Capítulo 3
La mañana del segundo día de vigilancia, Vik se levantó lleno de confianza en el plan que había diseñado la noche anterior. No podía creer que algo tan sencillo como faltar al museo no se le hubiera ocurrido antes. Tal vez por eso había soñado que vencía a ese hombre en un torneo de ping-pong. Se había dormido convencido de que un solo día mejor planificado bastaría para la victoria.
Después de bañarse, repitió su rutina diaria al pie de la letra. Se vistió como si fuera al trabajo, leyó un rato en la cocina y salió de la casa a la misma hora de siempre. La chica del café se sorprendió un poco al oírlo reclamar una taza de cerámica en vez de su habitual vaso de cartón, pero no dijo nada. Vik eligió una mesa cerca de la ventana. Desde ahí podía ver la puerta de entrada de su casa y dos de las ventanas de la planta baja. Sacó un libro de su bolso, un lápiz, un cuaderno y el teléfono celular, y se sentó a esperar a que las cosas pasaran.
Como a las ocho y media, la pantalla del aparato mostró una sombra blanca acercándose a su heladera. Parecía una mujer vestida con un camisón. Pero era tan baja y tenía el pelo tan largo, tan enmarañado y tan negro que Vik no sólo no pudo verle la cara sino que creyó ver pelos por todos lados. La cámara captaba su espalda, inclinada sobre la luz del refrigerador, del que al fin emergió, con una manzana y una botella de leche. La tranquilidad con la que la mujer se movía por su cocina lo llenó de espanto. La vio acercarse a la pileta y lavar con cuidado la fruta, estirar un brazo hasta la alacena, sacar un vaso y servirse la leche. Luego desapareció. Probablemente se había sentado a la mesa, pero había elegido la esquina que quedaba fuera del campo de visión de la cámara. Vik supo que tenía apenas unos minutos para actuar. Pero nada lo había preparado para eso. Había considerado decenas de posibilidades excepto que el intruso fuera una mujer con la que evidentemente había estado viviendo durante varios días. Ni bien el relámpago de esa conclusión iluminó los acontecimientos de la última semana, sintió que el corazón se le aceleraba. Las manos se le cerraron en dos puños impotentes. Tuvo que levantarse y llenar un vaso con agua que tomó casi de un trago ante la mirada perpleja de la dueña del café. Cuando regresó a la mesa, indagó largo rato en la pantalla hasta que descubrió el fragmento de un pie apoyado en la madera de una de las sillas de la cocina. La mujer no se había movido de su puesto. Pero no tardaría en hacerlo. Si había alguna lógica en todo lo que estaba pasando —razonó Vik, un poco asombrado de su capacidad para hacerlo—, su próximo destino tenía que ser el baño.
La sencillez de esa predicción logró tranquilizarlo un poco. Cambió la imagen en la pantalla por la de la cámara en el primer piso, que mostraba el final de la escalera, con la puerta entreabierta de su dormitorio a un costado y la del baño al otro. Unos diez minutos después, la mujer apareció en los últimos escalones. Sólo podía ver la parte de arriba de su cabeza y uno de los hombros. Parecía una enana, pero eso podía deberse al ángulo de la toma. Vik calculó que debía medir alrededor de un metro y medio, pues su cabeza apenas llegaba a la mitad del tercer estante del librero que tenía en el descanso de la escalera. Entonces ella hizo algo inesperado: retrocedió unos pasos y, corriendo a toda velocidad, atravesó la puerta del dormitorio y saltó directamente sobre la cama. Esto Vik pudo adivinarlo parcialmente, cuando la cámara, que captaba la puerta entreabierta de su habitación, mostró el resultado de la carrera: las piernas cortas y redondeadas de la mujer revolcándose sobre el cubrecama que él había dejado perfectamente tendido antes de salir de la casa.
La imagen de esa criatura llena de pelo refregándose sobre sus sábanas era más de lo que Vik podía soportar. Cerró el teléfono, metió todas sus cosas en el bolso y cruzó la calle lo más rápido que pudo. Hizo girar la llave sin ruido, pero las bisagras de la puerta de entrada lo traicionaron. En el piso de arriba se oyeron pasos breves y rápidos, un pequeño tumulto y el chasquido de otra puerta al cerrarse, claramente la del clóset, junto a su dormitorio, donde Vik amontonaba mantas demasiado abrigadas, ropa vieja y otras cosas en desuso.
Subió las escaleras con calma, calculando el peso de sus pies en cada escalón. Ya frente al armario —que en realidad era casi un cuarto más— se dio cuenta de que hacía semanas, tal vez meses, que no abría esa puerta. Apoyó la oreja y la madera le devolvió una carcajada. Varias cosas sucedieron casi simultáneamente. Vik recordó que, en el sueño de la noche anterior, su contrincante tenía una mancha de sudor enorme en la camiseta, una mancha que en el momento en el que perdía el partido se había vuelto negra y espesa, como si el hombre hubiera sudado lava o alquitrán o algo peor. En ese mismo momento, Vik perdió el equilibrio. Sus piernas cedieron, dejó caer el bastón sobre el que había apoyado todo el peso de su cuerpo, y quedó tendido sobre la alfombra, las piernas todavía encogidas y los brazos estirados. Comprobó que le dolía demasiado enderezar su espalda y a la sensación de asco y triunfo que la mujer y el sueño parecían haberle provocado por igual, le sucedió una risa incontrolable. Imaginó que la cámara estaría enviando imágenes de su cuerpo retorcido al teléfono que tenía en el bolsillo de su saco.
Abandonado a la comodidad de la alfombra y a la risa, que fue aflojando cada uno de sus miembros, tendones y cartílagos, Vik descubrió todavía algo más: no era la primera vez que veía a la mujer llena de pelo.
Reprodujo paso por paso su marcha de todos los días. Se vio ya en la calle, concentrado en su desayuno; se vio subir los cuatro escalones del café de enfrente, subirlos con la misma inconsciencia con la que se pasa junto a la iglesia del barrio o la lavandería; se vio abrir la puerta y poner un pie ya adentro de ese olor a chocolate y vainilla y, en ese instante, captó (evidentemente no por primera vez, pero era como si lo fuera) un bulto envuelto en una manta color pared, del que sobresalía una larga cabellera negra, un bulto que había estado ahí quién sabía por cuánto tiempo, acurrucado junto a los cuatro escalones de entrada, como la rajadura del vidrio en la iglesia abandonada o como las letras despintadas en el cartel de la lavandería. Vik hizo un esfuerzo por precisar cuándo había aparecido. No, no había sido tanto tiempo atrás. No en el verano, por lo menos. Tal vez la mujer había llegado con el primer frío del otoño, unas semanas atrás. Si era así, ¿cuándo había dejado su puesto en las escaleras y se había metido en su casa? Imposible saberlo. Si apenas podía recordar haberla visto alguna vez, ¿cómo podría haber registrado su falta en el mundo diminuto de su café de las siete y cuarenta cinco de la mañana?
Contrariamente a lo que habría sucedido con otras personas (a las que hallar cierta familiaridad entre lo nuevo y lo viejo, por más débil que pueda parecer la conexión, les produce el efecto de un calmante), el hecho de pensar que ese mismo bulto respiraba ahora el aire apolillado de su clóset no tranquilizó a Vik en lo más mínimo. Todo lo contrario. Dejó de reír, se arrastró hasta el bastón y, siguiendo la línea de la pared, logró sentarse frente a la puerta del armario.
Abrir la puerta de un tirón y enfrentarse con la mujer era impensable. A pesar de que la cámara la había mostrado vestida con un camisón blanco, flotando como una medusa en su cocina, Vik la imaginaba desnuda. El pensamiento lo avergonzaba, pero no podía dejar de volver a él una y otra vez. La veía encogida en el último estante del clóset, la piel salpicada de manchas o de pelos, una mano debajo de la cabeza y la otra entre las piernas, los labios húmedos por los que el aire entraba y salía en un largo espasmo mientras sus pechos subían y bajaban enredados en el pelo negro. ¿No sería mejor golpear o gritar para que ella misma saliera? ¿Darle la oportunidad de recomponerse, de reincorporarse al mundo? Había que admitir que se necesitaba cierto desequilibrio mental para meterse en la casa de un desconocido e instalarse en uno de sus armarios. Vik sabía de cierta especie de pájaro que por alguna falla evolutiva jamás había desarrollado la habilidad de construir nidos y vivía usurpando los de sus congéneres, previa degustación o destrucción de sus pichones. También había otros que directamente ponían sus huevos en un nido ajeno y se marchaban dejando a su cría al cuidado de padres adoptivos. ¿Qué clase de desorden podía llevar a alguien a medidas tan extremas como las de esas aves? Imaginó a la mujer sentada junto a la escalera del café, acechando su casa día tras día, confundida con la manta, esperando el momento preciso, tal vez esa mañana en la que la gata del vecino se había interpuesto entre su bastón y el umbral y Vik había tenido que luchar unos segundos por no perder el equilibrio y había cerrado la puerta de golpe sin comprobar si había puesto o no el seguro. No habría sido la primera vez que se iba sin echar llave. Decenas de contratiempos interrumpían a diario esos gestos mecánicos, desarrollados para mantenerlo a salvo en una ciudad que no era suya. El acontecimiento no podía haber pasado desapercibido para alguien acostumbrado a observar cada uno de esos gestos. No, esa mujer no se había ganado su cortesía. ¿Por qué habría él de golpear a la puerta de su clóset en una farsa de urbanidad cuando ella había estado espiando y midiendo sus movimientos? Seguramente acababa de oírlo reír como a un desquiciado, así como lo habría observado escarbarse las uñas de los pies o pelear durante horas, armado de un espejo y unas pinzas, con el vello que sobresalía de sus fosas nasales.
Iba ya a incorporarse y a abrir la puerta del armario cuando encontró una nueva razón para no hacerlo. Si, como todo parecía indicarlo, esa era una mujer de la calle, quién sabía qué pestes habría acumulado durante todos sus años de vida a la intemperie. Vik sintió una sospechosa picazón en los brazos y en las piernas de sólo pensar que uno de los pasatiempos favoritos de ella parecía ser el de revolcarse sobre su cama. Volvió a ver ese cuerpo desnudo, cada vez más sucio, zambulléndose en las sábanas, pataleando con los brazos estirados como si estuviera nadando en el colchón, el pelo pegado a la piel como una colección de algas o de adherencias.
Esta vez la imagen de la mujer entre sus sábanas no lo avergonzó. Fue la reacción de su cuerpo la que lo hizo sentir más viejo y más enfermo. Estirar el brazo para abrir la puerta se le antojó la tarea más pesada del universo. Tal vez lo mejor era esperar a que ella tuviera que abandonar el clóset. Alguna vez tendría que hacerlo. Ignorando su erección y la queja de su espalda, Vik apoyó el bastón en el piso y terminó de levantarse. Recordó entonces que había olvidado llamar al museo. Era sábado, nadie notaría demasiado su ausencia. Se alegró de que al menos uno de sus problemas fuera tan sencillo de solucionar.
La última vez que él me había llamado Berilia, todavía éramos los más sanos y los más fuertes del mundo, no había sobreabundancia de ciervos en los bosques y la gente creía en la bomba atómica y en los electrodomésticos. Entonces cambiar nuestros nombres nos había parecido romántico. Nos sonaba a bandidos en blanco y negro, a la noche abierta sobre una pareja oscura y furiosa rumbo al Oeste o al México desaforado de las películas, dos que huían y a los que, por un momento, podíamos parecernos.
Nada de eso invocó Smithfield esa mañana. Hizo bien: si hubiera insistido en hablar de Gabi como tantas otras veces, lo habría echado de la casa. Pero lo que menos esperaba de él, muy cómodamente sentado a la mesa de mi cocina mientras yo me distraía con el café y mi bata mal abrochada, era que me hablara de nuestro rol como ciudadanos mayores en una ciudad que nos ignoraba o nos atacaba sin ningún disimulo.
Me habló de Emilia, de la campaña injusta que se había montado en su contra. Y de la hostilidad que había generado en los jóvenes todo el episodio. Otro síntoma de cómo se estaba desequilibrando «el tejido social», dijo. A mí no me gustó que usara un lenguaje médico para referirse a algo hasta cierto punto normal. ¿Desde cuándo los jóvenes han respetado algo de lo que hacen los viejos? Nosotros tampoco lo hacíamos, le recordé. Además, ¿qué es eso de «tejido social»? Nada nos da derecho a pensar que somos parte de algo mayor, mucho menos de un cuerpo. Es una analogía engañosa. Yo lo aprendí hace rato: si una se salva, siempre se salva sola. Lo que él decía parecía sacado de los peores noticieros, esos que se la pasan analizando el apocalipsis y sugiriendo salidas grupales que casi siempre incluyen palos y picas. Se lo dije.
—Bueno, tampoco podemos quedarnos cruzados de brazos mientras nos hacen a un lado —contestó él sorbiendo el último trago de mi café mal preparado (así era Frank: no importaba si las circunstancias no eran las ideales, todo lo bebía y lo vivía hasta el final).
Ya esa mañana era difícil seguir lo que decía. En algún momento saltó del «tejido social» a la naturaleza, que también mostraba síntomas inequívocos de desequilibrio. Me habló de los ciervos, de los episodios de violencia inaudita durante el verano. Sospechaba que algo en el bosque los enloquecía. Citó unos emblemas o figuras medievales que los mostraban comiendo carne. Víboras. También entrañas de liebres y otros mamíferos. Le dije que eso no era algo tan raro. Que en Escocia habían encontrado pájaros decapitados y sin patas ni alas, pero con el cuerpo intacto. Que los biólogos habían estudiado el fenómeno con desconcierto (¿qué depredador se come la peor parte de la presa?) hasta que descubrieron que los responsables eran los venados de la zona. Parece que por culpa nuestra —de los escoceses, quiero decir— las hierbas que los proveían de los minerales necesarios para que crecieran sus astas desaparecieron de los bosques y el instinto de preservación hizo lo suyo: los ciervos bajaron a las costas y se comieron decenas de pichones de pardelas, eligiendo con una sabiduría que algunos de nosotros jamás podríamos exhibir las partes de las aves que contienen más calcio.
Frank me miró como si lo que le acababa de explicar fuera la estupidez más elemental. Me dijo que él hablaba de otra cosa, de significados culturales, como el del venado engullendo serpientes. No tenía nada que ver con la interpretación tradicional de los sacerdotes tragando los pecados de los hombres y permaneciendo, sin embargo, limpios como el animal. Eso era basura religiosa. Pero también era una de las anticipaciones culturales del desequilibrio final, de cómo la tierra entera se rebelaría alguna vez contra nuestro dominio. Mucho Jung y la Sombra. Muchos años de tristeza y soledad, diría yo. Después me recordó que ya en Bridgend habíamos visto un ciervo que se comportaba raro. Era cierto. Pero como era el ciervo de Gabi, no dije nada. No quería darle una oportunidad para hablar de esas cosas. Preferí dejar que «me instruyera». Frank siempre tendía a la didáctica, era uno de sus atractivos.
Ahora ya no. Ahora a lo único que tiende es a la ruina. Lo único que queda de ese tono y ese saber es el envoltorio, nada más que un viejo con la piel escoriada tendido en una cama de hospital. A lo sumo, tendrá la suerte de que una enfermera lo sobe de vez en cuando. Hay gente que visita a los comatosos y les habla con la esperanza de que alguna parte de esos cerebros todavía sea capaz de oír. Supe de una familia que había conectado a su hija a un reproductor de música que pasaba su disco favorito una y otra vez. También de una esposa que, cansada de rezar, optó por enchufar a su marido a uno de plegarias cantadas. Así multiplicaba las posibilidades de sanación sin más esfuerzo que el de llamar por teléfono a los enfermeros para que siguieran apretando PLAY. Imaginen si de verdad esos pacientes pudieran oír. Sería el infierno. Es un hecho: a mí no me encontrarán sentada junto a la cama de nadie y mucho menos conectada a una máquina.
Ese domingo preferí dejar que fuera Frank el que hablara. Todas esas teorías sobre desequilibrios, simbolismos y señales me tenían sin cuidado. Hacía rato que los ciervos nos habían superado en número y simplemente me parecía razonable hacer algo al respecto. Pero igual lo escuché maravillada. No por lo que él tuviera que decir, sino porque por primera vez en muchos años parecía que me necesitaba y eso era halagador. Al final de sus explicaciones, medio en broma, medio en serio, le dije que lo único que se me ocurría era hacer algo práctico: si los ciervos estaban enloqueciendo, lo lógico era salir a cazarlos. No aceptó la idea inmediatamente: como siempre, él quería ir al fondo de la cuestión, entender el porqué de esa conducta de los animales. Pero yo lo convencí de que no teníamos los recursos para eso. ¿Qué puede hacer un grupo de viejos frente a un fenómeno como ese?
Al final accedió. Dijo que así le demostraríamos al resto del mundo que todavía sabíamos lo que hacíamos y que tener un propósito nos fortalecería como grupo. De hecho, él fue el que me propuso que me encargara de entrenar en las técnicas de cacería a los ancianos del Centro Comunitario. Imagínense, ¡novatos de entre setenta y ochenta años! Pero no lo dijo enseguida. Primero me llevó al zoológico.
Ahí estaba Emilia, sentada frente a una taza de café en una de las glorietas. En medio de los retazos de grises, verdes y marrones de las jaulas, su vestido naranja parecía un grito. Smithfield retiró una de las sillas. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era para mí. Emilia levantó los ojos y nos miró sin vernos.
—Esta mujer está drogada —dije inmediatamente.
—Eso era lo que quería que vieras. Es todo lo que nos quedará dentro de poco: un cielo de clonazepam —lo dijo con la misma voz, entre didáctica y paternal, que usaba con su asistente inválido. Eso me molestó un poco, pensé si no habría cedido demasiado rápido a sus ideas, si no me había dejado llevar por un momento de debilidad autoerótica. Pero no dije nada.
—No estoy drogada. Estoy en paz —interrumpió Emilia como si alguien le hubiera apretado un resorte.
Me dieron ganas de despertarla de un golpe. Encima sonrió con unos dientes perfectos. Evidentemente, su pensión superaba los beneficios del museo.
—Emilia, lo que te han hecho no está bien —ahora él le hablaba como si ella no tuviera un máster en Francés, un marido enterrado, dos ex con domicilio en La Florida y un pasaporte lleno de sellos.
—Es cierto. No está bien. Pero me hace bien.
—¿Ves? —Sus ojos, de ese color único (marrón con pecas amarillas), se hundieron en los míos con demasiada intensidad. Pero los sostuve—. Berilia, si no hacemos algo, pronto la mayoría de nosotros va a terminar así.
—¿Nosotros quiénes? —No sabía si se refería a la Humanidad o solamente a Barbie y a Ken en el geriátrico.
Sus palabras siguientes no aclararon demasiado la situación. Inclinaron la catástrofe hacia el lado del mundo entero con especial énfasis de esperanzas en los viejos que todavía seguíamos activos. Prestar un servicio concreto a la comunidad nos devolvería algo de la joven gloria. O algo así.
—Nosotros todos —dijo entonces—. Voy a contarte una historia.
¿De dónde había salido ese hombre de modales caballerescos y dedo en alto? Los años habían exagerado su delgadez y su estatura y lo que de joven le daba un aire irremediable de torpeza, de viejo le agregaba cierto atractivo nudoso, conceptual. No sólo en esa ocasión, en varios episodios de los muchos que sucedieron, llegué a la conclusión de que a Smithfield también lo visitaba el señor Alzheimer. Pero esa mañana de domingo, «allá abajo y adentro» estaba feliz y satisfecha y pensaba por nosotras con admirable lucidez. Qué alivio dejar que fuera ella la que siguiera las explicaciones de Smithfield, bien metido en un saco azul y unos pantalones color café con una o dos manchas de pegamento. Qué suerte que fuera ella la que se entretuviera largo rato en las incoherencias de ese hombre que al menos había conservado casi todo su pelo y algo de su sonrisa de muchacho.
Lástima que Frank se hubiera decidido por el trabajo intelectual. Hubiera hecho una fortuna con esa imagen de solidez que proyectaba a pesar de que su cerebro estuviera volviéndose una esponja. Allá abajo y adentro volvían a funcionar circuitos desconocidos. Pequeñas corrientes de electricidad que creíamos hace rato agotadas se encendían y apagaban mientras él hablaba de señales y predicciones y dábamos más vueltas de las necesarias por el aviario.
De verdad hice un esfuerzo por seguir el camino de sus ideas. Creo que en el fondo no quería creer que él había vuelto a llamarme Berilia sólo porque había perdido la noción del tiempo y sus neurotransmisores estaban lo suficientemente trastornados como para que yo pudiera volver a ser su amiga. Si por una vez la visita del doctor Alzheimer no significaba ofensivas permutaciones de recuerdos y familiares, caras largas, silencios incómodos y palmaditas consoladoras («No se da cuenta, querida», «Es la enfermedad hablando por su boca», «Tal vez mañana te recuerde»), yo no iba a ser la que se interpusiera en su camino.
Creo que muchos hubieran calificado mi actitud como criminal. Se sabe que aprovecharse de un anciano ya es una figura legal en la mayoría de los países del mundo. Pero si la demencia senil había borrado de un golpe tantos años de culpa y resentimiento y Smithfield de verdad creía que nada terrible había pasado entre nosotros, yo iba a ser la primera en abrazar la causa del doctor Alzheimer.
No deja de ser irónico, considerando que esa era nuestra primera cita en más de cuarenta años. Incluso compramos y comimos galletitas con formas de animales. Mientras tanto, Smithfield me hablaba otra vez de los viejos, de los ciervos y del agotamiento del planeta. Recién cuando habló de los originarios, empecé a sospechar que no todo iba a ser perfecto.
Ya conocía la obsesión de Smithfield por el tema. La misma que lo había llevado a abandonar Bridgend, a terminar la universidad y a viajar para recolectar evidencia hasta que finalmente el mundo (que en este caso eran tres doctores en Historia que ocupaban altas sillas en algunas universidades) había aceptado la posibilidad de que Smithfield, sin doctorado y con gran parte de su salud física y mental dilapidada, hubiera hallado alguna evidencia de que una tribu desconocida proveniente del Caribe había llegado a nuestras costas y se había mezclado con los que creíamos nuestros únicos antecesores.
Yo había seguido esas noticias en silencio, como todo lo que tenía que ver con él. Durante unos pocos años su teoría tuvo algo de asidero. Sobre todo porque contradecía lo que nos habían enseñado de los padres fundadores. Especialmente Förster, que había pedido la creación urgente de un batallón de mujeres que sedujera a los pobladores extranjeros para hacer niños sanos y nuevos porque detrás de nosotros no había nada que valiera la pena, sólo kilómetros de tierra vacía y bosques por conquistar. Ahora Smithfield nos decía que eso no era verdad. Que el misterio de los originarios también podía ser nuestro. Que quizás de un modo indirecto pero cierto nosotros también veníamos de los animales y de los bosques y no de los transatlánticos, las tarjetas de crédito y las refinerías.
La historia de la tribu salió publicada en algunas revistas de divulgación. Eran los años setenta y todavía era relativamente fácil creer en esos antepasados bondadosos en perfecta armonía con la naturaleza, una que nosotros habíamos olvidado entre tantos sueños de confort. La gente empezó a hablar de la vuelta al bosque, del despertar de una vieja sabiduría dormida en nuestro ADN. La Familia financió excavaciones en las afueras de la ciudad con la esperanza de desenterrar restos de esa genealogía interrumpida. No encontraron mucho, pero algunas puntas de flecha y utensilios alcanzaron para que Smithfield obtuviera un puesto en el museo, donde se creó un ala entera para los originarios. Hasta que llegaron los especialistas y empezaron a desmoronar su teoría piedra por piedra. Resultó que Frank tenía una única pieza de evidencia: una historia pintada sobre unos cueros de venado de comallis que resultó mucho más nueva de lo que él sostenía y que, según confesó después de un largo interrogatorio, había comprado a un anticuario a quien fue imposible localizar.
Por un tiempo hubo lugar para la controversia en los ámbitos académicos. Pero fue la gente la que se negó a creer en la refutación de la teoría de la tribu desconocida. Más allá del río Onlo, surgieron sectas de «nuevos originarios», hubo conciertos de bandas de rock y se fundaron organizaciones sin fines de lucro que financiaron nuevas excavaciones. Había muchos jóvenes que se negaban a que un grupo de historiadores los transformara en pan blanco sin una pizca de misterio con tan sólo esgrimir la antigüedad correcta de una vasija. La gente hurgaba en sus altillos y aparecía por el museo con los objetos más extraños, reclamando que fueran incluidos en la sala de los originarios. Otros manipulaban su árbol genealógico en busca de ambigüedades que demostraran la gota de sangre que los haría más oscuros, más atrevidos y feroces.
Smithfield dejó de aparecer en público. Con los años se transformó en una broma un poco gastada en los pasillos de las universidades. Aunque la Familia lo sostuvo hasta el final. La prueba es que la vidriera de los originarios ocupa todavía el ala este del Pabellón del Hombre en el museo. Él insistió especialmente en ello, a pesar de que la composición tiene nada más que dos figuras. Dijo que el éxito de la escena dependía de todo ese espacio sobrante. Había que tratar de reproducir el mundo tal como lo vivían los originarios. Blanco y abierto, como el efecto de la albaria en la conciencia. Inabarcable, igual que los bosques y las montañas del noreste. Claro que el cartel que la describe fue cambiando con los años y ahora se limita a proponer: «Los originarios, ¿mito o realidad?», con lo cual la pregunta queda evidentemente contestada. Así están las cosas. El pobre Frank lo sabía. Lo sabe aun en su cama de hospital. Quizás sea ese un mejor lugar que el que tenía. Siempre encerrado en su taller, disertando para su ayudante, ese pobre tipo con demasiadas ínfulas para su puesto.
Algunos empleados del museo dicen que Smithfield no dejó de recolectar evidencia durante todos estos años. Que estaba escribiendo un gran libro en el que al fin demostraría su teoría. Imagino que la empresa también habrá acabado en manos del doctor Alzheimer. Ahora sé que no había nada de genio incomprendido o de visionario en ese hombre alto y elegante que ese día en el zoológico confundía fechas y ocasiones y que, seguramente sin darse cuenta, volvía a llamarme Berilia. Solamente yo puedo ver la verdad detrás de sus arrugas, detrás de esa cara sin reposo que le han hecho los años. Y la verdad no me gusta. Porque está llena de dolor. Un dolor al que ni siquiera toda una tribu imaginaria ha podido decretar un alto o una pausa en el camino. Siempre he sabido que la única función de los originarios en la vida de Smithfield ha sido esa: la de ayudarle a olvidar a Gabi. Y ni siquiera en eso tuvieron los pobres indios algún éxito. Incluso ese día en el zoológico, en medio de sus planes y explicaciones incoherentes, fue el nombre de ella y no el mío el que encendió algún brillo de lucidez en su mirada.
Al día siguiente, la ropa de su madre desparramada por toda la habitación dibujaba sombras nuevas en el departamento. Tampoco esta vez había podido dormir en su cama. Se había acostado en la de Emma Lynn, desde donde podía vigilar a las muñecas. Nunca antes habían hablado. Berenice las miró detenidamente, evaluando si no sería mejor guardarlas en una caja. Decidió que no. Acomodó el vestido de Baby Moon, la puso en el centro del círculo y se alejó unos pasos. La escena era la misma de siempre, pero algo se retorció en el fondo de su estómago.
Mientras se vestía para ir a la escuela, decidió que no iba a desalentarse por el fracaso con Connie. Evidentemente la mujer no estaba en sus cabales. Le gustaba usar esa expresión. Emma lo hacía con frecuencia cuando se burlaba de la educación anticuada que le había dado su abuela Cecilia, para quien los empleos de sus hijos eran siempre «de pacotilla», los novios de sus hijas, «alfeñiques» y la gente nunca estaba totalmente en sus cabales. Aunque Emma le había explicado a Berenice lo que significaba la expresión, las dos la usaban de manera diferente al diccionario. Podía ocurrir que en el medio de alguna tarea doméstica, Berenice anunciara que se iba de sus cabales por un rato, lo cual quería decir que dejaba de ser una chica bien portada por unos minutos y tenía permitido gritar, saltar, arrojar cosas contra las paredes, en fin, hacer toda clase de cosas irracionales siempre y cuando el intervalo fuera breve. Emma lo hacía a veces, sobre todo cuando la frustraba algún experimento en el vivero. Con la albaria había tenido que correr descalza por la colina del cementerio, estrellar dos o tres macetas contra el piso y tumbar el biombo de una patada hasta que, unos días después, una semilla amedrentada había decido crecer en tierra de muertos.
Eso había pasado meses atrás. Desde que había encontrado las semillas, Emma Lynn se había obsesionado con ellas. Quizás porque eran lo único todavía vivo que había pertenecido a Gabi. Berenice podía darse cuenta de que en esa planta Emma buscaba más a su madre que el éxito de un experimento. Por eso había insistido tanto con la albaria. Probó distintas técnicas sin ningún éxito: formas de golpeteo o reblandecimiento que trataban de reproducir el ambiente húmedo al que la planta supuestamente pertenecía; variedades de tierras y de abonos. Nada había funcionado. Hasta había sacrificado algunas a un proceso de doble letargo que no había llegado a concretarse.
Una tarde, harta y bastante fuera de sus cabales, Emma Lynn salió corriendo por la puerta del vivero hacia el cementerio. Aunque todavía hacía frío, iba descalza y llevaba un vestido verde y blanco que le llegaba hasta los talones. Berenice la siguió y las dos corrieron sin parar hasta la tumba de la bisabuela Cecilia. Allí, Emma Lynn abrió el puño lleno de semillas y las arrojó bien cerca de la lápida.
Un tiempo después, ya en primavera y cuando se habían olvidado de todo el asunto, las dos descubrieron el brote de una albaria entre las piedras, bastante más lejos del lugar donde habían arrojado las semillas. Emma la reconoció por el olor de las hojas y por su color, de un verde encerado de azul. Dejó a Berenice vigilando la planta y fue hasta el vivero, de donde volvió con los elementos para trasplantarla a una maceta. Tenía que descubrir cuál era su secreto. Y sólo podía hacerlo estudiando la planta, empresa en la que invirtió casi todo el verano y en la que también fracasó.
Berenice, en cambio, tenía una teoría. Creía que la flor había crecido ahí simplemente porque prefería la tierra de los muertos.
—Por algo es una planta mágica —concluyó.
Lo único que Emma Lynn le había explicado sobre la albaria era lo mismo que la abuela Cecilia le había dicho a ella: que la flor había llevado a demasiada gente, incluida a su propia madre, Gabi Alicia Brown, a la locura. Por eso era mejor alejarse de ella.
—Todo el mundo tiene derecho a un minuto de locura —dijo Emma Lynn otro día, ya en el verano, mientras acariciaba las flores blancas y aparentemente inofensivas de su primera y única albaria.
—Pero no a cuatro días consecutivos —suspiró ahora Berenice, sentada a la mesa de la cocina mientras hacía una lista de las personas que podían pasar por sus parientes.
Lo ideal era alguien que no estuviera ni totalmente afuera ni totalmente adentro de sus cabales. A los primeros que descartó fue a los que ya tenían hijos. Seguramente no querrían otra más y tampoco les quedaba espacio en la vida para hacer de primos o de hermanos mayores. Eso eliminaba a su familia extendida, tíos y tías lejanos con los que Emma no tenía ninguna relación y que todo el tiempo estaban concibiendo niños nuevos, como si tuvieran la secreta intención de crear un ejército. Era una de las cosas que Berenice más le agradecía a su madre: que la hubiera hecho única y distante de esos primos segundos fabricados en serie. No. Lo único que podía esperar de esa familia era que la entregaran a los Servicios Sociales.
La descendencia también dejaba fuera al señor y la señora Belcher, los vecinos del edificio de al lado. Era una lástima porque tenían dos hijas mayores y un chico tardío, Aníbal, con el que Berenice a veces jugaba a la pelota y que no le resultaba demasiado desagradable.
Los segundos eliminados fueron los hombres solos. Emma la había alertado lo suficiente sobre ellos. Si un tipo pasaba los treinta y estaba solo, evidentemente estaba fallado o tenía algún problema que repelía a las mujeres. Por algo las agencias matrimoniales les cobraban el doble que a los hombres más jóvenes o a los divorciados. Los divorciados al menos tenían una historia que ofrecer, en cambio los solos siempre eran sospechosos. Que se guardaran su misterio para las chicas desesperadas, decía Emma Lynn. Ciertamente, tampoco eran los candidatos ideales para adoptar una nena.
Eso acortaba la lista a dos variantes: mujeres solas y parejas sin hijos que no estuvieran totalmente en sus cabales. Con el lápiz en alto, Berenice interrogó el aire de la cocina. Lo mejor sería comenzar por los más lejanos. Cualquiera en su círculo más íntimo —sus maestras, la pareja de ancianos del cuarto piso, las tías solteras de sus compañeros— se sentiría obligado a reportarla a las autoridades. Las transacciones del afecto les pesarían demasiado. El pasado y el afecto eran dos pesos muertos que había que tener en cuenta, se dijo Berenice.
Dividió la hoja en dos columnas, un gasto inútil de sus habilidades organizativas porque, una vez que evaluó seriamente el ajuste de la realidad a esas categorías, solamente pudo pensar en una posibilidad: Omar y Halley, los dueños de La Nave de los Locos, el café de ventanas redondas, famoso en toda la ciudad por su pastel de calabaza.
Berenice había gastado muchos billetes de cinco en las delicias que preparaba Halley, una chica de largo pelo castaño, siempre vestida con jeans negros y camisetas rotas del mismo color. Tenía el brazo izquierdo lleno de tatuajes. En cambio, en el derecho no tenía ni una marca.
—Es que yo no creo en el equilibrio ni en la simetría —le había dicho una vez mientras le servía un licuado verde—. Esas son mentiras facilistas, inventadas por los artistas perezosos.
Siguiendo esa filosofía, Omar y Halley habían colocado ojos de buey de distintos tamaños en las paredes y el techo del café, de modo que por las noches, más que un barco, era un gran animal moteado y luminoso.
La Nave de los Locos quedaba a dos cuadras de la florería y a tres de la entrada del cementerio sobre la avenida Grandville. Cuando se aburría de ayudar a su madre en el vivero, Berenice paseaba entre las tumbas o iba al café a charlar con Halley. Aunque era ella la que más hablaba. En general, Halley respondía con una palabra, ceños fruncidos que hacían avanzar las historias o sonrisas de comprensión que las concluían. Muy diferente a Emma, que prefería los parlamentos largos, los sermones y las anécdotas.
Omar también era alto y flaco, pero tenía el pelo de un rubio casi blanco, algo que a Berenice le hacía pensar en una granja. Era él quien había elegido el nombre del negocio, su cruzada personal en contra de las cadenas de cafeterías que habían invadido la ciudad (en realidad, el mundo entero) en los últimos años. Pasaba más tiempo que Halley en el local, tirado en los sillones destartalados del fondo, releyendo los libros amontonados en un rincón junto a los juegos de mesa, mientras los clientes deambulaban por donde se les antojaba, manoseaban las galletas y los pasteles y, en algunas ocasiones, hasta exploraban la cocina. A Omar no le importaba. Decía que esa política era parte del éxito de su emprendimiento: ni vasos de cartón, ni productos seriados, ni limpieza profunda ni vigilancia carcelaria. La batalla iba a ser ganada a fuerza de mugre, recetas experimentales, muebles y tazas comprados al Ejército de Salvación o reciclados de la basura y la más absoluta libertad de circulación.
Los estudiantes habían sido los primeros en reclamar el café como propio. Después llegaron los músicos y artistas y al final los desamparados de la cuadra, a los que Halley regalaba paquetes con galletas del día anterior. Era raro ver mesas desocupadas, sobre todo en las noches de invierno. Con sus luces amarillas y sus vidrios empañados, el café parecía un barco a la deriva o más bien una nave espacial lista para abandonar una ciudad a punto de colapsar.
Hacia allí se dirigió Berenice esa tarde de viernes, después de otra exitosa actuación en el colegio. Durante los últimos días había puesto todavía más cuidado en sus tareas y en su participación en clase, tanto que se preguntaba si no se estaría excediendo. También existía el peligro de que sus maestras sintieran la urgencia de llamar a Emma Lynn para felicitarla por su buen desempeño.
«Todo se reduce a encontrar el equilibrio justo entre la verdad y la mentira», concluyó satisfecha mientras caminaba hacia Grandville, bien metida en su abrigo verde y en una esperanza que, igual que el sol de esa parte del planeta, iba y venía sin decidirse a brillar del todo sobre su cabeza.