—¿Qué quiere decir con eso de «sólo por mi aspecto físico»? —pregunté, frunciendo el ceño sin darme cuenta.
Aaron resopló detrás de mí antes de plantarme una mano en la parte baja de la espalda. Muy abajo. Tan abajo que me tocó el trasero por encima de la falda. Luego le dio una palmadita y me rodeó. Se sentó en el borde del escritorio de su padre y me contempló con los brazos cruzados.
Estaba a punto de llamarle la atención por haberme dado una nalgada como si fuera su mujercita, pero él eligió ese momento para ponerse a hablar.
—Mi padre te contrató porque eres guapa, joven y estarás sexi de muerte con un vestido de coctel. ¿Conoces la expresión «mujer florero»? —preguntó observándome de arriba abajo.
Quería odiar las sensaciones que su mirada me despertaba, pero no pude. No esperaba que alguien de su estatura social me observara con una admiración tan descarada. Que un político ricachón se comiera con los ojos a una escort era algo muy sexi.
—¿Y bien?, ¿qué es lo que se espera de mí, señor Shipley? —Me volví hacia el padre de Aaron para que me lo aclarara.
Warren Shipley miró a Kathleen, que bajó la vista y luego la apartó con una expresión dolida.
—Creo que será mejor que los deje solos para que puedan hablar de negocios —dijo con la voz temblorosa mientras se retiraba rápidamente. Salió de la habitación de manera tan discreta que ni siquiera oí sus pasos. Suponía que formaba parte de su trabajo, para no molestar a los dueños de la casa.
El padre de Aaron levantó la mano para detenerla, pero su hijo se la tomó y volvió a colocársela sobre el escritorio. Warren echó los hombros hacia atrás y ladeó la cabeza.
—Querida, el tipo de hombres con los que me relaciono forman parte del Uno por Ciento, igual que yo. Tienen más dinero del que mil personas gastarán en toda su vida y lo usan para controlar los grandes negocios. Lo único que hago es seguirles el juego.
En vez de aclararme las cosas, las palabras de Warren me dejaron más confundida, ya que el único «Uno por Ciento» que conocía era un grupo de moteros delincuentes de las afueras de Las Vegas.
Me apoyé las manos en las caderas.
—Sigo sin entender para qué estoy aquí.
Warren se aclaró la garganta y se pasó la mano por su barba incipiente. Parecía que la conversación lo hacía sentir muy incómodo.
—Estás aquí para ser la fulana de papá —me soltó el senador por California a quemarropa, sin una pizca de tacto en sus palabras.
Eché la cabeza hacia atrás y me crucé de brazos.
—¿Perdón? No me acuesto con los clientes a menos que quiera hacerlo. Nótese el énfasis que puse en la palabra quiera.
—No, no, no, querida, no es eso... —Warren parecía tan incómodo como yo. Se volvió hacia su hijo como pidiéndole que lo ayudara a darme la explicación que necesitaba.
Aaron puso los ojos en blanco y se levantó.
—Mia, los hombres de los que te hablamos siempre llevan una mujer florero colgando del brazo. Normalmente son pirujas cazafortunas. Su única preocupación en la vida es estar guapas, conseguir todo el dinero que puedan y acostarse con sus hombres donde sea y cuando sea.
—Por el amor de Dios, hijo, ¿tienes que ser tan gráfico? —Warren se levantó y se acercó a mí. En sus ojos vi algo parecido a la vergüenza—. Mia, te prometo que no te trataré mal, pero necesito estar en buenas relaciones con esos hombres para llevar a cabo mi plan de ayuda y colaboración internacional. Todos ellos van siempre acompañados de mujeres jóvenes y hermosas. Sí, es asqueroso, lo admito. A mí no me gusta que las cosas sean así, pero haré lo que sea necesario para lograr mi objetivo. Y para eso necesito el apoyo de varias figuras importantes de la política y los negocios. Sin ellos, se cancelaría el programa de ayudas y todo se iría al traste.
—Parece que lo tiene todo pensado.
—Sí, le he dedicado muchas horas y mucho dinero. Más del que me gusta reconocer.
Aaron volvió a negar con la cabeza.
—Mi padre es un justiciero del siglo XXI. Está construyendo la sede central de lo que será una organización médica que prestará servicios en países del Tercer Mundo. Y, para conseguirlo, necesita que se firmen tratados de comercio con países que ofrecen las vacunas a un precio mucho más asequible que aquí. En otros casos, necesita acceso a los gobiernos de esos países para lograr que su gente tenga inmunidad para viajar a esos lugares. Hacen falta leyes que permitan que la organización actúe dentro y fuera de Estados Unidos. Hay que enviar médicos, personal sanitario, etcétera. Sería una organización similar a la Cruz Roja, los Clubes de Leones o Médicos Sin Fronteras.
—¿Quiere ayudar a salvar gente en países del Tercer Mundo? Y ¿dónde está el problema? ¿No deberían estar todos encantados de colaborar, sobre todo siendo una iniciativa privada, que no va a costar ni un céntimo al contribuyente?
Warren me sujetó por las mejillas y me miró fijamente a los ojos. Los suyos eran amables y muy cálidos.
—Algunos lo están, querida, algunos sí lo están. Pero hay un montón de burocracia, más de la que te puedas imaginar. —Bajó las manos y retrocedió para apoyarse en el escritorio—. Y, para superar esos obstáculos, necesito tener a unos cuantos peces gordos de mi lado. Hay algunos que esperan obtener favores especiales de mi familia; a ésos no los puedo contentar.
Se volvió hacia Aaron, que inspiró profundamente y agachó la cabeza. Warren nunca pondría en peligro la carrera política de su hijo para sacar adelante su proyecto. En ese momento supe que Warren Shipley era un buen tipo. Con respecto a su hijo, el jurado seguía deliberando en mi cabeza.
Me encogí de hombros.
—Y ¿qué se espera que haga yo?
En ese momento Aaron se acercó a mí y me sujetó de la nuca. Su mano era cálida, y aplicó la presión necesaria para que no me sintiera amenazada.
—Cuando haya actos sociales o fiestas, acompañarás a mi padre. Sólo tendrás que plantarte allí increíblemente guapa, sonreír mucho y abrazar a mi padre de vez en cuando como si fueras su gatita mimosa. Nada más.
Me lo imaginé apretando un gigantesco botón rojo con la palabra «Fácil» escrita en él.
—Y ¿cuál es tu papel en todo esto? —le pregunté, y me pasé la lengua por los labios.
Él me miró con una intensidad que me pareció muy atractiva. Estaba segura de que, si su padre no hubiera estado presente, ya habría tenido la espalda pegada a la pared y sus labios habrían estado devorando los míos.
Aaron gruñó en lo más hondo de su pecho y yo sentí retumbar ese gruñido hasta en los dedos de mis pies. Se inclinó hacia mí, acercándose tanto que noté su aliento en la oreja.
—Bueno, yo me dedico a perseguir a las amiguitas de mi padre en privado. —Meneó las cejas, dio un paso atrás y me guiñó el ojo.
Levanté las manos y me palmeé los muslos.
—¿Cuándo empezamos?
Unos días más tarde, durante una gala benéfica, me estrené como acompañante del señor Shipley. Miré a mi alrededor, sintiéndome como una gacela en el punto de mira de un cazador. Cuando había acudido a actos con Wes, él se encargaba de hacerme sentir cómoda. A su lado sentía que encajaba, pero esto no tenía nada que ver. Me reprendí y me preparé para la batalla. Me recordé mis objetivos y eché mano de todas mis reservas de autoestima. Al volver a examinar el salón, no pude evitar recordar los eventos a los que había acudido con Wes en Malibú. Aquí había más clase. Esta vez no iba vestida con lentejuelas, sino que llevaba un vestido diseñado por Dolce & Gabbana como un favor personal para el señor Shipley. El vestido dejaba a la vista toda la espalda, desde la nuca hasta el trasero, pero cubría la parte delantera. Cuando Warren me había enseñado el clóset lleno de ropa de alta costura, se había ruborizado y había guardado silencio. En cuanto me quedé a solas en la habitación, tomé fotos de todos los vestidos y se las envié a Héctor, mi mejor amigo gay de Chicago. Su respuesta fue algo parecido a: «Chica, eres la dueña del universo. ¡¿Dónde conseguiste ese boleto al paraíso?!».
Aunque estaba preparada, no pude evitar sorprenderme al ver cara a cara a tantos hombres de más de cincuenta años, con trajes impecables, acompañados de chicas que podrían ser sus hijas, y en algunos casos incluso sus nietas. De forma discreta, saqué el celular y tomé una foto del gran salón, donde se veía a algunos de los invitados. Se trataba de una gala benéfica de uno de los «amigos» de Warren. Y si entrecomillo la palabra es porque el propio Warren había admitido que dentro del grupo del Uno por Ciento no había muchas amistades, y las que había sólo duraban hasta que surgía una posibilidad de negocio más ventajosa. Si la amistad no los acercaba a su objetivo o no les reportaba una enorme cantidad de dinero, dejaba de tener valor. Los que hasta ese día eran colegas del alma ya no lo eran. Francamente, me parecía todo de una hipocresía repugnante, pero no podía olvidar que yo estaba allí porque me pagaban por ello, así que no podía tirar la primera piedra.
De: Mia Saunders
Para: Pirujona-come-conejos
¿Te atreves a ponerle un pie de foto?
De: Pirujona-come-conejos
Para: Mia Saunders
¡Fácil! Es el día de «Lleva a tu hija al trabajo» en Washington.
No pude aguantarme la risa. Las carcajadas me sacudieron con tanta fuerza que me atraganté con el champán y me tambaleé sobre mis tacones. ¡Adoraba a esa mujer!
—Cuidado —me dijo un viejo caballero, tomándome del brazo—. No vayas a desaprovechar esa copa. Es champán del bueno. Aunque supongo que, puestos a morir, mejor hacerlo con champán de quinientos dólares por botella —bromeó mientras yo lloraba por culpa de la risa y la tos.
Acabé soltando el champán en la planta que tenía más cerca. Escupí y tosí hasta que pude volver a respirar. Un mesero pasaba por nuestro lado en ese momento con vasos de agua. El caballero de pelo gris tomó uno y me lo dio. Yo me lo bebí agradecida, limpiando el rastro del champán que se me había ido por el otro lado.
—Lo siento mucho —me disculpé tras aclararme la garganta, y saqué el labio inferior haciendo mi mejor mueca.
El hombre, que debía de tener sesenta y cinco o setenta años, sacudió la cabeza y me dio unas palmaditas en la mejilla como si fuera su mascota favorita.
—No pasa nada, pequeña. ¿Quién es tu papito?
Si un segundo antes me había parecido un abuelito inofensivo, de pronto había cambiado de careta y se había puesto la de depredador.
Fruncí el ceño sin poder evitarlo.
—¿Qué quiere decir?
—No seas boba. ¿Quién es tu protector? —insistió pasándose la lengua por los labios secos y agrietados. Al respirar con la boca abierta me llegó un intenso olor a puros habanos y a licor que me hizo sentir ganas de vomitar.
Alguien se aclaró la garganta a mi espalda.
—Creo que has encontrado algo que me pertenece —dijo Warren Shipley con el ceño fruncido y una mirada dura como el acero al ver que el hombre me tenía tomada del brazo.
—Warren, no sabía que te habías decidido al fin a adoptar una gatita —replicó el hombre, mirándome arriba y abajo con lascivia—. Vaya ejemplar. Es perfecta. ¿La compartes conmigo? —Su tono de voz, adulador y lisonjero, hizo que se me multiplicaran las ganas de vomitar.
Warren se echó a reír y sus carcajadas resonaron por todo el salón.
—Me temo que no, viejo amigo. Al parecer, la edad me ha vuelto egoísta, Arthur.
Arthur me soltó el brazo al fin. De forma instintiva, me lo froté. Cuando Warren se dio cuenta, apretó los dientes. Se acercó a mí y me rodeó la cintura con el brazo delicadamente.
—Te presento a Mia; está bajo mi protección. Mia, él es Arthur Broughton. —Warren me presionó la cintura y yo alargué la mano.
—Encantada, señor Broughton —dije arrebujándome contra Warren, por si acaso.
Él me abrazó con más fuerza. Su cuerpo era un pilar, firme, alto y fuerte. Tenía más fuerza de la que sus años dejaban adivinar.
Inclinándose hacia mí, me besó la sien.
—Mia, ¿no tienes sed? Ve a buscar una copa. Enseguida estoy contigo.
Yo asentí y, al alejarme, noté que me daba una nalgada. No habría sabido decir si era una palmadita de buena suerte, como las que Mason y sus compañeros de equipo se daban antes de salir al campo, o si era otra cosa. Me pareció más cariñosa. Pero al menos no me había metido mano como hacían otros invitados de esa noche.
Me abrí camino entre un auténtico bufet libre de vejestorios, todos ellos acompañados de jovencitas guapas, embutidas en vestidos ajustados. Al mirarlas, me imaginé que llevaban unas diminutas esposas con las que se ataban a las carteras de sus acompañantes. ¡Qué asco!
El mesero me dio una copa de champán. Me la bebí de un sorbo y le pedí otra.
—Tranquila, tigresa. No querrás emborracharte... Eso no ayudaría en nada a la imagen de mi padre —dijo Aaron, sentándose a mi lado a la barra.
Yo negué con la cabeza, frunciendo los labios.
—Te prometo que aún no entiendo qué hago aquí.
—Pues lo estás haciendo muy bien. Mi padre está demostrando a esta pandilla de dinosaurios que es uno de ellos. ¿Ves? Ahora está platicando animadamente con Arthur Broughton.
Me encogí al oír el nombre del tipo que acababa de tomarme del brazo.
—Sí.
Aaron los señaló con la barbilla.
—Pues Broughton es el dueño de los puertos que mi padre quiere usar para transportar las medicinas. Tiene a las autoridades portuarias de cada país comiendo de su mano. Mi padre lo necesita para poder atracar sus barcos.
Yo solté el aire, eché los hombros hacia atrás y saqué pecho.
—Pero ¿por qué? Lo que quiere hacer es bueno, es humanitario.
Aaron se echó a reír.
—Lo es, pero con eso no se gana dinero. Además, es peligroso llevar a los norteamericanos a esos países. Y también montar instalaciones médicas. Digo instalaciones, aunque debería decir búnkeres. No hay mucha diferencia. Pero para poder hacerlo, mi padre deberá convencer a Arthur para que deje atracar los barcos. Mientras haya un barco de mi padre en su puerto, deja de ganar dinero de otro barco. No es tarea fácil. Luego tiene que conseguir un armador, médicos, misioneros, fuerzas de seguridad... Hay muchas más cosas implicadas de las que te imaginarías.
Caray. Pues sí, Warren era un auténtico superhéroe. Llevar medicinas a países del Tercer Mundo por el bien de la humanidad era algo muy peligroso pero, al mismo tiempo, muy importante. Empecé a sentirme orgullosa de estar con mi nuevo cliente.
—Bueno, ¿cómo puedo ayudar?
Aaron levantó la mano y me acarició la mejilla con el pulgar.
—Relájate. Sólo con estar aquí ya has conseguido que todos lo vean como uno de los suyos, como uno más, uno de los tipos grandes acompañados por su juguetito. —Debí de fulminarlo con la mirada porque Aaron se echó a reír y añadió—: Aunque nosotros no compartimos esa opinión. ¡Vaya, qué sensible eres!
Puse los ojos en blanco y resoplé.
—Lo siento, supongo que me siento fuera de lugar. No estoy acostumbrada a este ambiente.
Él se acercó un poco, lo que me permitió oler las suaves notas de manzana y cuero de su colonia.
—Y ¿a qué estás acostumbrada? —Su voz sensual y seductora llegó directa a mis partes femeninas.
Adelanté un hombro desnudo y lo miré por encima, batiendo las pestañas seductoramente.
—Es distinto en cada ocasión.
—¿Ah, sí? Y, si yo quisiera comprobarlo de primera mano mientras estás aquí..., ¿estarías interesada? Hablo de mí, no de mi padre.
Apreté los labios e inspiré profundamente por la nariz. Ladeé la cabeza y lo miré a los ojos de color chocolate. Ese hombre no tenía un pelo de tímido. Su mirada me despertó deseo, lujuria y un gran apetito, lo que me provocó un cosquilleo en el pecho que se desplazó hasta instalarse entre mis piernas. Luego me apoyó la mano en la rodilla y la acarició formando círculos. La excitación que acababa de nacer se estaba transformando con rapidez en un pozo de energía nerviosa. Al parecer, a Aaron Shipley le gustaba el juego de la seducción. Era un auténtico experto. Me tenía del todo cautivada.
En el momento en que estaba a punto de inclinarme hacia adelante para darle un bocado al objeto de mi deseo, Warren se acercó con una sonrisa radiante en su cara ligeramente arrugada.
Dio una palmada y llamó al mesero.
—¡Champán, buen hombre, tenemos motivos para celebrar! —anunció, y el mesero nos sirvió una botella.
—¿Ah, sí, padre? —repuso Aaron—. Cuéntanoslo todo. Ya no puedo aguantar más... —me dirigió una mirada encendida— tanta expectación.
Warren se pasó la media hora siguiente explicándonos los detalles del acuerdo al que había llegado con Arthur Broughton sobre los puertos. Resultó que Arthur estaba buscando colaborar con una causa benéfica para desgravarse impuestos y para mejorar la imagen pública de su empresa. Al parecer, habían aparecido artículos en prensa denunciando algunos de sus negocios en Asia. Si la opinión pública se enteraba de que había ofrecido sus puertos para que llegaran medicinas, suministros y personal sanitarios a países que los necesitaban, sus empresas se revalorizarían.
—Gracias, Mia. Ya has empezado a ayudarme a conseguir mis objetivos.
Yo ladeé la cabeza y fruncí el ceño.
—¿Tú crees? —Warren me había pedido que lo tuteara cuando estuviéramos a solas—. Pero si no hice nada.
—Al contrario. Arthur llevaba tiempo evitándome porque pensaba que yo estaba en contra de que él hiciera negocios con una empresa de la competencia de Shipley Inc. Y no, eso es totalmente apócrifo. —Aaron asintió. Yo fingí que sabía lo que significaba apócrifo. Me imaginé que sería algo así como falso—. Tu presencia me dio la oportunidad de empezar a platicar con él. Comenzamos hablando de ti y luego pasamos a los temas de negocios. Ha ido como la seda. —Me dirigió una sonrisa amplia antes de acabarse la copa.
No se me ocurrió qué más decir. Toda esa situación se escapaba de mi zona de confort. Lo único que podía hacer era seguirles la corriente. Alcé la copa como si estuviera brindando.
—¡Me alegro de haber sido útil, pues! —Me eché a reír y me acabé el champán antes de que nos fuéramos.
La noche había sido larga, y las conversaciones, tediosas. La perspectiva de pasar varias semanas así era más aburrida que la sección de historia de una biblioteca pública. Iba a estar rodeada de vejestorios, pláticas de negocios y pirujas cazafortunas. Necesitaba encontrar la manera de ser más útil o me iba a aburrir muchísimo.
En eso iba pensando mientras recorría los largos y oscuros pasillos de la mansión esa misma noche en busca de la cocina. Vi que brillaba una luz al fondo de un pasillo. Había obras de arte cada tres metros. La casa parecía más un museo que un hogar. No había fotografías familiares en las paredes ni recuerdos de cuando Aaron era joven. Sólo había antigüedades y artefactos de aspecto caro que no parecían tener ningún valor personal. Obviamente eran reliquias de tiempos pasados y olvidados por los actuales habitantes de la casa. Hoy por hoy sólo servían para mostrar opulencia. Me entristeció, porque algunos de esos objetos eran auténticas joyas. Deberían haber estado expuestos en algún lugar destacado, en vez de ser empleados para rellenar un espacio en una mansión enorme y desierta.
El pasillo acababa en una espléndida cocina, muy espaciosa y equipada con electrodomésticos de acero inoxidable. Había dos refrigeradores de esos que se encuentran en los supermercados, con puertas transparentes. En uno de ellos había leche, queso, frutas y verduras, lo normal en un refrigerador. En el otro había flores frescas, de muchos tipos.
—¡Oh! No la había visto —oí que decía una voz cantarina desde la puerta.
Al volverme, vi a Kathleen, el ama de llaves. Le sonreí y la saludé con la mano.
—No podía dormir. Aún no me acostumbro al cambio de horario.
Kathleen entró en la cocina, se acercó a las alacenas y sacó dos platos.
—¿Se le antoja un sándwich?
Se me hizo la boca agua.
—Madre mía, ya te digo si me gustaría. Pero sólo si me tuteas. —Ella asintió—. Llevo dos días a base de comida gourmet. Un sándwich de queso y pavo me sabrá a gloria.
Kathleen sonrió, pero era una sonrisa triste. Con movimientos eficientes, preparó dos sándwiches en un momento. Aunque me miraba de reojo, no me dijo nada más. Sin embargo, se notaba que algo callaba.
—Puedes preguntarme lo que quieras y yo te responderé abiertamente. Tengo la sensación de que no sabes lo que pinto aquí.
Ella negó con la cabeza, se cruzó de brazos y bajó la mirada.
—Soy una escort; Warren me contrató.
Kathleen me miró con unos ojos como platos. Se llevó una mano al pecho y se apoyó en la tabla de cortar embutidos.
—Ya veo.
—No es lo que piensas —dije sin poder contenerme. Era obvio que tenía algún tipo de relación con el señor Shipley.
Ella retrocedió hasta chocar con una de las puertas del refrigerador.
—No importa lo que yo piense. Yo sólo soy... sólo soy... —frunció el ceño y susurró—: la criada.
Apoyé una cadera en la cubierta de la cocina y esperé a que ella me mirara a los ojos. Los suyos estaban llenos de lágrimas. Se me rompió el corazón.
—No me acuesto con él; las cosas no son así.
Ella echó la cabeza hacia atrás.
—Pero eres una escort; acabas de decirlo.
—Sí, soy una escort —la interrumpí—, y me han contratado para que acompañe al señor Shipley a actos sociales en calidad de mujer florero. No me quiere como compañera de cama; al parecer, ese tema ya lo tiene cubierto —añadí con una sonrisa que la hizo ruborizarse.
—No sé a qué te refieres. —Kathleen se tomó de las solapas de la bata y se la cerró un poco más, como si quisiera cubrirse, aunque no se le veía ni un centímetro de piel.
—Hummm, yo creo que sí. —Yo, desde luego, cada vez lo tenía más claro. Me fijé en los dos bocadillos que había dejado sobre la mesa. Uno era el doble de grande que el otro. ¡Ajá!—. ¿Para quién es ese sándwich?
Kathleen volvió a ponerse roja como un tomate.
—Es que tengo mucha hambre.
—Normal, yo también tengo hambre después de una buena sesión de sexo. Anda, ve a llevarle el bocadillo a tu hombre. Tu secreto está a salvo conmigo.
Tomé el plato con el sándwich pequeño y me volví hacia la puerta. Me esperaba una noche en compañía del televisor.
—Mia, él no quiere que se entere nadie. Sería muy malo para él.
Eso llamó mi atención. Giré en redondo sobre las puntas de los pies.
—¿Muy malo para él? ¿Por qué?
Kathleen encorvó la espalda.
—Yo crie a Aaron tras la muerte de su madre. Él no lo entendería. Su padre y yo decidimos que lo mejor sería no decirle nada. —Hizo rotar el cuello y los hombros, pero seguían estando encorvados—. Además, no provengo de una familia rica. Todos los hombres de su entorno tienen esposas de su misma categoría. Yo no soy nadie.
Le tendí la mano, pero ella se alejó.
—No pasa nada; es la vida que he elegido. Si no estuviera tan enamorada de él, ya me habría ido. Pero, tal como están las cosas, prefiero disfrutar de él durante la noche que no hacerlo nunca. —Por supuesto, yo no veía las cosas como ella, pero cuando iba a protestar, Kathleen me tomó del brazo y se inclinó hacia mí—. Gracias por tu preocupación, pero no nos conoces, y te agradecería que fueras muy discreta.
Luego aguardó mientras yo permanecía quieta, sin saber muy bien qué decir.
—Si es lo que quieres... —repuse finalmente.
—Sí, es lo que quiero, gracias. Nos vemos por la mañana. El señor Shipley me comunicó que tiene una lista de actos a los que quiere que lo acompañes. Me alegro de saber el motivo por el que estás aquí. Muchas gracias por ser tan sincera conmigo, Mia. Es muy refrescante hablar con alguien sincero en esta ciudad. —Me dirigió una sonrisilla que ya le conocía de cuando me la habían presentado el día anterior y que ya le había visto dos veces esa noche. Era una sonrisa tranquilizadora.
Se fue, dejándome con un sándwich en la mano y un potencial nuevo proyecto como celestina. Por supuesto, antes de empezar a hacer nada tenía que asegurarme de que Warren sentía lo mismo que la encantadora ama de llaves. Y también tendría que enterarme de la opinión de Aaron al respecto.
Algo me decía que sonsacar al joven Shipley no iba a ser fácil..., pero alguien tenía que hacerlo. Sonriendo, me dirigí a mi habitación. Mañana sería otro día.