4

El zumbido de la aguja de tatuar se unió al del resto de las agujas del estudio. Unos cuantos cubículos estaban ocupados por clientes sentados en cómodos sillones de cuero como el mío. A uno de ellos le estaban tatuando relámpagos en un lado de la cabeza, que llevaba completamente rapada, a excepción de una estrecha franja de pelo muy corto en el centro. Llevaba dilatadores del tamaño de una moneda de cinco céntimos en las orejas y más metal en la cara que la poderosa moto que lo esperaba en la puerta. Era una moto increíble. Hizo que añorara a Suzi, que me esperaba en casa. Volví a observar al tipo que pensaba que era una buena idea tatuarse la cabeza.

Mientras la aguja se clavaba en mi piel, me pregunté cómo le quedarían las orejas cuando tuviera setenta años. Seguro que le colgarían mucho, sobre todo si seguía dilatándoselas, pero me imaginé que un skinhead de veinte años no se planteaba esas cosas. Además, con lo tenso que se le veía, como si no pudiera estarse quieto en la silla, era probable que hubiera tomado un atajo que lo llevaría a la tumba antes de tiempo.

Al otro lado del pasillo había una chica tipo Barbie que se estaba tatuando un nombre, posiblemente el de su novio, en la parte baja de la espalda. Era un diseño de un tamaño considerable. Me reí con disimulo porque era bien sabido que tatuarse el nombre de tu hombre o de tu mujer era como recibir el beso de la muerte. Pero nadie creía que fuera a pasarle a él. La gente seguía arriesgándose. No era una buena idea.

Al reír, moví el pie. Hice una mueca cuando la tatuadora me sujetó el tobillo izquierdo con más fuerza. El texto escrito con tinta negra estaba casi acabado. Cuando terminara, empezaría con el diente de león. Tenía la piel del pie prácticamente insensible. Durante los primeros veinte minutos el dolor había sido una sensación intensa, persistente, a mitad de camino entre el placer y el dolor. Quien dijo que el placer y el dolor eran las dos caras de la misma moneda sabía de lo que hablaba. Llegados a ese punto, ya me había acostumbrado a las dos sensaciones. Cada vez que la artista levantaba la pistola para cargarla de tinta y volvía luego a aplicar la fiera punta contra mi piel, mis terminaciones nerviosas se encendían como fuegos artificiales un 4 de julio.

—Mask no es un nombre muy habitual, sobre todo para una chica —dije para darle conversación a la pequeña mujer asiática que me estaba haciendo el tatuaje.

Ella me dirigió una sonrisa sincera que le iluminó los ojos. Mirarla a los ojos era como perderse en una galaxia totalmente oscura, con la excepción de diminutos puntos blancos, que eran las estrellas ardientes. Llevaba los labios pintados de rojo intenso y un arito de plata en el inferior. Su ascendencia asiática se notaba sobre todo en su precioso color de piel, que contrastaba con el cabello oscuro, que llevaba recogido en un chongo bajo. De no ser por el piercing del labio y los antebrazos tatuados, podría haber pasado perfectamente por una empleada de una de las numerosas oficinas de Washington, D. C.

Ladeó la cabeza y se centró en las letras que me estaba escribiendo sobre la piel.

—Es un diminutivo de Maskatun. A los norteamericanos les es más fácil llamarme Mask —dijo sin rastro de acento asiático.

—¿Tú no eres norteamericana?

—Yo sí, pero mi familia no. Ellos y mis amigos usan mi nombre completo, pero a los clientes que vienen a hacerse un tatuaje les resulta más fácil usar el diminutivo. —Sonrió.

—Bueno, a mí tu nombre completo me parece precioso, pero Mask es más enérgico, así que me quedo con él.

—Mi familia es de Brunéi, en el centro de Asia del sur.

—Me gusta.

—Sí.

Mask se enderezó y examinó su trabajo, volviéndome el pie a un lado y a otro bajo la brillante luz. A lo largo de un lado del pie, desde el talón hasta los dedos, había escrito la frase que había elegido, a un centímetro por encima de la planta. Cuando me había preguntado qué quería, lo había tenido muy claro. Elegimos una tipografía a mi gusto y se puso manos a la obra. Esa parte del tatuaje ya estaba acabada.

—Comprueba que esté bien antes de que empiece el diente de león.

Flexioné el pie a un lado y a otro, haciendo una mueca de dolor al estirar la piel adolorida. Era precioso, tal como me lo había imaginado.

—Me encanta.

—Muy bien. El diente de león irá aquí, pues, ¿no? —­Me pasó un dedo por encima del talón en dirección a la parte interna del tobillo. Cuando yo asentí, añadió—: Y, a continuación, las semillas volando al viento, cada una con una letra disimulada en el tallo. De incógnito, ¿eh? —Me miró y sonrió.

—Exacto.

Me eché hacia atrás y dejé que Mask trabajara tranquilamente. El cosquilleo volvió a empezar en cuanto la aguja entró en contacto con mi piel. Dolía. El dolor empezaba en el pie y subía por la pierna. Apreté los dientes y esperé a que volviera a convertirse en placer. Diez minutos más tarde, estaba volando en una nube de endorfinas.

—He hecho la «W» y la «A». —Me señaló el pie. Sobre las letras había varias semillas de las que salían volando cuando soplabas para pedir un deseo. Algunas no tenían letra, pero otras eran especiales. Las que Mask me estaba enseñando tenían escondida una «W», que representaba a Wes, y una «A», para rememorar el tiempo que pasé con Alec—. Recuérdame cómo querías la «H» y la «T», por favor.

—Si es posible, me gustaría que estuvieran unidas de alguna manera en la misma semilla.

Mask me observó el pie y lo movió de nuevo a un lado y a otro. Asintió y volvió al trabajo.

—Ya acabé la «M» y la «T» que va sola —dijo al cabo de un rato—. Y te puse un par de semillas sin letra más por aquí. —Las señaló con el dedo—. Te dejé espacio aquí, por si quieres añadir más letras.

Asentí.

—Sí, si todo va como tengo previsto, antes de que acabe el año tal vez tenga varias letras más que añadir.

—Creo que ha quedado muy bien, y no se ve incompleto, pero puedes terminarlo en cualquier momento. Cualquier tatuador te lo hará aunque, claro, preferiría acabarlo yo. No me entusiasma que nadie meta mano en mis tatuajes, ¿lo captas?

—Normal. Te prometo que volveré antes de final de año si necesito más letras.

Le ofrecí la mano y ella me la estrechó.

—Muy bien. ¿Quieres verlo?

El diente de león era increíble, muy realista. Quedaba perfecto sobre el texto escrito y lo complementaba, enriqueciendo el conjunto. Un soplo de viento había hecho volar varias de las semillas del diente de león. Cinco de las quince semillas voladoras llevaban una letra oculta en el tallo. Wes, Alec, Mason y Tai tenían una letra cada uno. Tony y Héctor formaban un pack, y por eso compartían tallo.

Para mí era muy importante llevar un trozo de cada uno de esos hombres conmigo a lo largo del camino que estaba recorriendo. En lo más profundo de mi corazón, sabía que estaba recorriendo un camino y que debía llegar hasta el final. Llevar la inicial de esos cinco hombres tan cerca del texto que se había convertido en mi lema vital era sencillamente perfecto. Bajé los ojos hacia el texto y admiré la frase que ya formaba parte de mi vida, impresa en mi cuerpo para siempre: «Confía en el viaje».

El pie me dolía bastante cuando llegué a casa, y cojeé escaleras arriba en dirección a mi habitación.

—Madre mía, ¿qué te pasó? ¿Te hiciste daño? —me preguntó Kathleen al verme, subiendo a toda prisa y abrazándome para ayudarme a cubrir los escalones que me faltaban.

Me acompañó a la habitación, lo que llevó bastante más tiempo del habitual. A cada paso que daba, más me dolía. Me dolía mucho más ahora que mientras me lo estaban haciendo.

Al llegar a la habitación, me desplacé saltando sobre un solo pie y me lancé encima de la cama.

—¿Qué te pasa? —repitió ella, inspeccionándome de arriba abajo hasta llegar a la zona que Mask me había cubierto con vaselina—. Vaya, vaya. Parece que no fue un accidente. Esto te lo hiciste voluntariamente.

Se inclinó hacia adelante e inspeccionó el tatuaje.

—Es muy bonito, y parece que la frase que te escribiste es importante para ti.

Intenté sonreír a pesar del dolor.

—Lo es, gracias. No sé. Esta mañana me desperté y supe que tenía que hacerlo. Y, como faltan varios días para el próximo evento, era un buen momento.

Kathleen asintió.

—Te traeré un poco de té con galletas. Vamos, te ayudaré a colocarte bien. —Tomó un cojín y me lo puso con mucho cuidado debajo del pie. Luego tomó las almohadas y con un gesto hizo que me inclinara hacia adelante para colocármelas a la espalda—. ¿Mejor así?

Yo me eché a reír y la miré. Era una mujer encantadora. Cualquier hombre con dos dedos de frente la convertiría en su esposa y no la mantendría escondida en casa mientras iba a los eventos públicos acompañado por una escort. La opinión que me había formado sobre Warren cayó en picada, pero no me habían contratado para dar mi opinión.

—No estoy enferma; solamente me hice un tatuaje. —Las dos nos echamos a reír, pero luego ella me cubrió las piernas con una mantita.

—Es verdad, pero te duele. Deja que te cuide un poco. Será agradable cuidar de una mujer para variar, en vez de cuidar de dos hombres protestones que piensan que saben cuidarse solos.

Me guiñó un ojo y me regaló esa sonrisa que estaba empezando a reconocer. Era su manera de comunicarse. Kathleen era una mujer amable, con mucho carácter que escondía bajo unos modales suaves. Me gustaba su manera de enfocar las cosas. Me parecía un modelo de elegancia. No me vendría nada mal aprender un par de cosas de ella.

Cuando volvió a la habitación, no lo hizo con las manos vacías. Llevaba un poco de todo: vino —en vez de té—, aperitivos, revistas y chocolates.

—¿Qué es todo esto? —pregunté sorprendida al ver todo lo que cargaba en la bandeja.

—Nunca tengo con quién pasar una noche de chicas, así que, si no te importa, podríamos pasar un rato juntas, conocernos mejor...

Sonreí y me desplacé sobre la cama, haciéndole sitio a mi lado.

—Qué demonios, claro que sí. Pásame un vaso de eso tan bueno que trajiste.

Los ojos de Kathleen se iluminaron como si fueran diamantes de diez quilates.

—Ni te imaginas lo bueno que es. Lo saqué de la bodega privada del señor Shipley.

Los ojos se me abrieron como platos.

—¿Estás segura de que podemos bebérnoslo? ¿No se enojará si descubre que le han volado un par de botellas?

Ella negó con la cabeza, convencida.

—Me acuesto con el jefe. Tengo mis métodos para ganármelo. Además, él siempre dice que puedo tomar lo que quiera. Y también sé que estas botellas llevan allí mucho tiempo sin que nadie les haga caso. A mí me encanta el zinfandel, pero a él no tanto.

—Bueno, bueno, si tú lo dices. La verdad es que siento curiosidad. ¿Cómo funciona eso? —Al ver que ella alzaba las cejas, especifiqué—: ¿Cómo es eso de cogerte a tu jefe? —Me eché a reír y Kathleen me imitó.

Sabía perfectamente lo que era acostarse con un hombre que te pagaba el sueldo, pero en mi caso yo no había estado más de un mes con ninguno de esos hombres. Ella, en cambio, llevaba décadas con el mismo.

Inspiró profundamente, se sentó a mi lado y se apoyó en los mullidos almohadones. Bebió un poco de vino y le dio unas vueltas al asunto.

—No es tan sórdido como parece. Warren y yo hace treinta años que somos amigos. Yo ya estaba enamorada de él cuando su esposa vivía. Y, cuando murió..., bueno, él me necesitaba. No fue hasta años más tarde que nuestra relación cambió y empezamos a amarnos a escondidas. Ahora duermo con él casi todas las noches.

Aunque, por lo que decía, parecía que tenían una relación consolidada, había algo que no me estaba contando.

—Y entonces, ¿por qué tengo la sensación de que las cosas no son como deberían ser?

Ella se encogió de hombros y suspiró.

—Supongo que me imaginé que, con el paso del tiempo, nuestra relación se haría pública, que dejaría de avergonzarse de lo nuestro. —Los ojos se le empañaron y sorbió con suavidad por la nariz.

Yo negué con la cabeza.

—No me dio la sensación de que se avergüence de lo suyo pero, después de haber ido a uno de esos eventos, entiendo que no quiera llevarte. La verdad es que desentonarías un montón —le dije examinando su atuendo.

Llevaba una blusa perfectamente planchada, un delantal con volantes y una falda recta muy favorecedora. En definitiva, estaba muy por encima de las jóvenes furcias que los colegas de Warren solían llevar colgando del brazo.

«Mujeres como yo», pensé, y sentí náuseas.

—Entiendo —fue cuanto dijo. En realidad, lo que quería era gritar e insultarme, pero no lo hizo porque era demasiado educada.

Le apoyé la mano en el antebrazo hasta que me miró a los ojos.

—No, no lo entiendes, pero te lo enseñaré. —Moviéndome como si se me hubieran metido hormigas por dentro de los pantalones, saqué el celular del bolsillo trasero y busqué la imagen que le había enviado a Ginelle durante el evento de la semana anterior—. Éstas son tus rivales.

Kathleen se quedó observando la foto durante un buen rato.

—Estas mujeres podrían ser sus hijas. —Se cubrió la boca con la mano—. Algunas de ellas podrían incluso ser sus nietas.

Yo asentí.

—Exacto. Por eso estoy aquí.

Ella me dirigió una mirada horrorizada.

—¡No, no! No es nada de lo que estás pensando. Sus motivos son bastante altruistas, francamente.

Ella puso los ojos en blanco y luego me dirigió una mirada que decía: «¿Te crees que soy idiota?».

—Bueno, bueno, sé que suena muy mal —traté de explicarle—, pero necesita tener su propia chica florero. —Me pasé las manos por el cuerpo, marcando mis curvas—. Es para que esos tipos piensen que Warren es uno de los suyos. Todo es por una buena causa. Tiene un proyecto: quiere llevar médicos y vacunas a países del Tercer Mundo. Y para eso necesita la colaboración de esos políticos ricachones.

Kathleen asintió y se acercó a mí.

—Es verdad. Ahora que lo dices, me ha mencionado alguna vez ese proyecto. Lleva años detrás de él. Francamente, pensaba que ya se había olvidado de todo eso. —Resopló molesta—. Lo está haciendo por ella, como homenaje. Otra vez. —Su tono de voz era bastante mordaz.

La miré entornando los ojos.

—No te entiendo. ¿A quién te refieres?

Kathleen reaccionó de una manera que nunca habría esperado en ella. Se llevó la copa de vino a los labios y se bebió su contenido de forma ruidosa hasta que no quedó ni una gota.

—A Ketty Shipley.

—¿Quién es Ketty Shipley? —le pregunté, completamente perdida.

—La difunta esposa de Warren.

—Ah, esa Ketty Shipley —repliqué, y me acabé la copa de vino—. Y ¿por qué te molesta tanto?

Ella se frotó las sienes y se quitó un pasador que llevaba oculto. Me quedé de piedra al ver que tenía una larga y espesa melena que le llegaba por debajo de los hombros formando unas atractivas ondas. Se acarició el cuero cabelludo con los dedos y sacudió la cabeza un par de veces antes de responder.

—No es que no me gustara. Durante un tiempo, fue mi mejor amiga. Lo que no me gusta es que Warren siga enamorado de ella veinticinco años después de su muerte. No puedes ganarte a un hombre si su corazón sigue perteneciendo a su esposa muerta.

Se le había encorvado la espalda, así que le pasé el brazo por los hombros y la atraje hacia mí.

—Mujer, no puede ser tan grave.

—¿Ah, no? —Kathleen me dirigió una mirada burlona—. Crees que soy una histérica exagerada, ¿verdad? —Se levantó de un brinco y salió de la habitación.

Yo me quedé sentada en la cama, sorprendida por su reacción. Pero ¿qué había dicho para molestarla tanto? Después, la gente mayor decía que los jóvenes estábamos locos. Pues no sabía quién estaba más loco, la verdad.

Pasaron los minutos y empecé a temerme que la había ofendido. Repetí mentalmente la conversación que habíamos tenido y, aunque había sido un poco incómoda, no me pareció haber dicho nada que justificara su salida precipitada del cuarto. Cuando estaba a punto de volver a repasar la conversación, la puerta se abrió de golpe y Kathleen entró con un carrito de comida; de esos que usan en los hoteles para el servicio de habitaciones.

—¿Qué es esto? —le pregunté, cada vez más confundida.

Ella acercó el carrito hasta mi lado de la cama y me invitó a levantarme.

—Está bien, vayamos a dar una vuelta —dijo dando unas palmaditas al carrito—. Quiero enseñarte algo para que veas que tengo razón.

—¿Acerca de qué? —le pregunté mientras ella me ayudaba a sentarme sobre el carro.

Kathleen lo empujó y salimos al pasillo.

—¡Acerca de que no ha superado la muerte de Ketty!

Yo hice una mueca y me sujeté con fuerza a los lados del carrito.

—Si te digo que te creo, ¿dejarás de asustarme con tus gritos y de arrastrarme por toda la casa subida en esta trampa mortal? Si se te va la mano, podría acabar cayéndome por alguna escalera.

Ella se detuvo y me dio unas palmaditas en la espalda para tranquilizarme.

—No te preocupes; tengo mucha práctica. Solía llevar así a Aaron por toda la casa. Le encantaba. No hay ningún peligro. Además, tenemos un seguro contra todo riesgo. Si te lesionas mientras estás trabajando para los Shipley, lo más probable es que tengas el resto de la vida resuelto.

Sus palabras no me hicieron sentir mejor.

—¡No, si estoy muerta!

—Tranquilízate, ya estamos llegando.

Kathleen se detuvo frente a una puerta doble al final de un pasillo muy largo y sacó un juego de llaves del bolsillo del delantal. Y, cuando digo un juego de llaves, quiero decir un aro lleno de tantas llaves que en su momento debió de alegrarle el mes al cerrajero. O el año entero.

Con un ágil movimiento de muñeca, abrió la cerradura y luego las dos puertas. Bajé del carrito apoyándome en el pie bueno y avancé de puntitas. La piel del pie tatuado aún me dolía, pero el vino me había ayudado.

Cuando llegué al centro de la habitación, me detuve y miré a mi alrededor. La estancia tenía unas dimensiones gigantescas. Parecía ocupar todo el extremo de esa ala de la mansión. Tendría unos seiscientos metros cuadrados. Dos de las paredes de la estancia estaban llenas de fotos, colgadas una al lado de la otra. En todas ellas se veía a la misma mujer morena de ojos azules. La mujer, que en las primeras imágenes parecía ser una adolescente, iba cambiando. En las últimas debía de tener unos treinta años. Me acerqué a una de las paredes y pasé el dedo por el marco de un par de fotos. La mujer se parecía muchísimo a Aaron. En algunas de las imágenes, la joven sostenía a Aaron en brazos; un Aaron pequeño, de tres o cuatro años.

Al volverme hacia otras partes de la estancia, vi un tocador. Sobre él había un peine, un cepillo, maquillaje y otros productos de belleza, como si estuvieran esperando a que su dueña se sentara a prepararse para salir de noche. Seguí avanzando y llegué a una gran vitrina que debía de medir unos dos metros de largo y sesenta centímetros de ancho. Dentro había una cantidad impresionante de aretes, collares, pulseras, anillos..., todos ellos muy lujosos, de los que sólo se encuentran en las joyerías más exclusivas. Calculando a ojo, supuse que cada pieza debía de costar decenas de miles de dólares, tal vez más.

Un poco más allá, encontré hileras e hileras de ropa femenina. A pesar de que esa ropa tenía muchos años, no había ni una mota de polvo en ella. Todo estaba impecable, listo para ser usado en cualquier momento.

En las paredes había estanterías con libros, objetos decorativos, fotos de Aaron... Era como si todos los objetos que habrían convertido esa casa en un hogar estuvieran concentrados en esa habitación.

—¿Qué es esto? —le pregunté a Kathleen con un hilo de voz. Se me había cerrado la garganta ante el espectáculo.

Ella se apoyó en el tocador y acarició el cepillo, que tenía el mango dorado.

—Exactamente lo que parece.

—¡Madre de Dios, pues lo que parece es un santuario dedicado a una muerta! —exclamé.

Kathleen asintió, haciendo una mueca.

—Exacto. Ketty Shipley sigue viviendo aquí, veinticinco años después de su muerte.