Goethe a Johann Christan Kestner. Julio de 1773
Estoy transformando mi situación en una obra, enfrentándome a Dios y a la humanidad. Sé lo que Lotte dirá cuando la vea y sé lo que le responderé.
Con qué frecuencia estoy con vosotros, es decir, estuve en tiempos pasados, es algo que tal vez lleguéis a ver muy pronto en un documento.
Adieu, querida Lotte, pronto os enviaré a un amigo que se asemeja mucho a mí, y espero que lo recibáis bien. Se llama Werther, y es y fue... Él mismo os lo explicará.
Tú has estado conmigo todo este tiempo, quizá más que nunca, in, cum et sub[29] (pídele a tu marido que te lo explique). Muy pronto lo verás publicado.
Compartirás gran parte del sufrimiento del querido joven que presento. Caminamos juntos durante seis años sin acercarnos el uno al otro. Y ahora le he prestado mis sentimientos a su historia, lo que resulta en un fantástico todo.
Adieu, amigos míos, a los que tanto quiero (que tuve que prestar el grado de mi amor a la soñadora representación de la infelicidad de nuestro amigo y adecuarlo a ella). El paréntesis queda cerrado hasta nuevo aviso.
He hecho muchas cosas nuevas. Una historia con el título Los sufrimientos del joven Werther, en la que presento a un joven que, dotado de una sensibilidad profunda y pura y muy observador, se pierde en sueños exaltados, se entierra bajo el peso de sus especulaciones hasta que al final, destrozado por desdichadas pasiones, en especial por un amor infinito, se dispara una bala en la cabeza.
Debo escribiros, queridos amigos, encolerizados amigos, para librarme de este peso que llevo en el corazón. Ya está hecho, está publicado, perdonadme, si podéis. No quiero, por favor os lo pido, no quiero recibir noticias vuestras hasta que la situación demuestre que vuestra preocupación era demasiado elevada, hasta que también vosotros sintáis en vuestros corazones la inocente mezcla de verdad y mentira que reside en el libro.
¡Personas de poca fe! ¡Si pudierais sentir una milésima parte de los mil corazones de Werther, no pensaríais en los costes que esto os acarrea! [...] A riesgo de mi propia vida no haría regresar a Werther. [...] ¡Werther debe existir! Vosotros no lo sentís a él, solo me sentís a mí y a vosotros, y eso que llamáis «pegado» —por más que os pese a vosotros, y a otros más— está en realidad «entretejido».
En el futuro deseo, si Dios quiere, presentar o enterrar a mis mujeres e hijos en un rincón, sin colocárselos al público delante de las narices. Estoy harto de que desentierren y diseccionen a mi pobre Werther. Dondequiera que entro me encuentro esa basura berlinesa, etc.: uno lo vitupera, el otro lo alaba, el tercero dice que no está mal, y a mí igual me incomoda tanto uno como los demás. Bueno, no me tomará usted tampoco esto a mal. No afecta a mi ánimo interior, ni me turba ni importuna en mis trabajos, que siguen siendo las alegrías y sufrimientos de mi vida.
Ayer tuve un día maravilloso, después del almuerzo llegó a mis manos por casualidad un Werther y todo me parecía nuevo y extraño.
He leído mi Werther entero por primera vez desde que se publicó y estoy sorprendido.
He analizado mi Werther de principio a fin y ahora trabajaré en un nuevo manuscrito; regresa al seno de su madre, ya lo verás cuando vuelva a nacer. Como estoy muy concentrado y sereno, me siento dispuesto a emprender un trabajo tan delicado y peligroso.
He retomado mi Werther en mis horas tranquilas, y creo que mejoraré algunas cosas, sin tocar aquello que despertó tanta sensación. Entre otras cosas, tengo la intención de mostrar a Albert de tal modo que tal vez lo desapruebe el joven apasionado, pero no el lector. Esto creará el mejor efecto, el deseado. Espero que estéis satisfechos.
Estoy corrigiendo el Werther y no dejo de pensar que el autor hizo mal al no dispararse un tiro después de acabar la novela.
Debo escribir ahora a mi más amada, una vez que he terminado el trabajo más arduo. La historia de Werther está alterada, quiera Dios que me haya manejado bien, de momento nadie sabe nada, Herder aún no la ha visto.
Aquí no paran de insistir sobre las traducciones de mi Werther, que me muestran para preguntarme cuál es la mejor y para averiguar si cuanto relata corresponde a la realidad. He aquí una desgracia que me perseguiría hasta la India.[30]
Durante la conversación, habló sobre una extraña entrevista con lord Bristol, que le reprochó las contrariedades que su Werther había causado. «¿Cuántas miles de víctimas caen por culpa del sistema de comercio inglés? —replicó el escritor, aún más brusco—, ¿por qué no habré yo de tener derecho a coger prestadas algunas víctimas para mi sistema?»
Entonces dirigió la conversación al Werther, que según él había estudiado de cabo a rabo. Después de varios comentarios bastante acertados, mencionó cierto pasaje y dijo: «¿Por qué hicisteis eso?, no es natural», y se explicó con argumentos extensos y perfectamente correctos.
Yo le escuché con atención y respondí con una sonrisa divertida: no sabía si ya me había hecho alguien ese mismo reproche, pero me pareció del todo adecuado y admití que en ese pasaje había algo incierto. Añadí que tal vez se le podría perdonar al autor por servirse de un giro artístico difícil de descubrir para crear ciertos efectos que no habría podido alcanzar por un medio sencillo y natural.
El emperador pareció satisfecho con la respuesta.
Aseguró haber leído siete veces Los sufrimientos del joven Werther e hizo, como prueba de ello, un profundo análisis de la novela, aunque en algunos pasajes pretendía encontrar una mezcla de motivos entre la ambición enfermiza y el amor apasionado. «No es natural, y debilita en el lector la imagen de la enorme influencia que tenía el amor sobre Werther. ¿Por qué hizo usted eso?».
El razonamiento que siguió a esta imperial crítica le pareció a Goethe tan correcto y perspicaz que más tarde me lo comparó a menudo con el dictamen pericial de un sastre versado en arte que, ante una supuesta manga cosida sin costura, descubre de inmediato la fina costura oculta.
Cuando el taedium vitae se apodera de alguien, no podemos más que compadecerlo, pero no reprenderlo. Nadie que haya leído el Werther dudará de que todos los síntomas de esta extraña enfermedad, tan natural como innatural, me sacudieron a mí también en lo más íntimo una vez. Sé perfectamente qué decisiones y qué esfuerzos me costó en aquel entonces escapar de las olas de la muerte, igual que me salvé y me recuperé a duras penas de otros naufragios posteriores. [...] Me atreví a escribir un nuevo Werther que pondría al público los pelos aún más de punta que el primero.
Sin embargo, por aquella misma época se produjo en mí una transición hacia otro género que no suele contarse entre los dramáticos, aunque tiene con ellos una gran afinidad. Esta transición se dio sobre todo por una peculiaridad propia del autor, que reconvertía incluso los monólogos en diálogos.
Acostumbrado, según su preferencia, a pasar el rato en sociedad, el autor transformó de la siguiente manera sus reflexiones particulares en una animada conversación: cuando estaba solo acostumbraba a invocar mentalmente a alguna persona de su círculo de conocidos. Le pedía que tomara asiento, pasaba por su lado una y otra vez, se detenía frente a ella y discutía el asunto que en ese mismo momento tuviera en la cabeza. A veces respondía o daba a entender su aprobación o desaprobación mediante su mímica acostumbrada, pues toda persona tiene sus particularidades en este terreno. Entonces el orador seguía hablando, desarrollando lo que más parecía gustarle a su invitado, o bien condicionando lo que este había reprobado, analizándolo con mayor detalle e incluso renunciando finalmente de buen grado a su hipótesis inicial. Lo más singular de todo era que nunca escogía a personas de su círculo más cercano, sino únicamente a las que veía pocas veces. Incluso a algunas que vivían muy lejos, en algún otro lugar del mundo, y con las que solo había tenido algún contacto ocasional. Pero normalmente eran personas de naturaleza más receptiva que expresiva, por lo que estaban dispuestas a participar juiciosa y sosegadamente de los asuntos relativos a su entorno, por mucho que a veces también invocara a espíritus contestatarios para tales ejercicios dialécticos. Para este propósito servían personas de ambos sexos y de cualquier edad y condición. Siempre se mostraban agradables y bien dispuestas, ya que solo les hablaba de temas que les resultaban comprensibles y que apreciaban. Sin embargo, a más de uno le habría parecido de lo más sorprendente conocer la frecuencia con la que había sido invocado a estas conversaciones virtuales, que muchos difícilmente se hubieran mostrado dispuestos a mantener una de verdad.
Lo estrechamente emparentada que una conversación imaginaria de este tipo está con la correspondencia epistolar cae por su peso, con la diferencia de que en esta última se ve respondida una confianza ya añeja, mientras que en aquella hay que crear siempre una confianza nueva, continuamente variable y nunca respondida. Por eso cuando le tocó describir el hastío con el que los hombres, sin verse necesariamente oprimidos por la necesidad, viven su propia vida, el autor tuvo que caer inmediatamente en el recurso de expresar sus sentimientos a través de cartas: pues todo desánimo es un engendro, un pupilo de la soledad. Quien se abandone a él rehúye toda contradicción, y ¿qué puede contradecirle más que cualquier alegre compañía? La alegría vital de los demás supone para él un doloroso reproche, y así es precisamente aquello que debía incitarlo a salir de sí mismo lo que termina por devolverlo a él. Si en algún momento decidiera expresarse sobre este sentimiento lo haría mediante cartas, pues a una efusión por escrito, ya esté marcada por la alegría o la tristeza, nadie se le opone de manera inmediata. Sin embargo, una respuesta escrita con argumentos contrarios ofrece al solitario la ocasión de perseverar en sus delirios y la motivación para ensimismarse aún más. Probablemente las cartas que Werther escribe tienen en este sentido un encanto tan variado precisamente porque sus contenidos fueron discutidos previamente en una serie de diálogos virtuales como los descritos con varios individuos distintos, mientras que en la composición propiamente dicha aparecen dirigidos a un único amigo y participante. No creo que sea aconsejable decir nada más sobre el tratamiento de esta obrita tantas veces discutida. [...]
Es algo tan antinatural que el hombre se deshaga de sí mismo, no solo causándose daño sino aniquilándose por completo; que, como suele ser habitual, recurra a medios mecánicos para poner en práctica su propósito... Cuando Áyax se deja caer sobre su espada, es el peso de su cuerpo el que le presta un último servicio. Cuando el guerrero obliga a su escudero a prometer que no lo dejará caer en manos de sus enemigos, es también una fuerza exterior de la que se asegura, aunque esta vez sea de índole moral y no física. Las mujeres buscan aliviar en el agua su desesperación, mientras el medio extremadamente mecánico del disparo asegura una acción rápida con un esfuerzo mínimo. El ahorcamiento se menciona con desagrado, pues es una muerte indigna. En Inglaterra será más fácil encontrarlo, ya que allí uno puede ver a mucha gente colgada ya desde niño, sin que este castigo se viva como algo necesariamente deshonroso. Al emplear el medio del veneno o al abrirse las venas, uno piensa abandonar la vida muy lentamente, y la muerte más refinada, rápida y poco dolorosa a través del áspid fue digna de una reina cuya vida había transcurrido en medio de esplendor y de placeres. Sin embargo, todo esto son medios auxiliares externos, enemigos con los que el hombre establece una alianza en contra de sí mismo.
Al reflexionar sobre todos estos medios y echar una ojeada a la historia, entre todos los que se mataron no hallé a ninguno que llevara a cabo esta acción con tanta grandeza y libertad de espíritu como el emperador Otón. Este, si bien había quedado en desventaja como jefe del ejército, de ningún modo se hallaba todavía en una situación desesperada. Sin embargo, por el bien del imperio que en cierto modo ya casi le pertenecía y para proteger a miles de almas, decidió abandonar este mundo. Celebró un alegre banquete en compañía de sus amigos y a la mañana siguiente vieron que se había clavado con su propia mano un afilado puñal en el corazón. Este acto fue el único que me pareció digno de imitación, y me convencí de que quien en este asunto no sea capaz de actuar como Otón, no debería permitirse el lujo de abandonar voluntariamente el mundo. Gracias a esta convicción me salvé tanto del propósito como del delirio del suicidio, que en aquellos maravillosos tiempos de paz se había introducido clandestinamente en una juventud ociosa. Entre una considerable colección de armas poseía también un puñal valioso y bien pulido. Cada día me lo colocaba junto a la cama y, antes de apagar la luz, trataba de comprobar si era capaz de hundir un par de dedos en mi pecho aquella afilada punta. Pero como nunca lo conseguía, terminé por reírme de mí mismo, me libré de un golpe de todas mis payasadas hipocondríacas y decidí vivir. Pero para poder hacerlo con ánimo alegre, tenía que escribir una obra poética en la que pudiera expresar todo lo que había sentido, pensado e intuido sobre esta importante cuestión. Para ello reuní los elementos que ya llevaban varios años agitándose en mi interior y evoqué los casos que más me habían oprimido y atemorizado. Pero el poema no acababa de tomar forma: me faltaba un suceso, una fábula en la que todo aquello pudiera encarnarse.
De repente, recibí la noticia de la muerte de Jerusalem, e inmediatamente después de los rumores iniciales me llegó también la descripción más precisa y detallada de todo el suceso. En ese mismo instante encontré el proyecto para el Werther. Los elementos anteriormente dispersos me asaltaron de golpe y se convirtieron en una sólida masa, igual que el agua que está a punto de congelarse en un recipiente se convierte en duro hielo nada más agitarla un poco. La idea de retener tan extraña ganancia, de imaginar una obra de contenido tan significativo y variado y de ejecutarla en todas sus partes me resultó tanto más grata cuanto que había vuelto a caer en una situación penosa que aún ofrecía menos esperanzas que las anteriores y que no presagiaba más que desánimo, si no tristeza.
Siempre es una desgracia iniciar nuevas relaciones en ámbitos de los que uno no procede. Muchas veces nos vemos incitados a manifestar un falso interés en contra de nuestra voluntad y nos atormenta el carácter incompleto de tales estados y, sin embargo, ni vemos un medio de completarlas, ni tampoco de renunciar a ellas.
La señora de La Roche había casado a su hija mayor con un caballero de Frankfurt, de modo que venía muchas veces a la ciudad para visitarla, aunque no acababa de sentirse a gusto en esa situación que ella misma había escogido. En lugar de acomodarse o de propiciar algún cambio, optó por abandonarse a sus quejas, hasta el punto de que realmente uno acababa convencido de que su hija era muy infeliz, por mucho que, como esta no decía palabra y su esposo no le prohibía nada, nadie sabía muy bien en qué consistía realmente su infelicidad. Por mi parte era bien recibido en la casa y entré en relación con todo aquel círculo, compuesto de personas distinguidas que o bien habían participado en la negociación del matrimonio o deseaban éxito y felicidad a la pareja. El decano de San Leonardo, Dumeiz, desarrolló cierta confianza e incluso amistad conmigo. Fue el primer religioso católico con el que entré en una relación más familiar y que, como era un hombre muy lúcido, me proporcionó claves bellas y suficientes para comprender la fe, los usos y las circunstancias internas y externas de la iglesia más antigua. Aún recuerdo muy bien a una mujer de buena figura, aunque ya no joven, llamada Servière. También entré en contacto con la familia Schweitzer-Allesina y con otras más. Con algunos de sus hijos mantuve una relación que se prolongó amistosamente durante mucho tiempo. El caso es que de pronto me encontré como si estuviera en casa en medio de un grupo extraño, viéndome invitado, incluso instado, a tomar parte en sus ocupaciones, diversiones e incluso ejercicios religiosos. La anterior relación que había tenido antaño con aquella joven mujer, en realidad de tipo fraternal, se prolongó después de su boda. Mi edad era más acorde a la suya y yo era el único de todos en el que todavía se podía percibir un eco de aquellas tonalidades espirituales a las que ella estaba acostumbrada desde joven. Seguimos comportándonos con la infantil confianza de siempre y, aunque nada pasional se mezcló nunca en nuestro trato, no dejó de resultar embarazoso, pues ella tampoco acababa de sentirse a gusto en su nuevo entorno y, si bien bendecida por los bienes de la fortuna, la habían arrancado del alegre valle de Ehrenbreitstein y de una despreocupada juventud para trasladarla a una sombría casa comercial en la que ahora tenía que comportarse ya como la madre de algunos hijastros. En unas relaciones familiares de tan nuevo cuño me vi atrapado sin sentir ningún interés especial y sin participar realmente de ellas. Claro que eso era algo que no tenía la menor importancia siempre y cuando todo el mundo estuviera satisfecho. Sin embargo, la mayoría de los afectados se dirigía a mí en los casos más embarazosos, que con la viva implicación que me caracteriza yo parecía agravar más que mejorar. No pasó mucho tiempo para que este estado se me hiciera intolerable. Todo el hastío vital que suele surgir de esta clase de relaciones a medias pareció pesarme el doble y el triple, y me hizo falta una determinación nueva y violenta para liberarme también de esto.
La muerte de Jerusalem, ocasionada por la desafortunada inclinación que este sentía por la esposa de un amigo, me sacudió del ensueño en que vivía, y como no me limité a contemplar con recogimiento lo que nos había sucedido tanto a él como a mí, sino que me embargó una vehemente agitación al constatar la situación tan similar en la que me veía sumido en aquel mismo instante, a la fuerza tuve que insuflar a aquella obra que me había propuesto todo ese ardor que no admite distinción alguna entre lo poético y lo real. Exteriormente me había aislado por completo, incluso había prohibido las visitas de mis amigos, y así también interiormente pude dejar a un lado todo lo que no formara parte directa de mí. Por el contrario, reuní todo lo que tenía alguna relación con mi propósito y me recordé a mí mismo el último período de mi vida, cuyo contenido aún no había empleado poéticamente. Bajo tales circunstancias, tras tantas y tan largas preparaciones en secreto, escribí el Werther en cuatro semanas, sin haber puesto antes por escrito ningún esquema general ni haber tratado por separado ninguna de sus partes.
Ahora tenía ante mí el borrador del manuscrito terminado, con pocas correcciones y cambios. Lo encuaderné enseguida, pues la encuadernación es a lo escrito lo que el marco es a un cuadro: con él resulta mucho más fácil ver si realmente se sostiene por sí solo. Como había escrito esta obrita de forma bastante inconsciente, como un sonámbulo, yo mismo quedé sorprendido al releerla para modificar o mejorar algo. Pero en la esperanza de que después de algún tiempo, cuando lo contemplara con cierta distancia, todavía se me ocurriría algo que pudiera mejorarla, se la di a leer a mis amigos más jóvenes, en los que causó tanto mayor efecto cuanto que, en contra de mi costumbre, nunca había hablado a nadie de ella ni les había descubierto mis intenciones. Es verdad que también esta vez fue su contenido el que realmente causó tal efecto, de modo que se encontraron en un estado de ánimo marcadamente opuesto al mío: pues precisamente gracias a esta composición, más que con ninguna otra, yo me había salvado de aquel tumultuoso elemento que me había estado arrastrando de un lado a otro con la mayor violencia, ya fuera por culpa propia o ajena, por un modo de vida azaroso o elegido, por propósito o precipitación, por persistencia o indulgencia. Me sentía nuevamente libre y feliz, como tras una confesión general, y autorizado para emprender una nueva vida. Esta vez el viejo remedio casero me había ido como anillo al dedo. Pero tan aliviado y despejado como me sentía yo por haber transformado la realidad en poesía, tan confundidos se vieron mis amigos, que pensaron que lo que había que hacer era convertir la poesía en realidad, imitar una novela como aquella y, llegado el caso, pegarse igualmente un tiro. Pero lo que aquí en un principio se dio entre pocos terminó aconteciendo entre el gran público, y este librito que a mí me había sido tan útil fue tachado de extremadamente pernicioso.[31]
Se te ha asignado, desde luego, una dura tarea de nuevo; por desgracia, siempre se repite la misma cantinela: vivir muchos años significa sobrevivir a muchos, y al final uno ya no sabe qué ha de significar. Hace algunos días me cayó casualmente en las manos la primera edición de mi Werther, y volvieron a sonar esas notas tanto tiempo olvidadas. Y entonces uno no concibe cómo puede una persona soportar cuarenta años un mundo que le pareció tan absurdo en su juventud.
Parte del enigma se resuelve por el hecho de que todos tenemos en nuestro interior algo que pretendemos formar sin permitir que su actividad se detenga. Este extraño ser nos engaña cada día, y así se hace uno viejo sin saber cómo ni por qué.
La conversación viró al tema del Werther. «Es también una criatura —dijo Goethe— a la que he alimentado con la sangre de mi propio corazón, igual que hace el pelícano. Tiene tanto de mí mismo, tantos sentimientos y pensamientos, que se podría hacer con ello una novela en diez tomos. Por cierto, como ya he dicho varias veces, solo he releído el libro una vez desde que se publicó, y me he cuidado de no volver a hacerlo. ¡Está lleno de balas incendiarias! Su lectura me inquieta y temo el estado patológico del que surgió. [...]
»Si se analiza de cerca, la tan comentada época “wertheriana” no forma parte de la corriente de la cultura universal, sino de la corriente vital de cada individuo que, dotado de un sentido innato de libertad en un entorno natural, se encuentra limitado por las barreras de un mundo anticuado en el que tiene que aprender a vivir con resignación. La felicidad impedida, la actividad reprimida, los deseos insatisfechos, no son dolencias de una época determinada, sino de cada individuo, y sería terrible que cualquier persona no pasara una vez en su vida por una fase en la que le pareciera que el Werther estuviera escrito para él.»