Capítulo 5

No era una canción. Era un murmullo árido y enervante, ajeno a las complicaciones del lenguaje, una frase única que ella repetía (estaba seguro) haciendo vibrar el pecho, sin abrir la boca, con los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre el vientre.

Vik volvió a sentarse en el piso, frente a la puerta cerrada.

Llamar a la policía no era una opción. No era uno de ellos. Uno de los que discan tres dígitos y tienen derecho a la velocidad de las series de televisión. Cualquier cosa era mejor que exponerse a las autoridades de la ciudad, para las que él, con su acento, su piel y su casa cargados de señales (y no la mujer en el clóset), sería el principal sospechoso. Además, eran famosos por su brutalidad. Los había visto demasiadas veces acosando a los peatones, pidiendo identificaciones en los bares y quién sabe haciendo qué en sus camionetas enormes. Imaginaba que no se limitarían a echarla a la calle. Tendrían lugares especiales para gente como ella. Instituciones. Igual que las granjas donde trabajaban los niños abandonados.

Por un momento pensó en llamar al instalador de las cámaras de vigilancia. Él sabría qué hacer. Era un hombre alto, de piel rosada, perfectamente afeitado y apenas un tanto flácido, como para no resultar demasiado marcial. Inspiraba confianza. La de los comerciales de utensilios o herramientas domésticas. La de un Bob o un Tom. La de «hágalo usted mismo». La confianza de todos los hombres que alguna vez han empuñado un arma (sea un revólver, un taladro o una podadora). Pero llamar al instalador hubiera significado aceptar su derrota, su total desconocimiento de las reglas del juego, el funcionamiento desconcertante y sin par de sus hormonas.

Adentro, ella cantaba.

Las mujeres de Coloma también habían cantado. Ya no lo hacían. Ni siquiera en su memoria. Ahora la mitad de la isla estaba cubierta de cenizas, lava y piedra volcánica. Todavía podía visitarse, si uno conseguía un guía lo suficientemente arriesgado y familiarizado con la ciudad vieja como para reproducir el circuito básico de la «Pompeya del Caribe». Así la presentaban los sitios de Internet que se esforzaban por dignificar el desastre con nuevos dividendos. Vik creía en ellos. Creía en el turismo, en los souvenirs, en cualquier cosa que desafiara la zona de exclusión decretada por el gobierno, que se había trasladado provisoriamente al norte de la isla. Creía que mientras hubiera visitantes en las ruinas, habría esperanzas. No estaba seguro de qué era lo que cabía esperar. Pero a veces, cuando el dolor de espalda no lo dejaba dormir, se quedaba mirando las páginas (agencias ilegales que ofrecían tours de alto riesgo, o simplemente bloggers coleccionistas de «los mejores pueblos fantasmas del mundo») que mostraban a la gente deambulando por ese mar de tierra seca y gris, caminando a la altura de los techos del ayuntamiento, tomándose fotos apoyados en el reloj de la cúpula o sentados junto a la campana de la catedral. Una vez dio con unas fotos tomadas desde un barco. Podía verse parte del muelle donde las mujeres habían cantado (canciones sin origen ni destino, canciones tan inocentes que lo mismo eran de cuna que de elegía). Otra vez fue un piano cubierto de ceniza. Si esforzaba la vista para mirar por la ventana sobre la que estaba recostado el instrumento, podía adivinar que se trataba de una de las mansiones colgadas de la ladera de la montaña. Ahí mismo había habido un bosque, y en él, el camino que subía hacia la casa de verano de sus padres.

Cada hallazgo encontraba un lugar en el disco de su computadora y así, Vik iba recomponiendo el mapa de la ciudad sumergida en piedra y ceniza. Entraba con total impunidad, como cualquier visitante, a «uno de los sitios más espeluznantes del mundo», que aun en su bidimensionalidad y, bajo la luz anónima de la pantalla, pulsaba decenas de imágenes en las que Vik todavía resistía.

Sí. Las mujeres de Coloma también habían cantado. Pero no como ella. Ella lo hacía sin inocencia. Con premeditación. Con alevosía. Como si estuviera desnuda. Caía ahora en cuenta de que no era su culpa imaginarla en ese estado. Era ella la que lo transmitía con esa ferocidad en la que elegía cobijarse, a la que elegía reducirse. Entre ella y él ahora solamente se interponía esa melodía, como una advertencia, una burla o un último recurso.

Trató de concentrarse en el lado práctico y concreto del problema. Miró con atención el picaporte. Nunca antes se había fijado en él. Era un pomo de metal redondo con una cerradura diminuta en el centro. No tenía sentido. ¿Para qué colocar una puerta con seguro en un armario? Volvió a girarlo, esta vez con delicadeza, lo suficiente como para sentir su resistencia. Adentro, los agudos de la canción vacilaron por un segundo. Sí, era obvio que el picaporte tenía una traba, un botón que la ajustaba desde adentro. Todo se reducía a encontrar la llave, entonces.

Recordó la caja de metal azul que el dueño anterior había dejado en un estante del sótano. El hombre había insistido mucho en que le estaba vendiendo una casa ciento por ciento segura. Durante años la había alquilado a estudiantes, extraños que vivían con extraños y habían diseñado estrategias de convivencia dignas de una cárcel: limitaban su rango de actividad a los cuatro metros cuadrados de sus dormitorios, comían a toda velocidad para reducir al máximo los intercambios verbales con sus compañeros y ponían etiquetas con sus nombres hasta en la mermelada. Era lógico que eventualmente hubieran exigido cerraduras en todas las puertas. Vik no había pensado que eso incluía los armarios. Seguramente el hombre (claramente, otro Bob u otro Tom) las había comprado en rebaja y las había instalado todas juntas. Era posible que la llave de esa puerta estuviera en la caja azul junto con todas las otras llaves de la casa (la del galpón de las herramientas que había en el jardín y al que Vik nunca entraba, la del garaje, que se había convertido en un depósito de sus trabajos terminados, la del gabinete de las medicinas que había en el baño).

Al pensar en el sótano recordó también el Ploucquet que había traído hacía unos días del museo: Romeo y Julieta a la luz de la luna. Todavía lo esperaba en su mesa de trabajo. No había sido fácil transportarlo. No había conseguido una caja lo suficientemente grande, así que había tenido que envolverlo en papel, colocarlo en el asiendo trasero de un taxi y convencer al chofer de manejar a la velocidad mínima (sabía que el candelabro del salón de baile en la casa de los Capuletto estaba sostenido por un hilo raído). Toda la composición estaba bastante dañada. Tantas mudanzas habían destrozado completamente el brazo extendido de Romeo (un ratón blanco) y las copas de los árboles que rodeaban a la noble casa de Verona. Julieta, una rata con pintas casi rosadas, parecía intacta, aunque el vestido de tul y la corona de latón tenían que ser reemplazados. En cambio, su padre, cuidadosamente disimulado en otra de las ventanas del primer piso, había perdido el sombrero y algunas manchas de humedad le ensombrecían la cara.

Desde que Smithfield se enfermara le había sido difícil defender a los Ploucquets. El depósito del museo no daba abasto y cada mes se encontraba con que la dirección había seleccionado una pieza nueva destinada al incinerador. El tiempo de los animales disecados se estaba acabando. Ahora, todo lo que la gente esperaba de un museo de ciencias era entretenimiento, juegos de luces, robótica y dinosaurios mecanizados. Era lógico que los Ploucquets —con esa mezcla de inocencia y obscenidad tan típica de los victorianos— fueran el primer blanco de esa limpieza. Vik había empezado a llevárselos a casa sin pensar qué haría con ellos cuando se le acabara el espacio. Además del que tenía en la sala (Conejo con reloj) tenía cuatro en el garaje y dos en el sótano. Calculaba que todavía le quedaba lugar para unos diez más, dependiendo de su tamaño.

Le era difícil explicar por qué no podía dejar que los destruyeran. No le pasaba lo mismo con otras piezas (varias aves habían sufrido ese destino, igual que la liebre con cuernos de Nevada, que todo el mundo festejaba como uno de los logros de Ferrán Spring). Ni siquiera se trataba de la pasión del oficio. Lo que sentía por los Ploucquets era diferente.

Uno de los más grandes taxidermistas del mundo, William Hornaday, decía que la vista de un animal —vivo o muerto— siempre le producía una profunda conmoción. No le sucedía lo mismo con los humanos. Del primer estremecimiento frente a ese cuerpo extraño, tan distinto al de uno, se pasaba fácilmente a la admiración y de allí al afecto. En cambio, había que hacer un esfuerzo mayor para amar un símil: allí no había mucho que admirar, más que una simetría mejor lograda, una excepción o un defecto que compensaban los propios. Un poco en burla, un poco en serio, Smithfield llamaba a ese sentimiento la pasión del taxidermista: una conmoción que se traducía en un deseo imperioso de control sobre esa forma, sobre sus equilibrios y resortes secretos, sobre los mecanismos y estructuras que explicaban esa otra armonía. Solamente así podía alguien lanzarse a la tarea de vaciar órganos, drenar arterias y estirar pieles sobre esqueletos de madera. Pero algo se perdía en el camino hacia esa comprensión. Por más perfecto que fuera el trabajo de preservación, en el final siempre algo le faltaba. No al cuerpo del animal, que podía simular a la perfección el salto de ataque o el horror de la víctima, sino al de su nuevo dueño: como si pagara con algo de su propia e interna armonía el restar un raro trofeo a ese ciclo de descomposición que era la vida.

Vik nunca había sentido la pasión del taxidermista. No en los términos de Hornaday. Pero los Ploucquets eran diferentes. Se reconocía en la miniatura, en el esfuerzo no ya por simular la vida, sino por ir más allá, por transformarla en otra cosa. Había anticipado durante toda la semana la restauración de Romeo y sus árboles. Y ahí estaba, sentado frente a su clóset, en una situación imposible, perdiendo las pocas horas útiles que su cuerpo le permitía.

Se levantó con mucho cuidado, pero el piso de madera bajo la alfombra crujió de todos modos. Adentro, la mujer se acercó a la puerta. La canción no se detuvo. Por el contrario, subió en volumen y en tempo, como si acompañara la tensión del cuerpo del que brotaba. Vik creyó poder escuchar cómo el aire entraba por la nariz en las pausas que marcaban cada nuevo comienzo de la frase. La imaginó con la oreja pegada a la madera, pendiente de sus movimientos. Tal vez hasta podía verlo por algún agujero que él no había detectado.

Porque no puede decirse que este sea un grupo. No es más que un conjunto desparejo de individuos. La primera en llegar fue Elizabeth, la esposa de Ron Duda. Buscaba venganza, claro. Estaba vestida con jeans, botas de cuero y un gorro de beisbolista. Las botas seguramente habían sido de su marido. Difícil caminar en el bosque con zapatos cuatro números más grandes, pensé (iba a tener que empezar por cosas mucho más básicas de las que había planeado). Pero no le dije nada. Traté de poner mi mejor cara (mi mejor cara se acuerda del vestido de sarga; mi mejor cara, si se esfuerza, puede llegar a imitar a aquella que Frank mirara con algo de cariño). La recibí acá mismo. Bueno, no en este cuarto, en la sala revestida de madera del Centro Comunitario para Ciudadanos de la Tercera Edad. Nuestro «club». Nuestro «refugio». Más bien nuestra antesala, porque ahí no hacemos otra cosa que esperar. Un lugar para hacer yoga, jugar a las cartas, hacer «sociales» o cualquier otra actividad que desatienda un poco la natural vigilancia de la muerte a la que somos propensos. Y pensar que hubo sociedades que eligieron la gerontocracia. Es un hecho. Si alguien acudiera a pedir consejo a este grupo de ancianos que toman lecciones de baile, babean frente al televisor y ventilan sus rencores más antiguos (¿cuántas anécdotas de pesca, cuántas proezas de nietos y de golfistas, cuántas discusiones sobre pegamento para dentaduras puede una soportar?), se marcharía con un plan seguro para la descerebración masiva.

Pero a nadie se le ocurriría tal cosa. Se trata de «entretenernos». De «pasarla bien». De ir sumando maniobras de distracción. Me han dicho que este año incorporaron a una instructora dominicana de chachachá. Pensé que se trataría de una jovencita, pero no. Es una negra voluminosa de más de sesenta años. Adela o Estela. Debe ser bastante gorda, porque trajo su propio sillón (doble y de pana roja), desde el que, dicen, preside las lecciones con un cetro de madera con el que marca el ritmo golpeando el piso.

Una vez por semana también nos visita una psiquiatra húngara. «Para charlar». Es muy popular. Sobre todo con los hombres. Lo cuento por si no lo saben. Pero estoy segura de que deben saberlo. No tendrá más de cincuenta. Es alta y delgada, de grandes ojos azules. Se llama Isabel Danko y habla con un acento impenetrable. De hecho, fue ella la que tuvo la idea de estos videos, la que trajo a los técnicos e instaló el cuarto que ella llama «la hora de la memoria» o «la cápsula del tiempo». Claro que tuvo que arruinarlo todo con explicaciones sobre los efectos terapéuticos de la palabra, sobre el interés y la necesidad social de conservar nuestra historia para las nuevas generaciones. ¿Escuchó lo que dije, doctora? Vaya a clases de eliminación de acentos. Y no se preocupe por proveernos de explicaciones «sociales». Ni siquiera tiene que convencernos: dele una cámara, un cuarto cerrado y una o dos indicaciones técnicas e inmediatamente tendrá a cualquier viejo deseoso, incluso desesperado, por registrar la historia de su vida. No para la posteridad, no para los hijos de sus hijos. Ni siquiera para sí mismo. Lo hará para oír el sonido de voz, para comprobar que el aire todavía sigue entrando y saliendo de ese montón de huesos, que los órganos siguen cumpliendo con lo mínimo imprescindible. Pero usted ya sabe eso. Es la misma historia una y otra vez. La fase del espejo convertida en triste certidumbre. Es un hecho. Somos como niños: un poco de atención y bailamos para cualquiera. Eso explica por qué siempre hay fila frente a su mesa. Es que la doctora Danko nunca viene al Centro sin su juego de té de porcelana negra con esmalte dorado. Lo primero que hace al llegar es sacar las tazas y los platos de su bolso; lo hace con ceremonia, muy lentamente, como una niña que se prepara para servir a sus muñecas; luego va a la cocina y regresa con la pieza fundamental: la tetera, que tiene pintado un castillo imperial y humea el brebaje con el que convida a sus interlocutores. Un té muy natural, receta húngara, al parecer. También prescribe pastillas con bastante liberalidad. Ejecuta bien su acto y creo que la mayoría se ha sentado a su mesa alguna vez. Es que la mayoría actúa como si nunca hubiera sido parte de una revolución. Yo no. Yo sé muy bien de qué se trata: de mantenernos aletargados. De transformarnos en el Consejo de Gerontozombis. Por eso accedí a ponerme frente a esta cámara todos los lunes. Ya tuve mi dosis de letargo en los días de Bridgend. Mucho antes de lo de Gabi ya sabía yo que la vigilia es el único estado que corresponde a nuestro grado evolutivo. Ahora más que nunca es necesario que esté despierta. Los que se deprimen, que salgan y griten y atropellen y revienten. Mucho mejor eso que las pastillas. Mucho mejor eso que la mentira.

Lo primero que hice ese sábado fue interrogar a Elizabeth sobre el macho en cuestión. Dijo que no había podido verlo bien. Lo único que podía asegurar era que el animal era enorme y corría sacudiendo la cabeza de un lado a otro, como enloquecido. Corría como nunca había visto correr a ningún otro ciervo (viviendo tan cerca del bosque, ha tenido ocasión de observarlos bastante). Le recordó a un caballo sacudiéndose el cabestrillo. Parecía, dijo, que el macho estuviera intentando sacarse algo de la cabeza. La imagen me pareció poderosa. Importante. Aparte de eso, Elizabeth sólo recordaba el olor a hierro de la sangre, los tazones hechos pedazos y sus dedos marcando el 911.

Las lágrimas fueron inevitables. Le pregunté por la cicatriz. Dijo que no había estado tan cerca del animal como para verla bien, pero que parecía la marca de una cuerda, como si el animal hubiera pasado algún tiempo en cautiverio. Tomé notas de todo. Me parecía lógico que tuviéramos una meta. Así, una vez que estuvieran lo suficientemente entrenados los sacaría al bosque no sólo para practicar. Tendrían un propósito definido. A los efectos de enseñar rastreo, método, premeditación y vigilancia, el macho de Ron Duda sería el objetivo perfecto.

Ese día vinieron cinco personas más. Había fijado la reunión para el mediodía con la intención de librarnos de los que van al bingo y de los ociosos sin imaginación, que para esa hora ya se han ocupado de algo. Así me aseguraba de contar con los verdaderos interesados en el problema. Quería un grupo motivado, formado de entrada por selección natural: nada de jugadores compulsivos ni de viejos que se levantan a las cuatro sólo para esperar —ya desayunados y vestidos— a que abran los negocios, empiecen las clases gratuitas de contrabajo o lleguen los buscadores de voluntarios para el albergue animal (buenísima propuesta nos hacen: ahora que ya gastó sus mejores años, ¡relájese y trabaje gratis para la ciudad!).

Las hermanas Armstrong fueron las siguientes. Tenían puestos los batones y sacos de lana que usan siempre, guillerminas de taco bajo y tres capas de maquillaje. Me sorprendió que quisieran aprender a cazar, aunque es cierto que son de las que pasan más tiempo en el Centro, generalmente peleando por los adornos florales o esperando su turno frente a la mesa de la doctora Danko. Cuando las interrogué sobre sus motivos, dijeron que siempre habían odiado a los ciervos. Margaret contó que, cuando era chica, una cierva de cola blanca la observaba desde la ventana de su dormitorio todas las noches. No había nada de maternal ni de simpático en su mirada. Al contrario: la vigilaba. Maggie estaba convencida de que el animal quería llevarla al mundo subterráneo, como había ocurrido con varios mineros de la zona (es parte del folklore de la región la creencia de que los ciervos reinan en el submundo, donde emparedan y torturan a los mineros que se aventuran demasiado lejos). Maggie creció nerviosa, irritable e insomne. Y con una sola determinación: vivir lo más lejos posible del bosque. Lo cual, evidentemente, no le sirvió de nada. El año pasado, cuando operaron a Heather de las várices, un macho desenfrenado atravesó el ventanal de la sala de terapia intensiva. No hubo heridos de gravedad, pero las hermanas acabaron de convencerse de que el complot era cada vez más serio. Yo les di la bienvenida: respeto a la gente que, no importa cómo, decide temprano su batalla personal (todos tenemos una, una sola, y cuanto antes la descubramos, tanto mejor). Propósito y método, Berilia. Siempre lo he dicho. Sin eso, nada se logra en la vida.

Después llegaron Tom y Betty Paz, los mayores del grupo. Él tiene ochenta y dos (lo sé porque iba a la escuela con mi primo y si mi primo estuviera vivo, tendría ochenta y dos años). Ella tiene que tener más, al menos diez años más, porque recuerdo que fue un pequeño escándalo cuando empezaran a salir. Tuvieron cuatro hijos varones, hace rato desperdigados por el país. Mientras su condición de ser en el mundo dependió de las horas invertidas en el dinero, puede decirse que Tom fue un empresario. Pero una vez que se retiró, fue un hombre nuevo: viajó por todas partes, corrió carreras de autos antiguos, hizo buceo en Australia y fue el productor y actor principal de una compañía de viejos itinerantes que ponía obras de Shakespeare en las ciudades del interior. Mientras su condición de ser en el mundo dependió de las horas invertidas en el dinero, puede decirse que Betty fue una belleza. Una verdadera carnada. Hasta que el dinero de los dos se esfumó en sus fantásticos proyectos. Ahora viven de lo que les pasan sus hijos en una casa enorme que apenas pueden mantener (me han dicho que tienen más de cuatro habitaciones clausuradas). Supongo que puede decirse legítimamente que son lo que hoy en día se llama unos viejos de mierda. Como sea, son los únicos con algo de experiencia: hace unos años hicieron un safari en África y les encantó.

El último fue Massimo Cercone. Es bajo, tiene al menos quince kilos de más y sonríe demasiado. Debe ser una de las personas menos indicadas para transformarse en un cazador. Solía ser el mejor barbero de la zona. Tenía clientes que vivían en las afueras, pero que no se afeitaban o cortaban el pelo en sus vecindarios. Preferían manejar hasta lo de Max. El negocio todavía sigue fun-
cionando. Lo atiende su hijo menor. El que no funciona es Max. Su pulso fue empeorando con los años hasta que le diagnosticaron una condición incurable: temblor esencial. Cuando le pregunté cuál era su interés en la caza, dijo que creía que la práctica con el rifle podía ayudarlo a mejorar. Juzgué mejor no decirle nada, pero me propuse vigilarlo. Un hombre con temblores incontrolables no es lo mejor que una puede desear para su clase de principiantes.

Cuando llegó la hora, los hice sentar en círculo. Como antes. Aunque ellos eran otros y aunque ya nadie podía o quería sentarse en el piso, había una atmósfera, una expectativa similar a la de los días de Bridgend. Días que a algunos nos llenaron de gloria y a otros de vergüenza. Viéndome nadie imaginaría eso, ni la música, ni el sexo hasta la madrugada, ni nada parecido a la liberación de las mentes en un altillo especialmente decorado para tal fin.

Tal vez lo único que quería Smithfield era resucitar ese tiempo. Pero cuando llegó no dijo nada de eso. No habló del día en que el mundo se detuvo. Se paró en el medio del círculo (llevaba puesto el mismo blazer azul que el día del zoológico), se aclaró la garganta y empezó a hablar de los ciervos.

Sin dejar de correr, Berenice llegó al final de la calle, en la intersección entre el bosque y el cementerio. De ahí, tenía que subir una colina por un camino de tierra que la dejaría en la parte de atrás del vivero. Esa había sido otra de las genialidades de Emma, cuyo sentido comercial sorprendía hasta al señor Müller. La ubicación del negocio se beneficiaba tanto de los visitantes de los muertos como de la gente que bajaba del bosque, fueran granjeros que vendían flores y tubérculos o los nuevos hippies de los suburbios, que compraban todo tipo de infusiones y emplastos para las arrugas, hierbas y semillas que agregaban a sus tazones de cereal. Nadie como Emma para detectar ese mercado de mujeres «naturales», aparentemente despreocupadas por el paso del tiempo, pero que corrían a comprar Emmalina ni bien cruzaban la barrera de los treinta. De hecho, habían sido las primeras arrugas de su madre las responsables de esa mezcla de pepino y hierbas que las dos bautizaron con ese nombre.

A diferencia del departamento de la calle Edmond, el vivero y la florería estaban siempre limpios y ordenados. Emma Lynn no se había preocupado demasiado por remodelar el garaje del señor Müller, excepto por la adición de un cuarto rectangular en la parte de atrás. Conservó el piso de cemento y abrió ventanas a los costados, en las que hizo colocar dos vitrales comprados a una iglesia en demolición. No planeó ese diseño. Un día pasó por la iglesia (su negocio ya prosperaba aunque todavía no era más que una mesa improvisada en un garaje) y compró los vitrales en un impulso. Tuvo que meditar la ubicación y diseño de las ventanas para ajustarlas a los dos vidrios circulares, enormes, que representaban estrellas o flores repetidas en abismal simetría. El efecto era el de una cápsula irisada, submarina, en la que Berenice hubiera podido vivir si no hubiera sido por la cantidad de plantas que la habitaban.

Había días que el silencio de las plantas le resultaba intolerable. No era como el de los humanos: era el silencio del crecimiento, de la reproducción y de la muerte, todo comprimido en un espacio y un tiempo minúsculos. A veces, sólo para interrumpir la certeza de convivir tan íntimamente con ese esfuerzo, Berenice soltaba un largo grito desde su silla. Su madre levantaba las cejas desde el ramo que la ocupaba y se limitaba a preguntar:

—¿Otra vez?

—Ajá —contestaba Berenice, y volvía a las hojas de su cuaderno.

Las dos pasaban muchas horas en la florería: ella sentada a la mesa del vivero, concentrada en la tarea de la escuela; Emma Lynn enfrascada en el proyecto del momento. El famoso clavel azul encabezaba la colección de sus éxitos, pero Berenice recordaba muy bien la serie de fracasos que lo había precedido: una Marie Von Houtte sin espinas que resultó en un arbusto enano y de flores débiles; el cactus de tres colores, muerto en las primeras etapas y la cruza entre una plumeria de Sri Lanka y un sacuanjoche mexicano, de la que Emma Lynn obtuvo un árbol sin flores, de hojas gomosas, que todavía crecía detrás del vivero. Berenice sabía que en ese mundo el logro llegaba luego de meses y meses de experimentos, y un ejemplar único, arrancado a las leyes de la naturaleza, era como una estrella fugaz, irrepetible. Nada garantizaba que se podría producir otro exactamente igual o que el mismo método funcionaría para una planta diferente. Todo esto le fascinaba, pero no tenía la pasión de Emma Lynn por el detalle, la capacidad para reconocer la especie común en flores de colores y tamaños tan diversos que parecían provenir de diferentes planetas. Reina Púrpura misma era un desafío. A pesar de todo lo que su madre le había explicado sobre los bonsáis, el árbol había estado al borde de la muerte o del crecimiento desenfrenado varias veces (Berenice olvidaba que la poda y no el riego era lo más importante en esos casos). Tuvieron varias discusiones al respecto, en las que ella argumentó que el riego excesivo era su sistema y no simplemente impaciencia, que estaba desarrollando su propio método. Finalmente, Emma Lynn la dejó hacer. Los bonsáis nunca le habían interesado demasiado y celebraba que Berenice hubiera elegido un área que a ella le era indiferente y en ocasiones hasta repugnante.

El problema con los árboles en miniatura no era sólo que exigían dedicación absoluta. El azar interrumpía esa devoción en el momento menos pensado y el resultado, por más cuidado que se tuviera, podía resultar en algo monstruoso, inelegante. Incluso muchos de los bonsáis mejor logrados que ilustraban libros y páginas de Internet a Emma Lynn le parecían simplemente criaturas torturadas. Esto era lógico en alguien que amaba las enredaderas, los helechos y los alerces. Berenice, en cambio, tenía la pulsión de poner a prueba sus creaciones. Igual que sus muñecas, Reina Púrpura sería única. Eso le fascinaba.

Pero lo que más le gustaba de las flores era el momento del bautismo. Solamente por eso alentaba a su madre a crear un ejemplar que pudiera llamarse Flamígera turquesa, Berenicis ígnea o Bemanice campanulae. Hallar el nombre correcto, que realmente reflejara el espíritu de la flor, le parecía un acto de justicia, porque, si había algo que le indignaba de sobremanera, era que la mayoría de las plantas tuviera nombres de botánicos o, peor aún, de militares franceses. ¿Qué había de la doble papada y la peluca rizada de Magnol en esa criatura tan antigua que había aparecido en el mundo antes que las abejas y, en una maravilla de la adaptación, había desarrollado pétalos carnosos para poder ser polinizada por escarabajos? Le tenían sin cuidado las explicaciones de su madre sobre la importancia del botánico francés. Emma Lynn insistía en que Magnol bien se merecía algún recuerdo, ya que se había ocupado de demostrar que también en el mundo vegetal había relaciones de parentesco y que no todo en el Génesis podía ser tomado tan literalmente. Además, seguía, ni siquiera Magnol había incurrido en el pecado de la autoglorificación botánica. Habían sido sus discípulos indirectos los responsables del bautismo de la magnolia, a pesar de que la planta ya tenía muchos y más bellos nombres entre las tribus americanas. Cuánto mejor sonaban para Berenice talauma o yoloxochitl. En ellos, la flor se desentendía de exploradores y enciclopedias y volvía a ser el árbol lleno de leyendas e iniciados que merecía ser. Podía pasar horas escuchando esas y otras historias de la botánica que Emma Lynn había memorizado o le leía de El gran libro de las flores, que guardaba en el estante más bajo del mostrador.

A su madre, la cuestión de los nombres le interesaba poco. No bautizaba a sus plantas y la tienda no tenía ni tarjetas ni logos, solamente un cartel de chapa despintada en el frente que decía: «Flores, plantas y más. Preguntar por Emma Lynn». Había accedido a llamar Gloria artificialis al clavel azul sólo porque Berenice había insistido en que sería útil para promocionarlo en la subasta. Ese mes, Emma Lynn había decidido intentar el cultivo de orquídeas y para eso necesitaba dinero. Sacrificar el clavel era algo menor comparado con el desafío de lograr esas flores tan difíciles.

La idea de la subasta fue del señor Müller, que colaboró con la distribución de los folletos y anuncios en los pocos centros de reunión que quedaban en la ciudad —salones de té en donde las señoras intercambiaban recetas y aburrimientos, sociedades de beneficencia, galerías de arte, cafés y unas pocas iglesias—. El evento fue un éxito. Hasta Omar, Halley y algunos de sus amigos artistas estuvieron presentes. Emma Lynn decoró toda la florería de color azul. Berenice colaboró repartiendo galletas de jengibre teñidas del mismo color. Pusieron al Gloria artificialis en una esquina oscura, sobre un taburete y debajo de una campana de cristal que dividía el haz de luz de la lámpara que lo iluminaba en decena de rayos. Hubo muchos interesados, pero nadie llegó a ofrecer tanto dinero como el hombre del museo.

En realidad, no fue hasta el final de la subasta que se dio cuenta de que se trataba del mismo hombre (todos los viejos eran parecidos para Berenice: gente igualada por el tiempo, liberada de su singularidad por las arrugas). Cuando estaba ayudando a Emma Lynn a envolver el clavel, el hombre se acercó a ella sin hacer ruido, le rozó el cabello con una mano y le preguntó:

—¿Y? ¿Todavía convencida de que no te vas a casar nunca?

Berenice no contestó. Emma Lynn levantó la cabeza e interrumpió el moño con el que estaba atando el papel celofán que envolvía a la planta. Clavó sus ojos en el desconocido, pero no dijo nada. Berenice se dio cuenta de que era el mismo hombre que había visto en el museo unas semanas atrás, sólo que aquella vez llevaba un delantal y no un traje. Pudo ver que su madre estaba contrariada, pero la florería estaba llena de gente que iba y venía haciendo preguntas y manoseaba las flores, así que Emma Lynn tuvo que esperar a la noche para regañarla.

Mientras terminaban de ordenar el negocio, su madre comenzó a hablar sin parar. Siempre lo hacía cuando estaba enojada, lo cual no ocurría con tanta frecuencia. Pero cuando ocurría, volvía a enumerar la decena de razones por las cuales Berenice merecía algún tipo de castigo: la divulgación del secreto para obtener rosas perfectas a la vecina del departamento cinco, la utilización de platos de plástico para las galletas en lugar de los de cerámica, la conversación demasiado confiada con cualquier extraño. La lista siguió, pero Berenice dejó de prestar atención en ese punto porque fue entonces, igual que en esos juegos que muestran dos dibujos en apariencia idénticos pero que contienen sutiles detalles que los diferencian, que recordó todas las veces que había visto al hombre del clavel sin darse cuenta. Al menos habían sido tres después del primer encuentro en el museo. La primera, a la salida del colegio: al pasar discutiendo con unos compañeros la posibilidad de bajar al río, lo había visto sentado a la mesa del café de enfrente mientras leía el periódico. Unos días después, se había encontrado con su mirada a través del vidrio de la barbería de Max Cercone. Y todavía recordaba una tercera, en La Nave de los Locos. Esa vez el hombre se había quedado en silencio con una taza de té y un libro mientras ella hablaba con Halley de los progresos de Emma Lynn en los planes para la subasta.

Esa noche dejó que su madre siguiera enumerando errores tan viejos que llegaban hasta el verano anterior y aceptó el castigo sin protestar (no más visitas a Omar y Halley hasta la semana siguiente y la limpieza de todos los armarios de la casa). Solamente le contó el encuentro que había tenido con el hombre en el Museo de Artes y Ciencias Naturales de la ciudad. No quería saber cuál sería el castigo de Emma Lynn si le confesaba lo que acababa de descubrir: que el hombre del clavel la había estado siguiendo y que probablemente había venido a la subasta sólo porque ella, Berenice, lo había informado del evento sin darse cuenta.