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—¡¿Se puede saber qué demonios están haciendo aquí?! —La voz airada del mismísimo Warren Shipley gruñó a mi espalda.

Me volví hacia él al mismo tiempo que Kathleen empezaba a excusarse.

—Lo siento, señor Shipley...

Yo la interrumpí levantando la mano. Me encogí de hombros y me dirigí cojeando hacia él.

—Perdona, Warren. Es que tenía curiosidad. Era la única puerta de toda la casa que estaba cerrada con llave. Ahora ya entiendo por qué. Kathleen me estaba diciendo que no debería entrar en un lugar tan privado. —Le dirigí una sonrisa arrepentida, miré a Kathleen y luego le di unos golpecitos en el pecho a Warren, como si lo que estaba viendo no fuera nada del otro mundo. Pero lo era. Era algo fuera de lo común—. Tu secreto está a salvo conmigo —añadí, y me dirigí hacia el pasillo—. Ay, me duele el pie. Me voy a retirar.

Al parecer, Warren se había recuperado ya del impacto de encontrarnos dentro del santuario dedicado a su difunta esposa, porque me detuvo tomándome del brazo.

—¿Qué te pasó?

—Nada. —Levanté el pie y se lo enseñé a la luz que llegaba del pasillo—. Me hice un tatuaje.

Aparentemente era muy fácil sorprender a ese hombre, que ahogó una exclamación y me tomó el pie para examinarlo. Estaba a punto de protestar porque me estaba cansando de aguantarme sobre una sola pierna cuando él me levantó en brazos y me dejó sobre el carrito.

—Qué casualidad que este carrito esté tan a mano cuando uno lo necesita, ¿eh? —comentó con ironía, frunciendo el ceño.

—Ah, sí. Iba a la cocina a prepararme algo, pero no podría haber vuelto con un plato en la mano y dando saltitos, así que, cuando me encontré el carro, vi el cielo abierto. —Golpeé la superficie metálica y ésta hizo un ruido que me recordó a un gong—. Es perfecto. Además de llevar los platos, me sirve de bastón —añadí dirigiéndole mi sonrisa más seductora.

—Ajá —murmuró él, nada convencido. Por su tono de voz, no se había tragado ni una de mis mentiras pero, al menos, no me había echado la bronca.

Kathleen no estaba cómoda con la situación. Se notaba que ella solía afrontar las cosas de otra manera.

—Lo siento, señor Shipley —repitió—. Llevaré a Mia a su cuarto para que descanse.

—Te espero en mi habitación para hablar de lo que ha pasado, gatita.

Cuando estuvimos a una distancia prudente, eché la cabeza hacia atrás y la miré del revés mientras ella empujaba el carro.

—¿«Gatita»?

Ella me dirigió su característica sonrisilla.

—No es de tu incumbencia. No paras de meterme en líos.

Eso me hizo reaccionar.

—¿Yo? ¡Encima! Has sido tú la que quería demostrarme que no ha superado la muerte de su esposa. Que nos haya atrapado con las manos en la masa es culpa tuya. Lo único que hice fue tratar de salvarte el trasero.

Kathleen se echó a reír con dulzura. Su risa era tan musical como unas campanillas.

—Cariño, si necesitara que me salvaras el trasero, no seguiría aquí después de treinta años, ¿no crees? Mi trasero está totalmente a salvo —afirmó, aunque su tono no era el de una persona satisfecha.

No me extrañaba. Lo que había visto en aquella especie de santuario demostraba que Warren no había superado la muerte de la madre de Aaron. Tal vez algunas personas quedaban colgadas para siempre del primer amor. Esperaba que no fuera mi caso. Mi primer amor había sido una mierda. De hecho, me había tirado de cabeza varias veces a la piscina de mierda que era mi vida amorosa. Esperaba que algún día Dios se apiadara de mí y me enviara a mi hombre ideal, el hombre que conseguiría que me olvidara de todo y haría que las cosas a su lado fueran... fáciles.

Mi celular empezó a vibrar en el bolsillo trasero del pantalón. La vibración se extendió por el carrito y nos asustó a las dos. Kathleen y yo pegamos un brinco y luego nos echamos a reír por lo tonto de la situación. Nos habían descubierto colándonos en una habitación secreta digna de un loco; me estaba transportando por una pretenciosa mansión en un carrito de comida porque acababa de hacerme un tatuaje que me acompañaría el resto de mi vida y, como cereza del pastel, nos asustábamos por aparatos que vibraban en la oscuridad. La escena era bastante cómica. Si escribiéramos un guion para Broadway, seguro que nos hacíamos ricos.

Cuando llegamos ante mi puerta, le di las gracias a Kathleen, entré en la habitación y me acosté en la cama, con el teléfono en la mano.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Anoche soñé contigo. Estábamos en mi piscina. El cielo estaba oscuro. No había luna; sólo la luz de las estrellas. Estabas acostada con las piernas abiertas y mi boca te hacía esas cosas que tanto te gustaban. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de lo fácilmente que lograba que te derritieras en mi boca? Cómo me gustaba hacer que te vinieras usando sólo la boca. Lo extraño tanto. Añoro tu sabor en mi lengua, como pura miel. Dime, ¿tú también piensas en mí?

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

Sí.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Demuéstramelo.

Madre del amor hermoso. Leí las palabras de Wes unas cinco veces, hasta que al final sentí que me estaba abrasando por dentro. Quería que se lo demostrara. Nunca había enviado fotos picantes por teléfono. ¿Cómo lo llamaban? ¿Sexting? En esos momentos no me pareció mala idea. Yo estaba muy cachonda y, al parecer, él también. ¿Qué daño podía hacer? Pero había una dichosa vocecita en mi cabeza que no paraba de repetirme que eso sólo complicaría más las cosas. Parecía un pájaro carpintero taladrándome el subconsciente como quien golpea el tronco de un árbol. «Tap-tap... tap-tap... tap-tap...»

Pero, idiota que es una, me imaginé que tomaba una escopeta de aire comprimido y le disparaba al pájaro, que caía al suelo. Luego me quité la ropa y me quedé en biquini y brasier. Era un conjunto rosa adornado con encaje. Se iba a poner como una moto. Sosteniendo el teléfono a la altura de la barbilla, me crucé de piernas adoptando una pose que pareciera casual pero sexi al mismo tiempo y disparé.

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

¿Qué te parece?

Envié el mensaje con foto y me empecé a acariciar las piernas con las puntas de los dedos, llegando hasta los muslos y más allá. En cuanto llegué a los pechos, me los sujeté y los apreté con más fuerza de lo habitual, porque me estaba imaginando que era Wes quien lo hacía. Él siempre se volvía loco con mi cuerpo y, con frecuencia, cuando la lujuria le nublaba la razón, me sujetaba como si fuera la última mujer viva que quedara en el planeta, de un modo brusco y muy masculino. Me encantaba. Me hacía sentir muy deseada, como si no hubiera nada que pudiera interponerse entre nosotros.

El teléfono sonó y me apresuré a contestar. ¡Oh, Dios mío de mi vida y de mi corazón!

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Mira cómo me has puesto.

La foto que adjuntaba era muy parecida a la que le había enviado yo, aunque él llevaba puesto un traje de baño que estaba deliciosamente levantado formando una tienda de campaña. Sus abdominales quedaban en primer plano. En esos momentos habría pagado cualquier cosa para poder lamer esos montículos de músculos y, sobre todo, para poder llevarme a la boca ese apetitoso apéndice que estaba levantando el traje de baño.

Me humedecí entre las piernas y sentí que el deseo me recorría los miembros, haciéndome aumentar la temperatura. Me froté los muslos uno contra el otro tratando de aliviar la tensión, pero fue peor el remedio que la enfermedad.

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

Ojalá estuvieras aquí. Me ocuparía de resolver ese enorme problema que tienes entre manos.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Harías eso por mí? Me temo que, de momento, vamos a tener que usar la imaginación. Empecemos con tus manos. Bájate las copas del brasier y tócate los pechos. Carajo, son sexis y suaves. Recuerda lo que sentías cuando era yo quien retiraba la tela y me los llevaba a la boca. Recuerda cómo te mordía lo suficiente como para que te retorcieras. Pellízcate esas puntas rosadas de mi parte. Humedécete los dedos. Empieza con suavidad y sigue con fuerza, igual que lo haría yo.

¡Madre mía! Ese hombre estaba a casi cinco mil kilómetros de distancia y podría hacer que me viniera con un simple mensaje de texto. Aturdida por la lujuria que sólo Wes era capaz de despertar en mí a esa distancia, me bajé la tela del brasier. Tenía los pechos hinchados, pesados, listos para ser adorados. Me lamí los dedos, cerré los ojos e hice rodar entre ellos mis pezones erectos. Luego, siguiendo sus instrucciones, me los sujeté entre el índice y el pulgar y los jalé, alargándolos antes de apretarlos con fuerza. Solté una exclamación al notar la intensa sensación que me nació en los pechos y se desplazó rápidamente hasta asentarse entre mis piernas. Tenía el biquini empapado, y las paredes de mi vagina se contraían alrededor del vacío, extrañando algo que las llenara.

Me entró un nuevo mensaje.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Estás húmeda, nena? ¿Te duele? ¿Estás lista para que te coja duro?

Jadeando, le respondí con dedos temblorosos.

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

Esto es una tortura

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Lo sé, nena, pero aguanta. Quédate conmigo. Pásate las manos por la diminuta cintura. Rodéate el ombligo con un dedo y hazte cosquillas como si fuera yo quien te las hiciera. ¿Te acuerdas? Claro que te acuerdas. Desliza la mano hacia abajo, hacia la parte de ti que más me extraña, pero no entres en ese trozo de cielo todavía. Juega con tu clítoris, tan pequeño pero tan ardiente. Estoy seguro de que ya se ha puesto duro como una roca por mí. Carne redonda, dura. Si estuviera allí, la lamería hasta que te vinieras. Te rodearía con la lengua ese pequeño nudo de nervios y te lo succionaría con tanta fuerza que me sujetarías la cabeza entre las piernas, atrapándome, manteniéndome prisionero. Tócate ahora.

Del todo metida en la fantasía, hice exactamente lo que Wes me había indicado. Me hice cosquillas en el vientre, deslizándome un dedo húmedo en el ombligo, del mismo modo en que él lo haría si estuviera trazando un sendero de besos entre mis pechos y lo que él llamaba mi cielo. Respiraba de forma entrecortada, jadeando con suavidad. Algunos mechones de pelo me hacían cosquillas en los pechos, que se habían contraído aún más, ansiosos por ser tocados, succionados, mordidos. Poco a poco, hice descender la mano bajo la tela de encaje que me cubría el sexo. Estaba mojada; tanto, que casi estaba chorreando. Sólo Wes tenía ese efecto en mí. Únicamente leyendo unas palabras que él había escrito en un mensaje me convertía en un pozo de pura necesidad. Necesitaba que me tocara, que me probara, que me hiciera el amor.

Seguí sus instrucciones y jugué con mi cuerpo, tocándome el clítoris con golpecitos rápidos y ligeros, como los que usaba él para excitarme antes de meterse de lleno.

Otro mensaje hizo su aparición.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Me estoy imaginando tu sabor mientras me toco pensando en ti, en tu vagina, que estará cálida, dulce y jugosa como un durazno recién caído del árbol. ¿Te acuerdas de cómo te cubría toda la superficie posible con la boca y luego succionaba?

Carajo. Sus palabras me estaban haciendo arder a casi cinco mil kilómetros de distancia. Seguí leyendo mientras me pellizcaba el clítoris y lo jalaba, sin dejar de mover las caderas en ningún momento.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Te succionaría con tanta fuerza que te haría gritar. Y, en cuanto te vinieras, volvería a empezar. Cuando acabara contigo, tu vagina estaría pidiéndome a gritos que la llenara. ¿Estás así ahora? ¿Estás lista para mi verga? Apuesto a que sí. Conozco esa vaginilla ansiosa. Quiere que la llene hasta el fondo con mi verga dura. No seas tímida. Métete dos dedos dentro, nena. Imagínate que soy yo clavándome en ti por primera vez.

No podía parar. Era como si fuera un títere, y él, el titiritero. Me metí dos dedos con brusquedad, tal como él me había indicado, y solté un grito al notar una ligera punzada. Pero el dolor sólo duró un segundo. Lo justo para engañarme pensando que había sido él quien me había penetrado, aunque dos dedos eran muy poca cosa comparado con el paquete de Wes. Sin embargo, de momento, iba a tener que conformarme con eso.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Te gusta sentir tus dedos, nena? No es lo mismo que sentirme a mí, lo sé. Ahora mete y saca los dedos; así, dentro y fuera. Sin parar. Y, con la otra mano, pellízcate ese clítoris que tanto me gusta mordisquear. Cógete hasta que te vengas. Así, vente para mí, nena.

No pude resistirme. Mis dedos parecían moverse como si los dirigiera un piloto automático, Mi mente utilizaba las imágenes que él conjuraba con sus palabras. Empecé a sudar un poco y a notar un cosquilleo por todo el cuerpo. Los poros se me habían abierto por la intensidad del pla­cer que me recorría. Noté un calor cada vez más fuerte, hasta que el goce se asentó en la parte baja de mi cuerpo. Y, desde el vientre, volvió a estallar en un orgasmo de luces multicolores que vi brillar en mi mente a pesar de tener los ojos cerrados. El clímax fue ganando terreno y apoderándose de mis terminaciones nerviosas hasta tenerme totalmente a su merced.

Tras unas cuantas sacudidas más, levanté las caderas de la cama apoyándome en los pies. La piel que acababa de castigar con el tatuaje protestó adolorida, mientras los últimos bandazos del orgasmo me recorrían los miembros. Por último, me relajé sobre la cama, por completo desmadejada.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Estás dormida?

Me eché a reír al leer el último mensaje de Wes.

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

Perdona. Vaya viajecito que acabo de darme yo sola.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

No estabas sola. Yo estuve contigo todo el tiempo, nena. Tuve el orgasmo más intenso desde Chicago, sólo de imaginar que tú te estabas tocando pensando en mí.

Y, con esas últimas palabras, estalló la pequeña burbuja de felicidad que él había construido para mí.

Chicago.

Ésa había sido la última vez que habíamos estado juntos físicamente. Habían transcurrido tres largos meses. Desde entonces, había pasado una noche de pasión con Alec y un mes con Tai. Y, mientras tanto, él había estado con la voluptuosa actriz, ésa a la que todas las revistas se referían como la mujer más bella del año. Y mi Wes se la estaba cogiendo. Una y otra vez. Era cuestión de tiempo que me dejara del todo. Tal vez debería ponerle las cosas fáciles y dejarlo yo.

Si hubiera sido sincera conmigo misma, habría admitido que no sabía si iba a ser capaz de renunciar a Wes para siempre. Entre nosotros quedaban muchas cosas pendientes. Habíamos dejado muchas cosas sin decir y sin hacer, y ambos cargábamos con el lastre de la promesa de un futuro en común. Una promesa que no estaba segura de que ninguno de los dos fuera a ser capaz de cumplir. Aún faltaban seis meses. Y, aunque no hacía tanto tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, me parecía que habían pasado años.

No podía hacer eso mediante mensajes de texto. Respiré profundamente, suspiré y apreté el botón de llamada.

Wes respondió con voz soñolienta.

—Hola, preciosa. Pensaba que ibas a fingir que esto no había ocurrido durante al menos un par de semanas. —Se echó a reír, y el tono tan sexi de su risa llegó directo al centro de mi libido. Madre mía, ese hombre me ponía como una moto sólo con respirar.

—Wes, tendríamos que hablar sobre esto; sobre lo que nos estamos haciendo el uno al otro... —Dejé mis palabras colgando entre ambos.

Él suspiró con fuerza, y el sonido resonó en el teléfono. Me recordó a las veces que había apoyado la cabeza en su pecho desnudo y había escuchado el latido de su corazón y el aire que entraba y salía de sus pulmones. Uno de los lugares más relajantes de todo el mundo era ése: entre los brazos de Wes. Ojalá el resto del mundo fuera más parecido a ese lugar.

—No le demos a esto más importancia de la que tiene. Somos dos adultos que se aprecian mutuamente y nos hemos desahogado. Sin más.

Resoplé.

—¿Ah, sí? ¿Conque ése es tu juego?

—No estoy jugando a nada —protestó Wes—. Nada ha cambiado. Tú sabes lo que opino y yo sé lo que opinas tú. Pero eso no significa que no podamos encontrarnos en un punto medio de vez en cuando, por los viejos tiempos.

No le faltaba razón.

—Estoy tan cansada.

—¿Qué te pasa, nena?

Wes siempre lograba acunarme con sus dulces palabras. Siempre conseguía convencerme de que lo nuestro era posible. De momento, tendría que confiar en él.

—Washington está lleno de pirujas cazafortunas y de viejos aburridos con demasiado dinero y demasiado poder.

Él se echó a reír a carcajadas.

—Gran verdad. Y ¿cuál es el problema? ¿El tipo que te ha contratado quiere que seas algo más que su acompañante?

Yo negué con la cabeza e hice ruido como si tuviera ganas de vomitar. Él volvió a reír. Cómo me gustaba ese sonido. Era como si el aire se volviera más ligero gracias a su risa.

—Warren es un buen tipo. Y no está interesado en mi cuerpo.

Él protestó con sarcasmo.

—Lo dudo mucho.

—No soy su tipo.

—Mia, nena, eres el tipo de cualquier hombre.

Puse los ojos en blanco y me enrosqué un mechón de pelo alrededor de un dedo. Mientras pensaba en cómo replicar, me examiné el tatuaje.

—Lo que tú digas. Lo que pasa es que estar aquí es... raro. No acabo de entender cuál es mi papel.

—¿Y eso?

—Bueno, Warren me contrató para llevarme colgada del brazo a las reuniones y las fiestas, para sentirse uno más entre los vejestorios millonarios. Todos llevan chicas florero colgando del brazo. Pero es que Warren tiene novia. Llevan muchos años de relación, pero la tiene en casa, escondida.

—Vaya, pues sí que es raro. ¿Por qué crees que lo hace?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. —La imagen de la habitación santuario me vino a la mente—. No estoy segura de que haya superado la muerte de su esposa. Pero murió hace veinticinco años. Es todo muy extraño. Lleva años metido en una relación con su ama de llaves, pero la llevan en secreto. No quieren que se entere nadie. Y, la verdad, que tenga a una mujer escondida en su casa no me hace ninguna gracia.

—Lo entiendo. ¿Crees que podrás convencerlo de que no está actuando bien? Se te dan bastante bien esas cosas.

—Bueno, al menos será más divertido que estar aquí sentada sin hacer nada. Tan aburrida estaba que fui a hacerme un tatuaje.

Wes guardó silencio durante tanto rato que miré el teléfono para asegurarme de que no se había cortado la llamada o me había quedado sin batería de repente.

—¿Wes?

—Lo siento, cariño. Es que ahora te estaba imaginando con un tatuaje y, carajo, me puse como una piedra otra vez.

Sonreí.

—Tal vez pueda hacer algo al respecto.

—¿Ah, sí?

—Sí. Cierra los ojos. Imagínate que te beso en el pecho y que voy bajando desde allí...