Capítulo 9
Una vez envuelta en la toalla, la mujer regresó al clóset. Vik permaneció en la puerta del baño sin abandonar ese papel impreciso entre vigilante y mayordomo. Ella reapareció unos segundos después. Tenía puesto otro vestido de tela gruesa, blanco y simple, igual al anterior. Llevaba un bolso colgado del hombro, aunque no parecía lista para irse. Cerró la puerta del clóset, recostó la espalda en ella y se quedó mirándolo, goteando por las puntas del pelo, ni rendida ni desafiante, más bien como si hubiera cumplido con una misión y esperara una asignación nueva o simplemente hubiera decidido desintegrarse en manchas de humedad sobre la alfombra.
Ya sentada a la mesa de la cocina, lo único que hizo fue comer (un poco de pan y varios trozos de queso). Vik intentó las preguntas de rigor: ni siquiera logró que ella le dijera su nombre. Antes había pasado por todas las gradaciones del enojo (lo que la gente denominaba paciencia, pensaba Vik, no era más que una de ellas, una especie de antesala donde la rabia se reconcentraba antes de brotar). La voz amable y algo ofídica que su padre usaba en las reuniones familiares tampoco dio ningún resultado. Ella respondió desmenuzando con calma un trozo de pan, doblada sobre la mesa, con la cabeza a la altura de la tabla de madera, completamente absorta en la operación de amasar las migas hasta formar bolas perfectas, que fue llevándose a la boca mientras él seguía hablando. Dejó de lado las preguntas personales y probó con la albaria, esta vez en tono mucho más neutral, tratando de evitar la palabra «adicción». Usó «viaje», «sueño» y su favorita, la que siempre había oído durante su infancia: «alba falsa» o «falsalba», traducción más o menos cercana del término indígena que luego había derivado en el nombre de la flor, albaria o falbaria según el botánico que se consultara. Le preguntó a la mujer cuánto hacía que la consumía y dónde la conseguía, ya que era difícil que la flor creciera naturalmente en ese clima. Nada. Al fin, retiró una silla y se sentó frente a ella, que siguió jugando con las bolitas de pan.
La historia salió de sus labios sin proponérselo, llenando el hueco entre los dos. El mismo Vik se sorprendió de su habilidad para narrarla. Era la historia de su primer animal. Pero también la de su hermano, la de Tania y la suya en la isla de Coloma, en la ciudad de Kent, donde sus padres tenían una mansión y un vagón para todo el equipaje que en los veranos mudaban a su segunda casa en las montañas a través de un riel construido por ellos mismos. Según su madre, allí hacía menos calor, no llegaban los turistas y el aire contaminado de la capital se aligeraba en las enredaderas y helechos que había en el jardín.
La vida en Kent se dividía en lluvias y soles, lo cual para Vik significaba horas perdidas en la escuela, la iglesia y el club o excursiones ganadas a la playa y la selva. A Prasad no le importaban las horas de encierro. Tenía más paciencia con los adultos. Vik, en cambio, prefería las caminatas que lo hacían desaparecer por días, las colecciones inútiles, los mapas con los circuitos de animales muertos que al final decidirían su destino.
Pero también acompañaba a Prasad a los partidos de ping-pong. Era una de las pocas cosas que hacían juntos. Había algo en la personalidad de su hermano que se revelaba en el ambiente protegido del club: una destreza social natural, la habilidad para llenar con una anécdota o un chiste (nunca demasiado gracioso) esos vacíos incómodos que los adultos dejaban entre el comentario de las noticias internacionales y las quejas contra el gobierno, los jóvenes y los trabajadores temporarios. Prasad siempre ofrecía la frase que los demás necesitaban para seguir hablando, la que los convencía de que desde una isla diminuta resolvían cosas importantísimas. Ya entonces Vik percibía la incongruencia.
El club era un edificio de piedra que había sido parte del fuerte y de las misiones. Con los siglos había pasado por escuela, convento y edificio municipal hasta que los ingleses lo transformaron en lugar de recreación para caballeros. Pero el espíritu de los frailes seguía allí: en la simetría de los arcos y la madera derrochada, en los pasillos de piedra fresca. Cualquiera podía ver que la terraza con vista al mar, donde los socios más viejos leían el diario o asistían a los torneos de bádminton, había sido un agregado posterior, que contradecía las ventanas como ojales del primer piso. A Vik le gustaba imaginarse las escenas de barbarie que esas ventanas habían ocultado. No era que las creyera ciertas. Como cualquier vestigio de la dominación vieja, le parecía mejor que el estilo mesurado, de largas excusas a la hora de las opiniones que la familia de su padre había traído a Coloma casi cien años atrás.
A los españoles no les había impresionado mucho la isla. Colón había pasado de largo en su segundo viaje, aunque había anotado en su diario (todos los niños en Coloma aprendían de memoria ese pasaje) la presencia de una isla «apartada, al sur de la Redonda, la cual amuestra ser muy fértil, con forma de ave, sobre la que no descargamos por sernos contrario el viento y por haber ya otras entremedias pequeñas y medianas que se amuestraban mejores». Les llevaría más de un siglo poner pie en ella. Cuando lo hicieron, fue sólo para cazar hombres que morirían en los ingenios de las islas vecinas.
La historia de la isla tenía para Vik la misma cualidad aberrante que el edificio del club. Mitad roca volcánica, mitad bosque tropical, antes de la conquista, Santa María de la Coloma se llamaba Koreli y había recibido su nombre (humo) de los indígenas que la visitaban desde otras islas y que terminaron por ocuparla. De sus habitantes originarios (mucho más antiguos y sin inclinación a la construcción), no quedaban ni sobrevivientes ni bautismos de la geografía, sólo algunos utensilios de pesca y navegación y las pinturas en las cuevas que se abrían sobre la bahía. Había muchas hipótesis y leyendas sobre la desaparición de la tribu y todas involucraban a la flor.
Se decía que los nativos se habían matado entre sí en una guerra intoxicada.
Que habían comido carne humana y eso había enojado a su dios, que entonces había detenido el equilibrio evolutivo de sus fieles.
Que habían perdido el habla.
Que se habían dejado morir en la contemplación de la luz falsa, tendidos de espaldas, en grupos, la sangre circulándoles cada vez más lenta hasta que dejó de llegarles a los brazos y las piernas y los fueron perdiendo. Que se habían vuelto una tribu de tullidos iluminados a los que los habitantes de otras tierras reverenciaban como a dioses, enviaban ofrendas en balsas de madera y consultaban como a oráculos.
Que finalmente se habían arrojado en larga procesión al volcán que le había dado el nombre a la isla. O se habían marchado en sus canoas a fundar un mundo nocturno en el continente, un mundo donde jamás volvieran a confundirse con el alba alucinada.
De niño, Vik los imaginaba hombres y mujeres oscuros, desmembrados, criaturas que habían decidido abandonar la forma humana, como si así marcaran una distancia de raza o de especie con el resto de los habitantes del planeta. En su mente, los originarios eran nada más que torsos sostenidos por árboles o engendros mitad carne y mitad madera, siempre envueltos en el humo del volcán o de la albaria, que para los habitantes modernos de Coloma se había transformado en sinónimo de horror y mutilación. Las madres educaban a sus hijos en la prevención contándoles estas y otras historias en las que si tocaban la flor perdían un dedo o la mano entera. En vano dos gobiernos coloniales habían ordenado quemas para destruirla: la albaria regresaba cada tanto con fuerza y variantes renovadas, la peor de las cuales —la albaria sifilítica— venía con suaves venas azules o verdosas en el reverso de los pétalos.
En este punto de la historia, la mujer en la cocina de Vik levantó la cabeza y lo miró por segunda vez a los ojos. Parecía divertida. Afuera, había dejado de nevar y se insinuaba el mediodía.
Ella bajó los ojos y se miró las manos.
—Su historia no me asusta, si eso es lo que está tratando de hacer. Perder algún miembro no me parece un precio demasiado alto si se tiene en cuenta todo lo que una obtiene a cambio. Yo estaría dispuesta a perder estos dos dedos, por ejemplo. Ni siquiera notaría su ausencia. Nunca me gustaron los anillos y créame que jamás soñé con uno de bodas —se rio y sacudió el anular frente a los ojos de Vik. Tenía los dientes muy amarillos. La risa le produjo un acceso de tos.
—Solamente estoy tratando de entender qué hace usted en mi casa desde hace tantos días.
—Tampoco fueron tantos. Seis, exactamente. Los anteriores los invertí en entrenarme en la calle. En elegirlo y en vigilarlo. Hay un saber intransferible en vivir a la intemperie. Todos deberíamos probarlo alguna vez. Es una verdadera hazaña de desaparición. Había días en que la sola idea de despegarme de la pared, de incorporarme y deshacer los pliegues de la manta que me envolvía hasta las orejas me parecía más allá de mis fuerzas. Así es con el frío. Se va acomodando por capas durante la noche sin que te des cuenta. Primero te dobla los dedos de los pies, después los de las manos, al final toda la espalda, que se vence hasta envolverte en un capullo. Después se te instala adentro. Y el frío se transforma en vacío. Adentro y afuera, nada. Hasta el punto que moverte es como forzar una transformación de tu cuerpo. Requiere de una gran concentración ir despertando cada fibra, cada músculo, cada pelo hasta que sólo gracias a su plástica voluntad esa masa de dolores elige volver a tener carne, miembros, agujeros, vagina. Y es sorprendente que cada mañana elija ser mujer y no otra cosa.
Vik asintió, aunque no estaba seguro de entender lo que ella decía. ¿Acaso le hablaba de una forma de meditación o de un estado alterado de la conciencia que sólo se alcanzaba forzando al cuerpo a las situaciones más extremas? Todo el enojo se le concentró en el puño derecho, que cerró con fuerza. Tuvo cuidado de mantenerlo bajo la mesa. Miró la cara todavía joven que tenía enfrente. ¿Cuántas catástrofes habría habido en su vida? ¿Un ataque de acné, quizás? ¿Años de esperar a que ese chico del que estaba enamorada se enterara de su existencia? Y, sin embargo, estaba frente a alguien que creía que perderlo todo era una maravilla. Una especie de reedición de los peores santos cristianos. En otro momento la comparación lo hubiera hecho sonreír. Pero ahora censuró también ese gesto y se conformó con seguir apretando el puño.
—Un poco más y todo se hubiera acabado —siguió ella—. Era el requisito para pasar a la próxima fase. Ser tan pequeña y tan silenciosa como las arañas que conviven con usted en esta casa. Ya lo habíamos hecho en otras, pero siempre por períodos más cortos. Es parte del programa. La invisibilidad total. La mayoría de la gente ni siquiera nos encuentra, al principio de mi entrenamiento estuve dos días enteros en la casa de una mujer, una gerente de una multinacional que no estaba en todo el día. Me aburrí: no era suficiente desafío. Pero usted tenía que arruinarlo todo, ¿no? Por el amor de Cristo o cualquiera sea el dios que se le aparezca, ¿a quién se le ocurre poner cámaras en su propia casa?
Vik bajó los ojos sintiendo que el calor ascendía hasta arrebatarle la cara. Otra vez su cuerpo lo traicionaba. Agradeció mentalmente que el color de su piel lo protegiera de esa humillación extra. Era cierto. Lo avergonzaba ser tomado por uno más, uno de ellos, uno de los Bob o de los Tom, que todo lo sacrificaban al altar de la propiedad privada. Bajando la voz, dijo:
—A mí no se me aparece ningún dios.
No estaba preparado para la inteligencia en la réplica de ella, que lo golpeó con más eficacia que la insolencia del tono.
—Quizás ese sea su puto problema. Quizás por eso usa un bastón, consigue recetas para drogarse legalmente y se rodea de animales muertos. ¿Nunca pensó en eso? —mientras hablaba se metió dos bolas de pan en la boca—. Usted es tan tullido como sus indios. La cuestión es que sea igual de iluminado.
Esta vez no lo miraba, tenía los ojos puestos en Conejo con reloj, que podía verse parcialmente a través del arco que conectaba la cocina con la sala.
—Pero usted dijo que iba a contarme la historia de su primer animal. —Abandonó el Ploucquet y paseó la mirada por el reloj en la pared, todavía no eran las doce—. Siga. Tenemos algo de tiempo.
¿Por qué la obedecía? ¿Por qué no la echaba de la casa en ese mismo instante? ¿Y qué quería decir con que aún tenían «algo de tiempo»? ¿Acaso ella lo había estudiado lo suficiente como para saber a qué horas su cuerpo se desplomaba? Aunque la oía respirar con alguna dificultad, como si el aire le llegara contaminado de sonidos, no le parecía que estuviera bajo el dominio de la albaria. Vik consideró cuáles eran sus posibilidades de usar el teléfono antes que ella se lo impidiera o de clavarle uno de los cuchillos que había sobre la mesada, pero sabía muy bien que su momento de ventaja había pasado.
El recuerdo de la fuerza y agilidad que ella había puesto en juego unos minutos antes sofocó esos cálculos y también los últimos reproches de su conciencia. Suspiró, sintiendo cómo la morfina terminaba de despedirse de su espalda. Cualquier cosa con tal de que ella hablara, de no volver al silencio.
Fue hasta la cocina y puso la tetera en el fuego. Sacó de la alacena la caja de madera donde guardaba distintos tipos de té. Optó por el de jazmín, contabilizando cada segundo invertido en el intervalo. Al menos había algunas cosas que todavía podía elegir. Se aferró a esas ventajas. Al té, claro. Y a las palabras.
Dos días después de nuestra tercera clase, Smithfield tuvo su accidente cerebrovascular. Horas más tarde, me senté por primera vez frente a esta cámara. Es un hecho. Aunque usted no lo sabe. Usted me dijo que hablara de cualquier cosa. Cuando me detuve frente a su mesa y tomé un sorbo de ese té con gusto a lavanda, me di cuenta de que usted estaba tan sorprendida como yo. Pero se repuso enseguida. Vio que yo tenía los ojos perdidos, que la taza tardaba una eternidad en llegar a mi boca, que caminaba como si mi esqueleto hubiera renunciado a su trabajo y hubiera dejado a esta masa de piel floja librada a su suerte. Tuvo el buen tino de no preguntar nada. Me señaló el cuarto de video-memoria y me dijo que hablara. Entonces empecé por los ciervos y por el club de caza, cuando en realidad debería haber empezado por Frank y las cosas que dijo e hizo cuando todavía no lo visitaba el doctor Alzheimer, cuando éramos jóvenes y no, no queríamos cambiar al mundo (como una vez usted sugirió) sino hacer explotar sus mil y un cerrojos.
Ese sábado fuimos a practicar tiro por primera vez. Frank había conseguido que el Club del Lago Inferior nos prestara el salón de prácticas y hacia allí nos encaminamos a la hora del almuerzo para aprovechar el lugar antes de que llegaran los verdaderos tiradores (la comisión directiva del club adhiere a la norma tácita del condado de «ni alcohol ni tiros ni juegos de azar hasta después de las 2 p.m.»).
Antes de eso, cada uno de los alumnos tuvo que conseguir su arma. Excepto Tom y Betty Paz, que descubrieron en el sótano de su casa dos viejos Winchesters salvados de milagro de la última venta de garaje, el resto tuvo que elegir la suya. La mayoría ignoró mis consejos sobre el alcance y el calibre necesarios. Elizabeth apareció con uno de esos rifles modernos, con mira telescópica y una decena de accesorios que compró por Internet. Maggie y Heather solucionaron el problema abriendo una cuenta en un banco (te regalan un Weatherby Mark V con tu tarjeta de débito, un rifle caro y asociado con la realeza, pero que sin duda cumple con el objetivo). El único que realmente eligió su arma fue Max Cercone. Su hijo mayor lo acompañó a la armería del barrio. Después de sostener varios rifles en la posición de tiro para comprobar el peso y el ajuste de la culata, eligió un Henry, uno de los menos populares en el mercado porque nada más funciona en distancias muy cortas y es bastante pesado.
Yo llevé mi viejo Marlin. Casi podía oírlo cantar en mis manos después de tantos años de aburrimiento en la repisa de mi chimenea. Lamentablemente, el viejo Marlin recuerda mejor que yo la última vez que estuvo en acción. Salir de nuevo al bosque es una forma de olvidar ese día, de higienizarlo. Ningún rifle de caza quiere retirarse habiéndole volado los sesos a una jovencita.
El que más me sorprendió fue Max. Denle una lapicera y será incapaz de firmar un cheque. Ni hablar de una tijera o de llevar una taza con café desde la cocina a la mesa. El resultado es invariablemente desastroso. Pero la cosa cambia cuando lo que maneja son objetos pesados. Fue el primero en descubrir su zona de comodidad para el rifle. Contrariamente a lo que se piensa, no hay una sola forma de sostener el cañón y encontrar el punto de apoyo para la culata. Max encontró pronto la suya. Aunque luce poco elegante, es efectiva. En cuanto a la puntería, con práctica y constancia es probable que pueda darle a blancos fijos. Pero dudo que alguna vez sea tan bueno como para darle a algo en movimiento.
Cualquiera que vea disparar a los Paz, adivina que se están reencontrando con la pareja que alguna vez fueron. La actividad los rejuvenece y ahora entiendo por qué fueron los primeros en inscribirse en mi clase. Tom nunca se ve tan erguido ni tan compuesto como cuando se inclina ceremoniosamente sobre su Winchester. Betty tiene una puntería más o menos decente, pero se cansa rápido. A los quince minutos de práctica ya estaba sentada en su silla de tela plegable (no sale de casa sin ella) y seguía disparando desde esa altura, con resultados obviamente lamentables.
Elizabeth dispara con el cuerpo tensionado y contiene la respiración en cada tiro. Justo lo contrario de lo que vengo predicando. Así, lo único que logra es desestabilizarse todavía más cuando recibe la descarga. Se lo expliqué decenas de veces, pero ella parece incapaz de seguir instrucciones. Asiente sin dejar de mirar al blanco, con los dedos clavados en el gatillo. Creo que la muerte de Ron acabó con sus últimas neuronas. No había visto a nadie en ese estado desde los días de Bridgend.
Maggie y Heather Amstrong son todo lo contrario. No pierden detalle de mis explicaciones, pero cuando tienen que llevarlas a la práctica, las encuentro invariablemente discutiendo entre ellas. Maggie es la encargada de tomar notas en un cuaderno de tapas negras. Es tan diligente. Imagino que ha sido una madre y esposa modelo (tiene dos hijas que la visitan sin falta dos veces al mes), pero esa cualidad no le servirá de nada en el bosque. Detrás de tanta solicitud, se adivina a una criatura insegura y deseosa de atención, pésimas características para un cazador. Al contrario de Heather, que es brusca cuando no francamente mal educada. Nada más hace falta verla con el rifle en posición para darse cuenta de que tiene potencial: se para con los pies a cuarenta y cinco grados y se inclina hasta que su mejilla acaricia la culata del Weatherby. Sólo entonces dispara. Su puntería es bastante mala, pero eso es lo de menos. Es un hecho. Hay saberes que la práctica no puede generar, se traen en los genes. Y ella es una tiradora natural.
Ese día todavía estaba Emilia con nosotros. Que yo recuerde, nada más se quedó unos minutos durante los cuales no hizo otra cosa que mirar, comentar y alentar a los tiradores. Dijo que su rehabilitación le impedía portar armas, que su colaboración era solamente «logística». Imagínense.
Frank y yo vigilamos la práctica de los seis alumnos a distancia prudencial, detrás del vidrio a sus espaldas. Yo entraba y salía del salón para hacer demostraciones, corregir y dar sugerencias. Él estaba inusualmente locuaz. Aunque me hablaba sin apartar la vista de los tiradores, como si todavía tuviera que convencerse de su presencia en un salón de prácticas. Cuanto más lo pienso, más me cuesta reproducir exactamente lo que hablamos ese día. No era fácil mantener una conversación con tantas interrupciones. Recuerdo que se interesó por la técnica. Dijo que él mismo estaba considerando conseguir un arma y sumarse a la clase. Le dije que no era buena idea, que debía permanecer en las sombras. Un grupo siempre necesita una voz en las sombras. En Bridgend habían sido Clarke y Gutierrez. Ahora era su turno, dije.
Él apartó los ojos de Elizabeth, que en ese momento festejaba con Max su primer tiro decente, y dijo:
—Esto no tiene nada que ver con Bridgend, Berilia.
Lo dijo en un tono que quería ser neutral, pero que igual tuvo el poder de borrar mi pequeño sentimiento de triunfo del día.
—Claro que no —ofrecí, tratando de mantenerme a flote.
—Esto no lo hacemos por el pasado. Lo hacemos por el futuro.
(Aunque él no lo quisiera, ya era una voz en la sombra y una bastante cursi. Decidí no hacérselo notar.)
—Yo no lo hago por el futuro. Lo hago por nosotros. —Sentí cómo el calor me corría por la cara.
—Por supuesto —dijo, y luego vino lo que más me temía—. Pero también por los que vengan después. Hay que dejar un legado. Gabi también piensa así. Fui a verla hace poco. Aunque hacía frío, era un día de sol. Ya ves que ella cree en la comunidad más que cualquiera de nosotros. Pero está equivocada, aunque fuera un día de sol y ella estuviera rodeada de flores (deberías ver lo que ha hecho con algunas, unos injertos increíbles y colores de lo más espectaculares). No se puede ser democrático en esas cosas. Yo le digo que no, que hasta lo bueno se transforma en veneno cuando no se toma con moderación. Y hay castigos. Nadie sale del escenario sin pagar las cuentas. Y es en este, no en ningún otro mundo, donde se pagan. ¿Estás segura de que el Marlin no estaba debajo de tu cama? Johnny dice que lo buscó por todas partes. Parece que en su edificio hay demasiadas palomas.
No tenía idea de quién era el tal Johnny. Pero aferré el rifle antes de contestar. Mil veces había respondido a esa pregunta.
Ese día, el día en el que Smithfield parecía vivir en ese momento, me había faltado el zapato izquierdo y me había agachado a buscarlo debajo de la cama en la que dormía desde hacía unas semanas. Ya dije que Gabi, Celeste y yo dormíamos en la misma habitación. Me había parecido lo mejor para la bebé. Pero también es cierto que los colchones en el piso empezaban a molestarme, como me molestaban las cucarachas que se me trepaban a la noche, el sudor de los demás; todos indicios de que yo ya estaba de vuelta. No, el Marlin no estaba donde yo lo había dejado.
—Ella debe habérselo llevado temprano, cuando salió de la casa, Frank.
—Claro, claro. Qué tonto. Iba por el ciervo, ¿no? Aquel con el que ella hablaba al amanecer. ¿Cómo era que se llamaba? Tenían largas conversaciones y siempre volvía alterada. De lo más desaconsejable. En el fondo, creo que ella ya se había dado cuenta, ya había anticipado esto —dijo señalando vagamente el salón—, lo que teníamos que hacer.
—Así es —mentí.
No, Gabi no iba por el ciervo. Iba por ella misma. En algún lugar de la Gran Fiesta, se había perdido y ya no había sustancia, ni música, ni amantes que pudieran traerla de vuelta.
Igual que a Smithfield. Claro que lo visitaba el doctor Alzheimer, o quizás algo mucho peor. Si yo tenía alguna duda sobre eso, se esfumó ese día en el salón de tiro. Pero igual decidí seguir adelante. No por los seis tiradores que sudaban en medio del estrépito de su inexperiencia. No porque creyera en la locura de los ciervos, ni en su nocividad para el medioambiente y la vida humana. Ni siquiera por Frank o por un «nosotros» que (oh, lo sabía demasiado bien) no existía. Por mí. Claro. Es por mí que seguí, que sigo adelante.
Mientras le servía unos sándwiches de leberwurst y pepinos, el señor Müller fue contándole todo lo que sabía. O lo que él creía que sabía, porque Berenice no estaba dispuesta a aceptar sin pruebas la historia que corroboraba su abandono. Según él, la conversión de Emma había ocurrido durante las últimas semanas del verano, cuando había empezado a proveerle hojas de albaria a la gente que vivía en el bosque y (ahora estaba más seguro que nunca) a consumirla ella misma de vez en cuando.
Agosto ya se estaba terminando cuando dos clientes —una mujer de largo y grueso pelo rubio y un hombre alto, de espaldas anchas y aspecto extranjero— llamaron la atención del exfarmacéutico porque nunca usaban la puerta principal: aparecían al atardecer y siempre por la puerta de atrás. Emma salía, les entregaba un sobre de papel madera y ellos desaparecían entre los árboles. Estaba seguro de que se trataba de dos desadaptados porque, a pesar de su juventud, se veían como viejos prematuros. Iban descalzos y usaban ropas gastadas. Ella, un vestido sucio sobre un jean; él, un pantalón gris con los bajos comidos por la vida a la intemperie y una camisa que había sido negra y ahora era de un color lechoso indefinido. Tenía el aspecto de un ejecutivo que hubiera enloquecido en medio de una reunión de directorio y hubiera sido tardíamente adoptado por lobos. Era muy rubio, llevaba la barba y el pelo largos y hablaba con acento. Eso el señor Müller lo había comprobado hacía apenas unos días, cuando por fin se había acercado para tratar de oír la conversación entre ellos y Emma. Unos días antes había tomado la precaución de robarse unas hojas de la planta de la albaria mientras Emma discutía el precio de los centros de mesa con una pareja de novios. El señor Müller no sabía para qué las usaría, pero estaba seguro de que habría un momento en que se volverían útiles, aunque más no fuera como prueba de que la planta era real. Pero ¿era real? Si algo había aprendido de la albaria, era que era muy fácil confundirla con variantes similares, incluso con la salvia común y corriente.
—Ayer, exactamente a las diecinueve y treinta, comprobé que se trataba de la variante lundiana —le dijo a Berenice mordiendo su cuarto sándwich y mirando su reloj pulsera—. Finalmente tuve el valor de masticar un puñado de hojas, después me quedé dormido. Me pareció mejor hacerlo acá, si es que no quería dejar de vigilar la florería. Y eso que no se trataba de hojas frescas, habían estado un buen tiempo en mi congelador. Una sola cosa puedo decirte: con razón los indígenas de Lund la llamaban sueño sin mal. Al principio no sentí nada, sólo quizás un mareo que me obligó a sentarme en el catre. Debo haber permanecido ahí durante horas mirando una mancha en la pared. Entré en una especie de letargo y en medio de esa contemplación, me golpeó un rayo blanco y expansivo. No, no fue un rayo porque el rayo es puntual. Esto fue más grande y más abrumador. Igual que una ola o un sol. Sí, un sol blanco lo inundó todo dentro de mi cabeza y yo dejé de ser quien soy, quiero decir que dejé de ser esta persona con deseos, preocupaciones e ideas y sólo fui parte de esa onda de claridad en mi cerebro, que poco a poco fue decantando en fascinación por lo que me rodeaba, en particular por la hormiga que era y no era yo y que, por más que yo estirara el brazo, jamás llegaba a tocar, pero que podía percibir en toda su perfección, podía ver, no, podía incorporar cada una de mis seis patas, sentir cómo rasgaban su camino en el yeso blando de la pared, podía estar dentro de esa insistencia, ser uno con el impulso de trabajo y resignación. Después, esa felicidad, esa ignorancia entorpecida desapareció. La luz me soltó y volví a caer en esta conciencia, en este cáncer razonado que llamamos vida.
Berenice hubiera querido entender de qué hablaba realmente el señor Müller al decir «ignorancia entorpecida». Lo único que dibujaban esas palabras para ella era la imagen de Baby Moon tratando de mantener su equilibrio en el círculo de muñecas que la excluía. Pero justamente la torpeza de Baby Moon era un problema, no era para nada fácil o feliz. El señor Müller estaba mezclando las cosas. «Eso le pasa por drogarse», pensó una voz en su cabeza que se parecía a la de Emma Lynn, pero que no podía ser la de ella porque Emma Lynn no pensaría nada de eso. Pensaba, de hecho, que todo el mundo tenía derecho a la locura. De modo que no era imposible que le hubiera vendido hojas alucinógenas a la gente del bosque. Podía muy bien verla emprendiendo esa tarea con orgullo y sentido comercial.
Berenice suspiró, tomó un trago de la cerveza con naranja que le había servido el señor Müller y le pidió que le contara qué había pasado la última vez que los dos desadaptados habían ido a la florería.
Esa tarde, el lunes anterior, él se había acercado a la verja que había colocado para separar su casa de lo que había sido su garaje y ahora era el negocio de su inquilina. Al señor Müller le gustaba mantener las cuestiones comerciales claras y separadas. Desde la ventana de la sala, vio llegar al hombre y a la mujer. Corrió las cortinas y salió al jardín, fingiendo buscar a Sissy, la perra que en ese momento dormía cómodamente frente a su televisor. A veces, si no hacía demasiado frío, la dejaba suelta para que hiciera algo de ejercicio (al igual que su dueño, Sissy tenía problemas de peso). Se acercó lo suficiente como para darse cuenta de que los tres discutían: Emma, apoyada en el marco de la puerta del vivero; los otros dos, demasiado cerca, inclinados hacia adelante. No pudo oír con claridad lo que decían, pero le quedó claro que Emma había decidido no darles más hojas de albaria a los miembros del grupo, lo cual era sumamente lógico, opinó el señor Müller, porque así lo único que lograría sería matar la única planta que tenía. Evidentemente, no se pusieron de acuerdo porque el hombre y la mujer se negaron a irse y siguieron hablando un largo rato. Intentaban convencer a Emma de que los acompañara al bosque. Querían, dijo el hombre, mostrarle algo «increíble». La mujer retrocedió unos pasos para dejar a su compañero más cerca de Emma. El señor Müller sintió que tenía que intervenir. Llamó una vez más a Sissy, y la mujer se agitó, nerviosa. Emma ni siquiera lo oyó. Entonces, él percibió algo que en otras oportunidades había escapado a su capacidad de observación: los ojos de Emma miraban a los del gigante escandinavo como si se hubieran sumergido en ellos.
—Claramente, estaba enamorada de él. Ahora, digo yo, ¿cómo es posible que las mujeres sigan cayendo en eso? Mucho quemar corpiños en sus hogueras feministas, pero todas terminan aceptando ese final. Y eso que tu madre parecía diferente. Fue ahí cuando me di cuenta de que ni siquiera les había estado vendiendo la planta: se las había estado regalando, primero las hojas, después las pocas semillas que le quedarían. De alguna manera había estado colaborando con su proyecto. Sí, se había rendido a sus palabras, a sus ideas o, lo que es peor, a sus feromonas. El tipo dio un paso hacia ella, estiró un brazo y le tocó la mejilla con el pulgar. Eso fue suficiente: Emma entró al vivero y volvió con un bolso de cuero que cruzó sobre su abrigo rojo. Eso y la maceta con la albaria fue todo lo que le vi llevarse. Acababan de convencerla de que entre todos ellos habían sido capaces de develar el misterio de su crecimiento.
«Mentira», pensó Berenice. La flor no importaba. Tampoco el hombre. Lo que importaba, lo supo en el mismo instante en que el señor Müller hizo una pausa para vaciar otro vaso de cerveza, era Gabi.
Berenice fue hasta el mostrador y volvió con el cuaderno gris. Buscó la fotografía de los hombres y mujeres alineados frente a la casa que parecía un castillo, la agitó frente a los ojos del señor Müller y le contó sobre el día en que ella y su madre habían descubierto las semillas escondidas en el forro de la mochila. Le contó eso y todo lo que Emma le había dicho de Gabi y de su vida en esa casa de torretas y balcones. A Berenice le parecía increíble que su madre hubiera vivido ahí, aunque hubiera sido sólo durante sus primeros meses de vida. Siete o nueve. Nadie lo sabía con exactitud. Meses en los que esos hombres y mujeres se habían turnado para darle de comer, cambiarle los pañales o calmarle el llanto. Hasta que la abuela Cecilia había llegado para rescatarla de «la abominación».
Gabi no estaba en la foto porque la habían sacado un poco antes de que ella llegara a la mansión. Cecilia solía contarle a Emma cómo su hija había huido en medio de la noche, con una mochila y una guitarra y la convicción de que engañaba a toda la familia. A la mañana siguiente, Cecilia y el resto de los niños habían comentado, entre risas y panqueques, que cada uno de ellos había contenido el aliento y fingido dormir profundamente, temblando bajo las sábanas ante la posibilidad de que la hija mayor se arrepintiera, que finalmente no tuviera el valor de abandonarlos.
Gabi quería ser cantante, grabar discos y tocar en lugares atiborrados de jóvenes. Pero era floja, no tenía disciplina. Solamente tenía una voz. Cecilia siempre había creído que Gabi no la merecía, que la dilapidaba en cada palabra que salía de su boca. Que su hija fuera dueña de esa voz, le hacía cuestionar la repartición de dones en el universo.
Los meses anteriores a la huida, Cecilia había descubierto que Gabi había dejado de ir a las clases de piano que ella le pagaba. La dejó hacer y esperó. La dejó guardar en una lata el dinero de Miss Dalessio. La dejó ahorrar para pagarse el pasaje de autobús, la dejó planear esperando que finalmente se perdiera. Como lo hizo. En esa casa de gente rica y desquiciada.
En cambio, cuando Emma le contaba a Berenice la historia de su madre, no hablaba de perdición ni de dones ni de la contabilidad que sostenía al universo. La contaba como si fuera la leyenda que explicaba el porqué de su nacimiento: las aventuras de Gabi en la comuna de Bridgend equivalían a la temporada de una chica pobre en un palacio, donde la música y la psicodelia transformaban a cada uno de esos hombres en potenciales príncipes del rock y el sexo libre era parte del contrato con la leyenda, la conclusión natural de tanto talento. Aunque la abuela Cecilia la había criado y le había enseñado todo lo que sabía, también la había hecho igual a todos (a sus tíos y tías, que se peinaban a la moda de quince años atrás, iban a la iglesia, compraban casas con jardines y tenían al menos tres hijos cada uno). Gabi era su misterio, su inquietud y su belleza, la sombra de la mujer que podía ser y que vivía agazapada, mortificándola, en sus genes, esperando el día indicado para dar el salto hacia ella misma. Eso no lo sabía Berenice. Pero lo intuía. Intuía que su madre no la había abandonado, sino que simplemente había decidido ir hacia ese cuento de hadas en el que ella, Celeste Emma Lynn Brown, de pronto y antes de que todo se acabara, había nacido.