

Como él vivía eternamente descontento, también la situación de los demás le parecía grave y confusa: creía haber alterado la hermosa relación entre Albert y su esposa, por lo cual se hacía reproches en los que se mezclaba una secreta antipatía hacia Albert.

Sus pensamientos también cayeron de camino en ese tema. Sí, sí, se dijo a sí mismo, rechinando los dientes en secreto: ¡Este es el trato de confianza, amistoso, tierno, comprensivo en todo; la fidelidad tranquila y duradera! ¡Es saciedad e indiferencia! ¿No le atrae más cualquier asunto mísero que su preciosa y cara mujer? ¿Sabe estimar su dicha? ¿Sabe respetarla como ella merece? La tiene, bien, la tiene... Lo sé, como también sé otras cosas: creo haberme acostumbrado a la idea, y todavía me enloquecerá, me destrozará... ¿Y ha aguantado la amistad por mí? En mi afecto a Lotte ¿no ve un ataque contra sus derechos; no ve un silencioso reproche en mi atención hacia ella? Lo sé muy bien, lo noto, me mira con mala voluntad, desea que me vaya; mi presencia le es incómoda.

De vez en cuando andaba a pasos rápidos, de vez en cuando se quedaba quieto y parecía querer volver atrás; pero continuaba su marcha adelante, y por fin, contra su voluntad, con todos esos pensamientos y conversaciones interiores, llegó al pabellón de caza.

Llamó a la puerta, preguntó por el anciano y por Charlotte, y encontró la casa en cierta agitación. El niño mayor le dijo que en Wahlheim había ocurrido una desgracia: habían matado a un campesino. Esto no le hizo ninguna impresión. Entró en el cuarto y encontró a Charlotte ocupada en amonestar al anciano, que, a pesar de su enfermedad, quería ir a investigar lo ocurrido sobre el terreno. No se sabía aún quién lo había cometido; al muerto lo habían encontrado por la mañana ante la puerta de la casa, y se tenían sospechas: el asesino era criado de una viuda que antes había tenido a otro a su servicio, al cual había echado de la casa con descontento.

Cuando Werther oyó esto, se marchó rápidamente.

—¿Es posible? —exclamó—. Tengo que ir allá, no puedo estar en paz un momento.

Se apresuró a ir a Wahlheim; sus recuerdos se avivaron, y no dudó un momento que el hombre que había cometido aquella acción era aquel con quien tantas veces había hablado, y a quien tanto había llegado a querer.

Cuando tuvo que atravesar los tilos para llegar a la taberna donde habían dejado el cuerpo, sintió espanto ante aquel lugar antes tan amado. Aquel umbral donde tantas veces habían jugado los niños de la vecindad ahora estaba manchado de sangre. El amor y la fidelidad, los más hermosos sentimientos humanos, se habían transformado en violencia y muerte. Los fuertes árboles estaban sin follajes y escarchados; los setos hermosos que formaban una bóveda sobre los bajos muros del cementerio estaban sin hojas, y las lápidas de las tumbas asomaban por los huecos, cubiertas de nieve.

Al acercarse a la taberna ante la cual estaba reunida la aldea entera, surgió de repente un griterío. Se vio a lo lejos un grupo de hombres armados, y todos gritaron que traían al asesino. Werther le vio y no dudó mucho más. ¡Sí!, era el mozo, el que amaba tanto a aquella viuda, y al que había encontrado hacía algún tiempo con su rabia silenciosa, dando vueltas con su secreta desesperación.

—¡Qué has hecho, desgraciado! —exclamó Werther, encarándose con el preso.

Este le miró tranquilamente, calló y por fin respondió con sosiego:

—Ninguno la tendrá, ninguno la tendrá.

Metieron al prisionero en la taberna y Werther siguió apresuradamente.

Con la terrible y violenta agitación, todo lo que había en él estaba trastornado. En un momento quedó arrancado de su tristeza, de su desánimo, de su entrega indiferente; de modo insuperable, se apoderó de él la simpatía por el asesino, y le invadió un afán inexpresable de salvar a ese hombre. Le sentía tan desgraciado; le encontraba tan inocente, aun como criminal, y se ponía tan profundamente en su situación, que creía también convencer de ello a los demás. Ya deseaba poder hablar a favor de él, ya se agolpaba en sus labios el más vivo alegato; se apresuró hacia el pabellón de caza, y por el camino no pudo menos de ir diciendo a media voz todo lo que quería exponer al administrador.

Cuando entró en la habitación, encontró presente a Albert, y esto le desconcertó un momento; pero pronto se recobró y expresó fogosamente al administrador su punto de vista. Este sacudió varias veces la cabeza y aunque Werther expuso con la mayor viveza, pasión y sinceridad, todo lo que un hombre puede decir en disculpa de otro hombre, no por eso se dejó conmover fácilmente el administrador, como es fácil comprender. Por el contrario, no dejó terminar a nuestro amigo, le replicó vivamente y lamentó que hubiera tomado bajo su protección a un asesino. Le indicó que de ese modo toda ley quedaba abolida, y toda seguridad del Estado quedaba aniquilada; además, añadió que en un asunto semejante él no podría hacer nada sin cargarse de la mayor responsabilidad; todo debía ir en orden, siguiendo el curso prescrito.

Werther no se rindió todavía, sino que rogó solamente que el administrador hiciera la vista gorda si se pudiera ayudar a escapar a aquel hombre. También esto lo rehusó el administrador. Albert, que intervino por fin en el diálogo, tomó también el lado del anciano; Werther quedó dominado por el número, y con un terrible sufrimiento se puso en camino, después de que el administrador le dijera varias veces:

—¡No, no se le puede salvar!

Cuánto le hirieron estas palabras, lo vemos por un apunte que se encontró entre sus papeles, y que seguramente fue escrito aquel mismo día: «¡No te has de salvar, desgraciado! Veo muy bien que no nos hemos de salvar».

Lo que dijo por fin Albert sobre el asunto del prisionero, en presencia del administrador, le molestó a Werther en extremo: creyó notar alguna suspicacia contra él, y aun cuando, pensándolo varias veces, no podía escapar a su agudeza que los dos hombres podrían tener razón, sin embargo sintió como si hubiera de renunciar a lo más íntimo de sí mismo, si hubiera de confesarlo y reconocerlo.

Un apunte que se refiere a esto, y que quizá expresa toda su situación respecto a Albert, lo hemos encontrado entre sus papeles: «De qué sirve que me diga y repita que es excelente y bueno; me desgarra lo más íntimo de las entrañas; no puedo ser justo».

Como hacía una tarde suave y el tiempo empezaba a inclinarse al deshielo, Charlotte se marchó a pie con Albert. Por el camino, algunas veces miraba alrededor, como si echase de menos la compañía de Werther. Albert empezó a hablar de él, y le censuró, por haberse opuesto a la justicia.

Aludió a su desgraciada pasión y deseó que fuera posible alejarle.

—Lo deseo también por nosotros —dijo—, y te ruego que procures que su actitud respecto a ti tome otra dirección, disminuyendo sus frecuentes visitas. La gente se fija, y sé que se ha hablado de ello por ahí.

Charlotte calló, y Albert pareció haber comprendido su silencio; al menos, desde aquel momento no volvió a mencionar a Werther delante de ella, y si ella le mencionaba, él cortaba la conversación o la dirigía en otro sentido.

El vano intento que había hecho Werther por salvar a aquel infeliz fue el último destello de una luz que se extinguía; después se sumergió más profundamente en el dolor y la inactividad; especialmente, se puso casi fuera de sí cuando supo que quizá le requerirían como testigo precisamente contra aquel hombre, que ahora se empeñaba en dejarlo todo.

Todo lo que le había sido desagradable a lo largo de su vida activa, como el disgusto de la embajada, todo lo que le había salido mal alguna vez, todo lo que le había molestado, ahora subía y bajaba en su alma. Con todo eso se encontraba como justificado para la inactividad; se veía como cortado de toda perspectiva, incapaz de agarrar ningún asidero con que se pudieran afrontar los asuntos de la vida corriente, y sí, por fin, entregado por completo a su extraordinaria sensibilidad, a su modo de pensar y a un sufrimiento inacabable, se abandonó a la eterna monotonía de un trato lastimoso con la criatura amable y amada, cuya calma trastornó, agitándose con todas sus fuerzas, y cansándola sin finalidad ni perspectiva, cada vez más próximo a un triste fin.

De su confusión, de su pasión, de su incansable agitarse y esforzarse, de su fatiga de la vida, han quedado unas cartas como los más poderosos testimonios que podemos citar aquí.

12 de diciembre

Querido Wilhelm, estoy en una situación que han debido pasar esos desgraciados de quienes se creía que estaban agitados por un espíritu malo. A veces me invade ese espíritu: no es miedo, no es deseo..., es una desconocida cólera interior que amenaza desgarrar mi pecho, y que me oprime la garganta. ¡Ay de mí, ay de mí! Y luego doy vueltas en el temible escenario nocturno de esta estación del año, tan hostil al hombre. Anoche tuve que salir. De repente, había empezado un tiempo de deshielo; oí decir que el río se había desbordado, que todos los arroyos iban crecidos, inundando mi querido valle desde Wahlheim para abajo. Por la noche, después de las once, me precipité fuera. Una escena terrible, ver caer desde las rocas abajo las ondas enfurecidas a la luz de la luna, sobre los campos y praderas y setos y todo, dejando el ancho valle, arriba y abajo, como un solo mar bajo el zumbar del viento. Y cuando luego la luna volvió a salir y descansó sobre las nubes negras, ante mí corría el río con reflejo espléndido y temible, resonando. ¡Entonces me invadió un escalofrío y, de nuevo, un anhelo! ¡Ay, con los brazos abiertos me detuve ante el abismo, y respiré, sintiendo lo hondo, y me perdí en la delicia de precipitar allá mis tormentos, mis dolores, de perderme mugiendo como las olas! ¡Ah, pero no pude levantar los pies del suelo, para terminar todos los tormentos! ¡Mi hora no ha sonado todavía, me doy cuenta! ¡Oh, Wilhelm, con qué gusto habría entregado mi humanidad para desgarrar las nubes con ese viento tempestuoso, y abrazar las olas! ¡Ay!, ¿y este encarcelado no participará nunca de esa delicia?

Y ¡cómo miré ansiosamente aquel sitio donde me senté con Lotte bajo un sauce, en un cálido paseo de verano!; también estaba inundado, y apenas reconocí el sauce, Wilhelm. ¡Y sus prados, pensé, y el lugar en torno a su pabellón de caza! ¡Cómo destroza ahora nuestra viña el torrente arrebatador!, pensé. Y el rayo de sol del pasado penetró con un guiño, igual que a un prisionero se le aparece un sueño de pastores, praderas y señoríos. ¡Allí me quedé! No me lo censuro, pues tengo valor para morir. Hubiera... Ahora estoy aquí sentado como una anciana que va arrancando su leña de las empalizadas, y va pidiendo su pan por las puertas, para alargar y aliviar un momento más su vida agonizante sin alegría.

14 de diciembre

¿Qué es esto, amigo mío? ¡Me asusto de mí mismo! Mi amor por ella, ¿no es el amor más santo, más puro, más fraternal? ¿He tenido jamás en mi culpa un deseo culpable? No lo aseguraré... Y ahora ¡oh, sueños! ¡Qué bien pensaban los hombres que atribuían a poderes extraños tan contradictorios efectos! ¡Esta noche! Tiemblo al decirlo: la tenía en mis brazos, oprimida fuertemente contra mi pecho, y cubría con besos interminables los susurros amorosos de su boca; mis ojos se sumergían en la ebriedad de los suyos. ¡Dios mío! ¿Soy culpable al sentir todavía una dicha cuando evoco esos gozos encendidos con toda emoción? ¡Lotte, Lotte! Se acabó conmigo; mis sentidos están confundidos; hace ya ocho días que ya no tengo dominio en mi ánimo; mis ojos están llenos de lágrimas. Nunca estoy bien y en todas partes estoy bien. No deseo nada, no exijo nada. Sería mejor que me fuera.

La decisión de dejar este mundo había tomado cada vez más fuerza en el alma de Werther, por ese tiempo y en tales circunstancias. Desde que regresó junto a Charlotte, esa había sido siempre su intención y esperanza últimas; pero se había dicho que no debía apresurarse, que no debía ser una acción precipitada; con la mejor convicción, quería dar ese paso en la más tranquila resolución que pudiera.

Su duda, su lucha consigo mismo, se echan de ver en un apunte que probablemente es un comienzo de carta a Wilhelm, y que se ha encontrado sin fecha entre sus papeles:

«Su presencia, su destino, su comprensión por mí arrancan todavía las últimas lágrimas de mi cerebro agostado.

»¡Levantar el telón y pasar atrás! ¡Eso es todo! ¿Y por qué la vacilación y el retardo? ¿Por qué no se sabe qué aspecto tendrá lo de atrás? ¿Y por qué no se vuelve atrás? También, porque lo típico de nuestro espíritu es presentir confusión y tiniebla donde no sabemos nada determinado.»

Por fin, se familiarizó y se encariñó cada vez más con ese triste pensamiento, y su propósito se hizo firme e irrevocable, de lo que da testimonio la siguiente carta ambigua que escribió a su amigo:

20 de diciembre

Agradezco a tu afecto, Wilhelm, que hayas recibido así mis palabras. Tienes razón: me convendría más irme. La propuesta que me haces de que vuelva contigo no me parece muy bien; al menos, querría todavía dar un rodeo, especialmente cuando podemos confiar en el hielo aún firme y en el buen camino. También a mí me gustaría que vinieras a buscarme; perdona aún dos semanas, y espera todavía otra carta mía con detalles. Es necesario que no se coseche nada antes de que esté maduro. Y catorce días más o menos hacen mucho. A mi madre has de decirle que rece por su hijo, y que le pido perdón por todos los disgustos que le he dado. Mi destino ha sido afligir a los que debía dar alegría. Adiós, querido mío. Que todas las bendiciones del Cielo vengan sobre ti. ¡Adiós!

Apenas nos atrevemos a expresar con palabras lo que pasaba en este tiempo por el alma de Charlotte, así como sus pensamientos respecto a su marido y respecto a su infeliz amigo; aunque, conociendo su carácter, podemos imaginarlo en silencio, y cualquier hermosa alma femenina se puede imaginar dentro de la suya y comprender sus emociones.

Lo cierto es que estaba firmemente decidida a hacer todo lo posible por alejar a Werther, y si vacilaba era solo por un reparo cordial y amistoso: porque sabía cuánto le costaría; más aún, sabía que le sería casi imposible. Pero ella en ese tiempo se vio más obligada a tomarlo en serio; su marido guardaba completo silencio respecto a esa situación, como siempre había callado sobre tal cosa, y por eso mismo ella se sentía obligada a demostrar con hechos que sus propios pensamientos estaban a la altura de los de él.

El mismo día que Werther escribió a su amigo la carta que aquí insertamos, era el domingo antes de Navidad: llegó a ver a Charlotte por la tarde y la encontró sola. Estaba ocupada en preparar unos juguetes que había dispuesto para regalar a sus hermanitos en Navidad. Él habló del placer que sentirían los pequeños, y de los tiempos en que producía un éxtasis paradisíaco el abrir la puerta inesperadamente y ver aparecer el árbol adornado con velas de cera, caramelos y manzanas.

—También usted —dijo Charlotte, ocultando con una sonrisa su perplejidad—, también usted recibirá regalos si se porta bien: una velita y algo más.

—¿Y a qué le llama usted portarse bien? —exclamó—. ¿Cómo ha de ser, cómo puede ser, querida Lotte?

—El jueves —dijo ella— es Nochebuena; vendrán los niños, y mi padre también, y cada cual recibirá lo suyo. Venga usted también... pero no antes. —Werther quedó suspenso—. Se lo ruego —continuó—, así es; se lo ruego por mi tranquilidad; esto no puede, no puede seguir así.

Él apartó su mirada de ella, y dio unas vueltas por la habitación murmurando entre dientes:

—¡No puede seguir así!

Charlotte, que comprendía la terrible situación en que le habían puesto estas palabras, trató de desviar sus pensamientos con toda clase de preguntas, pero en vano.

—No, Lotte —exclamó—. ¡No la veré más!

—¿Por qué? —respondió ella—. Werther, usted puede y debe volver a vernos, pero modérese. ¡Oh, por qué habrá nacido con esa violencia, con esa pasión inconteniblemente apresurada por todo lo que se le ocurre una vez! Le ruego —continuó, tomándole la mano—, ¡modérese! Su espíritu, su saber, sus talentos, ¡qué variadas satisfacciones le ofrecen! ¡Sea un hombre! ¡Aparte este triste afecto de una criatura que no puede hacer más que compadecerle!

Él rechinó los dientes y la miró sombrío. Ella retuvo su mano:

—Solo un momento de calma tranquila, Werther —dijo—. ¿No nota usted que se engaña a sí mismo, que se va a aniquilar con su deseo? ¿Por qué a mí, Werther? ¡Precisamente a mí, que soy propiedad de otro, precisamente esto! Temo, temo mucho que sea solo la imposibilidad de hacerme suya lo que le hace tan excitado su deseo.

Él retiró su mano, mirándola con ojos fijos e indóciles.

—¡Muy juiciosa! —exclamó—. ¡Muy juiciosa! ¿Quizá ha sido Albert quien ha hecho esa observación? ¡Muy diplomática, muy diplomática!

—Cualquiera puede hacerla —respondió ella—. Y ¿en todo el ancho mundo no ha de haber una muchacha que llene los deseos de su corazón? Domínese, búsquela, y le aseguro que la encontrará; pues ya hace mucho tiempo que tengo angustia por usted y por nosotros, por la limitación en que se ha encerrado en este tiempo. ¡Domínese! Un viaje le distraerá: busque, encuentre un objeto digno de su amor, y vuelva luego para hacernos gustar juntos la dicha de una verdadera amistad.

—Todo eso —contestó él, con fría sonrisa— se podría imprimir y recomendar a los preceptores. ¡Querida Lotte! Déjeme todavía un poco de tranquilidad, y todo se hará.

—Solamente esto, Werther, ¡que no venga antes de Nochebuena!

Él quería contestar, cuando Albert entró en el cuarto. Se saludaron de modo gélido y empezaron a dar vueltas por la estancia, cohibidos. Werther inició una conversación insignificante, que pronto se acabó; Albert lo mismo: preguntó a su mujer por ciertos encargos, y cuando supo que no estaban realizados, le dijo unas palabras, que a Werther le parecieron frías, muy frías. Se quería ir, no podía, y vaciló hasta que, a las ocho, pusieron la mesa, y él tomó su bastón y su sombrero. Albert le invitó a quedarse, pero él, que solo creyó ver en ello un cumplimiento sin valor, lo agradeció fríamente y se marchó.

Llegó a casa y quitó la luz de la mano al muchacho que quería alumbrarle; empezó a dar vueltas por su cuarto, lloró ruidosamente, habló excitado consigo mismo, y anduvo violentamente de un lado para otro, hasta que por fin se echó vestido sobre la cama, donde le encontró el criado cuando hacia las once se atrevió a entrar a preguntar si quería que le quitara las botas. Él accedió y mandó al criado que por la mañana no entrase en el cuarto hasta que él llamara.

El lunes por la mañana, veintiuno de diciembre, escribió a Charlotte la siguiente carta, que después de su muerte encontraron sellada en su escritorio y se la llevaron a ella, y que inserto aquí fragmentariamente, en atención a la circunstancia de que él la haya escrito:

«Está decidido, Lotte, que voy a morir, y te lo escribo sin conmoción romántica, en la mañana del día en que te veré por última vez. Cuando tú leas esto, querida mía, ya la fría tumba cubrirá los restos yertos de este intranquilo, de este desdichado, que no conoce mayor dulzura en los últimos instantes de su vida sino conversar contigo. He pasado una noche espantosa, y, ¡ay!, una noche bienhechora. Esta es la que confirma y determina mi decisión: voy a morir. ¡Cómo me separé ayer de ti, en la terrible agitación de mis sentidos! ¡Cómo todo eso me oprimía el corazón, y mi vida sin gozo ni esperanza junto a ti me envolvía en horrible frialdad!... Apenas alcancé mi cuarto, me postré de rodillas; fuera de mí, y el Cielo me concedió el último alivio de las lágrimas más amargas. Mil proyectos, mil perspectivas se revolvían en mi alma, y por fin quedó ahí, firme, entero, el único pensamiento: ¡voy a morir! Me acosté, y por la mañana, en la calma del despertar, seguía firme, seguía fuerte en mi corazón: ¡voy a morir! No es desesperación, es certidumbre de que he soportado lo que me tocaba, y que me sacrifico por ti. Sí, Lotte, ¿por qué había de callarlo? Uno de los tres tiene que desaparecer, y voy a ser yo. ¡Oh, querida mía! En este corazón agitado, muchas veces se ha deslizado la idea... ¡de matar a tu marido! ¡De matarte! ¡De matarme! ¡Sea, pues! Cuando subas a la montaña, en una hermosa tarde de verano, acuérdate de mí; de cuantas veces anduve por ese valle, y luego mira el cementerio, mira mi tumba, cuando el viento mece la alta hierba en el fulgor del sol poniente... Estaba tranquilo cuando comencé; ahora lloro como un niño, porque todo adquiere vida en torno de mí...»

Hacia las diez llamó Werther a su criado, y mientras le vestía, dijo que dentro de unos días se iría de viaje: el criado tenía que guardar los trajes y prepararlo todo para las maletas; también le dio orden de pedir las cuentas en todas partes, de buscar algunos libros prestados, y de dar por anticipado la porción de dos meses a algunos pobres a quienes solía dar algo semanalmente.

Se hizo llevar la comida al cuarto, y después de comer salió a caballo a ver al administrador, a quien no encontró en casa. Dio vueltas pensativo por el jardín, y pareció querer amontonar todavía sobre sí toda la melancolía del recuerdo.

Los pequeños no le dejaron mucho tiempo en paz; le persiguieron, le saltaron encima y le contaron que cuando pasara mañana, y el otro, y el otro, tendrían los regalos de Navidad en casa de Charlotte, y le hablaron de las maravillas que les prometía su pequeña imaginación.

—¡Mañana! —exclamó—. ¡Y el otro, y el otro! —Y los besó cordialmente.

Ya les iba a dejar, cuando el pequeño le quiso decir algo al oído. Este le reveló que los hermanos mayores habían escrito unos bonitos deseos de Año Nuevo, ¡tan grandes!, uno para papá, otro para Lotte y Albert, y otro para el señor Werther; y que se los mandarían el día de Año Nuevo por la mañana temprano. Esto le dejó abrumado: regaló algo a cada uno de ellos, montó a caballo, dio recuerdos para el anciano, y salió con las lágrimas en los ojos.

Hacia las cinco llegó a casa, y ordenó a la criada que vigilara el fuego y lo cuidara hasta la noche. Al criado le encargó que fuera metiendo en las maletas los libros y la ropa blanca, y que preparara los trajes. Luego escribió, probablemente, el siguiente párrafo de su carta final a Charlotte:

«¡No me esperas! Crees que obedeceré y esperaré a verte en Nochebuena. ¡Oh, Lotte! Hoy o nunca. En Nochebuena tendrás este papel en la mano, temblarás y lo regarás con tus queridas lágrimas. ¡Quiero irme, tengo que irme! Ah, qué bien me siento, ahora que me he decidido.»

Charlotte, mientras tanto, estaba en una situación singular. Después de su última conversación con Werther había sentido cuánto le dolería separarse de él, y cuánto sufriría él cuando hubiera de alejarse.

Como de paso, en presencia de Albert se había dicho que Werther no volvería hasta Nochebuena, y Albert había salido a caballo a ver a un administrador en las cercanías con quien tenía que resolver un asunto, y con el cual pasaría la noche.

Estaba sola: no tenía alrededor a ninguno de sus hermanos, y se entregó a sus pensamientos, que giraban en silencio sobre su situación. Se veía ahora enlazada eternamente con el hombre cuyo amor y fidelidad conocía, a quien se había entregado de corazón, y cuya tranquilidad y confianza parecían dispuestas por el Cielo para que sobre ellas asentara la felicidad de su vida una mujer de buen ánimo; ella sentía lo que había de ser siempre para ella y para sus niños. Por otro lado, había llegado a querer mucho a Werther; desde el primer instante que le conoció, se había evidenciado con hermosura el acuerdo de sus espíritus, y el largo trato constante y algunas situaciones que habían atravesado juntos habían dejado en su corazón una impresión inextinguible. Todo lo que ella sentía o pensaba como interesante se había acostumbrado a compartirlo con él, y su alejamiento amenazaba abrir en el ánimo entero de Charlotte un vacío que no podía volver a llenarse. ¡Ah, qué feliz habría sido si en ese momento le hubiera podido transformar en hermano! ¡Si le hubiera podido casar con una de sus amigas, se habría podido esperar que se restableciera la buena armonía de Werther con Albert!

Fue pensando en sus amigas, una tras otra, y en cada una iba encontrando algo que objetar: no encontraba ninguna a la que habría confiado a Werther.

En todas estas consideraciones sentía profundamente, sin que se le hiciera evidente con claridad, que su aspiración secreta era conservarle para ella, y al mismo tiempo se decía que no podía retenerle, ni debía: su ánimo puro, hermoso, otras veces tan ligero y tan fácil de resolución, experimentaba el peso de una melancolía a la que se le cerraba la perspectiva de la dicha. Su corazón estaba oprimido, y sobre sus ojos se extendía una turbia nube.

Eran ya las seis y media, cuando oyó que Werther subía las escaleras reconociendo enseguida su paso, y su voz, al preguntar por ella. ¡Cómo le latió el corazón, casi podríamos decir que por primera vez, con su llegada! Habría preferido hacerle negar su presencia, y cuando él entró, exclamó Charlotte con una especie de confusión apasionada:

—No ha mantenido su palabra.

—No prometí nada —fue la respuesta de Werther.

—Por lo menos, debía haberme concedido mi ruego —respondió ella—, le pedí un poco de paz.

No sabía muy bien lo que decía, y tampoco lo que hacía, cuando mandó a buscar a unas amigas para no estar sola con Werther. Él sacó unos libros que traía, preguntó por otros, y ella tan pronto deseaba que vinieran lo antes posible sus amigas, como que no quisieran venir. La criada volvió y trajo la noticia que las dos se disculpaban por no acudir.

Ella quiso sentar a la criada con su labor en la habitación de al lado, pero luego cambió de idea. Werther daba vueltas por el cuarto, ella se acercó al piano y empezó un minué, que no le quería salir. Se dominó, y se sentó tranquilamente junto a Werther, que había tomado su sitio acostumbrado en el canapé.

—¿No tiene nada que leer? —dijo ella. No tenía nada—. Allí dentro del cajón está su traducción de unos cantos de Ossian; todavía no los he leído, pues esperaba siempre oírselos leer, pero hasta ahora no ha habido ocasión, ni usted ha querido trabajar más.

Él sonrió, buscó los versos, y se le llenaron de lágrimas los ojos al verlos. Se sentó y leyó:[24] 

Estrella de la noche a media luz, ya centelleas en Occidente, y levantas de las nubes tu cabeza radiante, caminando solemnemente sobre la colina. ¿Por qué me miras en el llano? Los vientos tempestuosos han cesado; desde la lejanía llega el murmullo del arroyo; las ondas agitadas juegan allá en los peñascos; el zumbido de los mosquitos en el anochecer te envuelve como un enjambre sobre el campo. ¿Adónde miras, hermosa luz? Pero sonríes y marchas, y te rodean gozosamente las ondas y bañan tu espléndida cabellera. Adiós, fulgor tranquilo. ¡Aparece, luz espléndida del alma de Ossian!

Y aparece, con toda su fuerza. Veo a los míos desaparecidos: se reúnen en torno de Lora, como en los días que ya pasaron. Viene Fingal, como una húmeda columna de niebla; y en torno a él están sus héroes, y ¡mira! los bardos del canto: encanecido Ullín, espléndido Ryno; Alpín, admirable cantor; y tú, Minona, con tu suave queja. ¡Qué cambiados estáis, amigos míos, desde los festivos días de Selma, cuando luchábamos por la gloria del canto, como los vientos de primavera, al soplar, cambiantes, por las colinas, hacen inclinarse la débil hierba susurrante!

Entonces apareció Minona en su hermosura, con la vista baja y los ojos llenos de lágrimas, y su pelo volaba pesadamente al viento cambiante que soplaba desde el cerro. El ánimo de los héroes se ensombreció, cuando ella levantó su maravillosa voz; pues muchas veces habían visto la tumba de Salgar, muchas veces habían visto la oscura morada de la blanca Colma. Colma estaba abandonada allá en la colina, con su armoniosa voz; Salgar le prometió acudir, pero alrededor se espesaba la noche. Escuchad la voz de Colma, sentada solitaria en la colina.

COLMA

¡Es de noche! Estoy sola, perdida en la colina tempestuosa. El viento zumba en la sierra. El torrente aúlla por las peñas abajo. No hay cabaña en que me guarezca de la lluvia; estoy abandonada en la colina tempestuosa.

¡Sal, oh, luna, de tus nubes! ¡Apareced, oh, estrellas de la noche! Que algún rayo me conduzca al lugar donde mi amor descansa de las fatigas de la caza, con su arco abandonado a su lado, y los perros roncando alrededor. El torrente y la tempestad rugen; no oigo la voz de mi amado.

¿Por qué tarda mi Salgar? ¿Ha olvidado su palabra? ¡Ahí está la pena y el árbol, y aquí el torrente rumoroso! Al caer la noche me prometiste estar aquí. ¡Ay! ¿Por dónde se ha perdido mi Salgar? ¡Contigo querría huir, dejar a mi padre y mis hermanos, tan orgullosos! Hace mucho que nuestras estirpes son enemigas, ¡pero nosotros, oh, Salgar, no somos enemigos!

Mira, la luna aparece, el río fulgura en el valle, las rocas se elevan grises por la colina, pero no le veo por la colina, y sus perros no van anunciando su llegada por delante de él. Tengo que estar aquí sentada en soledad.

Pero ¿quiénes son los que están allá abajo tendidos en el llano? ¿Mi amado? ¿Mi hermano? ¡Hablad, amigos míos! No responden. ¡Qué miedo siento en mi ánimo! ¡Ay, están muertos! ¡Sus espadas están rojas de la lucha! ¡Oh, hermano mío, hermano! ¿Por qué has matado a mi Salgar? ¡Os quería tanto a los dos! ¡Ah, tu hermosura resaltaba en la montaña entre otros mil! Era temible en la pelea. ¡Respondedme! ¡Escuchad mi voz, amados míos! Pero, ay, están mudos, mudos para siempre; frío como la tierra está su pecho.

Ah, desde la roca de la colina, desde la cima de la montaña en tormenta, ¡hablad, espíritus de los muertos! ¡Hablad! ¡No tendré horror! ¿Dónde habéis ido a reposar? ¿En qué caverna de la sierra os he de encontrar? No percibo ninguna débil respuesta en el viento; ningún hálito de respuesta en la tempestad de la colina.

Me quedo aquí en mi aflicción, aguardando en llanto la mañana. Abrid la tumba, amigos de los muertos; pero no la cerréis hasta que yo llegue. Mi vida desaparece como un sueño: no puedo quedarme atrás. Quiero vivir aquí con mis amigos, en el torrente del peñasco resonante... Cuando se haga de noche en la colina y la brisa pase sobre el llano, mi espíritu se elevará en el viento para lamentar la muerte de los míos. El cazador me oirá entre los bosques, tendrá miedo de mi voz y la amará; pues mi voz ha de ser dulce por los míos, a quienes tanto he querido.

Ese fue tu canto, oh, Minona, hija ruborosa y suave de Tormán. Nuestras lágrimas corrieron por Colma, y nuestra alma se ensombreció.

Entró Ullín con el arpa y nos entonó el canto de Alpín: la voz de Alpín era cariñosa; el alma de Ryno era un rayo de fuego. Pero ya descansaban en la estrecha mansión, y su voz se había extinguido en Selma. Una vez Ullín volvía de la caza, antes de que cayeran los héroes. Oyó la competición de sus cantos en la colina. Su canción era suave, pero triste. Lamentaban la caída de Morar, el primero de los héroes. Su alma era como el alma de Fingal, y su espada era como la espada de Oscar... Pero cayó, y su padre se afligió, y los ojos de Minona estaban llenos de llanto, la hermana del soberbio Morar. Se retiró ante el canto de Ullín como la luna a Occidente, cuando prevé la lluvia tempestuosa y esconde su cabeza en una nube. Tañí el arpa con Ullín para cantar la aflicción.

RYNO

Han pasado viento y lluvia; el mediodía está claro y las nubes se dispersan. El inconstante sol, en ráfagas, iluminará las colinas. El torrente de la montaña fluye rojizo hacia el valle. Dulce es tu murmullo, torrente; pero más dulce es la voz que oigo. Es la voz de Alpín que llora a los muertos. Su cabeza está doblada por la vejez, y sus ojos llorosos están enrojecidos. ¡Alpín, noble cantor! ¿Por qué estás solo en las calladas colinas? ¿Por qué te quejas como el viento en el bosque, como las olas en la costa lejana?

ALPÍN

Mis lágrimas, Ryno, son por los muertos; mi voz es para los habitantes de la tumba. Esbelto estás en la colina, hermoso entre los hijos del llano. Pero caerás como Morar, y en tu tumba se sentarán a llorarte. Te olvidarán las colinas, y tus arcos quedarán flojos en tu morada.

Fuiste rápido, Morar, como un corzo por los cerros, temible como el fuego nocturno en el cielo. Tu ira era una tempestad, tu espada en la batalla era como el relámpago sobre la llanura. Tu voz parecía el torrente del bosque tras la lluvia, el trueno en las cimas lejanas. Muchos cayeron ante tu brazo: los destrozó la llama de tu cólera. Pero cuando volvías de la guerra ¡qué pacífico era tu rostro! Tu rostro semejaba el sol tras la tempestad, la luna en la noche silenciosa, cuando se ha calmado el rugir del viento.

¡Estrecha es tu morada, oscura tu habitación! ¡Con tres pasos mido tu tumba! ¡Oh, tú, que antes fuiste tan grande! Cuatro piedras de musgosas cabezas son tu único recuerdo; un árbol deshojado, la larga hierba que susurra al viento señala a la mirada del cazador la tumba del poderoso Morar.

No tienes madre que te llore, ni una muchacha con las lágrimas del amor. Muerta está la que te parió; han caído las hijas de Morglan.

¿Quién es aquel, apoyado en el bastón? ¿Quién es aquel, cuya cabeza ha blanqueado de vejez, y cuyos ojos están enrojecidos de lágrimas? Es tu padre, ¡oh, Morar!, el padre que no tiene más hijo que tú. Oyó tu llamada en la batalla, oyó a los enemigos que caían; oyó la gloria de Morar, ¡ay!, ¿no oyó nada de su herida? ¡Llora, padre de Morar, llora! Pero tu hijo no te oye. Profundo es el sueño de los muertos; hundida está su almohada de polvo. El muerto no atenderá jamás a la voz, no despertará con tu llamada. ¡Ah, cuándo se hará de día en la tumba para que mande al que duerme! ¡Despierta!

¡Adiós, tú el más noble de los hombres, el conquistador en la lucha! ¡Nunca te verá el campo de batalla, nunca brillará el bosque oscuro con el fulgor de tu acero! No dejaste hijos, pero el canto conservará tu nombre, y los tiempos venideros oirán hablar de ti, oirán hablar de cómo cayó Morar.

Ruidosamente lloraron los héroes, y sobre todo se oyeron los violentos suspiros de Armín. Se acordaba de la muerte de su hijo, que cayó en los días de su juventud. Carmor estaba sentado junto al héroe, el príncipe del sonoro Galmal. ¿Por qué solloza Armín?, dijo, ¿qué hay que llorar aquí? ¿No entonáis canciones para ensanchar y recrear el alma? Son como suave niebla que sube del mar para extenderse sobre el valle, y las flores al abrirse se llenan de su humedad; pero vuelve el sol en toda su fuerza y desaparece la niebla. ¿Por qué estás tan afligido, Armín, soberano de Gorma, la rodeada por los mares?

¡Afligido! Sí que lo estoy, y no dejo de ser yo mismo la causa de mi dolor. Carmor, tú no perdiste un hijo; no perdiste una hija florida; vive el valiente Colgar, y Annira, la más hermosa de las muchachas. Florecen las ramas de tu estirpe, oh, Carmor; pero Armín es el último de su linaje. Oscuro es tu lecho; sordo es el sueño en tu tumba. ¿Cuándo despertarás con tus canciones, con tu voz melodiosa? ¡Arriba, vientos del otoño! ¡Arriba, soplad sobre el oscuro llano! ¡Rugid, arroyos del bosque! ¡Aullad, tempestades, en la copa de las encinas! ¡Camina, oh, luna, por entre las nubes desgarradas, mostrando a trechos tu pálido rostro! ¡Recuérdame la terrible noche en que cayeron mis hijos; en que sucumbió Arindal el poderoso y se extinguió la hermosa Daura!

Daura, hija mía, ¡qué hermosa eras! Hermosa como la luna en las colinas de Fura, blanca como la nieve recién caída, dulce como el hálito del viento. Arindal, tu arco era fuerte, tu lanza era rápida en el combate, tu mirada como niebla sobre las olas, y tu escudo una nube de fuego en la tormenta.

Armar, famoso en la guerra, llegó y pidió el amor de Daura; ella no le resistió mucho tiempo. Hermosas eran las esperanzas de su amigo.

Erath, el hijo de Odgal, sintió rencor, pues su hermano había muerto a manos de Armar. Llegó disfrazado en una nave. Su embarcación era muy bella sobre las olas; traía una cabellera blanca de vejez, y un rostro grave y tranquilo. Tú, la más hermosa de las muchachas, dijo; bella hija de Armín, allí en las rocas, junto al mar, donde se asoma la roja fruta del árbol, allí Armar espera a Daura; vengo a llevarme su amor sobre el mar agitado.

Ella le siguió, llamando a Armar; no le contestó más que el eco de la roca. ¡Armar, mi amor! ¡Mi amor! ¿Por qué me das tanto miedo? ¡Escucha, hijo de Arnarth, escucha! ¡Es Daura quien te llama!

Erath, el traidor, huyó riendo a tierra. Ella alzó la voz, llamando a su padre y su hermano: ¡Arindal, Armín! ¿No hay quien salve a su Daura?

Su voz llegó a través del mar. Arindal, mi hijo, bajó de la colina, fatigado de perseguir la caza, y sus flechas se agitaban en su carcaj: llevaba el arco en la mano y tenía a su alrededor cinco perros grisáceos. Vio en la orilla al atrevido Erath, le apresó y le ató a la encina, y, fuertemente atado por la cintura, el prisionero llenó de quejas los vientos.

Arindal cruzó las olas en su embarcación, para buscar a Daura. Armar llegó enfurecido, disparó la flecha de grises plumas; zumbó y se hundió en tu corazón, ¡oh, Arindal, hijo mío! En vez de Erath, del traidor, caíste tú, y la nave alcanzó las rocas, cuando él caía agonizando. A tus pies corrió la sangre de tu hermano. ¡Qué aflicción, oh, Daura!

Las olas destrozaron la nave. Armar se precipitó al mar para salvar a su Daura o morir. Solo en las rocas envueltas por las aguas, oí los lamentos de mi hija. Su clamor era sonoro y repetido, pero su padre no pudo salvarla. Toda la noche permanecí en la orilla, viéndola al débil fulgor de la luna; toda la noche oí sus clamores, entre el ruido del viento, mientras la lluvia golpeaba el costado de la montaña. Su voz se debilitó antes que amaneciera; murió como la brisa nocturna entre la hierba de las rocas. ¡Murió cargada de aflicción, dejando solo a Armín! Se acabó mi energía en la guerra, se terminó mi orgullo entre las muchachas.

Cuando llegan las tempestades de la montaña, cuando el viento Norte hace alzarse las olas, me siento en la orilla rumorosa y miro las terribles peñas. Muchas veces, al fulgor de la luna, veo los espíritus de mis hijos, que caminan juntos e inciertos en triste armonía.

Un torrente de lágrimas que brotó de los ojos de Charlotte, dejando respirar a su oprimido corazón, interrumpió los versos de Werther. Arrojó el papel, estrechó su mano y lloró con las más amargas lágrimas. Charlotte, apoyada en la otra mano, ocultaba sus ojos en el pañuelo. La conmoción de ambos era terrible. Sentían su propia desventura en el destino de aquellos nobles seres, lo sentían juntos y sus lágrimas les reunían. Los labios y los ojos de Werther se encendían en el brazo de Charlotte; un escalofrío la recorrió y quiso alejarle, pero el dolor y la compasión pesaban sobre ella como plomo. Respiró para recobrarse, y le pidió con sollozos que prosiguiera; se lo pidió con toda su voz celestial. Werther vaciló; su corazón estaba a punto de estallar. Levantó las hojas y leyó con voz rota:

«¿Por qué me despiertas, brisa de primavera? Me seduces y me dices: Yo pongo el rocío con gotas celestiales. Pero se acerca mi tiempo de marchitarme, y se acerca la tempestad que destruirá mis hojas. Mañana vendrá el caminante, llegará el que me vio en mi hermosura; sus ojos me buscarán alrededor, por todo el campo, y no me encontrarán...»

Todo el poder de esas palabras cayó sobre aquellos infelices. Él se arrodilló ante Charlotte, en plena desesperación; tomó sus manos y las estrechó contra sus ojos, contra su frente; a ella le pareció sentir cruzar por el ánimo un presentimiento de su terrible propósito. Sintió Charlotte que su mente se extraviaba: apretó la mano de Werther y la estrechó contra su pecho, inclinándose con un violento movimiento hacia él. El mundo se borró en torno de ellos. Él la estrechó entre sus brazos, oprimiéndola contra su pecho, y cubrió sus labios vacilantes y balbucientes con ardientes besos.

—¡Werther! —gritó ella con voz ahogada, apartándose—. ¡Werther!

Y con mano débil le apartaba de su pecho.

—¡Werther! —exclamó, con el contenido acento del más noble sentir.

Él no se opuso; la soltó de sus brazos y se postró locamente ante ella. Ella se desprendió, y con angustiosa confusión, vacilando entre la cólera y el cariño, le dijo:

—¡Es la última vez, Werther! No me volverá a ver.

Y con la mirada llena de amor hacia el desventurado, se apresuró a marchar a otro cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. Werther tendió los brazos tras ella, pero no se atrevió a retenerla. Quedó tendido por tierra, con la cabeza en el canapé, y en esa actitud estuvo una media hora, hasta que un ruido le hizo volver en sí. Era la muchacha que iba a poner la mesa. Él dio vueltas por la habitación, y cuando volvió a verse solo, se acercó a la puerta de la otra habitación y llamó con voz queda:

—¡Lotte, Lotte! ¡Solo una palabra más, un adiós!

Ella calló. Él aguardó, e insistió en su petición; luego se desprendió, y exclamó:

—¡Adiós, Lotte! ¡Adiós para la eternidad!

Llegó a la puerta de la ciudad: los vigilantes, que ya se habían acostumbrado a él, le dejaron pasar sin decir nada. Caía un aguanieve; llegó a casa hacia las once. Cuando Werther entró en casa, su criado notó que le faltaba el sombrero. No se atrevió a decir nada; le desvistió y estaba todo mojado. Luego se encontró el sombrero en una roca, que asoma al valle en la ladera de la colina, y es incomprensible cómo subió hasta allí, en una noche oscura y lluviosa, sin caerse.

Se acostó y durmió mucho. El criado le encontró escribiendo cuando a la mañana siguiente acudió a su llamada para llevarle el café. Escribía lo siguiente en su carta a Charlotte:

 

Por última vez, pues por última vez abro los ojos. ¡Ay!, no habían de ver más el sol; un día turbio y nublado los mantiene cubiertos. ¡Entristécete, pues, Naturaleza! Tu hijo, tu amiga, tu amado, se acerca a su fin. Lotte, es una sensación incomparable, y sin embargo, es lo más parecido al sueño decirse: Esta es la última mañana. ¡La última! Lotte, ya no entiendo qué significa la palabra «última». ¿No estoy aquí con todas mis fuerzas? Mañana estaré extendido y rígido en el suelo. ¡Morir! ¿Qué quiere decir eso? Mira, soñamos cuando hablamos de la muerte. He visto morir a muchos; pero la Humanidad es tan limitada, que no tiene sentido ante el comienzo y el fin de su existencia. Ahora soy todavía mío, ¡tuyo; tuyo, oh, amada! Y en un momento... separados, lejos... ¿Quizá para la eternidad? No, Lotte, no. ¿Cómo puedo pasar? ¡Existimos de veras! ¡Pasar, perecer! ¿Eso qué es? ¡No es más que una palabra! No tiene sentido para mi corazón... ¡Muerto, Lotte! enterrado en el frío suelo, tan estrecho, tan oscuro... Tuve una amiga que lo fue todo para mí en mi desvalida juventud:[25] murió, y yo seguí su cadáver, y estuve junto a la tumba cuando hicieron bajar el ataúd y sacaron luego las cuerdas de debajo con un susurro, y volvieron a subir deprisa; luego, los primeros terrones se estrellaron con un sonido sordo sobre la triste caja; cada vez más sordo, hasta que por fin quedó cubierto. ¡Morir, tumba! ¡Ya no comprendo estas palabras!

¡Ah, perdóname, perdóname! ¡Ayer! Habría debido ser el último instante de mi vida. ¡Ah, ángel! Por primera vez, por primera vez sin duda alguna surgió el fulgor de una sensación deliciosa a través de lo más hondo de mí: ¡Me quiere, me quiere! Todavía arde en mis labios el fuego sagrado que brotaba de los tuyos; en mi corazón hay una nueva delicia cálida. ¡Perdóname, perdóname!

Ay, sabía que me querías, lo supe en tus primeras miradas llenas de alma, en el primer apretón de mano, y sin embargo, cuando estaba otra vez ausente, cuando veía a Albert a tu lado, volvía a vacilar en dudas febriles.

¿Te acuerdas de las flores que me enviaste cuando en aquella fatal reunión no pudiste decirme una palabra, ni pudiste tenderme la mano? Ah, pasé la mitad de la noche de rodillas ante ellas, y ellas me aseguraron tu amor. Pero, ¡ay!, esas impresiones se borraban, como se vuelve a borrar poco a poco la sensación de la gracia divina en el alma de un creyente después que se le presentó en sagrados signos visibles, con toda riqueza celeste.

Todo esto es transitorio; pero no hay eternidad que extinga la vida ardiente que ayer gusté en tus labios, y que siento en mí. ¡Me quiere! Estos brazos la han estrechado, estos labios han temblado junto a los suyos, esta boca ha balbucido sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Lotte, para la eternidad.

¿Y qué es eso de que Albert, sea tu marido? ¡Tu marido! Eso sería para este mundo... Y ¿para este mundo sería pecado que yo te quisiera, que yo te arrancara con mis brazos de los suyos? ¿Pecado? Bien, ya me castigo por él; lo he gustado en toda su delicia celeste, este pecado; he absorbido en mi corazón bálsamo y fuerza de vida. Desde este momento eres mía, mía, ¡oh, Lotte! ¡Allá voy! Voy a mi Padre, y a tu Padre.

A Este me quejaré, y Él me consolará hasta que tú llegues; y saldré volando a tu encuentro, y te abrazaré, y quedaré contigo en eterno abrazo a la vista del Infinito.

¡No sueño, no estoy enloquecido! Cerca de la tumba tendré más claridad. ¡Existiremos! ¡Nos veremos otra vez! ¡Verás a tu madre! Yo la veré, la encontraré, ay, y ante ella se estremecerá mi corazón; ante tu madre, imagen tuya.

Hacia las once, Werther preguntó a su criado si había vuelto Albert. El criado dijo:

—Sí, he visto pasar su caballo.

Entonces su amo le dio una cartita abierta con este contenido:

«¿Quiere prestarme sus pistolas para un viaje que voy a emprender? ¡Adiós!»

Charlotte durmió poco esa noche; estaba decidido lo que había temido, decidido de una manera que no podía sospechar ni temer. Su sangre, en otro momento tan viva y pura, estaba en una excitación febril; y mil emociones desgarraban su hermoso corazón. ¿Era el fuego de los abrazos de Werther lo que sentía en su pecho? ¿Era disgusto por su temeridad? ¿Era una amarga comparación de su situación actual con aquellos días de confianza en sí misma, libre y sin sospechas? ¿Cómo se presentaría ante su marido? ¿Cómo confesarle una escena, que podía contarle muy bien pero que no se atrevía a confesarle? Habían callado durante mucho tiempo el uno ante el otro, y ¿había de ser ella la primera que rompiera el silencio y le hiciera a su marido tal descubrimiento en un momento inoportuno? Ya temía que la mera noticia de la visita de Werther le produciría una impresión desagradable, ¡y ahora esta catástrofe inesperada! ¿Podía tener esperanzas de que su marido la vería bajo una buena luz, y lo aceptaría todo sin prejuicios? ¿Y podía desear que pudiera él leer en su alma? Y, una vez más, ¿podía fingir ante el hombre ante el cual siempre había sido como un cristal claro, abierta y libre, sin poder jamás ocultarle ninguna de sus impresiones? Lo uno y lo otro la preocupaba y la dejaba perpleja; y sus pensamientos volvían repetidamente a Werther, que estaba perdido para ella, al que no podía dejar que siguiera allí, al que, ¡ay!, debía dejar marchar ella misma, y a quien, cuando la hubiera perdido, no le quedaría nada.

¡Qué duro resultaba ahora lo que por el momento no había podido ver con claridad: el choque, en torno a ella, que se había establecido entre ellos! Personas tan razonables y buenas empezaban a callarse algo mutuamente por causa de diferencias secretas; cada cual juzgaba a los demás según su razón y sinrazón, y la situación se enredaba y se enconaba de tal manera que era imposible deshacer los nudos precisamente en el momento crítico de que dependía todo. Si una venturosa confianza los hubiera vuelto a reunir antes entre sí, si el amor y la indulgencia se hubieran avivado mutuamente entre ellos, abriendo sus corazones, quizá nuestro amigo todavía se hubiera podido salvar.

A eso se añadió una circunstancia especial. Werther, como sabemos por sus cartas, nunca había guardado en secreto que anhelaba dejar este mundo. Albert se lo había discutido; y también se había hablado muchas veces de eso entre marido y mujer. Albert, como experimentaba una decidida repugnancia contra tal acción, había manifestado a menudo, con una especie de suspicacia que por lo demás estaba muy fuera de su carácter, que encontraba motivos para dudar de la seriedad de tal propósito; incluso, se había permitido algunas bromas sobre ello, haciendo participar de su incredulidad a Charlotte. Esto la tranquilizaba por lo que tocaba a él, cuando sus pensamientos le presentaban esa triste imagen; pero, por el otro lado, eso le estorbaba también comunicar a su marido las preocupaciones que la atormentaban en ese instante.

Volvió Albert, y Charlotte le salió al encuentro con cierto apresuramiento cohibido; él no estaba alegre, su asunto no le había salido bien, y había encontrado que el administrador vecino era un hombre inflexible y estrecho de miras. También los malos caminos le habían puesto de mal humor.

Preguntó si había ocurrido algo, y ella le contestó apresuradamente que Werther había estado allí la tarde anterior. Él preguntó si habían llegado cartas o paquetes, y supo que en su cuarto tenía una carta y unos paquetes. Saltó, dejando sola a Charlotte. La presencia del hombre a quien quería y respetaba había causado una nueva impresión en su corazón. El recuerdo de su nobleza, de su cariño y de su bondad había tranquilizado más su ánimo: ahora sentía una inclinación secreta a seguirle. Tomó su labor y fue al cuarto de Albert, como solía hacer muchas veces. Le encontró ocupado en abrir los paquetes y leer la carta, que no parecía contener nada muy agradable. Ella le hizo unas preguntas, que él contestó con la mayor brevedad, poniéndose a escribir en su mesa.

Estuvieron así juntos una hora, y cada vez se oscurecía más el ánimo de Charlotte. Sentía qué difícil le sería descubrirle a su marido, aunque hubiera estado del mejor humor, lo que le pesaba en el corazón, y la invadió una angustia que se le hizo tanto peor cuanto más trataba de esconderla y de tragarse las lágrimas.

La aparición del criado de Werther la sumió en el mayor desconcierto; el criado presentó a Albert la cartita, este se volvió tranquilamente a su mujer y dijo:

—Dale las pistolas. —Y luego al muchacho—: Dígale que le deseo buen viaje.

Esto cayó sobre ella como un rayo; se levantó vacilante, sin saber qué le ocurría. Se acercó despacio a la pared, descolgó temblando las pistolas, les quitó el polvo, vaciló, y hubiera seguido indecisa si Albert no la hubiera apremiado con una mirada interrogante. Charlotte dio al muchacho el arma fatal, sin poder emitir una palabra, y cuando aquel salió, ella recogió su labor y se retiró a su cuarto en una situación de la máxima incertidumbre. Su corazón le anunciaba toda clase de espantos. Pronto estuvo a punto de echarse a los pies de su marido y descubrírselo todo: lo ocurrido en la tarde anterior, su culpa y sus presentimientos. Pero luego no vio ninguna salida al asunto; lo que menos podía esperar era convencer a su marido para que fuera a ver a Werther. La mesa estaba puesta, y una buena amiga que había venido solo a preguntar algo, acabó quedándose, haciendo llevadera la conversación en la mesa: fue posible obligarse a hablar, a contar algo, olvidarse de sí misma.

El muchacho llegó ante Werther con las pistolas, que las recibió con entusiasmo cuando supo que se las había dado Lotte. Mandó traer comida y vino, hizo que el criado se fuera a comer, y se sentó a escribir:

«Han pasado por tus manos, tú les has quitado el polvo; las beso mil veces. Las has tocado, y tú, espíritu celestial, favoreces mi decisión; tú, Lotte, me alargas las armas, tú, de cuyas manos desearía recibir la muerte, y, ay, ahora la recibo. Sí, he devorado a preguntas a mi criado. Temblabas cuando se las diste. No dijiste adiós... ¡Ay, ay! ¡No dijiste adiós! ¿Habías de tener tu corazón cerrado para mí, a causa del instante que me ha encadenado a ti para siempre? Lotte, ni un milenio bastaría para extinguir la impresión; lo noto muy bien, y sé que no puedes odiar al que de tal modo se enciende por ti.»

Después de comer, mandó al criado que hiciera completamente el equipaje, rompió muchos papeles, y salió a poner en orden todavía algunas deudas. Volvió a casa, y otra vez salió hasta la puerta de la ciudad, sin hacer caso de la lluvia, por los jardines del conde; dio varias vueltas por las calles, y cuando anochecía volvió a casa y escribió:

«Wilhelm, por última vez he visto campos y bosques y el cielo. ¡Adiós también a ti! ¡Querida madre, perdóname! ¡Consuélala, Wilhelm! ¡Dios os bendiga! Mis cosas están todas en orden. ¡Adiós! Otra vez nos veremos con más alegría.»

«Me he portado mal contigo, Albert, y me lo perdonarás. He estropeado la paz de tu casa, he provocado desconfianzas entre vosotros. ¡Adiós! Quiero concluirlo. ¡Ojalá seáis felices con mi muerte! ¡Albert, Albert! ¡Haz feliz a ese ángel! ¡La bendición divina esté contigo!»

Revolvió todavía mucho entre sus papeles aquella tarde, rompió muchos y los echó a la estufa, sellando algunos paquetes dirigidos a Wilhelm. Contenían pequeños escritos, pensamientos sueltos, de los cuales he visto algunos; y después de mandar, hacia las diez, que le prepararan el fuego y le trajeran una botella de vino, ordenó al criado, cuya habitación, igual que las alcobas de la gente de la casa, estaba muy alejada, que se acostara vestido para estar pronto a su disposición; pues le dijo su amo que a las seis llegarían ante la puerta los caballos de la posta.

Después de las once

Todo está en silencio a mi alrededor, y mi alma está tranquila. He de agradecer a Dios que me otorgue este calor y esta fuerza en los últimos momentos.

Me acerco a la ventana, querida mía, y miro y veo a través de las nubes tempestuosas y apresuradas, algunas estrellas sueltas del eterno cielo. No, no caeréis. El Eterno os sostiene en su corazón, y a mí también. Veo la estrella que forma el timón del Carro, la estrella que más quiero. Cuando salía de verte por la noche, al cruzar tu puerta, se me presentaba delante. ¡Con qué ebriedad la he visto muchas veces! A menudo, elevando mis manos, la he tomado como signo, como jalón sagrado de mi felicidad presente; y todavía... oh, Lotte, ¡cuánto me hace recordarte! ¡Me siento rodeado de ti! ¡Como un niño, he arrebatado insatisfecho para mí todas las pequeñeces que hubieras tocado tú, oh, sagrada!

¡Amada silueta! Te la devuelvo, Lotte, y te pido que la conserves. Mil, mil besos he estampado en ella; mil saludos le he dedicado cuando salía o entraba en casa.

He rogado a tu padre en una carta que proteja mi cadáver. En el atrio de la iglesia hay dos tilos, atrás, en el rincón hacia el campo; allí deseo descansar. Él puede hacerlo, y lo hará por su amigo. Ruégaselo también. No exijo que los cristianos piadosos dejen sus cuerpos junto a un pobre infeliz. Ay, me gustaría que me enterraran en el camino o en un valle solitario, donde el levita y el sacerdote siguieran su camino santiguándose ante la piedra marcada, y el samaritano derramara una lágrima.[26]

¡Aquí estoy, Lotte! No me estremezco al tomar este frío y espantoso cáliz, en que he de beber el desvanecimiento de la muerte. Me lo alargas tú y no vacilo. ¡Todo, todo! ¡Así quedan saciados todos los deseos y esperanzas de mi vida! Llamaré así a las férreas puertas de la muerte, yerto y frío.

¡Ojalá hubiera podido tener la suerte de morir por ti, Lotte, de entregarme por ti! Moriría de buena gana, moriría con alegría, si pudiera devolverte la paz y la delicia de tu vida. Pero, ¡ay!, esto solo se les ha concedido a muy pocos seres nobles: derramar su sangre por los suyos, y dar a sus amigos una nueva vida centuplicada con su muerte.

Quiero que me entierren, Lotte, con este traje: es sagrado porque tú lo has tocado. También se lo he pedido a tu padre. Mi alma se cierne en torno al féretro. Que no registren mis bolsillos. Ese lazo rosa, que llevaste junto a tu pecho, cuando te vi por primera vez entre tus hermanitos... Ah, bésalos mil veces y cuéntales el destino de su desdichado amigo. ¡Ah, cómo me sentí unido a ti desde el primer momento, sin poder dejarte! Ese lazo ha de ser enterrado conmigo, me lo regalaste en mi cumpleaños. ¡Cómo me sumergía en todo eso! ¡Ay, no pensaba que el camino me había de llevar hasta aquí! ¡Quédate en paz, te lo ruego, ten calma!

Están cargadas... ¡Dan las doce! ¡Sea, pues! ¡Lotte, Lotte, adiós, adiós!

Un vecino vio el fogonazo y oyó el disparo; pero como todo siguió en silencio, no se ocupó más de ello.

Por la mañana, a las seis, entró el criado con una luz. Encontró por el suelo a su señor, la pistola y la sangre. Gritó, le incorporó: aún estertoraba. Corrió a buscar un médico, a buscar a Albert. Charlotte oyó sonar la campanilla, y un estremecimiento recorrió sus miembros. Despertó a su marido, se levantaron; entró aullando el criado y dio balbuciendo la noticia. Charlotte se desmayó ante Albert.

Cuando llegó el médico junto al infeliz, le encontró por el suelo sin salvación: el pulso latía, los miembros estaban todos paralizados. Se había disparado en la cabeza sobre el ojo derecho, y el cerebro estaba esparcido. Aunque inútilmente, le abrieron una vena en el brazo y corrió la sangre; todavía tenía aliento.

Por la sangre que había en el respaldo de la butaca se pudo deducir que realizó su acción sentado ante el escritorio, y luego cayó, saliéndose de su asiento en las convulsiones. Estaba contra la ventana, desfallecido, tendido de espaldas, completamente vestido, con botas, con el frac azul y el chaleco amarillo.

La casa, la vecindad, la ciudad entera se agitó. Entró Albert. Habían puesto a Werther en la cama, vendada la cabeza, con el rostro ya como el de un muerto: no movía ni un miembro. Los pulmones estertoraban todavía terriblemente, unas veces de modo débil, otras veces fuerte; se aguardaba su fin.

Solo había bebido un vaso de vino. En el escritorio había quedado abierta Emilia Galotti.[27]

No cabe decir nada sobre la consternación de Albert y la pena de Charlotte.

El viejo administrador llegó de un salto al saber la noticia; besó al agonizante, entre cálidas lágrimas. Sus hijos mayores le siguieron pronto a pie, y se arrojaron junto a la cama, con la expresión del dolor más desatado, le besaron las manos y la boca; y el mayor, que era al que más había querido, se colgó de sus labios hasta que le separaron, llevándose a la fuerza a los niños. Hacia las doce de la mañana murió. La presencia del administrador y sus órdenes evitaron un alboroto. Por la noche, hacia las once, le enterraron en el lugar que había deseado. El viejo y los niños siguieron el cadáver; Albert no pudo, porque se temía por la vida de Charlotte. Le llevaron unos artesanos. Ningún sacerdote le acompañó.