Capítulo 2

Después de esa primera derrota —la desaparición inadvertida del pan con nuez—, vigiló la pantalla del aparato durante el resto de la mañana. Se concentró en hacerlo a intervalos regulares, excepto después del almuerzo, cuando Miss Beryl asomó la cabeza para preguntarle si finalmente había revisado las vitrinas del tercer piso. Claro que no lo había hecho. El tercer piso —y esto Miss Beryl lo sabía bien— estaba fuera de su jurisdicción. Tampoco era la de ella, cuya única función en el museo era encargarse de la boletería y la tienda de regalos. Vik hubiera querido recordárselo. Pero Miss Beryl había estado allí desde siempre y se había ganado un respeto y unos privilegios que para él resultaban incomprensibles. No trabajaba los fines de semana y tenía más días de vacaciones que ningún otro empleado. Además, los directores la consultaban para las decisiones importantes. Cuando se resolvió unir los dos edificios —con un solo boleto se accedía al Museo de Arte y al de Historia Natural— no sólo había estado en la reunión, sino que había tenido la simpática idea de colocar la estatua de un diplodocus de tamaño natural en la plaza adyacente a la entrada principal. El dinosaurio había sido todo un éxito con los niños y los turistas, y Miss Beryl no dejaba de recordárselo a quien quisiera oírla.

Algunos empleados decían que la anciana pertenecía a la rama pobre y afligida de la Familia. Por eso la ciudad no podía despedirla: la había heredado junto con las colecciones de arte y los calcos de esculturas clásicas (que Vik juzgaba aberrantes) exhibidos en la planta baja. Todo acumulado a la sombra de las fábricas de acero, igual que la lluvia ácida, la biblioteca pública, uno o dos escándalos financieros y las buenas intenciones.

A Vik no le parecía un gran gesto conservarle a una persona un puesto vitalicio en la boletería de un museo. La oficina estaba en un sitio privilegiado para controlar todo lo que pasaba en la sala principal. Nadie entraba o salía del museo sin que Miss Beryl tomara nota. Hasta podía ver a Vik entrar todas las mañanas por la puerta lateral. Él presentía que algún día juntaría el valor para detenerlo, cerrarle el paso ante el ascensor y lanzarle finalmente esa pregunta donde se mezclaban la compasión y el desprecio por ese hombre todavía joven que insistía en vestirse con «ropa étnica», hablaba con acento británico y caminaba apoyado en un bastón.

Pero ese momento nunca llegaba. Por ahora, la anciana se contentaba con interrumpirlo con una excusa diferente cada día. Podía ser un guante abandonado sobre uno de los bancos de madera, un paquete sospechoso o la rajadura en el cuello de una cebra que (Miss Beryl lo sabía bien) había estado allí desde el día de la inauguración. Ahora se trataba de los dramas en el Salón del Hombre. Hacía meses —desde que Smithfield había sido hospitalizado— que nadie se ocupaba de ellos y Miss Beryl insistía en que necesitaban reparaciones.

En el fondo, esta vez Vik se alegró de que algo lo distrajera de su vigilancia. Pero igual fingió desagrado. Arrojó un trapo sobre la mesa (con el que ocultó parcialmente el teléfono), buscó en el cajón el manojo de llaves de Smithfield, se quitó el delantal y siguió a la anciana hasta el ascensor. Dos cosas lo irritaron todavía más: comprobar que Miss Beryl desaceleraba su marcha y caminaba con exagerada lentitud (lo cual empeoraba las cosas, pues cualquiera sabe que la mejor forma de usar un bastón es dar pasos largos y apresurados) y que la anciana tenía puesta la misma ropa que el día anterior (evidencia de que llevaba ya setenta y dos horas con el mismo equipo deportivo). Vik siempre se preguntaba cómo los directores no advertían ese tipo de cosas. No sólo no tenía idea de lo que era vestirse apropiadamente, Miss Beryl siempre se las ingeniaba para parecer recién salida de la cama. Incluso esos rulos, que sin duda habían necesitado de alguna preparación, parecían una peluca mal acomodada. Por suerte el ascensor llegó lleno de visitantes, lo cual al menos le evitó treinta y cinco segundos de incomodidad.

El Salón del Hombre era el lugar menos visitado del museo. Estaba dividido en tres grandes salas. Lo primero que se veía era el hielo en penumbras de los unamoi, después las casitas de adobe de los comalli y, al final, las montañas de los originarios. Smithfield había insistido en una iluminación mínima que más que didáctica parecía destinada a espantar al público. Los muñecos aparecían de golpe luego de transitar pasadizos y viviendas típicas reproducidas al detalle. En un trecho del recorrido, el visitante tenía que agacharse para atravesar los túneles helados de los unamoi y casi desembocar en el regazo de una mujer comalli, que molía maíz dentro de su choza mientras cantaba una y otra vez la misma melodía. Su hija se estaba casando en la escena siguiente. Al menos eso había pensado siempre Vik, porque claramente Smithfield había repetido algunas de las facciones en las dos muñecas. Al final, por un camino de piedra paulatinamente invadido por la vegetación se llegaba al bosque de los originarios. Aquí y allá había vitrinas con los pocos elementos autóctonos que poseía el museo: puntas de flecha, bordados, algunas alhajas y vasos de cerámica.

Vik había aprendido mucho de Smithfield, aunque tenían talentos opuestos. Él se ocupaba de los animales, Smithfield de las composiciones históricas. Podía reproducir al detalle cualquier escena tomada de un libro o de un boceto. Su obsesión por los detalles y los efectos de iluminación y sonido le habían ganado el respeto de sus colegas y de algunos historiadores. A pesar de las controversias en torno a sus ideas sobre la reconstrucción, para Vik, la escena de los originarios era su mejor trabajo. Era impresionante cómo a partir de la lectura atenta de unas cartas, de un poema en un cuero de venado y un croquis de un viajero del siglo XVI, Smithfield había logrado resucitar a una tribu perdida.

Miss Beryl señaló a la novia comalli detrás del vidrio. Al principio Vik no vio más que los ojos enormes de la muchacha, que parecían adivinar muy bien el destino que le esperaba en los rasgos duros de su suegra. Eran exactamente los mismos que los del novio. Vik siempre se había preguntado si Smithfield habría exagerado el parecido a propósito o había sido una cuestión de presupuesto, porque realmente madre e hijo tenían la misma cara y uno se encontraba incapaz de asegurar con cuál de los dos iría a dormir la muchacha al final de la fiesta. Con razón su madre se había quedado moliendo maíz en lugar de asistir a la boda. Detrás de los tres personajes principales avanzaba otro hombre, seguramente el padrino, que cargaba un cerdito recién sacrificado. La sangre chorreaba por su camisa; una o dos gotas habían caído junto a su sandalia. En su corto vestido de algodón y rodeada por su nueva familia, la novia parecía implorar al visitante, por siempre detenida en el acto de ofrecerle una bandeja con una mazorca. Un niño, dos perros, un músico y un cerdo casi vivo y muy simpático (cortesía de Vik) completaban el cortejo desplegado en apenas cuatro metros cuadrados. Smithfield había insistido en que no podía prescindir de ninguno de los personajes. La mezcla de elementos tradicionales y modernos, que hablaba de la vida de los comalli en las reservas, había sido muy elogiada por la dirección del museo. Vik siempre se preguntaba qué sentiría un verdadero comalli al visitarlo, aunque no era muy probable que eso ocurriera.

—Ahí —apuntó Miss Beryl con el mentón, mientras se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel.

Vik miró los pies de la muchacha. Era cierto. La sonaja rellena de semillas que el padrino llevaba atada a su mano libre estaba ahora en el piso junto al pie izquierdo de la novia y tenía una rajadura en la calabaza. Probablemente la cuerda, que era delgada, había cedido al peso y se había cortado. Era la única explicación. No sería fácil reparar la rajadura de la calabaza, habría que reemplazarla. Vik dudaba que en el museo hubiera otra pieza similar: a Smithfield le había costado producir esa réplica, que era la única evidencia cultural de la influencia de los originarios en los comalli. De hecho, la había hecho copiar de las sonajas que Vik había traído de Coloma.

Explicarle eso a la anciana —que seguía limpiándose la nariz como si recién hubiera descubierto que la tenía— hubiera requerido demasiada paciencia. Vik optó por la mentira.

—Ya veo. —Se pasó una mano por el pelo como quien considera una idea por un momento, la descarta y pasa a una mejor. Hizo una pausa deliberada—. Gracias por avisarme, me encargaré de esto inmediatamente. —Y, acentuando el adverbio con un golpecito de su bastón en el vidrio, se dio vuelta y caminó hacia el ascensor lo más rápido que pudo.

Por supuesto que no tenía intenciones de hacer tal cosa. Descartó todo el asunto ni bien estuvo de vuelta frente a la serpiente apolillada. El problema fue que también se olvidó del teléfono.

Trabajó casi sin pausa durante toda la tarde, absorto en la imagen de Smithfield en el día del ataque. Ya había pasado más de una semana, pero casi nadie hablaba de él. ¿Qué podía esperarse de las guías que cambiaban a cada rato y aprendían todo lo que sabían del museo en un manual y un video de una hora? Si alguien competía en antigüedad con Miss Beryl era Smithfield. No sólo conocía muy bien el museo sino que era el único capaz de hacer callar a la anciana con una mirada. Vik todavía recordaba la tarde en que lo había entrevistado para su puesto en ese mismo taller. Siempre había sabido que su observación atenta de los Ploucquets (y no su poca experiencia en un museo de Coloma) le había conseguido el empleo y, eventualmente, la confianza de su jefe. La mesa de trabajo de Smithfield al otro lado de la habitación —totalmente cubierta de materiales, cajas de herramientas, cuadernos y frascos de pintura— le pareció una especie de reproche. Todavía no había ido a visitarlo al hospital. Tenía sus propios problemas, razonó, mientras colocaba la serpiente completamente reparada en una bandeja de madera. Recién entonces recordó que su vida estaba pautada según los caprichos de un extraño y el teléfono celular reapareció debajo del trapo y unos tubos de pegamento.

La pantalla le devolvió la imagen de su cocina vacía y destemplada, como si estuviera observando la casa de otra persona o como si un pincel cargado de grises borrara la suya cada día un poco más. Eran las cinco menos diez y la espalda empezaba a dolerle después de todo el día de trabajo. Apenas si tenía fuerzas para pensar en los ejercicios del gimnasio. Lo absurdo de su situación se le apareció ahora como un mareo. Nunca antes había experimentado un síntoma como ese. Tuvo que apoyarse en la mesa para no caerse. Cuando se hubo recuperado, ya con el saco puesto y a punto de apagar la luz, descubrió que una o dos lágrimas incomprensibles habían resbalado por su mejilla.

La idea se me ocurrió el día que Smithfield me vino a buscar a casa. Aunque no hablábamos de cosas íntimas desde hacía años, vino a verme un poco después de que condenaran a Emilia a trabajos comunitarios en el zoológico. Estoy segura de que muchos pensarían que con eso al fin nos enseñaban cuál era nuestro lugar: hornear pasteles y galletas, ir a la iglesia todos los domingos, estorbar con nuestra sabiduría a quien se nos ponga delante, amar a nuestros nietos más que a nosotros mismos y tejer bufandas para toda la familia.

Ver a una anciana empujando carretillas de bosta restituía para ellos el divino equilibrio de la vida. Llegué a oír a una pareja de pelirrojos reclamar que Emilia no usara guantes, para que el contacto con la mierda la curara de su repentina naturofobia. Claro que la palabra no existe. Pero así la habían diagnosticado. Ningún pudor les impide calzarse un doctorado instantáneo en la fila del supermercado, alzando mucho la voz y frunciendo las cejas mientras sus manos llenas de tatuajes acarician una sandía recién comprada. No van a detenerse allí ni mucho menos. Ahora que los han habilitado para darnos lecciones de vida, se lanzan a las palabras y abrazan el imprevisto placer del neologismo, que afortunadamente viene a rescatarlos para ponerle nombre a lo innombrable; en este caso, el asesinato a sangre fría de un cervato a manos de una anciana degenerada.

Debo reconocer que Emilia se ganó nuestro respeto. Iba a trabajar con su mejor ropa. Largos vestidos de noche que no había usado en años, aros y collares de diamante. Que yo sepa, jamás ensució más que el ruedo de esas prendas. Todo lo hacía con elegancia, con calculada lentitud. Al menos eso es lo que ella dice, aunque supongo que la artrosis lumbar tendría algo que ver con ello. Pronto se transformó en la nueva atracción del zoológico. La gente iba bien temprano en la mañana para verla barrer la jaula de las cebras. El ruedo de su vestido arrastraba hojas muertas y ramitas de alfalfa, pero Emilia barría y barría sin prestar atención a nada, la vista perdida más allá de los barrotes, las manos cerradas sobre el palo de la escoba como si de pronto fuera a blandirla contra los espectadores. Los que no querían terminar como Bambi tenían la prudencia de no acercarse demasiado. Los niños hacían apuestas. Emilia era tan lenta que jugaban a adivinar cuánto tardaría en llegar con la carretilla llena de bosta desde el corral de los antílopes (el zoológico no tiene venados de cola blanca, ¿no sería irónico que los tuviera?) hasta el depósito de basura. Reían con sus bocas llenas de palitos de la selva cada vez que la anciana medio encorvada, vestida de reina, encallaba en el barro y establecía un nuevo record guinnes de lentitud astronómica en el traslado de excrementos animales de un punto a otro.

Como dije, Smithfield vino a verme un poco después de la condena de Emilia. Era un domingo por la mañana. Llegó sin anunciase. Sabía perfectamente que iba a encontrarme en casa. Lo que no sabía es que las mañanas de los domingos son para mí sagradas. Hay algo que los viejos que se quejan de insomnio y dolores musculares deberían saber de una vez: al cuerpo hay que entrenarlo. No me refiero al gimnasio. Eso es para los que tratan de detener el tiempo. Allá ellos y sus ilusiones hechas de un poco de sudor y mucho de bótox. No. El secreto consiste en entrenar el cuerpo para que crea que todavía está vivo. Engañarlo con pequeñas maniobras de distracción. Hay muchas. El sexo es una de las más efectivas.

Mucha gente se escandaliza ante la idea de que dos viejos se unan en el acto de procreación. Esos mismos que invocan a la naturaleza y al sentido común son los que infectan con hormonas el agua que tomamos. Dentro de poco todos vamos a tener tetas fantásticas gracias a los anticonceptivos que las plantas potabilizadoras no pueden eliminar. Todo muy natural. Pero cuando se trata de los viejos, no hay naturaleza que valga. Imaginan que junto con la menopausia y el descuento en cines y transporte público te rellenan con papel secante y te extirpan las ganas de todo. «De ahora en más, sólo serás una mente», repiten como un mantra los doctores de pelo decorosamente teñido. «Abandonad toda vagina a las que entráis. Abrazad el bingo y los crucigramas, los recuerdos de infancia y la televisión, los cruceros fuera de temporada y las emisiones nocturnas».

Si fuera por ellos, seríamos como Barbie y Ken en el geriátrico. Muñecos sin lenguas ni botoncitos de placer, sin vergas ni agujeritos redentores. Alguien debería enseñarles eso a los niños. Fabricar muñecos de viejos para que también vayan imaginando ese futuro. Juguetes premorten listos para usar, con las caras arrugadas y las articulaciones un poco duras, por supuesto que sin derecho a la pequeña muerte. Ella vendría con madeja y agujas incorporadas; él, con gorra y lentes de abuelo sabio; los dos babeantes de felicidad, las ansias perdidas en decenas de tranquilizantes y ninguna urgencia que pliegues y pliegues de piel flácida y sequedades de entrepierna no puedan solucionar. Pero cuidado, que todavía queda mucha acción en esas vidas apuntaladas por previsores fondos de pensión. Barbie juega al solitario mientras Ken se sienta al sol con un gato y una manta sobre las piernas, y así se va quedando dormido hasta que los anteojos le resbalan por la cara. O Barbie incendia la casa en otro divertido episodio con el doctor Alzheimer, que lucha incansablemente contra la pareja como cualquier villano de televisión. Barbie y Ken en el geriátrico. El kit viene con enfermera prepotente y parientes evasivos. «Eduque a sus hijos hoy para la incontinencia de mañana». Diversión asegurada, Beryl Hope lo garantiza.

Envejecemos. Es un hecho. Pero sucede al revés de lo que la gente piensa. El cuerpo envía señales a las que el cerebro reacciona sorprendido. ¿Cuando fue que me golpeé la rodilla, que ahora me duele ni bien intento sentarme? ¿Esto es un moretón o una vena explotó sin avisar? ¿Cuál era el nombre de mi vecino? ¿Es ese hombre del auto color verde? ¿O será que jamás me lo presentaron? La mente se desorienta, duda. ¿Estaremos perdiendo masa muscular, circulación, memoria? ¿Estaremos hablando en lenguas? Pero es fácil confundirla con los estímulos inversos. ¿No fue ayer que besamos a ese chico en el callejón, detrás de la panadería? Claro que sí. Fue como hundir la lengua en un helado. Todavía había hojas en los árboles y teníamos puesto el vestido de sarga azul. Si una se concentra en enviar al cerebro las señales inversas, es posible convencerlo de que todavía estamos vivos. Es muy fácil, una vez que se conocen algunos trucos. Para mi maniobra de distracción de los domingos por la mañana, me basta con mi viejo almohadón de terciopelo.

Lo encontré en una tienda de usados. En alguna parte leí que a las niñas chinas se las entrena desde chicas con una almohada montada sobre una tabla de madera. Probablemente ésa sea la mejor combinación. Durante años tuve que depender de las almohadas regulares, en general demasiado blandas para la tarea. Es como si una mano flácida y descarnada te envolviera sin tocarte realmente, una mano de plumas, histérica y evasiva, que lo único que hace es dejarte apenas tibia e irritada por los primeros cinco minutos. No importa cómo la montes, siempre termina adelgazada y negándose a colaborar más allá de los labios, sin llegar nunca a transmitir la verdadera descarga «allá abajo y adentro», como decía mi madre. Mucho más efectivo es el terciopelo, que ofrece resistencia sin ser demasiado duro y además tiene esa superficie pilosa y áspera tan parecida a la piel.

No deja de ser un buen ejercicio. Sobre todo para los muslos y los antebrazos. A mí nunca me convenció la posición boca arriba. Demasiado artificial. Una se siente como frotando una lámpara que nunca se activa. Mejor mover las caderas y que la fricción haga lo suyo. A veces pienso cuántas otras mujeres habrán usado este almohadón. Sospecho que ha sido diseñado especialmente para esto: no es ni muy grande ni muy chico, ni muy duro ni muy blando. Tiene el tamaño y la textura perfectos. Lo habrán fabricado los chinos. Pensé en preguntarle a la mujer de la tienda de usados, pero no parece la persona más enterada de las mil y una formas de prescindir de un hombre.

Claro que cuando un hombre colabora inadvertidamente con el proceso, se llega a un nivel imprevisto de satisfacción. No hablo de lo que la gente suele llamar fantasías. Eso es obvio y deliberado. Hablo de esos raros momentos en los que el azar completa el acto de la manera más oportuna. Eso pasó el domingo en que Smithfield vino a verme.

Eran como las nueve. Acababa de desayunar y había vuelto a la cama, parte de mi ritual de día libre. Otro buen truco es tratar de contener el pis hasta el último momento, la presión de la vejiga debe producir alguna especie de contracción interesante que hace que allá abajo y adentro se sienta de pronto llena y expandida. Así estaba yo esa mañana, totalmente concentrada en mi almohadón, las tetas metidas en un sostén dos números más chico que compré en una rebaja y los calzones corridos un poco de su lugar (nunca se debe subestimar el estímulo secundario de ciertas prendas demasiado ajustadas) cuando sonó la campanita del timbre. Decidí ignorarlo. Varias veces me ha tocado bajar a medio vestir para enfrentarme con dos testigos de Jehová o alguna otra oferta de salvación en increíbles cuotas mensuales. Apreté las piernas y busqué concentración en la foto de una revista que había olvidado abierta al costado de la cama (algo que habitualmente me es innecesario). Era una National Geographic. Traía un par de hombres con turbante. Ninguno de los dos me parecía atractivo. Pero había algo en sus miradas. Imaginé que era a mí, y no a un fotógrafo de Nueva York, al que miraban con esos ojos sorprendidos, respirando por las bocas, las manos bajando hacia sus vergas disimuladas por una especie de túnica. Entonces oí la puerta principal abrirse y cerrarse con cautela, y un par de pasos largos, pesados, un par de pasos que sin duda cargaban una verga real y no una de revista, hicieron crujir la madera del piso y se detuvieron en el comienzo de la escalera. Los dos hombres movieron sus manos aún más frenéticamente, los ojos entornados y las bocas estiradas en asquerosas sonrisas de entrega. Yo también aceleré, apreté y sacudí sintiendo uno por uno los pasos del hombre en los escalones. Ya era imposible detenerme, mucho menos regresar. Tenía el cerebro hundido, paralizado en ese pozo negro al que la carrera del cuerpo lo había lanzado en círculos de delicioso atontamiento. Y en ese minuto perfecto, oí su voz. Firme, grave, justa. Dijo mi nombre. Tres veces. O quizás sea mejor decir que mi nombre en su boca coincidió con los tres últimos espasmos de allá abajo y adentro, que se retorció, avergonzada y feliz, al reconocer al hombre del que había estado enamorada por tantos años de su vida.

—Berilia —oí que me llamaba como en otros tiempos—. Berilia —repitió sin atreverse a empujar la puerta entornada de mi dormitorio. Había algo de preocupación o de enojo en su voz. Al fin, retomó su tono casi militar, pero sin renunciar del todo a la dulzura—. Tenemos que hablar, Berilia.

Estaba Connie, por ejemplo. Seguramente no rechazaría una cama caliente. Pero el problema con ella era que todo el mundo la conocía. Por más que se la bañara y cambiara de ropa, cualquiera reconocería a la vieja de pelo corto y espinoso que empujaba por todo el barrio un carrito de compras lleno de paquetes. Iba a tener que hacer un gran esfuerzo —Berenice revisó mentalmente el armario con la ropa de su madre— para transformarla en un miembro aceptable de su familia.

Connie era como la fotografía de Max Cercone en la barbería de la avenida Nguyen: nadie hubiera podido describirla y, sin embargo, todos sabían que estaba allí. A la mañana muy temprano, a la hora de salir para la escuela, la vieja ya estaba revolviendo los basureros detrás de los restaurantes, vestida siempre con una larga enagua rosa sobre unos pantalones de gimnasia del mismo color, un saco verde de soldado y zapatillas blancas. Los labios los tenía siempre pintados de rojo. Su principal actividad era gritarle a la gente que pasaba por la avenida. A veces su grito era largo y lleno de insultos, otras era un gruñido corto y vacío, como si eructara el reverso de las palabras.

Berenice ni siquiera calculó otros obstáculos, como el hecho de que Connie tenía la piel tan blanca que difícilmente podría pasar por su pariente. Cruzó la calle con decisión y le preguntó a la mujer si quería tomar el té en su casa. Connie la miró un rato largo, cerciorándose de que no estaba burlándose de ella. Sacó del bolsillo una mano lenta, donde la mugre dibujaba un mapa de arrugas y la estiró hasta tocar con la punta de los dedos una de las trenzas de Berenice. Con la misma lentitud la regresó al bolsillo. Todo un minuto pasó antes de que frunciera los labios, achicara los ojos y dijera: «Okay».

Cuando llegaron a las escaleras del departamento, Berenice tuvo que ayudarla a subir. Parecía que sus rodillas no se habían doblado en años. A cada paso tenía que hacer una pausa, se llevaba una mano al pecho y respiraba por la boca. En la mitad del trayecto, tuvo un momento de duda. Se irguió como escuchando una alarma interna o alguna advertencia en voz baja. Dio media vuelta y amagó a regresar, pero Berenice se colgó de su brazo con todo su peso. A la vieja no le quedó otra opción que seguir subiendo entre gritos e insultos inentendibles. Uno de los vecinos (el ruso del número seis) abrió y cerró la mirilla de su puerta. Mejor, pensó Berenice, así sabrían que no estaba absolutamente sola y nadie vendría a llevarla a una granja de niños abandonados.

Ya dentro del departamento, Connie eligió el sillón rosado junto al rincón de las muñecas. Hacía ya mucho tiempo que Berenice no jugaba con ellas. Las había ido coleccionando con los años, rescatándolas de la basura, de la calle o de los patios de los departamentos. La primera había sido una bebé rosada y grande, a la que los rollos de las piernas le caían en cascadas de goma dura. Le faltaba un ojo y esa negrura honda llamó a Berenice con más eficacia que el ojo celeste y bobo que cerraba su párpado a cada movimiento. La había encontrado en una casa abandonada donde algunos hombres se juntaban a fumar. Baby Moon les habría servido alguna vez de cenicero, porque al sacudirla, de su cabeza hueca habían salido un par de colillas. Berenice la llevó a su casa sin saber que empezaba una colección. Unos días después, al regresar de la escuela, encontró una Barbie sin pierna entre una alcantarilla y la goma de un auto. Después se sumaron Queen, una ex pelirroja que había sido sumergida en pintura azul y se había transformado en una reina que sólo comía vegetales; Barbie Segunda, a la que le faltaba la cabeza y por eso tomaba pastillas para dormir, y Amelia, la intrépida aviadora que ahora era nada más que un torso, despegada para siempre del aeroplano con su nombre.

Mientras ella preparaba el té, Connie encendió el televisor. Daban un torneo de golf. Desde la cocina se oían las explicaciones del comentarista punteadas por sus gritos. Sonaba como si Connie festejara goles.

Cuando Berenice tuvo lista la bandeja con las tazas y las galletas de avena, el volumen del aparato había subido tanto que la voz del locutor se oía deformada por la saturación de los parlantes. Recién al doblar por el pasillo, caminando con cuidado para no derramar el té, oyó que la vieja gritaba:

—Te vas a ir al infierno, puta, puta, puta.

Connie tenía a Baby Moon sobre la falda y la hamacaba al ritmo de sus gritos sin dejar de mirar el televisor. Cuando vio la bandeja, dejó la muñeca sobre una silla y se abalanzó sobre las galletas. Mientras masticaba una tras otra, empezó a hablar mirando al piso y en voz tan baja que Berenice tuvo que apagar el televisor para poder oírla.

—Hubo un tiempo que fue hermoso. —Connie cruzó las piernas como una actriz en una entrevista. Rio entre las migas—. Tenía una casa con una verja blanca y un marido y una mirilla por donde mirar al mundo. El marido no estaba mal. Manejaba un camión. Con un amor celoso y una gran cólera nos manejaba a mí y al camión. Después vino Dios. Tres, dos, uno, cero: Dios. Apareció a la vuelta de la esquina, igual que el lobo, igual que los amigos del barrio. ¿Acaso no soy yo una mujer? Tengo músculos iguales a los de un hombre. Miren. Toquen. Pero eso a nadie le importa. La verja blanca y el marido, Dios. Connie y su agujerito, cero. Un día lo busqué pero no lo encontré. Puedo arar, puedo cocinar, puedo resistir los treinta y nueve latigazos como cualquiera. ¿O eran cuarenta? Seguí caminando. Pero antes parí cinco niños. Ahí se quedaron. Desde Roma, Ohio, caminé. Días y noches caminé. Había un fuego en una esquina. No hablaba. No cantaba. Pero era bueno para Connie. Crucé el río y ahí me encontraron los centinelas, los que hacen guardias por la ciudad. Flagrum taxillatum para todos. Para Connie y su agujerito. Para Connie y su rock and roll. Para Connie y su fábrica de pestilencia. Al infierno con ella, puta, puta, recontraputa y más. Marta y María lloraron. Lázaro también. Pero no fue suficiente. Y Connie los miró con los ojos y no por la mirilla que le había tocado, los miró con ojos como palomas y vio que el mundo que era bueno y hermoso en realidad estaba lleno de ladrones y microbios, de epidemias y de gripes y de gente que se lavaba las manos a cada rato.

Siguió un silencio en el que Connie bajó la cabeza y se entretuvo mirándose una uña. Después se levantó de la silla, comió una última galleta y se agachó hasta alinear sus ojos con los de Berenice.

—Muchas gracias —dijo sin pestañar. Hizo una reverencia, volvió a agradecer al aire y, con una agilidad insospechada unos minutos antes, salió corriendo por las escaleras.

Berenice suspiró. Conseguir un pariente iba a ser mucho más difícil de lo que pensaba. Afuera, el sol ya era una línea entre las siluetas de los edificios. Levantó a Baby Moon y volvió a ponerla en su lugar sobre la alfombra junto a las demás muñecas.

La bebé siempre había sido un problema.

Amelia amaba con todo su torso a Queen. Se arrastraba hacia ella desde el otro lado del cuarto, impulsada por sus manos y su intrépida memoria. Queen la miraba con sus ojos alcoholizados y se quedaba quieta en su silla, no movía ni siquiera la punta de un pie. Agotada por la carrera, Amelia daba un último salto, ganaba las rodillas de la reina y hundía la cabeza en sus pechos resbaladizos. Estaba tan cansada que abandonaba los brazos sobre su pelo duro, de estropajo intergaláctico. Queen la dejaba estar ahí por un rato. Luego bajaba hacia Amelia su mirada pegajosa y recorría con un dedo el contorno de su herida. A veces todo un brazo de la reina entraba por ese agujero y Amelia se retorcía de gozo, habitada de pronto por esa mano azul que la movía.

Las Barbies sólo se amaban a sí mismas. Se enroscaban en un abrazo gemelo: el cuerpo de una, montado como una tenaza sobre la otra, que acariciaba con su media sonrisa sin enigmas la cabeza ausente junto a su hombro. A veces Barbie Segunda se vengaba de su compañera y la montaba como a un caballo. La espoleaba con los tacones afilados o con una varita de plástico. Le tiraba de las trenzas mientras todo su cuerpo se arqueaba y sonría, sacudido por el ritmo desigual de su cabalgadura de tres patas. Acababan en risas bajo la sonrisa complacida de Queen, que todo lo aprobaba desde su trono. Amelia, sentada en su regazo, masticaba con ojos soñadores las puntas de su pelo.

Pero a Baby Moon no había quién la quisiera y eso perturbaba a Berenice, que había intentado en vano con todas sus muñecas. La bebé permanecía fuera de juego, la boca siempre abierta igual que el agujero negro de su ojo. Rodeada por sus compañeras, las piernas bien separadas para equilibrar la masa rolliza de su cuerpo, a Baby Moon le pesaba demasiado la cabeza, que se bamboleaba sobre su cuello hasta caer rendida con la papada pegada al pecho, como si fuera a vomitar o a rezar en un idioma abominable. Las demás no podían ni siquiera mirarla. Desviaban los ojos al piso, con las cabezas bajas.

—Te vas a ir al infierno, puta, puta, puta —probó gritar imitando a Connie y mirando directamente a los ojos de la muñeca.

Baby Moon no dijo ni hizo nada.

Pero Queen, Amelia y las Barbies respondieron a coro:

—Sí, al infierno.