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El mes de junio en Washington, D. C. era bochornoso, agobiante. La humedad ambiental hacía que la ropa se pegara al cuerpo como una segunda capa de piel. Era muy incómodo. Tenía miedo de quitarme el top, por si al hacerlo me llevaba una capa de carne pegada a él.

Al poner un pie fuera del aeropuerto me recibió un cielo encapotado, sin sol. Tras pasar el último mes en Hawái, ya no estaba acostumbrada a ese tipo de clima.

Paseé la mirada por las hileras de coches estacionados. Un tipo alto estaba parado frente a una elegante limusina con un cartel en el que se leía «SAUNDERS». Me imaginé que debía de ser mi chofer.

—Soy Mia Saunders —le dije ofreciéndole la mano. El chofer me la estrechó.

—Yo soy James, su chofer. La llevaré a donde tenga que ir durante su estancia con los Shipley.

Recogió la maleta y la metió en la cajuela antes de abrirme la puerta. Me subí con cuidado, tratando de que mis muslos sudorosos no dejaran marca en la suave piel de los asientos. La falda vaporosa que me había puesto me había parecido una buena elección esa mañana, pero debería haberme puesto pantalones de yoga. Me sequé las palmas de las manos en las pantorrillas, deseando tener una toalla.

—¿Aquí hace siempre tanta humedad? —le pregunté mientras abría la bolsa, sacaba el celular y lo conectaba.

—¿En junio? En junio puede hacer un calor espantoso, puede llover o puede hacer un tiempo precioso. Probablemente experimentará un poco de todo durante su estancia. La verdad es que este año está siendo un poco más caluroso de lo habitual.

Mi teléfono volvió a la vida con un montón de sonidos que indicaban la entrada de todos los mensajes que había recibido mientras estaba volando.

De: Samoano sexi

Para: Mia Saunders

Criatura, vas a tener que darme explicaciones. Te largaste sin despedirte. Muy mal.

Ese primer mensaje iba seguido de una larga lista. Al parecer, Tai no había tenido bastante con uno.

De: Samoano sexi

Para: Mia Saunders

El regalo... Me has dejado sin palabras.

De: Samoano sexi

Para: Mia Saunders

Me robaste mi beso de despedida. Estoy muy enojado.

En ese momento, mis dedos volaron sobre el teclado para responderle.

De: Mia Saunders

Para: Samoano sexi

Besa a tu «para siempre». Eso te curará todos los males.

Mientras le daba al botón de enviar, se me escapó una risa con gruñido de cerdo incorporado, tan impropia de una dama que el chofer me miró por el retrovisor. Alzó las cejas, pero yo negué con la cabeza y seguí leyendo los mensajes.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Volverás a hablar conmigo alguna vez? Ha pasado un mes. No me obligues a ir a buscarte.

De nuevo, mis falanges volaron sobre el teclado. No se me ocurre otra manera para expresar lo rápidamente que le escribí la respuesta más superficial que se me ocurrió.

Para: Wes Channing

De: Mia Saunders

Estoy segura de que Gina te mantiene entretenido. Ya te vi comiéndole toda la boca en la portada de la revista HotDirt.

Tras veinte minutos de espera ansiosa, mirando el celular cada dos segundos por si entraba la respuesta, al fin me contestó. Y, sí, estoy hablando de Wes, no de Tai, pero me obligué a ignorarlo, tratando de no parecer desesperada. Me distraje pensando en mi samoano sexi.

En esos momentos, Tai probablemente se estaba arreglando para su primera cita con Amy. El corazón se me aceleró al recordar cómo el universo la había dejado caer sobre su regazo. Literalmente. Habían tropezado y ella había ido a parar a su regazo. Esperaba no equivocarme; esperaba que ella fuera la media naranja de Tai. Tomé nota mental de ponerme en contacto con él al cabo de quince días para asegurarme de que las cosas entre ellos fueran como debían. Algo me decía que todo fluiría entre ambos, que Amy era su «para siempre». Ojalá lo tuviera tan claro con mi propia vida. Lo que estaba claro era que no iba a encontrarlo antes de que acabara ese año. Uf, pensar en Tai y en el futuro no me estaba ayudando a superar las ganas de leer el mensaje de Wes, al contrario.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Celosa?

¿Sería posible cortarle la verga a alguien a cinco mil kilómetros de distancia? Con toda probabilidad, aunque tendría que contratar a otro que hiciera el trabajo sucio. Bueno, tenía un poco de dinero extra en el banco, para emergencias. Se me escapó una risilla al pensar que podía hacer que le cortaran la verga con el dinero que había ganado por cogérmelo. Qué irónico.

¿A qué estaba jugando ese hombre? No sabía si responderle o si dejarlo colgado para que sufriera un poco. Obviamente, no le había hecho ninguna gracia ese mes de ­ausencia. Le estaba bien empleado por meterse en la cama con la perfecta Gina DeLuca..., mientras yo me cogía a mi samoano sexi.

«No tiene importancia.»

Aunque me lo repetía una y mil veces, el resultado siempre era el mismo. Me importaba. Me importaba mucho. No podía evitarlo. Wes siempre me importaría. No saber qué estaba haciendo ni con quién lo estaba haciendo me roía por dentro como una piraña.

Tai había logrado que no pensara mucho en él. Me había proporcionado un mes de fantástica distracción. Me la había pasado muy bien. Con Tai cada día era más divertido que el anterior, y cada noche, más caliente de lo que podría haberme imaginado. Había sido fácil dejar mis problemas con Wes en la recámara porque tenía todo lo que una mujer de veinticinco años podía desear. Pero el mes con Tai había llegado a su fin, y Wes reclamaba su lugar en mi mente.

—¿Falta mucho? —le pregunté a James.

Él se levantó un poco la gorra.

—Lo siento, señorita. El tráfico a esta hora es espantoso.

Faltaban unos tres cuartos de hora. Mucho rato. Si Wes tenía ganas de platicar, le concedería ese tiempo. Al fin y al cabo, técnicamente seguíamos siendo amigos.

Busqué su número y oprimí el botón de llamada, obligándome a aparentar una calma que estaba lejos de sentir.

—¡Estás viva! —exclamó la voz de Wes, esa voz cálida y susurrante como la brisa de California que siempre me hacía vibrar.

—Ja, ja, muy gracioso. ¿Qué mierda es ésa de los celos? Ya sabes que no soy celosa.

«Mentirosa.»

Wes inspiró profundamente y suspiró. Se oía el sonido del mar de fondo. Tal vez estuviera en la playa. Tal vez había estado surfeando. Oír esos sonidos relajantes, aunque fuera a través del filtro del teléfono, me provocó una inmensa nostalgia. Tenía muchas ganas de volver a California.

—He pensado que tal vez, si te provocaba, me llamarías.

—Wes, ¿qué te pasa? —le pregunté en un tono de voz que me sonó agudo y celoso hasta a mí, aunque no era mi intención en absoluto.

—No sé; dímelo tú. ¿Te la pasaste bien en Hawái? —replicó él, quien pareció contagiarse de mi estado de ánimo.

Me acordé de Tai y de cómo le había lamido los tatuajes tribales del hombro, el pecho, las costillas, la cadera, el muslo... Durante todo el mes, ése había sido mi pasatiempo favorito. Ñam...

—Sí —respondí en un susurro sensual antes de que mi mente pudiera ponerle filtro a mi voz.

Él se echó a reír.

—Ya veo. ¿Con el cliente o con algún isleño? —me preguntó, y el ambiente entre nosotros se destensó un poco.

—¿Importa eso? —Cerré los ojos.

—Todo lo que tiene relación contigo me importa. ¿Aún no te das cuenta? —Su voz sonaba sincera pero pesarosa. Como yo, trataba de mostrarse tranquilo y, como yo, estaba fracasando estrepitosamente.

—Wes...

Él inspiró profundamente.

—No. No pienso fingir que no me duele que hayas pasado un mes en Hawái cogiéndote a quien te dio la gana. Y me enoja un montón que te enojes conmigo por estar haciendo lo mismo con Gina.

No, si razón no le faltaba...; tenía más razón que un santo. Pero las cosas de la mente y las del corazón no funcionan con las mismas reglas. Es casi imposible actuar de manera equilibrada y realista. Podía tener más razón que una plática de Deepak Chopra, pero eso no cambiaba los hechos. Y los hechos eran que saber que Wes estaba con Gina me dolía. Mucho. Los dos nos estábamos haciendo daño mutuamente y no sabíamos cómo evitarlo.

Me costó responderle porque tenía un nudo en la garganta.

—Mira, Wes, lo siento. Entiendo lo que me dices, de verdad que sí. Y estoy de acuerdo.

—¿Significa eso que vas a volver a casa? —me preguntó con dos cucharadas de esperanza en la voz.

Casa. ¿Dónde estaba mi casa? ¿En el pequeño departamento de California que llevaba cinco meses sin pisar? ¿En la vieja casa familiar de Las Vegas? ¿O en la costa de Malibú, en los brazos del hombre de mis sueños, un hombre que era el dueño de un enorme trozo de mi corazón?

Me pasé la lengua por los labios y resoplé.

—Wes, ya sabes que no puedo hacerlo.

Él gruñó suavemente, y el retumbar de sus gruñidos se me clavó como un puñal en el vientre.

—No es verdad. Puedes hacerlo, pero no quieres —replicó enfatizando la última palabra.

Negué con la cabeza, tratando de aclarar la telaraña de emociones que estaban corriendo un maratón en mi interior.

—No puedo permitir que pagues la deuda de mi padre.

—Te digo lo mismo. Sí puedes, pero no quieres. —Sonaba cansado, como si cada palabra pesara toneladas.

Y era culpa mía. Era yo la que le provocaba ese efecto. A los dos. Cada vez que hablábamos, la conversación nos dejaba más tocados a ambos, y todavía faltaba medio año. ¿Quién sabía cómo estarían las cosas entre nosotros cuando el año llegara a su fin? De momento, este rollo de la amistad no se nos daba muy bien. Nos hacíamos daño constantemente sin pretenderlo.

Se hizo una incómoda pausa, que se alargó mientras buscaba algo que decir, pero no se me ocurrió nada.

—¿Cuándo volveré a verte? —Al final fue él quien rompió el silencio.

¿Quería volver a verme? No comprendía a ese hombre. Qué demonios, no entendía a casi ningún hombre, pero a Wes menos que a ninguno.

—Eh..., no sé. Acabo de aterrizar en Washington, D. C. Voy a ser la chica florero de un viejo caballero.

Él se echó a reír a carcajadas.

—¿Un vejestorio? Menos mal. Al menos no tendré que preocuparme de que estés besuqueando con un tipo que necesita Viagra.

—¡Eh, no seas desagradable! —lo regañé en broma—. Además, su hijo es senador y está buenísimo. Ya sabes cómo me gustan los hombres poderosos.

A Wes se le quitaron las ganas de reír de golpe y la tensión volvió a instalarse entre nosotros.

—¿Estás de broma? —preguntó.

¡Bingo!

—No.

—¡Que me jodan!

—Me encantaría —repliqué sin pensar.

—¿Cuándo?

—Cuando volvamos a vernos, idiota.

—Y ¿cuándo será eso? —Aunque el tono seguía siendo tranquilo, no estaba segura de que él continuara bromeando. Lo que había entre nosotros iba en zigzag, tenía curvas, cambios de inclinación, no era un camino fácil.

—No lo sé —respondí finalmente—, lo que tenga que ser será.

—¿Por qué yo? —exclamó en voz alta y frustrada como un hombre que hubiera abierto los brazos, mirado al cielo y pedido explicaciones a su creador—. ¿Por qué tuve que enamorarme como un idiota de una tipa que está como una cabra? —protestó antes de echarse a reír.

Tenía una risa preciosa e inconfundible. Una risa que hacía que el corazón me latiera con tanta fuerza en el pecho que parecía que iba a salirse disparado.

Me encogí de hombros, aunque él no me veía.

—Si el universo te da una mano de mierda, apuesta contra el crupier. Adiós, Wes.

En vez de esperar a que se despidiera, colgué y respiré profundamente varias veces. Había llegado el momento de centrarme en mi próximo cliente: Warren Shipley.

Warren Shipley no salió a saludarme a la puerta de su mansión. No. El hombre que esperaba en lo alto de la escalinata de piedra cuando bajé de la limusina parecía recién salido de la revista GQ. Aaron Shipley, el senador del Partido Demócrata por California, se había apoyado en una de las columnas blancas. Estaba acostumbrada a estar con hombres guapos. Había estado con machos alfa tamaño gigante capaces de partir árboles con sus propias manos, pero aún no había visto a un hombre al que le quedara el traje igual que a éste: era pura perfección.

La tela de color gris marengo se adhería a sus anchos hombros, su cintura estrecha y sus largas piernas como si estuviera hecho a medida. Con toda probabilidad lo estaba. Tenía los ojos ocultos tras unos Ray-Ban negros; el pelo, rubio oscuro, parecía grueso y estaba peinado con ese estilo revuelto, como si acabara de salir de la cama, que tan popular se había hecho últimamente. Le quedaba bien. Bueno..., le quedaba mejor que bien. El traje contrastaba con el pelo, dándole un aire formal pero con un toque extravagante. Era una combinación letal para una chica como yo. ¡Qué demonios, para cualquier chica!

Sigiloso como si se tratara de un jaguar gris, descendió la escalinata poco a poco hasta llegar al camino de entrada, cubierto de grava. La mayoría de las mujeres habrían hecho el esfuerzo de subir aunque fuera algún escalón para reunirse con él a mitad de camino, pero yo no soy como la mayoría de las mujeres, y él, desde luego, no era como la mayoría de los hombres. Estaba disfrutando demasiado viéndolo bajar la escalera. Exudaba un aire de autoridad que se pegaba a él como una fragancia fresca. Lo observé dar cada paso con elegancia y agilidad, emanando tanto poder que casi me derretí en el sitio. Mis quejas sobre la humedad ambiental me parecían ridículas al lado del sudor que se me estaba arremolinando en la nuca. Noté que una gota empezaba a descenderme por la espalda, encendiendo chispas de deseo en cada terminación nerviosa.

—Tú debes de ser Mia Saunders —dijo en tono decidido pero acogedor mientras me ofrecía la mano. Cuando nuestras manos se rozaron, me pasó la corriente. Traté de apartar la palma, pero él la sujetó con más fuerza—. Es curioso, no suelo notar la esencia de una persona con un solo roce.

—¿Mi esencia?

Una sonrisa misteriosa tensó sus apetitosos labios. No eran ni demasiado delgados ni demasiado gruesos. Como en Ricitos de Oro y los tres osos, esos labios eran sencillamente perfectos. Todavía no me había soltado la mano. En vez de eso, le dio la vuelta, pero nuestras palmas permanecían unidas. Ese simple contacto fue suficiente para hacerme babear y desear más. Se quitó los lentes y se los colocó en la cabeza en un gesto muy sexi para alguien de su estatura política. Se suponía que los hombres como él eran aburridos, sosos, y sólo hablaban de temas de gobierno; ¡vaya rollo! Por un momento dejé de pensar al notar la intensidad con que me miraban sus ojos cafés, del color de los chocolates Hershey Kisses. Pero en vez de fundirse ellos, me fundí yo. Suspiré al notar que me acariciaba el dorso de la mano con el pulgar.

—Tu esencia es tu fuerza vital, tu magnetismo. Cuando nos rozamos, la noté. ¿Tú no? —Yo asentí embobada, mirándolo a los ojos de color chocolate y fijándome luego en la nariz recta, los altos pómulos y la mandíbula cincelada—. Cuando junto nuestras manos —apoyó su otra mano sobre la mía, encerrándola entre las dos—, la noto con mucha más fuerza. —Alzó las cejas al mismo tiempo que yo me pasaba la lengua por los labios. Sus ojos se clavaron en mi boca y me temblaron las rodillas.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no volver a pasarme la lengua por los labios.

—Vamos —dijo, y juro que con esa simple palabra envió una descarga de electricidad directa a mi centro de placer, que se encendió y empezó a latir como si fuera un reloj con vida propia.

Dijo algo más, pero dejé de escuchar después del «vamos». Me soltó la mano y me acarició la mejilla. Oh, Dios mío, eso todavía me gustó más, aunque me obligó a volver a la Tierra.

—Mia, ¿te encuentras bien? —me preguntó paseando la vista por mi cara y frunciendo las cejas preocupado—. Te dije: «Vamos, mi padre está esperando».

Pestañeé varias veces y enfoqué la mirada.

—Oh, sí, claro. Perdón. —Aturdida por la lujuria, traté de centrarme, sacudiendo la cabeza—. Es que han sido muchas horas de viaje. Estaba en Hawái y vine directamente, haciendo un par de escalas. No he dormido en toda la noche.

Además, en cada escala había tenido que recorrer los aeropuertos a la carrera para no perder el nuevo vuelo. Me habían venido ganas de matar a mi tía Millie por reservarme vuelos con una diferencia de cincuenta minutos entre uno y otro. No me había dado tiempo de nada, ni siquiera de ir al baño. Y luego, al subir al nuevo avión, la tripulación tampoco me dejó ir al baño hasta que alcanzamos cierta altitud. Y después ya no hubo más paradas hasta la mañana siguiente. Había sido una jornada de vuelo muy larga y pesada.

Aaron chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

—Vaya, qué horror. Vamos, te presentaré a mi padre y así luego le diré a James que te enseñe tu habitación para que podamos echar uno rapidito.

—¡¿Cómo?! —Me detuve en seco al llegar a lo alto de la escalinata y me llevé la mano a la sien.

«¿Uno rapidito?»

—Dije que te presentaré a mi padre para que puedas ir cuanto antes a tu habitación a descansar un ratito. El cambio de horario es agotador.

—Ah, descansar un ratito. —Cerré los ojos y me reí por dentro.

—¿Qué habías entendido? —Aaron sonrió, mostrándome los dientes más bonitos que había visto nunca. Ese hombre podría salir en las portadas de las revistas. Oh, calla, si ya había salido. Daba igual.

—Pensaba que habías dicho que podíamos echar uno rapidito —respondí, y me eché a reír.

Él se detuvo junto a la puerta principal y me dirigió una sonrisa traviesa.

—Bueno, podemos arreglarlo, aunque no sé si a mi padre le gustará que meta la mano en el bote de las galletas sin invitarte antes a cenar ni nada. —Me guiñó el ojo y volvió a darme la mano. La misma corriente eléctrica circuló entre nuestras palmas, poniendo de nuevo en marcha la energía magnética.

Aaron me miró de reojo mientras cruzábamos el vestíbulo.

—¿Tú también lo has notado?

Madre mía, ojalá no lo hubiera notado. En vez de mentir, cerré los ojos, contuve el aliento y asentí.

La mansión me había parecido impresionante desde la entrada, pero una vez dentro, aún lo era más. Desde el vestíbulo ascendía una escalera doble cubierta con alfombras amarillas que me hicieron pensar en Dorothy y en el camino de mosaicos sobre el que saltaba para llegar a su destino. Si no hubiera estado tan cansada, yo también me habría puesto a saltar. La mansión era espectacular. La casa de Wes, en Malibú, era preciosa. Aunque tenía que ser muy cara, se notaba que era un hogar. El loft de Alec también era impresionante y estaba muy bien equipado. El penthouse de Tony y Héctor era muy elegante, pero esa mansión estaba a otro nivel. Cuando la tía Millie me había comentado que se trataba de una familia rica desde hacía varias generaciones, no me imaginé dónde me metía. Pensé que un político viviría en un sitio bonito, pero en esa mansión estaría cómoda hasta la reina madre de Inglaterra. Las paredes estaban curvadas, había molduras en el techo y gigantescos ventanales con cortinas de color burdeos. Las alfombras eran tan mullidas que me vinieron ganas de quitarme los zapatos y andar descalza para poder hundirme en ellas.

—Esto es increíble.

Aaron sonrió y miró a su alrededor como si no viera nada raro.

—Mi madre tenía buena mano para la decoración.

—¿Ah, sí? Debe de estar muy orgullosa de esta casa. Es preciosa.

—Murió hace tiempo, pero es verdad que le gustaba saber que la casa tenía muchos admiradores. Salió en varias revistas de decoración. Más de una vez salió en la portada. Esta casa era la niña de sus ojos..., después de que yo me fuera a la universidad, claro —añadió guiñándome el ojo.

Al parecer, el ego de Aaron Shipley estaba en perfecto estado de salud. Lo seguí en silencio, mirando a mi alrededor hasta que llegamos frente a una puerta de doble hoja. Tras la misma se oían risas, como si alguien estuviera pasando un buen rato. Aaron llamó a la puerta con brusquedad y la abrió sin esperar a que nadie respondiera.

—Ah, hijo mío. Pasa, pasa. Kathleen y yo estábamos comentando la debacle de la semana pasada en la cocina —dijo un hombre, señalando a una mujer vestida con una falda recta azul marino, delantalito blanco con encaje y una blusa de seda de color crema abotonada hasta arriba. Debía de ser una empleada—. Resulta que el encargado del catering de la semana pasada pensó que yo quería...

—Padre —lo interrumpió Aaron bruscamente, lo que me pareció maleducado por su parte y le hizo bajar varios puntos a mis ojos—, llegó la señorita Saunders. —Me jaló del brazo y me plantó cara a cara con una copia casi idéntica del joven Shipley, aunque con unos cuantos años más.

—Vaya, pero si eres más bonita en persona que en el perfil que me pasó la señora Milan. Estoy impresionado. Es perfecta para el papel, ¿no crees, Aaron?

Él me examinó de la cabeza a los pies.

—Sí, definitivamente es la candidata ideal para captar la atención de tus colegas.

—Ven aquí, querida. Soy Warren Shipley —me saludó con alegría. En vez de estrecharme la mano, me dio un abrazo paternal—. No eres como te imaginaba. —Se apartó y sonrió, mirándome a los ojos. Si hubiera sido un viejo verde, me habría mirado los senos. Al parecer, lo que había dicho mi tía de que no estaba interesado en acostarse conmigo era verdad. No le interesaba en ese sentido—. Gracias por venir. La situación es un poco rara, pero la señora Milan me aseguró que eras la candidata perfecta. Y, ya sólo por tu aspecto físico..., estoy seguro de que pronto los tendré a todos comiendo de la palma de mi mano.