Capítulo 11
De un modo que no llegaba a comprender por completo, Vick pensó, con esa desazón o debilidad de la mente que le sucede al que narra una historia demasiado larga, que él era responsable de la mujer que ahora lo miraba desde el otro lado de la mesa de su cocina. Él y su descubrimiento infantil.
—Usted dijo que era la historia de su primer animal. Creí que se refería a otra cosa. A la planta, a sus efectos. No a esto —dijo ella golpeando la mesa con la palma de la mano. Lo hizo sin brusquedad, pero el contacto fue lo suficientemente sonoro como para sobresaltarlo—. Quiere decir que usted nunca la probó —siguió, decepcionada.
—Claro que nunca la probé. Me bastó con ver lo que le había hecho al pájaro ¿O acaso cree que los casos de suicidio animal son muy frecuentes?
—Ya. En el bosque hemos visto algunos animales enloquecidos. Corren por horas, desenfrenados. Pero nada más. Nada como lo que usted cuenta. A nuestros ciervos nunca les ha pasado nada, pero eso puede ser porque ellos sólo comen las semillas. Desde que se nos escapó un macho de seis astas, Aero es muy cuidadoso con eso.
—Pero es que ni siquiera podemos aplicar la palabra «locura» a ese mundo, no tenemos palabras para eso, para un pájaro que, en contra de su instinto, se estrella deliberadamente contra los barrotes de su jaula.
—Requiere valor, es cierto.
Hizo una pausa. Sacó del bolso un sobre con unas pocas hojas secas y un frasco que parecía contener miel.
—Sabíamos que era de Coloma y eso nos pareció casi una señal. Esperábamos que supiera más que nosotros sobre la flor, a eso pensé que se refería con su «primer animal». Creí que iba a enseñarme algo. —La mueca que acompañó ese verbo ni siquiera fue irónica: había verdadera desilusión en ella y eso le pesó a Vik más que una burla—. Conseguimos su nombre en el Centro de Ayuda al Inmigrante, sólo había dos personas provenientes de la isla. Usted y una señora que ya murió. —Suspiró y señaló el Ploucquet que podía verse desde la cocina—. Ni bien vi a ese pobre conejo, supe que nos habíamos equivocado. Ningún desadaptado podría dedicarse a rellenar animales —dijo y luego hizo una pausa, como si dudara de que él mereciera las palabras que pronunciaría; pareció concluir que sí—. Por supuesto que la idea no es nuestra, es mucho más antigua. Se trata de un estado de consciencia. Otras drogas y experiencias también pueden producirlo. Siempre he pensado que la ciencia es un error, que el error de todos en los sesenta y antes también, fue tratar de convencer al mundo con argumentos científicos. Basta que exista la belleza. Basta que exista el valor. Otros hablan de las fuerzas cósmicas o de la comunicación con el mundo animal. El mío siempre es una araña. Esa es mi forma. Mi manera de retroceder, de «enmendar el daño cultural», diría Aero. Dicen que aquí también hubo una tribu que usaba la flor en sus rituales, no sé cuál de las variantes. Hubo una comuna en los años sesenta, también. Fueron los que consiguieron esta cepa —dijo acariciando las hojas—. Probablemente la trajeron de su isla hace décadas.
Mientras hablaba, untó una rebanada de pan con un poco de miel, tomó algunas hojas y las puso encima.
—Tiene un sabor bastante amargo. Se tarda en acostumbrarse. —Y como si recordara de pronto el tiempo y el espacio en el que esta conversación se estaba llevando a cabo, agregó, mirándolo a los ojos—: Debería haberme ido hace rato, pero quería ver hasta donde llegábamos.
—Sí, ya dijo que le encomendaron ser invisible.
—Nadie me encomendó nada. Cada uno elige su prueba. Yo elegí esta: primero en la calle, después en la casa de un hombre como usted. ¿Sabe que aquí podrían vivir y alimentarse cómodamente más de quince personas? Lo he calculado. Y la cantidad de comida que usted desperdicia, por favor. Pero, bien mirado, todo en el mundo es desperdicio. No, lo que quise decir es que me intrigaba saber hasta dónde podíamos llegar usted y yo. Qué haría después de las cámaras. Eso me hizo pensar que era un caso perdido. Antes no. Antes no me parecía ni cerdo ni burgués ni cómplice del sistema, para ganarse esos insultos tan fuera de moda hay que tener cierta consciencia de lo que uno está haciendo. Y usted aparentaba ser apenas un tipo desesperado. ¿Sabe cuántas conversaciones con un ser humano tuvo en los últimos días? Una, con el hombre que instaló las cámaras, por supuesto. ¿Qué será lo próximo?, pensé entonces. Podía verlo perfectamente yéndose a comprar un rifle de asalto.
Empujando un poco la taza de Vik, dejó sobre el plato el pan con su supuesta carga de iluminación. Algo de miel le resbaló por la mano (todavía sucia, con esa mugre adhesiva, que avanza en puntos pegajosos, pensó Vik). Ella se la limpió con la lengua, se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja y, aparentemente satisfecha con su sermón, cruzó los brazos sobre el pecho.
¿Qué esperaba? ¿Que él se comportara como un personaje de película? ¿Que se convirtiera en un rebelde, un superhéroe o un infeliz al ingerir un trozo de pan? Probablemente eso no era más que una parada o una prueba en el camino que ella se había fijado para su coronación. No había muchas diferencias entre lo que esa mujer estaba haciendo y los fanáticos religiosos que de vez en cuando golpeaban a su puerta, pensó Vik, decepcionado. Si le quitaba todos lo elementos extraordinarios a la historia, si le quitaba las coincidencias, las ironías y la flor, obtenía lo mismo que en cualquier grupo humano con una causa: un único y monstruoso dedo en alto, la voluntad y la inteligencia individual anuladas por la fuerza de un colectivo aferrado a una creencia como a una balsa miserable.
Vik observó a la mujer con detenimiento. Las puntas del pelo ya no le goteaban. Se fijó otra vez en la red de arrugas que tenía alrededor de los ojos. No indicaban edad. Tal vez eran el producto de la vida a la intemperie, porque todo lo demás (los pechos, el cuello y, sobre todo, las manos) indicaban firmeza. No, descartó casi inmediatamente. Tampoco eran producto de la vida a la intemperie. Esa mujer sólo había pasado un tiempo breve en la calle o en el bosque. No tenía las uñas lo suficientemente dañadas, ni la piel seca de las refugiadas en Coloma. No, la de esa mujer había sido humectada con cremas o aceites hasta hacía muy poco tiempo.
Volvió a lamentar no haber prestado más atención a las noticias sobre la secta. Se preguntó si ella tendría hijos a los que habría abandonado para despertar a la sociedad de su letargo colectivo. Le costaba imaginarlo. Pero tampoco había imaginado que los desadaptados fueran tan jóvenes. Pensándolo bien, era cierto que algunas juventudes se definían sólo en el exceso, una definición que, por naturaleza, no podía durar más allá de los treinta. Pero ¿acaso no es cierto que todo el mundo hoy en día tiene treinta años?, pensó con ironía. Todos menos él, que recordaba con exactitud su fecha de caducidad: a los veinticuatro, el año en que su cuerpo había empezado su renuncia. No, no había habido demasiados excesos, ni siquiera antes de eso.
Indicaban dolor, decidió con respecto a las arrugas. O lo que ella entendía como tal. Por lo tanto, no era, no debía ser, pensó volviendo a fijar la mente en el conteo entre una y otra pulsación de los nervios de su espalda, imposible convencerla. De qué, ni él mismo lo sabía, pero había descubierto que ya no la quería fuera de su casa, no todavía. De sólo pensar en ese grupo con delirios de sociedad alternativa, el dolor, el cansancio y la bronca se juntaron en un temblor en la punta de sus dedos. Escondió las manos debajo de la mesa y volvió al conteo. Después de un intervalo de dieciséis segundos, contestó:
—¿Y quién le dijo que no tengo un rifle de asalto en la casa?
Sin verificar el efecto de su réplica, se incorporó con dificultad, tratando de no aferrarse demasiado evidentemente a la mesa. Ella también se levantó de la silla. Parecía asombrada. Con los brazos al costado del cuerpo, desarmada, lo observó luchar con la queja de su espalda. Vik contó los pasos de su trayecto hasta la escalera, que hizo apoyándose en muebles, repisas y respaldos: exactamente treinta y nueve, más del doble de lo usual. Los escalones fueron más fáciles, los cuádriceps podían hacer todo el trabajo.
Ya sentado sobre la cama, mientras se desvestía, oyó que ella se movía en la planta baja. Prestó más atención, esperando distinguir, de un momento a otro, el golpe de la puerta de calle. No fue así. Oyó correr el agua, oyó sillas arrastradas, cajones, vidrio y metal en combinaciones que, por familiares, le resultaron casi absurdas: la mujer había lavado, secado y guardado los platos y ahora subía la escalera.
No estaban listos. Pero nunca iban a estarlo. Eso lo sé ahora que se terminó todo, ahora que a mí también me tiemblan las manos. Lo repito para usted y para mí, doctora Danko. ¿Cree que me he ganado unos tranquilizantes después del milagro del cementerio? Yo creo que sí. Y el té de lavanda, y el perdón, y el punto final.
Quiero decir, que al menos es el final de esto. De este cuarto, de este centro para ancianos, de esta memoria que probablemente usted etiquetará y archivará igual que otras para seguir con un grupo de viejos en otra ciudad, en otro país. Miles, millones de palabras para la posteridad por las que se han gastado miles, millones en subsidios para que mentes brillantes como la suya tengan vacaciones pagas junto a sus hijos en algún centro de esquí. ¿Cuántas historias como la mía ha recolectado sin la intención real de que alguien vuelva a apretar PLAY? Me da igual. Que usted la pase bien en sus vacaciones en las montañas. Y que no haya oídos para mi historia. Eso sí que es retirarse con la última palabra.
A veces me dan ganas de creer. En la fuerza de los astros, en el ADN o en la biología, en cualquier cosa que explique cómo un círculo abierto hace más de treinta años acaba de cerrarse tan perfectamente. Pero no hacen falta explicaciones esotéricas. En el fondo es el plan desesperado de Smithfield el que trajo este desenlace, la oportunidad de compensación. ¿Qué le doy demasiadas vueltas al asunto? Puede ser. ¿Pero cuántas vueltas daría usted para contar que pudo haber evitado la muerte de una chica y en cambio se quedó quieta, viéndola caminar con un rifle en las manos hasta que se perdió en el bosque? Oh, yo creo que usted daría tantas vueltas como yo, tantas como sus años se lo permitieran.
Ya está. Ya lo dije. Frank lo sospechó siempre y jamás me lo perdonó. Claro que yo tenía decenas de atenuantes, los mismos que le conté a la policía. Ese día, no sólo me había faltado el Marlin. También me había faltado Celeste. Era una mañana fría y llena de bruma. Un aire espeso y blanco salía del bosque y rodeaba la casa de los Clarke. Cuando desperté, ninguna de las dos estaba en el cuarto. Me costó levantarme. Después, cuando todo hubo pasado, pensé en la posibilidad de que Gabi hubiera puesto algo en mi comida de la noche anterior. Me pesaba demasiado la cabeza, como si alguien me sujetara a la cama con cuerdas que me tiraban de la nuca. Pero puede ser que no. Puede ser que yo simplemente hubiera tomado de más. No lo recuerdo. No puedo recordarlo todo. Sí tengo claro en mi memoria el momento en que me agaché a buscar el zapato izquierdo y vi que el Marlin no estaba debajo de la cama. Pensé en Celeste, en la mirada vacante de su madre y se me congeló la sangre.
La casa todavía estaba en sombras, el día se insinuaba gris y lluvioso. Todos los demás dormían. Nadie se levantaba antes de las diez en Bridgend, excepto el pintor cósmico cuando estaba inspirado o algún chico pasado de pastillas, era frecuente bajar a la sala y encontrarse con algún espectáculo, pero no con gente verdaderamente despierta.
El altillo y el bosque eran los lugares favoritos de Gabi. Elegí el altillo. Era una habitación grande con un baño en el fondo, que antes usábamos para sesiones colectivas. Ocupaba una de las esquinas de la casa y tenía grandes ventanales. Las paredes estaban cubiertas por un empapelado viejo, rosado y crema. Subí la escalera sin hacer ruido. La puerta estaba entreabierta. La empujé. Hacía meses que yo no entraba en esa habitación. Sabía que Gabi y Gutierrez tenían allí varios experimentos. Pero ese día lo único que encontré fueron bolsas de tierra, algunos instrumentos de jardinería en desorden y plantas muertas, arrancadas de sus macetas: lo que sea que hubiera crecido allí ya no lo hacía desde hacía tiempo.
No me detuve a pensar en eso. Créame que lo que menos me importaba entonces era el misterio de las flores. En un sillón, debajo de unos almohadones, trapos y papeles de diarios alcancé a ver la manta amarilla de Celeste. Recordé que en sueños la había oído llorar. Imaginé que Gabi la había llevado hasta el altillo, que en un intento por calmarla la había ahogado con los almohadones. Todo esto pensé, todavía con la mano en el picaporte, sin poder moverme. Es increíble cuánto puede hacer la mente en unos segundos, cuánto más que el cuerpo. Finalmente logré despegarme de la puerta y levantar los trapos y almohadones. No, Celeste no estaba debajo de ellos. Desesperada, me acerqué a la ventana que daba al frente. Ahí estaba Gabi, parada justo en el límite en el que el jardín de los Clarke se transformaba en bosque. Llevaba a la niña apoyada en el hombro izquierdo y el rifle colgando de la mano derecha. Recuerdo todo a la perfección, el vestido azul plisado que ella llevaba puesto, el suéter blanco, las zapatillas de tela. Detrás de ella venía el ciervo. Lo había liberado, pero él la seguía a unos metros de distancia, desorientado por tantos meses de cautiverio. Lo vi oler el aire y detenerse, mirando hacia el bosque como quien se prepara para un festín.
No esperé más. Bajé las escaleras sin preocuparme por el ruido que hacían mis zapatos, mi respiración, mis pensamientos. Salí al jardín por la puerta de atrás y juro que en apenas diez segundos estuve detrás de ella y le arranqué a la niña de los brazos.
Gabi me miró con una mirada que ya no estaba vacante ni esperando ser completada por algo. En sus ojos había tranquilidad. Sí, la tranquilidad de alguien que ha pensado todo lo que podía pensar, que ha llegado al límite del pensamiento, al lugar en donde el mismo retrocede y sólo queda espacio para la acción.
—Mucho mejor, Berilia —me dijo con una voz igual de serena, mirando a la bebé que yo apretaba con fuerza contra mi pecho. Y agregó algo que jamás olvidaré—: A limpiarse la cara y a comprar mantequilla.
Con una sonrisa perfecta, corrió hacia el venado, que se había adelantado y se había quedado quieto, observándonos. Al verla llegar, se lanzó hacia la espesura.
Todas las veces que vuelvo a esa escena en mi memoria, acomodo a Celeste en el hueco de un brazo y estiro el otro hasta agarrar a Gabi del codo o del hombro, incluso del vestido. Todas las veces compruebo que sí, que hubiera sido posible. Pero no lo hice. Ya lo dije. Lo único que cuenta es lo que una hace, no lo que una dice.
Nunca encontraron al ciervo. Pero yo estoy segura de haber oído dos disparos. Y siempre pensé que Gabi tenía la intención de irse sin dejar nada que pudiera llamarse suyo sobre este mundo. Por algo había destruido las plantas. Era lógico que Celeste y el ciervo siguieran el mismo curso. Tal vez el animal sobrevivió. O simplemente ella tuvo la precaución de disparar primero al aire para asegurarse de que había cargado correctamente el rifle antes de ubicarlo —con una maestría que todavía me sorprende— en la posición correcta para que la bala fuera fatal.
Pero esos detalles ya no importan. Lo que importa es que yo no hice absolutamente nada. Me quedé parada en el jardín sintiendo el corazón de la niña sobre el mío un tiempo que a mí me pareció larguísimo, pero que no pudieron ser más que unos segundos. Finalmente, la aparté de mi pecho y la miré a los ojos. Entonces estuve segura de haber hecho lo correcto: esos eran los ojos de Frank Smithfield y, si de mí dependía, me ocuparía de que siguieran abiertos tantos años como fuera posible.
En el camino de vuelta, empezó a lloviznar. El señor Müller maldijo su falta de preparación: el estómago le hacía ruido de hambre, no tenía ni una barra de cereal encima y ni siquiera había tomado la precaución de llevar una linterna. Una vez que logró dejar atrás la parte más espesa del bosque, decidió entrar a la ciudad por la puerta norte del cementerio, que seguramente estaría iluminado. Tendría que atravesarlo todo, subir y bajar sus dos colinas siguiendo las calles asfaltadas y orientándose por los mausoleos hasta salir del otro lado por el portón sobre Grandville. Era la única forma de no perderse. Venía pensando en eso y en el discurso del extranjero, en cómo el poder de su voz y de su estatura contrastaba con la pobreza de sus palabras. A él no le impresionaban más que una armadura expuesta en un museo: eran el documento de una guerra demasiado vieja, una coraza de probada inutilidad para ganarla, en todo caso. ¿Y qué quería decir él con eso de seguir la «estrategia de la vida orgánica»? ¿Acaso había otro tipo de vida más allá del carbono? El señor Müller odiaba ese tipo de redundancias que querían sonar «científicas» igual que la gente que hablaba de «electrolitos naturales». Por Dios, eso era desconocer las nociones más básicas de química.
El carbono, la química y los muertos sobre los que venía caminando a paso rápido para no mojarse, le hicieron pensar en cuál sería la sustancia activa en las albarias, cuál era la molécula que transformaba a ese grupo de jóvenes, la que supuestamente los llevaba de vuelta a ese lugar donde un hermano animal los alejaba de las palabras y su limitación. En un esfuerzo de comprensión, el señor Müller volvió a ver las caras de los que habían estado sentados en círculo escuchando al extranjero. Recordaba especialmente a dos muchachos que parecían los más jóvenes del grupo y estaban claramente emparentados: tenían narices idénticas, pelo castaño enrulado y todavía no se habían desecho de esa grasa, de ese exceso de suavidad en las mejillas que señala la niñez. No tendrían ni dieciocho años, pero igual parecían dispuestos a todo. Uno llevaba vendada la punta del anular izquierdo; el otro, la oreja derecha. Al principio el señor Müller pensó que se trataría de una marca más de ferocidad: haber sobrevivido a una herida suma argumentos a la aptitud de un soldado para la guerra. Pero otros en el círculo también estaban vendados y entonces llegó a la conclusión de que o las vendas eran algo simbólico o estaban relacionadas con los efectos de la albaria en el cuerpo de quienes la consumían demasiado asiduamente. Entonces recordó el pasaje del libro de Lund que había leído y pasado por alto unos meses atrás. Bien podía ser que la sustancia activa en las hojas de la planta fuera similar al hongo del centeno, que causaba, en algunos casos, la pérdida de circulación en las extremidades. Sin embargo, no parecía probable. Los desadaptados se veían saludables y lejos de la gangrena que mostraban los afectados por el fuego de San Antonio. Tal vez ellos también habían leído a Lund y se vendaban como homenaje a esa tribu, que aparentemente había llevado a cabo alguna práctica de mutilación ritual. O tal vez lo hacían simplemente para significar algo. Su fragilidad, pensó el señor Müller. La fragilidad o la inutilidad del ser humano frente al resto de los seres vivos. No, no su fragilidad. Su indefensión, concluyó en un relámpago insatisfactorio que coincidió con su llegada al obelisco de los Klink. Tal vez por eso esa gente estaba obsesionada con los ciervos. La albaria les ofrecía una vuelta a ese mundo mudo que ellos creían más sabio y más simple. El señor Müller suspiró y se apoyó en un pino. Decidió que la única forma de saberlo, de comprobar en qué consistía esa «resistencia espiritual», era probando las hojas de albaria que había guardado en su refrigerador unos días atrás. Haber llegado no a una conclusión, pero sí a un posible experimento que lo acercaría a ella, lo reconfortó y decidió celebrarlo con un cigarrillo, apenas el tercero en un día lleno de acontecimientos. Nada mal para alguien que venía tratando de dejar de fumar desde hacía diez años, cuando su mujer había muerto de cáncer y el precio de los cigarrillos se había ido por las nubes.
La lluvia había parado un poco, sólo algunas gotas caían sobre su sombrero y el impermeable de pesca que sí había tenido la precaución de ponerse siguiendo las indicaciones del pronóstico que revisaba cada mañana. Encendió el cigarrillo, aspiró el tabaco mezclado con lluvia y pino y exhaló el aire por la nariz, sintiendo cómo, a pesar de tantos años, la primera pitada tenía el poder de marearlo y de excitarlo a la vez.
A diferencia de muchos de sus compañeros de la universidad, el señor Müller nunca había sido un entusiasta de las drogas. Por esa época, muchos de los estudiantes de bioquímica entraban a la carrera con el secreto objetivo de especializarse en el reconocimiento de hongos y flores psicoactivos, un saber que no pocos combinaban con los deportes de alto riesgo o la pasión por escalar montañas y de llegar a lugares desconocidos. Así había sido Teddy Gutierrez, un joven de lentes gruesos, barba y pelo castaños, que se vestía siempre con un saco a cuadros color café y un pantalón haciendo juego, un uniforme que no llegaba a producir el buscado aspecto de dignidad. Por más saco que usara, Teddy Gutierrez lucía como si acabara de huir de un incendio cargando sus pocas pertenencias en el portafolio de cuero rojizo del que nunca se separaba y que rebalsaba de papeles. En la universidad lo llamaban «el sacerdote». No porque hubiera ido al seminario, sino porque su voz parecía estar entrando siempre en una letanía y por sus modales reservados y contenidos, pulidos en una niñez atroz de la que nadie tenía detalles. Desde muy joven la gente lo había elegido para confesarse. La espalda ligeramente encorvada, los ojos inescrutables detrás de esos anteojos demasiado gruesos y la nariz chata por la que inevitablemente resbalaban, obligándolo al gesto correctivo de la mano, inspiraban confianza. Con los años ese gesto, que parecía el de alguien preparándose para una contienda, se transformaría en una marca de su personalidad, el ademán de un hombre serio y reconcentrado, con el anular sujetando los anteojos o presionando la glándula pineal, el tercer ojo o cualquier otro canal clarividente que lo preparara para la escucha. Con las chicas, ese ademán tenía un éxito inexplicable. O eso pensaba el joven Müller, que pertenecía al grupo de los estudiantes serios y emprendedores, poco experimentados en el romance, pero que acabarían manejando su propio negocio.
Teddy Gutierrez, en cambio, ni siquiera había llegado a graduarse: había preferido viajar y experimentar en su cuerpo lo que otros sólo se animaban a leer en los libros. Tenía el proyecto de escribir un catálogo de los tipos de alucinaciones asociados a cada sustancia psicoactiva. Había comenzado con su diario íntimo de viajes mentales y había continuado con investigaciones grupales. Incluso había logrado que los Klink y otros filántropos le financiaran parte del proyecto. En esa fase de su «investigación», trabajó grabando las visiones de distintos sujetos bajo el efecto de diferentes drogas. Se lo veía de vez en cuando por el campus, cargando un enorme grabador a cinta abierta y reclutando jóvenes para sus «grupos de experimentación de la conciencia». Así los llamaba. El señor Müller recordaba que alguna vez lo había escuchado exponer parte de sus resultados: parecían los delirios de un profeta. Le recordó la empresa desmesurada, ridícula pero, sobre todo, soberanamente aburrida, de Swedenborg clasificando ángeles.
Había algo de arrogancia en ese privilegio de la experiencia por sobre el experimento, pensaba el joven Müller, que por entonces creía que un científico debía recurrir a la autoexperimentación sólo cuando no quedaban otras opciones para alcanzar el conocimiento deseado. Como él, ahora, que se había decidido a probar la albaria a falta de otra manera de entender lo que estaba pasando en los bosques. Esa decisión lo hacía sentirse más joven y era eso, la idea de poner en juego su propio cuerpo, lo que le había hecho pensar en Gutierrez mientras la lluvia seguía cayendo cada vez más fina sobre su impermeable. Eso y el obelisco de los Klink. Que Berenice le hubiera mostrado ahora una fotografía en la que su compañero aparecía con otros miembros de su grupo, no hacía más que cerrar a la perfección su círculo de razonamientos.
Todavía recostado en el árbol, le dio una última pitada al cigarrillo, lo aplastó con delicadeza contra el tronco y lo metió en su bolsillo. Siempre tenía cuidado con las colillas: había habido varios incendios en la zona causados por fumadores irresponsables. Es que los bosques eran cada vez más peligrosos, no se parecían en nada a los de su infancia. Antes uno podía andar por horas en esos valles sin cruzarse con otro ser humano, ahora estaban llenos de desamparados que iban de una ciudad a otra huyendo del invierno o de provincias con policías menos tolerantes. También estaban los grupos como el de los autodenominados «desadaptados». Incluso la fauna del lugar ya no era la misma. Se hablaba de la extinción lenta pero segura de algunas especies de aves por culpa de esta última avanzada humana (no ya la avanzada productiva o capitalista, sino la de los miserables y la de los autoexcluidos) sobre la naturaleza. El señor Müller no le daba demasiado crédito a esas protestas, pero sí era cierto que durante el verano los ciervos de la zona se habían estado comportando de manera extraña. Recordaba las noticias que habían llegado a los canales locales: la del hombre atacado por un macho enorme y fuera de control mientras trabajaba en su huerta; la de Helga, una hembra huérfana y dócil que una familia había criado desde chica y, sin embargo, un día que volvía con los dos hijos mayores de pastar en las montañas, se había lanzado a la carrera y embestido el parabrisas de una camioneta. El conductor había muerto al instante, a Helga habían tenido que sacrificarla. Era raro que una hembra atacara de ese modo, sobre todo si no tenía crías, y el asunto se sumaba a otros casos desconcertantes de «locura animal».
El señor Müller se despegó del árbol en el que se había estado protegiendo de las últimas gotas. Ya había parado de llover y las nubes se habían abierto un poco, dejando pasar algunos rayos de luna. Fue entonces que, a un costado de las tumbas de los Klink, vio la lápida con el nombre de Cecilia Brown. Sintió cómo su pensamiento se aceleraba, corría rápido, descartando unos caminos y eligiendo otros. ¿Por qué le resultaba familiar ese nombre? Tardó todavía unos segundos más en comprender que era el mismo apellido que el de su inquilina y, sólo entonces dio con el atajo mental que le faltaba. Recordó que los dueños de Helga no vivían lejos del cementerio y que Emma le había contado cómo había logrado producir su primera y única albaria: de manera puramente azarosa, una vez que había esparcido las semillas sobre la tumba de su abuela, Cecilia Brown.
—Ah, si pudiera reproducir ese momento de limpia, clara y absoluta plenitud mental —le dijo ahora el señor Müller a Berenice, que hacía rato no lo escuchaba y dormía su sueño de motociclistas y abandono con la cabeza apoyada sobre el codo izquierdo—. Un momento de verdadero esplendor cerebral, diría. Creo que no sentía algo así desde mi época de estudiante.
Es que en ese momento, todavía en el cementerio y mirando la lápida de una muerta desconocida, había descifrado el secreto de las albarias: la única forma en que sus semillas podían crecer en ese clima era pasando primero por el estómago de los ciervos, lo cual degradaba la gruesa película que las protegía, permitiendo que germinaran. Era la única explicación porque, además, concordaba con otro detalle del diario de Lund: el hecho de que la tribu de adivinadores que describía tuviera pavas de monte. Probablemente se refería no a las pavas tradicionales, sino al hoacín o serere, un ave con el estómago como el de los rumiantes, capaz de degradar las semillas. Así debían haber crecido las albarias en el continente, del mismo modo en que habían germinado las que Emma había arrojado sobre la tumba de su abuela. Algunos animales las habrían consumido junto con las hierbas del lugar. No era imposible que posteriormente también hubieran mordisqueado las hojas de las plantas una vez que fueron creciendo indiscriminadamente por todo el cementerio. Eso explicaba la locura de los ciervos durante el verano, los episodios inusualmente violentos que habían salido en los diarios.
Estaba convencido de que los desadaptados también habían llegado a esa conclusión. Por eso tenían ciervos en el hotel. Seguramente los alimentarían con semillas esperando producir más plantas. Bien mirado, era un poco decepcionante que su interés por los venados fuera tan concreto y material y no tuviera, en el fondo, nada que ver con la «resistencia espiritual» que tanto predicaban.
Pero eso no le importaba realmente al señor Müller. Lo que le importaba era comprobar que, a pesar de sus años, a pesar del fracaso comercial de su negocio y del enfisema pulmonar que se insinuaba en su pecho, siempre iría por delante de los Teddy Gutierrez del mundo, por más que ahora se reinventaran en ejecutivos arrepentidos. Sí, el hombre era una bestia para el hombre. Pero no era ni siquiera un lobo, sino una bestia genérica, perdida en la contemplación de una mejor imagen de sí misma que en vano trataba de hacer coincidir con el mundo «natural». Una falsa inocencia, producida químicamente. Un salvaje artificial. Ese era el pobre eslabón evolutivo que habían podido ofrecer las últimas generaciones de un país que hacía rato había perdido toda lógica social. Frente a eso, nada como una mente clara, un arma afilada y lista, al servicio de la verdadera supervivencia. Y el señor Müller estaba seguro de poseerla.