Ocho semanas después, Rita seguía sin saber la respuesta y solo había conseguido marearse de darle tantas vueltas.
El motivo más evidente, que se había quedado embarazada después de la noche con Jag, había quedado invalidado por el periodo especialmente sensible que había pasado justo después, días después.
Estaba completamente agotada y ya no se acordaba de cuándo fue la última vez que pasó una noche entera sin tener que ir al cuarto de baño.
Además, su piel también parecía afectada, estaba más sensible y delicada, como si después de haber tenido relaciones sexuales una vez, sintiera dolor de verdad por no tenerlas.
Siguiendo la línea que Jag había vuelto a marcar, no habían vuelto a tener relaciones sexuales aunque los rescoldos todavía ardían.
En realidad, no había vuelto a ver a Jag.
Parecía como si la intimidad hubiese tenido un efecto distinto para cada uno de los dos aunque la conclusión fuese la misma: más empeño en cumplir el acuerdo.
Además, había perdido el apetito y no podía retener la poca comida que se animaba a comer. Estaba adelgazando y podía entender de repente lo que quería decir la gente cuando decía que estaba consumiéndose.
No paraba de rememorar la noche de la presentación y de lo que pasó después e intentaba entender cómo era posible que un hombre pasara, en un abrir y cerrar de ojos, de hacer que se sintiera el centro de toda su atención a tratarla como si fuera una conocida.
Jag, fiel a su palabra, había mantenido una relación profesional. No iba a cenar la mayoría de los días y había programado un viaje al extranjero de tres semanas dejándola en Hayat.
Como ya era oficialmente su esposa y estaba ganado popularidad entre los ciudadanos amantes de los coches, según él, ella, con sus escoltas, estaría a salvo de su padre y él creía que podían arriesgarse al viaje.
Rita, que podía disponer de todo el tiempo para pensar, había elaborado teorías nuevas y se había hecho más preguntas.
Meditándolo una vez más, se dirigió hasta el comedor azul para desayunar otra vez sola. La recibió una sinfonía de olores.
Rafida ya había preparado la mesa. Había gachas con canela, que sabía que le encantaban, fruta, dátiles y yogur con miel. También había flores, como siempre, y zumo de naranja recién exprimido. Todo era precioso, pero bastó que lo oliera para que se cayera al suelo de rodillas con arcadas secas.
Rafida entró con una bandeja de pan, pero la dejó caer cuando la vio y se acercó corriendo. Le tomó las mejillas con las manos antes de agarrarla de los hombros y sacarla del comedor al pasillo, que estaba más fresco y olía menos.
Las náuseas se le pasaron enseguida y Rafida la dejó apoyada en la pared para ir a buscarle una bebida. Ella había esperado un vaso de agua muy fría, pero Rafida volvió con una taza de algo que parecía agua caliente.
–Dé un sorbo.
Rita dio un sorbo y estuvo a punto de escupirlo. No era agua caliente, era vinagre y, si no se equivocaba, azúcar. Esa combinación de sabores era un atentado a sus sentidos… hasta que dejó de serlo.
Cuando se asentó el sorbo que había dado, también se la asentó el estómago y, en realidad, todo el organismo. Esa pócima había dado resultado y Rita se lo agradecía.
Se separó de la pared con mucho cuidado y Rafida le tendió una mano.
–Gracias, Rafida –Rita sonrió con cierto bochorno–. Me alegro de que estuvieras ahí. No sé qué ha pasado, pero tu bebida de vinagre me ha curado.
Se dio la vuelta para volver al comedor y empezar a disfrutar el maravilloso desayuno que le había preparado Rafida cuando la mujer la agarró de la mano.
–No creo que quiera volver ahí, princesa.
Rita frunció un poco el ceño porque había intentado que Rafida dejara de llamarla así.
–Claro que quiero. Sea lo que sea lo que me pasa, es un problema mío, no del desayuno.
Rafida sacudió la cabeza con una sonrisa de oreja a oreja.
–No es un problema, está embarazada. No soy médica, pero estoy segura de que va a tener un hijo.
Rita se quedó sin respiración. No pudo pensar nada. No tenía advertencias maternas, no tenía imágenes que pudieran ayudarle a entenderlo.
Estaba completamente en blanco.
Sin embargo, ese silencio, como el previo a un maremoto, no era un alivio sino la advertencia de lo que se avecinaba.
Todo se le revolvió por dentro ante el repentino cambio del resto de su vida y la cabeza le daba vueltas como un torbellino.
Su marido la había dejado embarazada.
Rafida, a su lado, sonreía. Era la reacción normal de alegría ante una pareja recién casada que ya esperaba un hijo. Sin embargo, a ella le chirrió por dentro como unas uñas en una pizarra.
Jag y ella no eran una pareja felizmente recién casada. Rita, enojada, pensó que Rafida tenía que saberlo, que los había visto relacionarse… o no.
Era imposible que estuviese tan integrada en esa casa y no se hubiese dado cuenta de que su relación era profesional, no sentimental.
Cualquiera con ojos en la cara tenía que ver que su marido no tenía ni el más mínimo sentimiento hacia ella. El mismo hombre con el que se había casado e iba a tener un hijo.
Había renunciado al anonimato y a su país para salvar al mundo y había acabado embarazada, sola y en el extranjero, y ni siquiera sabía dónde estaba su marido.
Ella estaba a miles de kilómetros de su casa y, en ese momento, era responsable de la vida de otro ser humano, y el padre de ese ser humano ya había dejado claro que no quería que las cosas se complicaran entre ellos.
Con ese embarazo apremiándoles era imposible que las cosas no fuesen a complicarse entre ellos.
Iban a tener un hijo.