Capítulo 12
La oyó entrar al clóset, arrugar bolsas, abrir o cerrar cremalleras. Tendido de lado para aliviar la carga en la espalda (había resistido el impulso de tomar una cucharada de morfina), contempló la posibilidad de que ella estuviera juntando sus cosas para irse. No parecía ser el caso. ¿Se estaría acomodando para pasar la noche en el estante? La imagen —casi la de una gallina acurrucada en su cajita— lo hizo reír en sacudidas poco aconsejables para el estado de sus nervios. Sabía que había frustrado con éxito sus predicciones. Un pobre tipo enfermo o un bruto armado para defender su derecho a la propiedad eran los papeles que ella le había asignado en esa obra de teatro. Como si los años de felicidad en Coloma, la aceptación de la enfermedad con la que su cuerpo había elegido rebelarse y una catástrofe natural que lo había transformado en un inmigrante más en esa ciudad que detestaba pudieran entrar en las dos variables a las que ella había reducido su nombre.
Ya le demostraría qué complejo e impredecible podía ser un verdadero ser humano, pensó apretando los puños debajo de la almohada. Qué tan terriblemente empático podía ser él a diferencia de ella y de los imbéciles en los bosques. La verdadera ética nunca puede ser grupal, nunca puede ir más allá del par. Se lo enseñaría con paciencia, con elegancia. Cocinaría para ella. Le dejaría su cama y dormiría en la chaise longe de la planta baja. Le conseguiría ropas mejores. Le confiaría secretos de su pasado en Coloma, secretos que poco a poco le revelarían otra cosa: la idea de que ella y sólo ella estaba destinada a compartir con él el tiempo detenido en esa ciudad del norte. La convencería de que era hermosa, única, imprescindible. Podía hacerlo. Y una vez que pronunciara esas palabras, ya no habría vuelta atrás. Entonces, cuando se sintiera amada y protegida, llegaría el momento de ver cuánto le importaba cambiar el mundo y quién ganaba finalmente la partida, pensó Vik, aflojando las manos y rindiéndose con una sonrisa a la suavidad de la almohada.
Tuvo un sueño breve en el museo. Estaba dentro de una vitrina, pero no se parecía a ninguna de las composiciones de Smithfield; los muñecos estaban deteriorados y húmedos, la pintura que hacía las veces de piel se les caía a pedazos y el yeso blanco y triste de la verdad quedaba expuesto a la luz amarilla de las lámparas. Eran muchos, más de diez, colocados frente a un vidrio en una disposición que no componía ninguna escena. No había nadie más en el museo y él caminaba entre esos indios llevando una radio portátil que transmitía un partido del campeonato nacional de hockey. Había goteras o filtraciones. Pronto sus pies luchaban con el agua y la radio se transformaba en un rifle, aunque la voz del locutor le seguía llegando desde algún sitio. El agua no tardaba en alcanzar su cintura y los maniquíes, que estaban clavados al piso pero ahora eran del tamaño de niños (es más, eran niños), empezaban a ahogarse. Él no. Él era demasiado alto como para correr peligro en esa vitrina a medio llenar. Podía sentir el agua en la entrepierna como una caricia que se transformaba en calor y que de a poco lo trajo de vuelta a las sábanas, a la vaga consciencia de no estar solo y de que la mano de la mujer, suave y efectiva, se movía sobre su sexo.
Estaba acostada a su lado, la boca en el hueco entre su cuello y la almohada, con el cuerpo apoyado en el suyo, cubriéndolo también con su respiración. La mano izquierda era la que hacía todo el trabajo. Y lo hacía con una destreza llamativa. La vio cerrando la canilla de la bañera, la vio untando el pan con miel y sí, corroboró que lo había hecho con esa misma mano. Pensar en esos detalles o en el parche de morfina que todavía llevaba puesto en el hombro sirvió para demorar lo que seguía. Él fue el primer sorprendido de que su cuerpo, a pesar del cansancio, del dolor y los químicos, respondiera tan rápidamente al estímulo. Tenía unos segundos más para pensar o más bien para dudar, antes que esa violencia necesaria y por tanto tiempo postergada se hiciera cargo de todo. Giró sobre sí mismo y puso las manos en los pechos de la mujer, que abrió los labios y emitió un ronquido un poco más audible todavía. No. No iba a hacerlo, decidió. Si lo hacía, hablaría el tiempo breve y contingente del instinto y no el del verdadero reconocimiento. No la dejaría ganar tan fácilmente. Fingió un gemido de dolor y se dejó caer a su lado. Le acarició el pelo y la miró a los ojos con una intensidad que lo mismo podía ser la del amor, la de la empatía, o la un científico fascinado con un objeto de estudio.
—Todavía no —le dijo sin dejar de mirarla.
La vio sonreír y le pareció que lo hacía con la felicidad o el placer que supone la anticipación de un mejor triunfo. Los brazos extendidos sobre las almohadas, el cuerpo de torso corto y algo grueso iluminado por la luz del mediodía, la sonrisa y sobre todo los ojos, que lo miraban con una intimidad que simulaba años de noches compartidas, parecían decir genuinamente su abandono. Casi le molestó que fuera tan fácil, que ella se rindiera tan dócilmente a la predominancia masculina. Se sentó en el borde de la cama. Sin dejar de mirarla, se vistió y estiró el brazo hacia la caja con cigarrillos que había en la mesa de noche.
—¿Y qué pasó con la chica? —la oyó preguntar, todavía estirada, ahora con los brazos debajo de la cabeza y la cara algo ladeada hacia el trayecto de su brazo, tal vez (sí, probablemente, claramente) buscando una caricia.
Vik decidió complacerla. A veces, cuando el dolor era constante, agudo e inescrutable, le regalaba esos momentos de clarividencia. Momentos en que el conteo se volvía tan lento que la realidad entraba, minúscula y predecible, dentro del cálculo. Deslizó el pulgar por el borde de la oreja de la mujer, demasiado grande para ese rostro, un índice de vulgaridad hasta en Coloma. Ella ensanchó la sonrisa.
Esperaba una historia de amor. Ni siquiera tenía que ser la de Tania, podía ser cualquiera. Una en la que ella pudiera protegerse de lo que acababa de ocurrir, que explicara el rechazo o que al menos sugiriera la posibilidad de que, después de todo, él fuera algo más que un hombre con el interés por el mundo y sus ciclos roto exactamente diecisiete años atrás.
Sin dejar de mirarla, encendió el cigarrillo, aspiró el humo y contó cinco segundos antes de responder.
—Desapareció. Durante la erupción.
No debía haber jugado a la verdad en la historia del canario: el único triunfo duradero era el del anonimato; ahora lo veía claro, por eso ella, la mujer tendida sobre su cama, había elegido perderse en un grupo. Sí, más en el grupo que en las alucinaciones que pudieran provocarle distintas sustancias. Qué alivio debía proporcionarle eso, la posibilidad de extraviarse en algo que la excedía, pensó Vik mientras el recuerdo de los consultorios que había visitado en Kent, las cartas de aceptación de prestigiosas universidades extranjeras tiradas sobre la mesa que había sido de su padre y el marco despintado de la ventana desde la que vería el humo negro y delgado elevarse en el cielo de la isla, llenaba el silencio que había seguido al regreso de Tania en el aire excesivamente calefaccionado de su dormitorio en esa ciudad del norte.
No había habido más que dieciocho víctimas fatales de la erupción. Todas en el pueblo de Soufrière Coeur. Kent había sido evacuada rápida y efectivamente. Pero Tania —que se había convertido en una muchacha algo rellena, de uñas largas y esmaltadas y vestidos ajustados que los hombres no podían ignorar— no estaba en la ciudad cuando empezaron las medidas preventivas. Estaba con su banda de muchachos en las montañas. Ellos hacían la mayor parte del trabajo: desde la recolección de la planta hasta su procesamiento y conservación. Los elegía cada vez más jóvenes, la única condición era que no consumieran. Algunos dormían en la galería de su casa, que había sido cerrada con vidrios. El único pájaro que había sobrevivido a su pasión infantil era el guacamayo, que por años compartió con ella el dormitorio. Los que lo sucedieron también aprendieron a decir la misma palabra en inglés, en francés y en español.
Tania había tratado de irse de la ciudad con la mayor cantidad de albarias posible (todos los intentos de cultivarla artificialmente habían fracasado, hasta los de los primeros exploradores de Coloma, cientos de años atrás). Hasta el señor Cardelús estaba preocupado por su hija. O al menos todo lo preocupado que podía permitirse. Vik se lo cruzó en el muelle al que había acudido a colaborar con la evacuación. Cardelús estaba viejo y gordo, casi ciego por la diabetes. Hacía años que había dejado el negocio —que nunca lo enriqueció, al menos no lo suficiente— en manos de Tania. Llevaba dos maletas y tres cajas de cartón, mucho más de lo que estaba permitido a los evacuados. Dijo que había esperado a su hija dos días enteros. Pero la ciudad ya estaba cubierta de cenizas. ¿Cuánto más podía esperar? Vik se apuró a absolverlo. Hacía mucho que no pensaba en Tania. Hacía mucho que no pensaba en otra cosa que en diagnósticos y tratamientos.
Decidió no contarle nada de eso a la mujer. Optó por el dramatismo. Inventó una historia larga, de amor no correspondido, años de vigilancia paciente, encuentros casuales, desplantes y adoración silenciosa. La remató con su intento de rescate ese último día, en medio del humo y las cenizas, en dirección contraria a la avalancha humana que bajaba de las sierras. Nunca había aprendido a manejar; toda la vida habían tenido choferes en la casa, pero allí se colocó, a bordo de una camioneta del ejército conseguida gracias a su apellido, todavía capaz de actos desesperados y prepotencias de clase. O mejor aún: con una temeridad nueva, efecto secundario de saberse enfermo. Se cuidó de dar sólo un par de detalles que aportaran verosimilitud. Robó una estampida de vacas arrasando con un vallado de la historia que le había oído a una familia de las montañas; la cantidad de muertos (basada en las desapariciones denunciadas por parientes y no en un conteo de cadáveres) la sacó de un reporte que había leído en el campamento de refugiados donde sólo había estado cuatro días, los que Prasad había tardado en mover sus contactos para trasladarlo al continente.
La mujer puso una mano sobre la suya. En sus ojos no había lágrimas, pero sí un velo viscoso de comprensión.
Vik volvió a sentir el asco triunfal del sueño en el que ganaba un torneo de ping-pong. Hasta ese día no había vuelto a pensar en Tania, al menos no en la muchacha regordeta que dirigía una banda de chicos para la venta de albarias, hongos y otras sustancias alucinógenas. Le daba igual que estuviera viva o muerta. Pero a lo largo de ese día, del duelo con esa intrusa, había logrado deshacerse también de la otra, de la niña que amaba a los pájaros. Y con ella también de Coloma y la catástrofe que —no hacía falta ser demasiado inteligente para admitirlo— en realidad había mejorado su vida para siempre. Incluso por primera vez en muchos años, pensó en Prasad con algo de cariño.
—Yo también te voy a contar todo —dijo la mujer. Giró hasta quedar tendida de cara a la ventana y cruzó los brazos por debajo de los pechos, como si necesitara abrazarse para poder hablar.
Empezó por el día, nueve años atrás, en el que había dejado la casa de sus padres en un pueblo al otro lado del río. Ni siquiera se dio cuenta de que él se había levantado de la cama. Siguió montada a su historia, demasiado colorida, demasiado llena de detalles (¿a quién podía importarle que vivieran en un barrio para casas rodantes?) y, sobre todo, plagada de lo que ella debía creer que eran grandes traumas psicológicos (seguramente ella no había sido la única niña obesa y poco popular de su escuela). Invirtió preciosos minutos en digresiones destinadas a convencerlo de que la institución de la familia equivalía, psicológica, filosófica y sociológicamente, al infierno. Así deberían definirla en los diccionarios si de verdad los lingüistas fueran científicos y honestos, dijo con la voz quebrada por la supresión de un llanto que a él le pareció teatral: «familia: dícese del dolor o de la administración social del mismo», recitó en lo que, a juzgar por el tono de la voz que le llegaba todavía desde el rellano de la escalera, pareció ser el momento más intenso de su sermón (su historia pronto se había transformado en eso). Frente a esa verdad por tanto tiempo ocultada en comerciales de lavarropas, televisores y pañales —dijo ella—, no quedaba más que la denuncia y la huida, la construcción de algo distinto, puro («puro» para ella, lo entendía, quería decir «natural» o peor, «animal», pensó Vik, parado frente a la puerta del clóset).
Ella siguió hablando de cómo todo eso —la creación de una sociedad diferente— no significaba renunciar al amor sino todo lo contrario, de cómo las flores y los líderes habían llegado en una segunda etapa y ni siquiera eran lo más importante en la «economía espiritual del grupo». Su voz se oía algo somnolienta, tanto que todavía en el rellano de la escalera, Vik se preguntó si no habría ingerido algunas hojas cuando se había metido en el clóset.
Todavía tuvo tiempo de ir hasta el baño y tomar una cucharada de morfina, felicitándose de haber distribuido botellas en cada habitación de la casa. Después bajó las escaleras lo más silenciosa y lentamente que pudo y se sentó en la chaise longe. Cuando se sintió envuelto en el consuelo del opiáceo, sacó el teléfono del bolsillo y repasó las primeras imágenes de la mujer que había visto esa mañana en la pantalla del aparato. Ahora ella no le parecía ni una niña ni una cosa amenazante llena de pelo. Le parecía lo que era: una pobre chica cansada de las comodidades en las que había nacido. Pensó en eso mientras construía mentalmente la historia. Cuando la tuvo lista, abrió el teléfono y marcó los tres dígitos. En el pulsar del aparato sintió un vértigo nuevo, un ascenso triunfal del corazón o de su propia voz, finalmente reconocida como la de un Bob o la de un Tom por el policía que no tardó en responder al otro lado de la línea.
Fue el final de todo: ya nadie podía o quería ensayar el Gran Concierto. Estuvimos días sin hablarnos. Frank juntó sus cosas y se fue a la casa de su madre. Un poco después, aceptó la propuesta de Gutierrez de viajar por Centroamérica. Fue en ese viaje que inventaron su tribu de originarios. Clarke se mudó a la costa oeste, donde primero puso una tienda para surfistas y después una productora de cine y televisión de éxito considerable. El resto de los chicos regresó a sus casas, al tedio, al trabajo. Igual que yo. Me dieron un empleo en un lugar tranquilo, en donde las cosas están detenidas, en donde no hay tiempo ni espacio para la variación. O eso creí. Porque ni siquiera en un museo está una a salvo de esas cosas. O en un cementerio. Para el caso es lo mismo.
Ya dije que habíamos tenido una sesión de práctica de rastreo cerca de Amarillo Hill. No estuvo mal, por eso decidí que volviéramos este sábado. Les enseñé a mirar. Es una de las cosas más difíciles, doctora. Mirar un árbol, por ejemplo, y ver en él la decena de criaturas que lo han transitado. Descubrir los orificios que deja el pájaro carpintero, el camino de las ardillas en el tronco, el rastro de un zorro a su alrededor. Podría hacerse el mismo ejercicio con el banco de una plaza. Yo lo hago todo el tiempo: veo el diario que ha dejado un vagabundo y no un lector ocasional, la botella de jugo de un corredor, el chicle de un chico, la huella de dos enamorados. Pero la mayoría está ciega a eso, a los rastros que podrían salvarlos. Por eso son presas fáciles: confían demasiado en las instituciones, en la policía, en sus empleos y en sus amigos. Sí, eso les dije ese día antes de partir para el entrenamiento final.
Después de algunos ejercicios de observación, nos separamos en dos grupos. Las hermanas Armstrong y Max Cercone por un lado, los Paz y Elizabeth por el otro. Durante la mañana había nevado, una capa fina pero muy auspiciosa para el éxito del ejercicio. Si había ciervos en la zona, era seguro que íbamos a encontrar huellas. Yo decidí sumarme al segundo grupo: desde nuestra primera clase, Elizabeth me parecía la más inestable de todos y había decido vigilarla. En eso también me equivoqué.
Se suponía que nadie iba a disparar un solo tiro. Ahora que lo veo claramente, fue algo ingenuo de mi parte esperar que no lo hicieran cuando todos se morían por estrenar su utilidad pública y sus rifles recién adquiridos. Todo lo que les pedí fue que volvieran con el trayecto de un ciervo trazado en un mapa, con unas hojas o flores claramente mordisqueadas, con algunos excrementos o, en el mejor de los casos, con una foto de las huellas en forma de almendra que les había enseñado a reconocer desde la primera clase.
No hubo tiempo para nada de eso. No sé qué pasó con el primer grupo, al que le tocó la otra parte de la colina. Yo avancé con Elizabeth y los Paz por el otro lado. Si todo salía como lo había planeado, íbamos a encontrarnos con los demás detrás del cementerio de la Concordia.
Caminamos más de cuarenta minutos. Betty ya mostraba signos de agitación y yo sugerí que paráramos a descansar. Estábamos discutiendo eso y la probabilidad de que volviera a nevar y tuviéramos que suspender el ejercicio. Elizabeth se había adelantado para observar los signos en la corteza de un arce. Desde ahí ya podían verse las tumbas, el terreno se elevaba y volvía a bajar hacia el cementerio, donde los árboles crecen más espaciados. Le hice señas de que nos esperara, pero ella seguía enfrascada en la tarea, con los ojos pegados al tronco. Estaba por gritarle y romper el silencio, que es la regla de oro en el bosque, cuando algo atravesó el camino a toda velocidad. Digo algo porque yo apenas vi una mancha blanca y una cabellera negra librada al viento. No había alcanzado a concluir que se trataba de una mujer cuando escuché un disparo, después otro, un grito masculino y distintas voces de alarma. Llegué al otro lado lo más rápido que pude. Tom me acompañó inmediatamente. No se nos ocurrió seguir a la mujer, los dos corrimos instintivamente hacia los disparos y las voces y casi chocamos de frente con la cara enrojecida de Max Cercone y, un poco después, con dos policías que subían la loma desde el cementerio.
—Le di. Le di —repetía Max como un loco—. Estoy seguro. Era uno enorme, por lo menos de ocho astas.
Era cierto. Había huellas de venado en el camino, probablemente de un macho bastante grande. Pero Max no le había dado a nada. En cambio los policías, sí. Al oír el disparo, uno de ellos había respondido con el arma reglamentaria y la mujer de blanco corría ahora dejando un rastro de sangre sobre la nieve. Esto lo entendí a medias, mientras oía los gritos del policía más viejo, que se había detenido a increpar a Max, a increparnos a todos por estar cazando en una zona prohibida. Las hermanas Armstrong también habían llegado. Traían restos de flores y de hojas y sonreían como alumnas aplicadas, totalmente ajenas a lo que acababa de pasar. Sentí que las miradas de todos se cerraban sobre mí. Esperaban que los absolviera o que por lo menos me hiciera cargo del policía. Betty Paz abrió la silla que su marido había cargado durante todo ese tiempo y se sentó en ella, con los ojos fijos en el ángel lleno de moho de la tumba más cercana. Vi a Elizabeth cubrirse la boca con las manos, giré la cabeza siguiendo la angustia de su gesto y entonces apareció el oficial más joven con la mujer en brazos. No sé si todavía respiraba. Yo creo que no porque la sangre ya le había teñido todo la parte de arriba del vestido. Parecía que la herida comenzaba en el cuello o en la clavícula; no pude verlo con exactitud porque, cuando estaba a punto de acercarme, a punto de cometer el error de hablar, de intentar razonar con un grupo de ancianos desesperados y dos policías demasiado nerviosos para su oficio, sentí que una mano se cerraba sobre la mía. Bajé los ojos y encontré otra vez los de Frank Smithfield, los de Celeste, los de una niña que me miró y dijo la cosa más absurda y al mismo tiempo la más coherente que he escuchado en los últimos treinta años:
—Hola. Me llamo Berenice Brown. ¿Quiere ser mi pariente?
Antes de responder, me volví a mirar la escena que seguía desarrollándose alrededor. Vi a los dos policías inclinados sobre la mujer; repasé una por una las caras de mis alumnos, que seguían esperando una palabra; incluso me detuve a contemplar las cruces y los ángeles de las tumbas allá abajo en la hondonada. Sólo entonces logré verme. Ya no como una vieja desorbitada y fuera de curso desde 1969. Logré verme como lo que soy, doctora: una pasajera más del naufragio más terrible que haya sufrido una época, un país, una generación completa; una sobreviviente del ruido que hacen los mil y un cerrojos del mundo al estallar demasiado tarde y demasiado fuerte. Sí, logré verme como lo que fui y lo que soy: Beryl Hope, sobreviviente. Y, llena de un sentimiento que sólo puedo calificar como de gratitud, bajé los ojos hacia los de la niña, apreté su mano en la mía y dije:
—Sí.
Cuando Berenice despertó, ya estaba bien avanzada la mañana del sábado y afuera caía una nieve fina como azúcar para tortas. Pensar en eso volvió a darle hambre. Se dio vuelta en el catre, donde el señor Müller la había acostado y cubierto con dos mantas color verde musgo que debía haber traído de su casa. También había dejado sobre la mesa un termo que parecía contener café con leche, unos panes blancos y un frasco con mermelada de frambuesa.
Pero no era suficiente, pensó Berenice. Porque antes de irse, mientras la levantaba de la silla y la depositaba sobre el colchón, el señor Müller le había hablado con la misma voz que usaba para obligar a Sissy a tomar su pastilla para la presión: «Por hoy, no hay problema con que duermas acá. Mañana veremos», le había dicho. Y ella sabía lo que quería decir esa frase. «Mañana veremos» quería decir «sólo por hoy», «no te hagas ilusiones» o cualquier cosa por el estilo. «Mañana veremos» quería decir «ya vendrán tus tíos a buscarte» y también «este negocio es mío y ni sueñes con que tu mamá venga a reclamarlo, mucho menos con que vuelva para llevarte con ella».
Por algo Emma Lynn decía que el señor Müller les tenía envidia, que su insistencia en espiarlas era una forma de volver a tener una vida, una excusa para apagar el televisor por un rato y enterarse de lo que hacían los demás con su tiempo. Al señor Müller ni siquiera sus dos hijos le hablaban. Se habían mudado ni bien habían cumplido los dieciocho y no lo visitaban nunca, ni para su cumpleaños ni para las fiestas. Berenice entendía por qué. El señor Müller era como esos árboles viejos, atacados por alguna plaga o parásito, que se mantenían en pie pero eran sólo corteza. Cuando lo veía, ella sólo podía pensar en la palabra «hueco». Sí. No iba a durar mucho más. Eso pensó Berenice mientras mordía un pan sin mermelada. A su alrededor, las plantas insistían. Las dalias seguían cansadas y los crisantemos pedían agua a gritos. Qué alivio no ser ya parte de tanto esfuerzo, no tener que hacerse cargo de lo que Emma Lynn había abandonado sin mirar atrás. La sola idea de buscarla en los bosques o en el hotel de los corazones rotos le produjo un cansancio enorme, que la obligó a volver a poner la cabeza sobre la almohada. No tenía fuerzas para eso. Tampoco tenía un plan alternativo: había llegado la hora de ir al cementerio.
Reina Púrpura estaba en su lugar, con su protuberancia intacta. La falta de riego no la había afectado en lo más mínimo. Berenice la puso en una bolsa de tela, junto con el cuaderno gris y los dos panes que quedaban. Dio un último vistazo al negocio de su madre, abrió la puerta y salió camino a las esfinges.
Siguiendo el ritual que le había enseñado Emma Lynn, eligió la ruta más larga, que subía y bajaba por varias colinas y terminaba en el mausoleo de Mr. Winter, uno de los límites del cementerio con el bosque. La tumba era de granito blanco y tan grande como un templo. Cinco escalones llevaban a la entrada, enmarcada por dos columnas. Berenice anduvo un rato hasta llegar a las estatuas con pechos de mujer y cuerpo de león. Para entonces, había dejado de nevar y una luz blanca que anunciaba el mediodía fosforecía entre las nubes.
Se sentó entre las dos esfinges, sacó uno de los panes y, aunque ya no tenía hambre, le dio un mordisco. Lo hizo para no quedarse de brazos cruzados. Cruzarse de brazos era lo mismo que darse por vencida, pensó. Comer, en cambio, era seguir creyendo. Eso era algo que Halley le había dicho muchas veces. Que comer era un acto de fe y por eso una tenía que tener cuidado con lo que se llevaba a la boca. Era un acto demasiado poderoso.
No había llegado a tragar el primer bocado, cuando escuchó voces. Al principio pensó que venían de la tumba, se levantó y la bordeó por el lado izquierdo. Escuchó pasos y ramas que se quebraban. Una mujer vestida de blanco cruzó corriendo el sendero de grava, saltó un ataúd de piedra y se metió en el bosque. Dos policías la siguieron casi inmediatamente. Mucho más lejos, en lo alto de la colina, un hombre con un bastón se agarraba la cabeza con la mano libre.
Berenice oyó uno, no, dos disparos. Sin soltar la bolsa con Reina Púrpura, empezó a subir hacia el bosque por el camino de hojas.
Había gente arriba de la loma, entre los árboles. Eran todos viejos y parecían agitados, como si hubieran estado corriendo un tren que acabaran de perder. De espaldas a Berenice, había un hombre que sostenía un rifle y decía: «Le di, le di, estoy seguro», y una mujer muy alta que tenía los ojos pegados a la corteza de un árbol. Desde el otro lado, llegaron dos señoras con flores en las manos. Berenice escuchó más voces y algo como una radio. Entendió que más allá alguien hablaba con autoridad, casi a los gritos; no podía verlo bien, seguramente era uno de los policías. Parecía estar discutiendo con el hombre que todavía agarraba el rifle con las dos manos y con otro, un poco más alto y más arrugado, que acaba de llegar. Pero nada de esto le importó porque en ese grupo de ancianos acababa de encontrar lo que había estado buscando desde la primera noche que había dormido sola en el departamento de la calle Edmond.
También era vieja. Pero era diferente. Iba vestida con un equipo de gimnasia violeta, llevaba los rulos blancos despeinados por el viento y, apoyada en un rifle, miraba a todos a través de unos anteojos de borde negro. Había en esa mirada una tranquilidad y una fuerza que Berenice no había visto nunca antes. Esa mujer lo había visto todo y nada la había impresionado o escandalizado en lo más mínimo. Eso pensó Berenice mientras caminaba hacia ella dando pasos largos y seguros, indiferente a lo que decían los policías y los demás ancianos, indiferente a todo, excepto al sentimiento que le iba desarmando el nudo que llevaba en el pecho desde hacía días.
Si alguien le hubiera preguntado, hubiera dicho que esa mujer era su madre, su padre, su abuela, su tía y su hermana.