Capítulo 6

En la caja solamente había cinco llaves que podían entrar en una cerradura tan pequeña.

La primera tuvo la virtud de hacerla callar. Vik se sorprendió de su disfrute físico (la boca se le llenó de saliva y sintió un leve mareo), de ese silencio que era claramente un indicio de pánico.

La segunda entró en la cerradura hasta la mitad, pero la obligó a arrastrarse hacia los confines de su reino de tres metros cuadrados. Con la tercera no hubo más que silencio. Fue la cuarta la que produjo el chasquido triunfal. Vik giró el picaporte y abrió la puerta siguiendo el arco entero de su brazo. Se apoyó en el bastón y retrocedió un poco, como quien toma distancia para contemplar un paisaje.

—Se acabó —dijo en su lengua. «No voy a lastimarte», hubiera sido más apropiado o, al menos, más televisivo, pero no se sentía en condiciones de hacer promesas.

Una de las cajas del estante más bajo se movió y, en la oscuridad que componían las bolsas y las pilas de ropa en desuso, se recortó un bulto. El olor a orina lo hizo retroceder un poco. Buscó el balde con la mirada. Lo encontró en un rincón, mal disimulado entre dos pilas de diarios. No era rojo. Era amarillo, con una estrella rosa en el centro; uno de esos baldes de juguete con los que los niños construyen castillos en la playa. Rápidamente, detectó dos cosas más que no le pertenecían: en un rincón, un bolso deportivo y, en uno de los estantes, apenas cubiertos por una manta, dos bidones de plástico que parecían estar llenos de agua.

Volvió a interpelarla. Esta vez en la lengua de ella. Nada. Evidentemente, no tenía intenciones de facilitarle la tarea. ¿Esperaría que él entrara a arrastrarla?

Trató de recomponer en ese bulto la forma femenina que había visto a través de la cámara. Solamente el vestido blanco lo hacía posible. ¿Y si se hubiera equivocado? ¿Si no estaba frente a una mujer? Tanto gasto de energía y tanto empeño se debían a esa certeza, y pensar en otra posibilidad le aceleró el pulso. Avanzó dos pasos hacia el interior del clóset conteniendo la respiración para retrasar su encuentro con el olor (que, otra vez, no era sólo a orina; había plantas, hongos o tejidos prendidos a esa base de amoníaco). Ayudándose con el bastón, se arrodilló en el piso hasta que sus ojos quedaron a la altura del segundo estante.

Una vez que se acostumbró a la oscuridad del armario, pudo ver que ella estaba tendida casi como él la había imaginado: en posición fetal, con la cara vuelta hacia la pared, casi invisible excepto por la planta de uno de los pies (el otro, un poco más adelantado, se perdía en la sombra). Entre ellos ahora solamente había unas mantas y dos valijas que seguramente habían sido su camuflaje durante los últimos días.

El pelo hubiera sido la elección más lógica. Pero eso lo pensó después, cuando ya estaba tirado en el piso, con ella encima y la espalda fragmentada en múltiples puntos de dolor. Eligió el pie. Era irresistible, diminuto y sorprendentemente blanco. Sin pensarlo demasiado, estiró el brazo y cerró la mano sobre la almohadilla endurecida del talón. Ella reaccionó de inmediato. Sin producir otro sonido que el de su respiración acelerada, giró sobre sí misma y lo derribó de un solo salto.

Vik no tuvo tiempo de pensar en la potencia de los músculos que se cerraban sobre su pecho o en la agilidad con la que ella se movía. Los dos rodaron en una masa de olores y roces imprevistos hasta quedar fuera del armario. En unos segundos, ella le inmovilizó los brazos y ahora, montada sobre su pecho, lo suficientemente inclinada como para seguir sujetándolo por las muñecas, lo miraba algo perpleja, como si estuviera decidiendo qué hacer con él.

La cámara no lo había engañado. Era casi una enana. Tenía la cara redonda, grandes ojos negros y la piel blanca y brillante, rosada en algunas zonas. Sus manos se sentían aceitosas, como si acabara de salir de un baño o de un sueño en algo pegajoso o marino. En contraste con los ojos, la boca era demasiado chica, igual que la nariz, corta y respingada. Era difícil calcular su edad. Si no fuera por la piel, los pechos y los músculos tan entrenados, habría pasado por una niña.

Vik dejó de oponer resistencia. El bastón, que habría sido su única ventaja, había quedado dentro del clóset y la única forma de controlar el dolor en la espalda era tratar de relajarse. Calculó que, si ella percibía su pasividad y aflojaba un poco las manos, podría arrastrarse hasta el dormitorio y tomar el analgésico (el parche en su hombro ya parecía haber dado todo el alivio del que era capaz). Eso le permitiría a ella juntar sus cosas y ganar la calle. Le parecía la solución más conveniente para los dos. La más elegante. Era lo único que quería: que ella se fuera. Eso y la ola de silencio que el analgésico prometía.

La mujer le soltó las manos y se puso de pie de un salto. Al hacerlo, la maraña de pelo se acomodó sobre su espalda. Vik ni siquiera tuvo tiempo de moverse o de ajustar el plan recién elaborado porque ella se dio vuelta, arrancó la llave de la cerradura y volvió a meterse en el armario. Lo próximo que se oyó fue el click definitivo del seguro.

Se quedó tendido en el piso todavía unos segundos más, tratando de entender la lógica de lo que había pasado. Evidentemente, ella no estaba dispuesta a ceder el territorio ganado. Mucho menos ahora que había comprobado la debilidad de su organismo. Quizás era algo que ella misma había previsto, lo habría observado durante días, anticipando la facilidad de su victoria.

Ayudándose con las salientes de los muebles y tratando de minimizar cualquier contacto con su espalda, Vik logró arrastrase hasta el dormitorio. El frasco estaba sobre la mesa de luz. Tragó la pastilla con un resto de agua que quedaba en un vaso y se acostó sobre la cama. Unos minutos después, se quedó dormido, no sin antes considerar (con sus últimas fuerzas transmutadas en suave paranoia) qué víctima perfecta resultaría llegado el caso de que la mujer en el clóset se decidiera a estrangularlo o a destrozarle el cráneo con cualquiera de los objetos que adornaban tan inconvenientemente su cuarto (una lámpara de pie, un tótem de piedra, las lechuzas de bronce macizo que sujetaban la hilera de libros sobre el escritorio).

Todavía conservaba algo de su elocuencia. Si una sabía escuchar, por debajo de las predicciones apocalípticas, de los nombres inventados o intercambiados (oí con horror que para él Bridgend era el nombre de una persona), más allá de su tono admonitorio, casi religioso, de su insistencia sobre el peligro de alterar el orden natural, por debajo de sus declaraciones incoherentes sobre la locura animal («índice de una inteligencia que viene armándose desde hace más de cuarenta años con la única misión de destruirnos»), por debajo de todo eso, luchando contra la maraña de hallazgos antipoéticos que la enfermedad ponía en su boca, se oía claramente la voz de Frank Smithfield, alias Francisco, uno de los líderes de esa comuna de seres excepcionales que ya nadie recuerda.

Pero eso fue hace mucho. Antes de que Gutierrez viajara por el mundo recolectando hongos y plantas. Fue en un tiempo diferente, en el que se podía creer. Como se cree en un rayo de sol o en una tormenta. Sólido y puro oro de días sin noche. Eso íbamos a ser. Tal vez lo éramos. Hasta que Gutierrez empezó a interesarse en las plantas enteogénicas y en la sabiduría de todas esas culturas sacrificadas al reinado del plástico y la electricidad. Yo pregunto: ¿no es acaso la ley? ¿Rendirse o desaparecer ante el animal mayor? Bueno, la cosa es que ellos creían que no. Ellos empezaron con todo ese delirio de vuelta al bosque, que era, decían, la vuelta a un estado superior de la consciencia. Y ahí estaba Gabi para servirles de perfecta intermediara.

Claro que todos estaban enamorados de ella. Claro que ya todos habían tenido alguna parte de su cuerpo. Esa no era la cuestión. Gabi entregaba su cuerpo como quien comparte una limosna espléndida por la que no ha tenido que esforzarse ni rogar. Con alegría y algo de sorpresa de poseer todo eso, esas tetas y ese culo divinos. Las chicas también lo percibíamos. No voy a decir que la admirábamos. No. La aceptábamos. A mí la diferencia de edad me salvaba de la comparación o la codicia. O eso creí.

Recuerdo ese día, el único en que bajamos juntas al pueblo. Alguien decidió que faltaba mantequilla. ¿Se dan cuenta? La vida de una persona puede cambiar para siempre porque a otra le falta mantequilla. Ese día la cocina era un desastre, parecía que un ejército la hubiera saqueado. Montones de platos sucios, cáscaras de huevo y latas vacías se apilaban en un rincón. La heladera contenía algunas cubetas con hielo y un frasco con salsa picante. En las alacenas no había más que un paquete de harina, una botella de vinagre y una bolsa con manzanas que habíamos comprado a unos granjeros de la zona (nuestra huerta había sido un fracaso: sólo habían prendido unas habas amargas que nos habíamos hartado de comer). El dinero y nuestros planes para conseguirlo se habían acabado hacía rato. Trabajar no era una opción. Gutierrez estaba de viaje. Clarke, encerrado en el sótano con unas chicas viendo viejas películas mudas. Frank y los músicos de turno ensayaban en el salón comedor (el pobre había «aprendido» a tocar los timbales en uno de los viajes que había hecho con Gutierrez, creo que los demás simplemente lo toleraban o estaban demasiado drogados como para darse cuenta de que no tenía ningún talento). Yo tenía hambre. Por esa época siempre estaba engullendo algo. Mi hambre era existencial, descomunal, bostezadora.

Desde su lugar sobre una alfombra raída, un chico de grandes ojos color ámbar dijo que sabía hacer un pastel de manzanas que sólo llevaba harina y mantequilla. Gabi estaba tirada en un sillón con tres de sus admiradores, dos chicas y un tipo algo mayor que yo, pelado y de barba roja, que se decía artista. Desde que había llegado se había dedicado a rellenar con pintura goteros de distintos tamaños con los que finalmente roció una madera grande como la pared de la sala. Lo llamaba «Silabeo cósmico». Imagínense. La cuestión es que Gabi me miró desde ese conjunto humano, apartó brazos y piernas, y dijo:

—Vamos, Berilia. A repartir magia. Y a comprar mantequilla.

Había que subir y bajar dos colinas para llegar a la tienda más cercana, la de una gasolinera. En el pueblo no nos querían. Costaba mucho coraje entrar al almacén de la señora Briggs y enfrentarse con una fila de caras tan serias. Después del episodio con la policía y el chico menor de edad, tratábamos de no llamar tanto la atención. Por el bien de la libertad y de los experimentos de Clarke y Gutierrez, íbamos siempre por el camino más largo y sólo hasta la gasolinera o esperábamos y organizábamos un viaje en camioneta hasta otro pueblo donde nuestra singularidad se confundiera con la de los turistas.

Allá fuimos, entonces. Gabi y yo. Por mantequilla. Como dos chicas de fábula. Ella quiso llevarse a Leo, el perro del que rara vez se separaba, pero yo no se lo permití: ya bastante nos detestaban como para entrar a la tienda con un animal. Recuerdo perfectamente que las dos caminábamos como si lo hiciéramos metidas en un rayo de sol. Ella ya se había convertido en la favorita. No porque fuera linda, es que hacía unos meses que había descubierto cómo cultivar la albaria. Otros lo habían intentado antes y fracasado: ni siquiera habían logrado que las semillas germinaran. ¿Cómo iban a hacerlo? No eran más que un grupo de muchachos con muchas ganas de drogarse.

Pero Gabi perseveró. Desde la única vez que la habíamos probado, no había dejado de investigar sobre la flor. Frank, un chico llamado Tony (otro de los «antiguos»), ella y yo fuimos los únicos seleccionados por Gutierrez para esa sesión. Era un día de lluvia. Por más que me esfuerce en transmitirles algo de ese viaje, sé que nada lo diría cabalmente. Lo he intentado antes. Lo que más se acerca es lo que ya dije de la supresión del tiempo y la palabra. Sí. Eso. Sé que me sentí como un universo viscoso y simple, cerrado sobre sí mismo. Como una serpiente sabia y quieta, me sentí. Frank, Gabi, y todos los cuerpos que había a mi alrededor desaparecieron. Se transformaron en fuentes de sonidos y de olores. Sobre todo, fuentes de calor y de ansiedad. Sí. Una sabiduría ciega, plena y paralizante. Eso es para mí el efecto de la albaria.

Gutierrez había interrogado a los locales, pero en las islas nadie sabía o quería revelar el secreto de la semilla. A él le daba igual, tenía una larga lista de sustancias con las que le interesaba experimentar. Pero después de esa sesión, Gabi tomó la empresa a su cargo. Era raro verla abocada a una tarea. Abandonó la meditación y a sus seguidores. Incluso pareció que se transformaba, por un tiempo, en una chica «saludable». Durante las mañanas desaparecía, hacía dedo hasta el campus y pasaba el día en la biblioteca. También visitaba los viveros de la zona. Fue para esa época que adoptó al venado. Un macho muy joven, casi un cervato, que Clarke encontró muerto de hambre en la ruta. A su madre la había atropellado una camioneta. Gabi lo trajo a la casa y vivió un tiempo con nosotros, como uno más. Cuando se hizo demasiado grande, le construimos un corral en el jardín. Gabi lo alimentaba todas las mañanas y pasaba largos ratos cepillándolo. A mí siempre me pareció una más de sus extravagancias, otra de las formas en la que esa chica desesperada intentaba afirmar su diferencia.

Pero estábamos en el día en que fuimos al pueblo por mantequilla. Hacía calor y ninguna de las dos llevaba sombrero. Recuerdo la sensación del sol. «Como un halo», dijo Gabi. Y empezó uno de sus discursos sobre la energía y la respiración. Como dije, sermoneaba, y sus palabras aumentaban mi hambre y mi resaca; me parecía estar cargando el sol entero en la cabeza. Una mujer de unos cuarenta años y pelo color cobre, que conducía un auto amarillo, se detuvo y nos preguntó si queríamos que nos llevara hasta el pueblo. Sin consultarme, Gabi dijo que sí y abrió la puerta trasera. Yo me senté adelante. La oí reírse y pedirle que pusiera la radio. La mujer la miró por el espejo retrovisor. Había ternura en sus ojos. En cambio, cuando los volvió hacia los míos, se habían puesto duros como carbones.

Gabi empezó a limarse una uña rota con la tira de cuero de su cartera. No había árboles en esa parte del camino y dentro del coche hacía como dos o tres grados más de temperatura. Tuve la sensación de que todo, nosotras tres y el auto amarillo, era un espejismo envuelto en una burbuja de calor. En la radio pasaban una de las canciones más somnolientas de Bob Dylan, lo cual aumentaba esa sensación. Oí que Gabi le preguntaba a la mujer si tenía esmalte para las uñas. Ella pareció sobresaltarse. Dijo que no, pero que si íbamos con ella hasta el departamento de una amiga, podía conseguirnos eso y más. Le preguntó si tenía hambre. Gabi dijo que sí. Que últimamente se moría por una hamburguesa y una Coca-Cola. Después, agregó:

—En las uñas es donde más te das cuenta de que el feto te está consumiendo. Debe faltarme calcio. O hierro. O cualquiera de esas cosas. Seguro que es un niño. Los varones siempre son más frágiles que las niñas. Necesitan mucho más cuidado.

Fue entonces que vi lo que la conductora del auto amarillo veía. No a dos chicas que caminaban envueltas en un rayo de sol: veía a una mujer de pelo castaño vestida con unos jeans demasiado ajustados y un top que ya anunciaba la angustia de no saberse adolescente y a una chica negra flaquísima, ojerosa, metida en un vestido de gasa esmeralda que apenas ocultaba el bulto de unos meses de embarazo. Era obvio que yo arrastraba a Gabi hacia la ruina y no hacia el pueblo más cercano. Por eso se había detenido. Por eso intentaba llevarnos al departamento de su amiga. Bendita clase media, tan fácilmente escandalizable en sus autos amarillos y sus manicuras francesas. Benditas vacaciones tomadas y pagadas en cuotas, bendito blanqueamiento dental, bendito dinero bien gastado en fuentes pírex, ansiolíticos y psicólogos.

No sé si alguien más en Bridgend lo sabía. Creo que Gabi ideó esa excursión para buscar mi complicidad. Quería deshacerse del niño. La odié por eso. Por ponerme de manera tan obvia por encima de ella, como si fuera su madre o su tía solterona. Pero la encontró. A mi complicidad, quiero decir. Lo cual no tiene ningún significado. Mi llanto, mis palabras, mi complicidad no valen nada. Anótelo bien, doctora. Es lo que una hace lo que cuenta en el final. Lo que una hace. Sí, Gabi podía contar conmigo, pero no para deshacerse del bebé: ahora que teníamos la verdadera oportunidad de probar que la comunidad funcionaba, que había alternativas, que no todos necesitábamos sucumbir a la mentira mayor, no iba a dejar que una chica irresponsable y maldita la arruinara.

Porque entonces, todavía en el auto, empezó a hacer una lista de todas las sustancias que se había metido en el cuerpo durante los últimos meses. Vi cómo las manos de la mujer se crispaban sobre el volante. Vi cómo lo que habían sido ojos duros como carbones se encendían de indignación, cómo evaluaba alternativas y anticipaba reacciones. Esa mujer no merecía la vida que le corría por las venas. Tenía la piel tan blanca que una podía seguir el camino de la sangre atontada por ese cuerpo que nunca se había sacudido de placer, ni cantado una nota demasiado alta ni mucho menos cabalgado a la vida de ninguna manera. En el asiento trasero, Gabi había empezado a llorar. Decía que temía que el niño fuera un monstruo. Que naciera con malformaciones, que tantas drogas tenían que tener consecuencias y que quizás fuera ese su castigo por no saber ni siquiera quién era el padre. Era el niño de todos los hombres con los que se había acostado desde su llegada a Bridgend. A mí me parecía maravilloso, no podía creer que ella no se diera cuenta de lo que eso significaba. Un niño ciento por ciento grupal. Imagínense.

No sé qué era peor, si la mujer que manejaba con los brazos duros y la espalda demasiado erguida o la chica bañada en lágrimas aterrorizada de su propio cuerpo. Es un hecho. La belleza nunca te hace más fuerte. No importa cuánta tuviera Gabi, siempre sería ese animalito desamparado en el asiento trasero del auto de una extraña. Poco le faltaba para pedirle a la mujer que la adoptara. Y la otra, por favor. Por poco la llamaba «hija mía», como las madres falsas de los cuentos.

La mano de la mujer fue hacia el encendedor del coche. Se había puesto un cigarrillo entre los labios. Vi que se estaba ordenando mientras lo encendía. Así creía ganar tiempo. Probablemente calculaba la edad de Gabi. Sí, pensaría que era menor. Pensaría que podía acudir a la policía. La sentí hacerlo con una claridad que no he vuelto a experimentar en años.

Me bastó con levantar el brazo izquierdo y darle un golpe rápido con el dorso del puño. Sí, con este mismo puño, entonces tan eficiente como ahora. Le di con los nudillos en la nariz. Con la otra mano me apuré a tomar el volante. Creo que ella apretó instintivamente el freno porque el auto se detuvo sin ruido, majestuosamente.

La mujer tenía la cara llena de sangre. El cigarrillo se le había caído en el regazo y había agujereado la tela de su vestido color salmón. Gabi se había tirado al piso y gritaba que me detuviera, que estaba creando mal karma, que estaba loca. Cosas por el estilo. Me bajé, abrí la puerta de atrás y la arrastré fuera del coche. Después volví, abrí la cartera de cuero blanco que había estado todo el tiempo sobre la consola, saqué todo el dinero que contenía y me lo puse en el bolsillo junto con las llaves del coche. La mujer lloraba sin despegar las manos de su cara. Hacía ruido como de hipo. La agarré del pelo y la golpeé varias veces contra la ventanilla hasta que dejó de hacerlo.

—Nadie —le dije a Gabi, que seguía llorando sentada sobre el asfalto—, nadie nunca va a venir a rescatarte. Así que a limpiarse la cara y a comprar mantequilla.

Y así fue como abandonamos la carretera y bajamos al pueblo con una complicidad nueva entre nosotras. Y esa noche, además de pastel de manzana, todos en Bridgend cenamos costillas de cerdo, pan de maíz y otras delicias que la comunidad festejó sin cuestionar ni una sola vez mi capacidad para multiplicar unas pocas monedas en un festín de película (nadie pregunta de dónde provienen los dones que nada le han costado).

Gabi comió en silencio y, me pareció, mucho más feliz de lo que había estado en días. Es un hecho: no hay mejor forma de dominación que la de un crimen o una vergüenza compartidos. Y a partir de ese momento, la conductora del auto amarillo nos unió con tanta fuerza como el bebé que crecía al ritmo de cada bocado en su panza de chica irresponsable y maldita, con el cerebro frito por los panfletos religiosos y las revistas pseudocientíficas.

Berenice tenía una idea muy definida de las personas que se hacían llamar «los desadaptados». Los imaginaba desnudos, sucios y musculosos, viviendo en carpas levantadas en un claro del bosque donde siempre era verano, sentados en ronda alrededor de una hoguera y rodeados de humo. El juego del agua (en la forma de una cascada que se deshacía sobre un lago) también aparecía en esa imagen, lo cual siempre la desconcertaba. Y también el hombre del clavel, vestido de traje y mirando con ojos muy serios al grupo al que, de alguna manera inexplicable para la misma Berenice, pertenecía. Pero, por más que lo intentaba, no lograba imaginar a Emma Lynn en medio de ellos, con sus vestidos elegantes, su recetario exigente y sus bucles en perfecto orden, a veces al estilo antiguo, recogidos con una cinta que los enmarcaba en la coronilla y afinaba sus facciones; otras, sueltos sobre su preciosa espalda. Estaba mucho más dispuesta a creer que había huido con un hombre, una de sus frecuentes amenazas, sobre todo cuando Berenice insistía en obtener detalles sobre su padre.

El relato de Emma Lynn sobre las circunstancias de su nacimiento siempre era el mismo: «Cuando sentí que se me acaba el tiempo para tener una niña hermosa, fui a un bar y busqué al hombre más lindo de la noche. Me acosté con él y nueve meses después, mi deseo se había cumplido». Más que ese resumen, Berenice recordaba la variedad de caras que su madre ponía al narrarlo. En sus recuerdos, Emma Lynn hablaba mientras hundía las manos en la tierra de una maceta o mientras se pasaba barro líquido por la cara, un truco de belleza tan viejo como el pan. Luego agregaba, volviendo al relato: «Es tremendamente fácil, podría volver a hacerlo; la cuestión es no caer en la fantasía del amor. Claro que todavía podría enamorarme, muchos insisten en eso, pero entonces te quedarías sola y no querríamos que eso pase, ¿cierto?».

Esa vez las dos estaban en el dormitorio y Emma Lynn le había hablado a la Berenice del espejo. Había acentuado el contacto con sus ojos en la palabra «sola», mientras terminaba de peinarla con decenas de trenzas delgadas, «de medusa», decía siempre. «Vamos, a petrificar niños», le dijo entonces dándole una palmada en la cadera. Y ella salió para la escuela sintiendo que tenía superpoderes, que una fuerza expansiva y herbácea la protegía. Porque aunque su madre le había contado el mito de la criatura griega, para Berenice «medusa» era el nombre de una planta; qué desaprovechado estaría si fuera de otro modo. Algún día la encontraría, se prometía, y sería mágica. La medusa sería una planta capaz de detectar el mal en las caras de los otros. Cuánto tiempo se ahorraría una si pudiera distinguir, gracias a una poción vegetal, quiénes eran buenas o malas personas.

El hombre del clavel, por ejemplo, era uno de esos seres que le complicaban la vida. No podía decidir si era bueno o malo. Desde la primera vez que lo había visto, meses atrás, durante la visita escolar al Museo de Ciencias, el hombre había quedado suspendido en su cabeza, esperando su veredicto. Que después la hubiera seguido y aparecido en la subasta tampoco había ayudado a que Berenice se pronunciara.

El propósito de las maestras en esa visita al museo era recorrer la exposición de dinosaurios de tamaño natural, muñecos de hierro y látex traídos de Nueva York, acompañados de máquinas interactivas que contaban su historia y la de su extinción. Podías apretar un botón y acceder a las características y el hábitat de cada espécimen y saber quién se comía a quién, la mejor parte de toda la muestra.

Berenice se aburrió pronto y se separó del resto de los chicos. Anduvo por sabanas y selvas tropicales con monos aulladores y pájaros que, con el batir de sus alas y graznidos, silenciaban la discusión de una familia de cuatro apretada en el banco que enfrentaba la vitrina donde un leopardo acechaba a un grupo de antílopes. Oír la selva le gustó más que el despliegue de gigantes prehistóricos y silenciosos que acababa de abandonar. En el sector africano, la sorprendió la composición del cartero árabe atacado por leones. El hombre había logrado matar a uno de ellos, pero el segundo ya había desgarrado de un zarpazo la pata del camello y, casi trepado al lomo, iba por el cuello del conductor, que lo enfrentaba con un sable corto y bastante poco intimidante. ¿Habría sobrevivido? Berenice esperaba que no. Lo justo era que los leones ganaran y no que fueran sacrificados para que alguien en Londres o en Bombay recibiera su correspondencia a tiempo.

En las montañas, estuvo largo rato parada frente a un grupo de osos. Se oía el fluir del agua y el viento entre los pinos. Una hembra y su osezno se habían detenido a beber de un arroyo. Un poco más lejos, escondido entre unas rocas, un oso grande y oscuro los miraba con ojos encendidos. La hembra estaba disecada en el acto de mostrarle los dientes. El cartel al costado del vidrio decía: «El macho es un visitante inoportuno en esta escena íntima». Berenice estuvo de acuerdo. Incluso si ese oso pardo y gordo era el padre del osezno no parecía significar más que problemas. De hecho, parecía tener toda la intención de comerse a su hijo.

Esas salas estaban casi vacías y podía pasar todo el tiempo que quisiera escuchando a los animales. Siguió subiendo, esperando encontrar más taxidermia teatral. Pero cuando llegó al tercer piso, se encontró con una sala oscura llena de figuras humanas. Se dio cuenta de que caminaba en medio del hielo porque de verdad hacía más frío en ese sector del museo y los bloques parecían reales al tacto. Era como haber entrado a un castillo subterráneo o a un laberinto helado donde todo fosforecía en celeste sin llegar al blanco. Estaba en un país en el que los habitantes colgaban ropas y canoas de los techos abovedados; en un rincón del camino habían encendido una hoguera donde se cocinaban eternamente unos pescados, en otro habían dejado una manta a medio confeccionar. Hasta que finalmente aparecieron, armados con arpones y cubiertos con pieles, cazando focas o jugando a arrojarse nieve en las caras, niños y adultos confundidos en risas que el viento envolvía en ráfagas duras y distantes.

Después venía la mujer con un cuenco en el regazo. Parecía estar cocinando algo. Vivía en una choza muy pequeña y todavía más oscura. Cantaba una y otra vez la misma frase. Pero lo que más llamó la atención de Berenice, lo que recordaría mejor de toda esa visita, fue la vitrina que seguía, la que mostraba a la novia más triste del mundo.

Era una chica muy joven, de ojos grandes y pelo largo, que había dividido en dos trenzas y adornado con flores blancas para la ceremonia. Era obvio que había estado horneando porque tenía la cara manchada con harina. Llevaba aros de algodón, un corto vestido blanco y una bandeja con una mazorca. Los otros personajes parecían estar persiguiéndola más que acompañándola, como si quisieran quitarle algo, probablemente el maíz, porque ella sostenía la bandeja a la altura de los brazos del visitante, como si ya no tuviera más opción que delegar en otro la protección de esa carga excesiva. Pensándolo bien, razonó Berenice, todos ellos parecían tristísimos: el hombre con el cerdo muerto cargado al hombro, el novio escondido detrás de unos anteojos oscuros, hasta el niño, detenido en el acto de saltar con un cerdito que llevaba atado con una cuerda. Si el cartel en un costado no hubiera explicado que se trataba de una boda, Berenice hubiera creído que alguien había muerto.

Pensaba en eso cuando un hombre vestido con un delantal beige apareció detrás de ella y se reflejó en el vidrio.

—La gente cree que estos son nuestros antepasados, pero en realidad somos nosotros —dijo el hombre.

—¿Nosotros? ¿Quiénes? —preguntó Berenice levantando la cabeza, bastante confundida, porque el hombre (con el que obviamente no tenía nada en común, ya que era viejo, blanquísimo y muy alto) ni siquiera la miraba, miraba a la composición.

—Mm. —Él bajó la vista como si le costara arrancarla de la fascinación de sus muñecos—. Todos nosotros, supongo. Los que vivimos acá, quise decir.

—Yo espero que al menos el día de mi casamiento no me tengan amasando pan hasta el último minuto.

El hombre se rio y le explicó que los comalli reverenciaban al maíz y la harina en el rostro de la novia no era más que maquillaje sagrado.

—Lo mismo que el rubor que debe usar tu mamá —agregó—. En eso también somos iguales. Todo el tiempo tratando de mejorarnos, de perfeccionarnos. —Abarcó con un brazo toda la vitrina, su voz subió en tono y bajó en velocidad—. Todo el tiempo casándonos y descasándonos. Qué agotador ¿no te parece?

—No sé. Yo no tengo ganas de casarme.

—Él tampoco. —Señaló al niño con el cerdo—. Pero algún día lo hará. No puede evitarse.

Berenice hubiera querido preguntarle por qué había que seguir el camino de los comalli y no el de la gente del hielo, que parecía feliz, jugando con la nieve y las cañas de pescar. Pero quizás, pensó, la felicidad tenía que ver con el clima, con hallarse cerca del ártico. Entonces señaló la composición que seguía luego de una curva, al final de la sala. Mostraba a dos hombres casi ocultos por unos árboles, de espaldas al visitante y de cara a la luz, como si estuvieran a punto de atravesar la pared, que estaba iluminada desde el piso. A uno le faltaba un brazo, el otro tenía cabeza de ciervo.

—¿Y ellos? ¿Por qué no somos como ellos?

El hombre bajó la vista y la miró con los ojos vacíos, como alguien que acaba de salir de un partido de fútbol o del cine y todavía va prendido a los acontecimientos de los que acababa de ser testigo.

—Porque es imposible. Los que lo intentaron sólo lograron lastimarse.

En ese momento, se abrió la puerta del ascensor y otro empleado de guardapolvo beige caminó hacia ellos apoyado en un bastón. Se detuvo unos pasos antes de llegar y tosió con delicadeza.

—Ah, Vik —dijo el viejo y se acercó a leer algo que el otro llevaba en una carpeta.

Berenice aprovechó el momento para escurrirse por las escaleras. Hubiera querido acercarse para ver al hombre ciervo, pero ya era tarde y sus maestras podían estar buscándola. Además, tuvo miedo de que el hombre volviera a hablarle. Nunca había conocido a nadie que hablara como él.

Poco después, ese mismo hombre la había seguido a la salida del colegio, había averiguado la dirección de la florería, se había presentado en la subasta y había comprado el Gloria artificialis. Es más, desde el día de la subasta, no había dejado de llamar por teléfono a su madre o de enviarle postales.