Capítulo 4

Llamó al museo desde el dormitorio, vigilando todavía la puerta del clóset. Después bajó a la cocina y sacó de la alacena todas las botellas de detergente, polvo abrillantador, líquido para pisos, jabón y desinfectante que pudo encontrar. Las puso sobre la mesada y las contempló como si fueran los últimos víveres de un náufrago. No las había usado en meses, pero nada más ver las promesas que declaraban las etiquetas lo llenó de una urgencia que no sentía desde hacía años: la de alguien con un trabajo que sabe absolutamente dentro de sus posibilidades.

Abrió las ventanas de la planta baja para que el frío se llevara el olor que antes no había percibido, pero que ahora claramente estaba allí, suspendido sobre los muebles, las alfombras y los retratos, acechando y penetrando sus libros, su platería y su Ploucquet. Un olor a tierra o a levadura. A descomposición. El olor a la mujer en su clóset.

Una hora de limpieza alternada con la vigilancia del armario, que podía ver desde el pie de la escalera, lo tranquilizó pero también lo agotó casi por completo. Se sentó sobre la chaise longue que le había comprado a un artesano italiano a su llegada a la ciudad. Casi nunca la usaba, le parecía un mueble demasiado bello. Ahora estaba seguro de que ella se había recostado ahí. ¿Acaso no era el diván perfecto para una damisela en apuros? Se rio de sólo pensar que a ese cuerpo diminuto, seguramente plagado de olores, pudiera aplicársele la palabra «damisela». Incluso al imaginar a la mujer sobre el diván era incapaz de verla tendida de espaldas, seguía viéndola enroscada sobre sí misma como una contorsionista, las rodillas encajadas debajo del mentón, las manos enlazando las plantas de los pies, toda cubierta por el manto engrasado de su pelo. ¿Y por qué no? Una mujer de la calle obviamente ignoraba que ese sillón había sido el favorito de amantes y cortesanas a la hora de posar para esposos y pintores. Estaba seguro de que ella lo había usado, como estaba seguro de que toda la casa había sido el decorado de una obra de teatro por donde ella se había paseado a gusto, jugando a ponerse y a sacarse lo que él llamaba «su vida».

Vik subió los pies al sillón, estiró un brazo y sacó un cigarrillo de la caja de madera que había sobre una de las tres mesas de café de la sala (sobre las otras dos había un Ploucquet magníficamente restaurado y unos cuantos libros de divulgación que se habían puesto de moda el año anterior: La biografía de la sal, La ruta de la seda e Historia del color). Vik fumaba poco, en su casa y solamente unos cigarrillos largos y delgados que cada vez le costaba más conseguir. No comprendía a los que se autocalificaban de «fumadores sociales», que alteraban el ritmo del humo con la inconveniencia de la conversación. Mucho menos a los que se rebajaban al frío y a la simpatía de los extraños en los recreos que reglamentaban «su adicción». Fumaban en grupos, rápidos y envueltos en sonrisas de entendimiento como si fueran una pandilla de delincuentes familiarizándose con un golpe que, sabían, no iban a dar nunca.

Como para casi cualquier otra cosa, Vik necesitaba concentrarse para fumar. Lo hacía a intervalos regulares. A veces no podía evitar contar los segundos (no más de siete u ocho) que separaban la última expulsión de aire y la próxima pitada. Su mente entraba sola en el conteo y desaparecía en la repetición. Esa retirada era un requisito para el disfrute, un abandono que dejaba al cuerpo librado al placer desatento de la circulación del aire. También le ocurría en el trabajo y en cualquier otra actividad que implicara cierta mecánica. Se había entrenado desde chico para escuchar y atender los ritmos y reclamos del cuerpo y deshacerse de cualquier actividad mental que los interrumpiera. Prasad también era bueno en eso, pero no tan bueno como Vik, que llegaba a un estado de vacío mental muy parecido al de los monjes tibetanos. La perfecta vacuidad. Era una lástima que no le sirviera para aliviar el dolor. Todo lo contrario, el dolor sólo parecía aminorar si la mente se afirmaba en su delirio de poder, si lograba prenderse a los circuitos malsanos con los que estaba fatalmente conectada, si alcanzaba aunque fuera por unos segundos la ilusión de un control meticuloso de lo que sucedía a pesar de los números y el lenguaje, a pesar de su pobre omnipresencia. Mejor eran las drogas, claro. Mejor las drogas que los ejercicios de respiración.

Fumó una, dos, tres pitadas. Estaba en el tercer segundo del intervalo cuando escuchó un ruido, un golpe amortiguado por algo, tal vez un almohadón o unas toallas. Como si alguien hubiera dejado caer un libro sobre una alfombra.

La mujer había decidido moverse.

Vik apagó el cigarrillo, tomó el bastón y subió las escaleras. Le pareció que el olor había vuelto o que nunca se había ido. Estaba ahí. Era el uno por ciento de las bacterias frente al que se rendían todos los limpiadores, la mancha que persiste y se transforma en una seña de identidad de la prenda que la aloja. Se agachó junto a la puerta. Nada. Enseguida, un ruido que, por demasiado familiar, le costó identificar de inmediato. Líquido y plástico. Un líquido rebotando contra las paredes de un plástico duro, probablemente un balde. El asco volvió como un ahogo en su garganta y cobró la forma de la mujer en cuclillas orinando en un balde color rojo (¿por qué rojo? Vik lo ignoraba). ¿Había algo peor que interpelar a una persona cuando se hallaba ocupada en alcanzar un nuevo nivel de autodegradación? Llegó a pensar que el acto era parte de un plan deliberado, que la mujer lo obligaba así a respetar tácitamente un espacio ganado a fuerza de humillación. Muy a su pesar también pensó lo contrario. Pensó en asesinos seriales, en sádicos y en torturadores que justamente buscaban esa humillación, un retroceder distinto e irreversible de la mente que dejaba a esa colección de tripas, tejidos y circuitos funcionando por su cuenta, en algún lugar innombrable que nada tenía que ver con lo humano.

Esos pensamientos tan fuera de lugar (¿por qué tenía él que compararse con un psicópata o sentirse responsable de la situación?) y la imagen de la mujer y el balde rojo le dieron el valor necesario para abrir la puerta. Cerró la mano sobre el picaporte y tiró con fuerza, como si estuviera a punto de hacer una entrada triunfal en un salón donde se celebraba una fiesta. La puerta apenas se movió: estaba trabada por dentro.

Decenas de alarmas se encendieron y apagaron durante los siguientes segundos que gastó imaginando, evaluando y descartando varias hipótesis sobre algo mayor que una mujer de la calle desesperada por el frío anticipado de ese año. En una ciudad con tantas casas vacías, nadie elegiría el riesgo de una ocupación. Debía tratarse de un complot. Sí, una conspiración que se estaría llevando a cabo simultáneamente en varias zonas de la ciudad. Gente que usurpaba propiedades y bienes de esa manera, comenzando con un intruso para luego introducir miedos mayores, gente con el tiempo y la paciencia para planear una invasión insidiosa en la que la víctima acababa por renunciar a la tarea enorme, inconmensurable y, en definitiva, insostenible de defender «su vida». Gente de la que, sin importar los nombres o las clasificaciones particulares, Vik había aprendido a desconfiar desde muy joven: gente con una causa.

Vik había oído hablar de los que vivían en los bosques. Diseñaban cada día nuevas estrategias para aleccionar a los que todavía seguían eligiendo participar de «la gran farsa». Al menos, así la había visto denominada en los grafitis callejeros: «¿Hasta cuando seguirás con la Gran Farsa?», escrito sobre la cara del alcalde o sobre el cartel de la hamburguesería más famosa del país, sobre el que también había dibujadas dos cucarachas muy realistas; o «¿Has oído? Nosotros, sí», esta vez sobre un paisaje lleno de cráteres que parecían aludir a una contienda nuclear o a un desastre ecológico.

Se reprochó no haber prestado más atención a las noticias locales, no sentir siquiera la mínima curiosidad por lo que ocurría en la ciudad en la que vivía desde hacía tantos años. Pero disfrutaba demasiado de llegar al museo y oír a sus compañeros comentar los nuevos logros de la niña que a los doce años ya era una soprano profesional o el precio inadmisible de la gasolina y responder con un parpadeo y una sonrisa que ni siquiera eran los de un espectador involucrado. Es que cada vez que la puerta de esa casa se cerraba a sus espaldas, Vik regresaba a Coloma. No a la isla devastada que había abandonado, ni a los campos de refugiados, ni siquiera a las playas de roca y alegría. Volvía a las palabras y ese era su último reducto, su fortaleza impenetrable: los términos con los que pulverizaba una por una las preguntas indiscretas de sus compañeros, las vocales donde las primeras veces sucedían todo el tiempo, la lengua en la que su madre todavía estaba viva.

Con esa misma lengua sacudió, entonces, la puerta del clóset. Una, dos, tres, veces. Incluso le sobraron energías para intentar una patada que murió a mitad de camino por la queja de un tendón.

Unos segundos después, oyó que la mujer empezaba a cantar.

Porque mientras Smithfield lucha con sus neurotransmisores y una máquina lo libera de la obligación de respirar, mientras yo combato los dulces, la mantequilla y la ley de gravedad, Gabi permanece.

Imaginen una piel oscura pero translúcida, aquí y allá salpicada de lunares (sobre todo en el pecho), imaginen el pelo negro y grueso, lleno de bucles, cayendo hasta la cintura, imaginen unos ojos marrones de borde rojizo como los de una serpiente y luego borren de ellos cualquier rastro de maldad, imaginen una cara que nunca necesitó maquillaje, un ímpetu, un rumor como el del mar, una voz que enloquece. Y ni siquiera estarán un poco más cerca de entender la clase de espíritu que animó esas formas, la entidad que se llamó Gabi Alicia Brown.

Llegó a la mansión cuando Smithfield (que entonces se hacía llamar Francisco, un nombre que nosotros creíamos mucho más glamoroso) y yo llevábamos meses viviendo en el primer piso junto con otros estudiantes, músicos y artistas. También había dos psicólogos, un estudiante de bioquímica llamado Teddy Gutierrez y Clarke, que siempre dijo que era psiquiatra, pero se veía demasiado joven para serlo. Sobre todo músicos. En Bridgend todos parecían saber tocar un instrumento, siempre había estuches, cables y cajas que alguien estaba instalando, siempre se estaba preparando el Gran Concierto. La casa era un hormiguero de cuerpos pintando, fumando, poniendo y sacando discos, comiendo sándwiches de queso o echados en los colchones con los que habíamos cubierto el piso de la habitación principal.

Había algunos que nada más pensaban. Yo era de esas. Pensar siempre fue mi talento. Podía sentarme horas en el altillo, viendo girar un rayo de sol y abriendo mi mente. Todo cabía en ella. La expandía y contraía a voluntad, como a un músculo. Era fácil. Todavía más en esa época (las drogas ya no volverían a ser tan baratas, ni el sexo tan nuevo ni tan libre). Bastaba prestarse a las sesiones de Clarke y Gutierrez para encontrar esa puerta que hasta entonces había permanecido oculta por el sistema, por las noticias, las medias de seda fina, las tías o los sacerdotes. Cualquier chico tenía visiones durante esos experimentos. Pero no todos tenían la capacidad de cavilar sobre ellas.

Yo sí. La tuve. Por unos años. Los que pasé en esa casa. No sé si fueron felices (la palabra «feliz» me parece un pozo excavado en la arena). Más exacto sería decir que fueron años de estremecimiento. De un aprendizaje crispado, sin fuente ni destino ni vectores. Sí, los años del estremecimiento.

Supongo que ahora —con la distancia— habrá quien lo vea como un preámbulo de lo que vino después, señalarán los indicios con claridad de entendidos, arriesgarán un par de ironías sobre cómo la furia y el inconformismo se ahogaron en su propio arrebato y en la repetición. Es un hecho. Lo sé. Pero yo no pienso en esos términos. Eso está bien para Smithfield y los que creyeron que detrás de todo eso (de esa maravilla de la sensación común) podía haber algo más, una inminencia que nunca se definía, una ola que se preparaba para arrasar con todo, incluso con el Gran Concierto, el Gran Viaje o la Gran Fiesta. Lo que fuera. Algo llegaría o despertaría finalmente, algo que ya vibraba ahí, sobre ese conjunto de cuerpos tibios y entrelazados, con el poder de una mayúscula. Ya sabemos en qué terminó. En la degradación total. En toda esta gente desorientada, prendida a sus computadoras y a sus teléfonos portátiles, en tipos sucios que vagan por la calle con sus perros, se dicen anarquistas, pero tiemblan ante la sola idea de compartir algo (una idea, una palabra) con sus próximos. En ese grupo en los bosques. En jóvenes que ni siquiera saben ser jóvenes. Tamaña esperanza para el mundo.

Pero entonces llegaban a la casa sin aviso. Venían de las dos costas, del sur, de la frontera. Cada vez que un grito se transformaba en el último, que el pan del desayuno se revelaba colmado de gusanos, que el tirón de pelo de siempre despertaba la angustia acumulada durante años, cada vez que el velo se levantaba aunque fuera un poco, todo se ordenaba para que el chico o la chica oyera hablar de esa mansión donde científicos y artistas experimentaban con sus propios cuerpos. Cualquier cosa era buena para provocar el estallido. Y ellos huían sin plan ni remedio. En la mitad de su primera clase en la universidad, durante una fiesta que de pronto les parecía aburrida, luego del beso tan esperado en la oscuridad de un auto, o en medio de la noche, mientras sus padres dormían su sueño lleno de tragedias domésticas. Los perdían y lo sabían. Los perdían y aún así seguían con la mentira llamada padre o madre (nada comparada con la mentira mayor, esa conjunción absurda: «padre y madre»). Y aparecían en Bridgend con la mochila o la guitarra al hombro, vestidos con harapos, los ojos afiebrados por un llamado que todavía no comprendían.

La mayoría tenía la edad de Gabi. No más de diecinueve, a veces más jóvenes (hubo un chico de dieciséis al que Clarke y Gutierrez recibieron y mantuvieron escondido de sus padres hasta que llegó la policía a reclamarlo). En realidad, nadie sabía bien quién llegaba y quién se iba. Nadie llevaba cuentas. Lo que importaba era que se mantuviera la sensación de multitud, el calor de los cuerpos en movimiento, la electricidad de decenas de mentes fundidas en ese océano del que nos habían exiliado nuestros propios razonamientos, decenas de individualidades finalmente despojadas del peso de sus nombres y sincronizadas en uno solo gracias al LSD. A mí, que había estado ahí desde el principio y había visto cómo el grupo crecía de unos pocos miembros y guías brillantes a ese organismo que no paraba de extenderse, no dejaba de asombrarme que los que tocaban el timbre ceremonioso de la mansión de los Clarke fueran cada vez más jóvenes.

Eso tendría que habernos alertado: la creciente juventud de los que llegaban. Era lógico que en cuestión de días descubrieran que la Gran Fiesta no era suficiente, que no alcanzaba con vivir al margen del mundo. Querían hacerlo reaccionar, salir a incendiarlo si era necesario. «Nunca se sabe cuánto es suficiente a menos que se experimente lo que es más que suficiente». Si eso es un hecho, esos chicos eran los más sabios de la Tierra.

Gabi recién había cumplido los dieciocho cuando llegó. Había esperado una eternidad el momento en el que podría cerrarle legalmente la puerta en la cara a su madre («Es mejor asesinar a un niño en su cuna que criarlo con deseos incumplidos»). Quería cantar, le dijo al que le abrió la puerta. Pero no lo dijo así. «Hola, mi nombre es Gabi Brown. Que empiece la música», fue la frase exacta que usó. Hay que haber vivido cuatro o cinco décadas atrás para poder decirle eso a un desconocido con total impunidad. Los desafío a que lo hagan ahora: todo lo que obtendrán será una carcajada, una encogida de hombros o quizás una moneda.

Pero ella nunca cantó (no en el Gran Concierto, al menos). Lo hizo para nosotros, alrededor de fogatas en el invierno, al costado del río en verano o acompañada de una guitarra en el dormitorio. Y por eso permanece. Es nuestra muerta perfecta. En cambio, Smithfield y yo nos estamos yendo desde entonces. Lentamente, que debe ser la peor manera de irse de cualquier parte. Es un hecho. Envejecer es vivir en punto y coma, sin párrafos absolvedores, es haber renunciado a la rotundidad.

Yo tenía veintisiete, veintiocho años (tal vez ciento veinte y no me daba cuenta). Para mí, esa cifra no significaba nada, porque todos contábamos nuestra edad desde nuestro segundo nacimiento, o sea, desde la primera vez que habíamos tomado LSD. La mía fue en una cabaña en medio del bosque, con Clarke, Gutierrez, Frank y dos chicos más jóvenes que tampoco lo habían hecho nunca. Nos los dieron diluido en jugo de naranja. Frank ya lo había hecho varias veces, pero después diría que esa fue diferente. No fue tan importante su percepción de las luces y los colores. Esa vez le pareció que era incapaz de coordinar sus movimientos, como si su mente se hubiera descubierto encerrada en el cuerpo de un chico de tres años. Clarke y Gutierrez se limitaron a tomar notas. También grabaron parte de la sesión, al menos la parte en la que pudieron mantenernos dentro de la cabaña. Uno de los chicos se escapó por la ventana, corrió colina abajo, entró en una granja, se robó unos huevos que lanzó al aire («Esperaba verlos volar», contó después) y al rato se desplomó bajo un árbol, donde se quitó la ropa y masticó parte de su suéter (dijo que la lana morada le había parecido una ración interminable de frambuesas con azúcar). El otro chico se quedó tirado en un rincón leyendo un libro. Cuando Clarke y Gutierrez le pidieron que describiera lo que veía, dijo que dentro de las letras había un hombre que corría de renglón en renglón y le impedía seguir leyendo. No me pregunten qué libro era. Extranjero. Algo sobre una familia condenada.

Yo no sentí nada de eso. Para mí todo fue simple y de una profunda claridad: fui capaz de entender el verdadero mecanismo del mundo. Todavía puedo hacerlo, si me esfuerzo por traer ese rayo a mi memoria. Por ejemplo, la forma en que ese chico corría me pareció una obra maestra de ingeniería. Hubiera podido describir qué músculos estaba usando, qué tendones, que ligamentos si tan sólo hubiera podido nombrarlos. Después fue el modo en el que Frank, tirado en el piso al otro lado de la habitación, jugaba con una moneda. Parecía haber descubierto un secreto. A mí también me lo parecía: el secreto que une la forma a la materia. Tan potente y tan sencillo que ese níquel podría haber estado vivo. Es más, lo estaba. O lo estuvo mientras yo puse mi mirada en él. A Huxley le pasó con un vaso lleno de flores. Un iris y una rosa, creo. El ser capturado en el momento de su potencia más plena, que es a la vez el de su perecimiento. La gloria de la finitud. Eso es lo que llamo el estremecimiento. Es un hecho: las drogas abren los ojos de todo el mundo pero la cuestión es dónde elegimos posar la mirada.

La albaria no. La albaria te cierra los ojos y te coloca en un rayo en el que el tiempo no existe. Un tiempo animal, en el que la consciencia también desaparece. Imaginen poder existir en un puro ensimismamiento. Imaginen leer la huella de la presa en la hoja de un álamo y prenderse de esa lectura como de un trozo de carne; ser ese olor y los receptores que lo traducen en un ansia. Imaginen recuperar la capacidad para saber si habrá lluvia, para detectar un rastro en la tierra, para perseguir y fallar, para perseguir y desesperar, para perseguir y montar la urgencia de un instinto sin nombre, ser todo uno con ella hasta tocar con dedos nuevos la piel de un amante hecha de texturas y sabores a los que tu cuerpo reacciona sin palabras que lo entorpezcan, divinamente ensimismado, sin certeza de mortandad ni de finitud ni de marchitamiento que empañe ese tiempo en el que algo como la inocencia o la brutalidad son, finalmente, recobrados.

Maligno. Pero era nuestro. Ese saber. Esa vida en presente. Era nuestra y de allí nos expulsaron. Todas las religiones lo saben. Lo saben y lo ocultan. ¿Cómo no enloquecer con ese efecto? En cuanto pudo hacer que las semillas que había traído Gutierrez de las islas se multiplicaran, Gabi no paró de experimentar con la albaria. Hacía cosas inusitadas, y no todas las aprendió con nosotros. Cuando llegó a Bridgend ya fumaba marihuana a diario. Ese no era un problema. Pero también había probado otras cosas y tomaba whisky en cantidades que hacían pensar en un comisario irlandés de película mala. Contó que lo hacía desde que había empezado la secundaria y su madre se había dado cuenta de la beldad en que se había convertido. No le perdonaba su belleza. Debo decir que en esto quizás tenía razón: cuando Cecilia Brown apareció en Bridgend para recoger a la niña que Gabi y todos nosotros llamábamos Celeste y que seguramente ella bautizó con algún nombre abominable, ninguno pudo creer que Gabi hubiera salido de esas caderas descomunales, de ese pelo grasiento, de rulos jabonosos pegados al cuero cabelludo y esos modales de reina de naipe.

No. Gabi era diferente, una extranjera en su misma familia. Pero también en nuestro grupo. La mayoría solo quería seguir el ansia, escapar de la propia mente. Los niños lo hacen con la mayor naturalidad cuando juegan a marearse. Los santos también (jugaban a marearse, quiero decir). No hace falta recurrir a ninguna sustancia. El dolor o el placer extremos también son enajenantes o iluminadores. De eso se trataba para la mayoría. De ver hasta dónde eran capaces de llegar. La verdad es que los mártires entran de la mano a la arena, pero son crucificados solos. Eso diría Frank sobre Gabi. Mártir de la psicodelia.

Yo en cambio creo que ella traía el cerebro frito desde casa. Nunca, nunca se enfatizará lo suficiente el efecto de la mentira mayor en una niña impresionable. En vez de refugiarse en los juegos, los libros o la televisión, lo había hecho en los panfletos y las revistas seudocientíficas. Había leído mucho sobre ovnis, esoterismo, religiones y filosofía oriental, pero todo lo que esa chica de dieciocho años podía absorber era un contenido confuso, sin forma ni estructura. Podía ser tremendamente tediosa. Sermoneaba. En Bridgend desarrolló su particular «método de meditación» siguiendo cierta forma de budismo especializada en la contemplación de cosas en descomposición. Pronto tuvo un grupo de acólitos con los que salía a mirar cómo todo el tiempo allá afuera algo se moría. Por esa época también adoptó un perro faldero y un ciervo que Clarke encontró junto a su madre muerta en la carretera. Los animales comían lo mismo que ella y alguna vez la encontramos durmiendo con ellos en el corral. Supongo que era parte de su «filosofía», que también incluía bañarse salteado y compartir platos y garrapatas con sus mascotas.

Antes de su llegada, todo era distinto. Fueron años de armonía, pero también, como dije, años de estremecimiento. Un poco después de mi segundo nacimiento, Frank y yo nos mudamos a Bridgend. A los dos nos había «reclutado» Gutierrez en la universidad: necesitaba chicos para un experimento con sustancias. Quería clasificar las alucinaciones que producían. Yo nunca había sido una estudiante demasiado seria. Tomaba Psicología, Física, Arte del Tercer Mundo, las clases más populares o las que nadie quería, me daba lo mismo. Quizás porque me había costado mucho llegar hasta ahí (tenía dos trabajos con los que pagaba las clases y sentía cierto placer en estar dilapidando mi dinero y mi salud en conocimiento, en estar siempre a punto de definirme, de encontrarme, pero no). Hasta que apareció Gutierrez, con los amigos adinerados que ya habían decidido financiar la Gran Liberación. Frank y yo cambiamos las clases por la escuela de Bridgend. Creíamos que los títulos y los certificados eran parte del problema y no de la solución. Que había llegado la hora del verdadero espíritu, el que no se desnuda en las aulas. La hora de beber trementina en hoteles baratos, la hora del alcohol y las vergas y los bailes sin fin.

Para mí, esos años fueron un tiempo de gracia, de verdadero pensamiento (ahora no pienso, ahora estoy demasiado ocupada en masticar). Esos años fueron como un obsequio que Alguien hubiera dejado en mi regazo con cierta culpa por todo el tiempo muerto que me tocaría vivir después. Sí, un tiempo muerto como sólo puede estarlo aquello que transcurre fuera de la verdad, un tiempo que ni siquiera es declive o decrepitud, es un estar paralelo y enajenado en el que el alma gira mortalmente sola. Asteroide 7998, alias Berilia X. Fuera de curso desde 1969.

Smithfield lo sabe, aun en su cama de hospital. Quiero decir que así me veía todos los días en el museo: desorbitada. Me veía de verdad, tan muerta y tan vacía como yo lo veía a él. Por eso insistía en hablar del pasado. En una reparación. Por eso me convenció de formar este grupo que en nada se parece a la comunidad, a ese organismo extraordinario que construimos y destruimos en esos años sin ni siquiera darnos cuenta.

—La razón por la que no podemos adoptarte es muy sencilla.

Omar puso el brazo derecho sobre el hombro de Halley. Los dos la miraron muy serios, apoyados en el mostrador. Berenice tomó otro poco del té con leche y especias que había pedido luego de estudiar el menú con detenimiento. Se lo habían servido en un tazón blanco, de bordes suaves y gruesos en los que a ella le gustaba demorar los labios, un tazón que se sentía como si alguna vez hubiera albergado el comienzo de la vida, como si ahí mismo hubiera estado esa sopa de unicelulares que mostraban las revistas.

Omar siguió hablando.

—Es que Halley y yo no estamos solos. Antes de conocernos, Halley era una viajera compulsiva y yo tenía decenas de fobias. Ahora seguimos igual. El amor no cura nada de eso. Pero sí crea una tercera presencia que puede incluirlo todo. Incluso nuestras patologías. Nosotros la llamamos «La Entidad». Es tremendamente frágil y celosa. No acepta ningún tipo de invitados. Tenemos que tener mucho cuidado con ella. Por eso decidimos que no tendríamos hijos. Con los desadaptados es lo mismo. Aunque nos simpatizan (hemos tenido más de una conversación con ellos alrededor de un pastel de calabaza), sabemos que el bosque tampoco es para nosotros.

Halley asintió, bajó los párpados pintados de color humo y se acomodó la perla que brillaba sobre su ceja derecha.

—Omar ya te habrá dicho que creemos en la libre circulación. La gente va y viene por este lugar y eso es lo que lo mantiene vivo. Es un punto de pasaje, nada más. Las personas deberían ser lo mismo. Puntos de pasaje, digo. —Hizo una pausa en la que miró intensamente algo en el aire frente a ella y luego agregó, dirigiéndose a Omar—: Pero estamos contándolo todo mal, sin romanticismos. —Y acercó la cabeza hasta tocar con la frente los cabellos de su novio.

Berenice nunca los había visto así. Siempre estaban lavando trastos, revolviendo ollas o conversando con los clientes en ese estado de permanente somnolencia que, ahora lo entendía, debía ser el efecto de esa Entidad de la que hablaban. Igual que el niño de la burbuja en esa vieja película, Omar y Halley veían el mundo a través de una capa transparente que los protegía, pero que también repelía cualquier acercamiento.

Chicos plásticos. Sólo parcialmente en sus cabales. Hubieran sido perfectos, pensó Berenice. Devolvió el tazón ya vacío al plato de loza que lo acompañaba, se dejó caer desde el taburete al piso, saludó a la pareja y, fingiendo una compostura que estaba lejos de poseer, salió nuevamente al frío de la calle.

Ahora sí había llegado la hora de ir a ver a las esfinges.

Había algo en esos seres de piedra que la tranquilizaba. Cuando las cosas iban mal, caminaba hasta el mausoleo de Harry Winter y se sentaba entre las dos estatuas de estilo egipcio y pechos desnudos. Desde allí, en diagonal, subiendo la colina y un poco oculta por los pinos, podía ver la cripta de Liliana Amato, que parecía una casa de muñecas y tenía el epitafio más lindo del cementerio. Volviendo a bajar y formando un triángulo con las otras dos, estaba la tumba sin nombre: una iglesia gótica en miniatura, negra y vencida por el avance de la hiedra a la que un ángel de espada en alto custodiaba desde el techo.

Berenice no hablaba con los muertos, eso lo dejaba para Emma Lynn, que al menos una vez por mes iba al obelisco de la Familia y se sentaba durante horas a charlar con la bisabuela Cecilia. Era la única tumba en esa zona que siempre tenía flores.

Al principio, llevaban nomeolvides. En esa época, el departamento estaba lleno de macetas y jarrones de vidrio. En la mesa de la cocina, en las repisas de la chimenea que ya no funcionaba, hasta en el piso, al costado del sillón cama y en el baño, entre las botellas de perfume y las pilas de cosméticos, Emma Lynn acomodaba pensamientos, centaureas o fresias. Desde los jarrones, las flores se iban tragando el aire oscuro de los muebles y lo devolvían tan azul que era como vivir en otro país o nadar en el espacio exterior. Berenice extrañaba esa época, cuando llegaba de la escuela de vuelta al amor asfixiante de las flores. Cuando Emma Lynn era linda y despreocupada de todo, excepto de los ramos de las novias, los aniversarios y las fechas patrias, que siempre llenaban la florería de pedidos.

En ese tiempo, las dos iban a ver a la bisabuela Cecilia con ramos de nomeolvides. Dos historias tenía esa flor y Berenice siempre lograba que su madre volviera a contarlas en cada visita. Como en la primera salía Dios, la resumían rápidamente ni bien atravesaban el portón de entrada: al crear el mundo, Dios le dio nombre a todas las criaturas menos a una mata de flores azules y modestas que, al verse injustamente innominada, gritó en voz baja (pero perfectamente audible para el Todopoderoso): «No me olvides. No me olvides» (la flor, no se sabía por qué, siempre gritaba dos veces). Sorprendido, Dios revisó su lista de nombres y se dio cuenta de que no había quedado ni uno solo sin asignar, así que le dio a la flor el nombre de su grito.

La segunda historia era más larga. Pasaba en Francia, en Polonia o en Uruguay, en cualquiera de esos países en los que la gente tenía modales. Se trataba de una pareja de enamorados. Un día el caballero, para impresionar a su dama, se ponía una armadura y la invitaba a dar un paseo por el bosque. Al llegar al costado de un río, el hombre descubría una mata de flores azules. Como a cualquiera en su situación, se le ocurría cortar un ramo para la mujer que caminaba a su lado (quizás no lo suficientemente concentrada en el drama a punto de desarrollarse ante sus ojos). El caballero se inclinaba sobre las flores, pero el peso de su armadura era tan grande que se caía al río y se ahogaba. Antes de morir, arrojaba el ramo a la falda de su amada y gritaba entre las notas altisonantes del agua: «No me olvides. No me olvides». No se sabía por qué, pero él también gritaba dos veces; la voz de Emma Lynn ahuecada en una tos exagerada que las manos alrededor de su boca aumentaban en subidas y bajadas ridículas y hacía que la risa durara al menos hasta que pasaban la tumba del general Winnebidle, con su cañón en miniatura y su lista de batallas.

A pesar de las dos tontas biografías que tuvo que arrastrar por los siglos de los siglos, Nomeolvides vivió feliz por mucho tiempo, pero sobre todo durante las guerras, cuando se ponía de moda entre las mujeres que esperaban a sus amantes ocupados en los frentes de batalla. Cuando ya no hubo guerras, o más bien, mujeres en espera de algún retorno, la flor se popularizó entre los muertos y llegó a rivalizar con los lirios del valle su puesto como señal de que la memoria de los hombres funcionaba mejor que la del Creador del mundo.

Si uno se olvidaba de sus muertos, decía Emma Lynn, los transformaba en cadáveres. La gente no se daba cuenta de esa enorme responsabilidad. Un muerto era un nombre desnudo y poderoso, despojado de anécdotas y rencillas, para siempre envuelto en la vida de los vivos. Un cadáver no necesitaba mayores explicaciones: de eso se encargaban los gusanos y esos bichos negros de cuerpos lustrosos y alargados que estiraban sus antenas sobre las piedras y monumentos con los que la gente creía mejorar el último descanso de sus parientes.

La tumba de Cecilia Brown no tenía nada de eso. Era una lápida simple con su nombre y la fecha de su muerte (todos, hasta ella misma, desconocían el año de su nacimiento). Contrastaba con el resto de los muertos en el círculo de la Familia: hasta los bebés yacían aplastados por ataúdes de piedra que copiaban los originales (seguramente en marfil, caoba y bronce) en los que dormían eternamente sus esqueletos. Algunos tenían una urna griega en la cabecera. Thomas Klink, enterrado en el centro, junto al obelisco, tenía una estatua de una mujer enseñando un libro abierto a una niña de moños y falda alborotados por el viento.

Para Berenice, los muertos de los Klink dormían en esas camas de piedra. Sobre todo los niños, que eran ocho. Se divertía imaginando sus caras y sus juegos, allá por mil novecientos y quién sabe, porque las fechas y los nombres se habían borrado de sus lápidas. Las de los adultos no. Emma Lynn le había explicado que en algún momento la Familia había renovado las tumbas (considerando que algo como una tumba pudiera ser, en verdad, renovado). Habían reemplazado con granito gris y brillante las viejas lápidas de cemento de los adultos. Nadie había pensado que era necesario reemplazar las de los ocho niños perdidos demasiado pronto.

Esos niños eran la razón por la que Cecilia Brown estaba enterrada en ese cementerio para ricos junto a un montón de gente con otro apellido. Su madre decía que había cuidado a todos los hijos de los Klink, incluso había salvado la vida de uno de ellos, Alvin, el heredero. Al resto se los había llevado una misma enfermedad congénita. Cecilia Brown sabía tanto de remedios y enfermedades como de educar niñas y niños traviesos. Llegada a ese punto, Emma Lynn sacudía la cabeza (dos bucles magníficos le cubrían los ojos) y hacía algo que Berenice odiaba: se sentaba junto a la tumba de Cecilia y se ponía a enumerar todos los problemas que Berenice le ocasionaba con su demasiado desarrollada inteligencia. La abuela escuchaba en silencio, pero Emma Lynn siempre volvía a casa con una nueva sabiduría y una serie de instrucciones precisas para mejorar su vida diaria.

Las flores estaban incluidas en esas instrucciones. Cuando Emma Lynn se quedó sin trabajo en la farmacia del señor Müller, fueron las cosas que Cecilia le había enseñado sobre las flores las que vinieron a rescatarla. La ola de depresión en la ciudad —como la habían llamado los periodistas especializados en eufemismos— había comenzado en realidad casi veinte años atrás. No era una ola sino un gran mar en el que la región, inevitablemente, se hundía. Pero la gente, convencida de que el trabajo duro al final siempre triunfaba, se había negado a admitir que la ciudad se estaba transformando en un decorado de película, con sus catedrales en venta y sus fábricas clausuradas, que atraían a vándalos y a desamparados como grandes animales cargados de parásitos. Las acerías fueron las primeras en cerrar. Siguieron las oficinas de la petrolera que había habitado el edificio más alto de la ciudad, la procesadora de salsa de tomate, el conservatorio y dos de los teatros más grandes. Sólo la universidad y el museo resistían. Y las granjas y las tiendas de comida orgánica: en medio del desastre, la gente se aferró con más fuerza que en otros lugares del país a la vida saludable. Dejaron de vacunar a sus hijos, de comprar aspirinas, antibióticos y vitaminas, pero no pararon de señalar con ramos de oscuras correspondencias los días más importantes de sus vidas. Así que cuando la farmacia cerró sus puertas para siempre, Emma convenció al señor Müller de que la dejara probar con una florería.

Berenice nunca había visto a su madre con tanta energía como en esos últimos dos años. Los dueños de las granjas empezaron a venir dos veces por semana a vender sus hortensias celestes, sus campanitas y altramuces. Con esas flores comunes y casi salvajes, Emma hacía ramos cívicos que respetaban el azul y blanco de la ciudad. Tenía clientes fijos, entre ellos algunas autoridades que jamás olvidaban los adornos y coronas de rigor. También compraba semillas y bulbos por correo. Llegaban de todos los puntos del país o del extranjero. Una parte del negocio de Emma estaba ocupada por macetas en las que prosperaban injertos y experimentos aprendidos de los libros y de los secretos que le confiaba la abuela muerta. Luego de meses de ensayo y error, logró un clavel azul que la hizo bastante famosa en el mundo de los arreglos florales y se vendió carísimo en una subasta pública. Al final se lo llevó el viejo del museo. Peleó por él con una señora del Club de Cocina, que se fue rezongando con una bergenia común y corriente.

Para el momento de la subasta, Emma ya había ampliado el garaje del señor Müller y le había agregado un vivero. Berenice hubiera querido que su madre no se hubiera cansado nunca de las flores, que hubiera seguido con los adornos, que el secreto de sus efectos hubiera permanecido encerrado para siempre en la repetición de sus ciclos de belleza y descomposición.

Llegado a este punto en sus recuerdos, Berenice interrumpió su camino al cementerio y se detuvo a mirar la vidriera de un negocio de cámaras de seguridad. Casi no quedaban otras tiendas en esa calle. En otra época había sido una de las principales vías de la ciudad. Antes, ahí había habido un salón de belleza especializado en uñas atendido por unas tailandesas muy simpáticas y una tienda de baratijas. Ahora se habían mudado al centro. Sólo un negocio como el de Emma podía prosperar en esa zona despoblada. La única señal de vida sobre la avenida Grandville era esa tienda de cámaras y computadoras y, un poco más allá, un bar que se llamaba «La tumba» al que iban unos pocos motociclistas y jugadores de pool.

No había nada que ver en esa vidriera, pero pronto iba a oscurecer y Berenice necesitaba pensar. Ya iban a ser cinco días desde que su madre había desaparecido, pero eso no era tan importante como lo que había hecho antes, en el verano. Entonces había ocurrido la verdadera transformación: el pasaje de las flores y los adornos a los tés, los potajes y los ungüentos. Si lograba develar la historia de esa conversión, era seguro que el misterio de su partida aparecería como una conclusión necesaria, evidente. Pero las claves para armar esa historia no estaban en el departamento siete de la calle Edmond: estaban en la florería.

Berenice había pasado por ahí la primera tarde, pero no había revisado realmente el lugar. Había asomado la cabeza, un tanto amedrentada por la indiferencia con que las plantas se tomaban la ausencia de su madre. Sí, Emma Lynn podía estar ahí todavía o haber vuelto en cualquier momento. La chispa que esa posibilidad encendió en su corazón casi se apagó por completo cuando la pensó en detalle. Después de tantos días sin riego, las plantas estarían en estado catastrófico. ¿Qué tal si su madre la estuviera probando, si su desaparición fuera simplemente una forma de ver si ella, Berenice, podía hacerse cargo de ese paraíso? ¿Y si al abrir la puerta se encontraba con Emma Lynn escondida detrás del biombo, lista para saltar con un dedo acusador? El pensamiento la hizo estremecer. Así como ella creía en el agua, su madre creía en las flores. Su idea del Más Allá era un jardín salvaje, inexplorado. Toda una eternidad podría deambular por él y no le alcanzaría para desentrañar su diseño. Esa era su idea de la felicidad. Y aunque nunca habían hablado así de ello, Berenice lo sabía. Lo sabía y lo había olvidado. En lugar de entristecerla, este descubrimiento la hizo sonreír. Se detuvo y volvió sobre sus pasos, alejándose de la esquina en la que debía doblar para volver a casa. Al llegar a la siguiente intersección, apuró el ritmo hasta lanzarse a correr calle abajo: cuánto mejor era la posibilidad de haber fracasado en una de las estúpidas pruebas de Emma Lynn que la tarea de convertirse en una abandonada.