—Cariño, quédate aquí un segundito con las otras damas mientras los hombres y yo hablamos de negocios, ¿de acuerdo? —me dijo Warren, dejándome con otras siete mujeres.
Todas iban vestidas de manera similar: con vestidos ajustados, el pelo largo y sedoso y mucho brillo en las orejas, los cuellos, las muñecas y los dedos. Todas eran unas mantenidas y no parecían tener ningún problema en ir pregonándolo.
Yo las saludé con la mano, algo cohibida.
—Hola, soy Mia.
Todas menos una me fulminaron con la mirada.
—Hola, Mia, soy Christine Benoit, la única de todas nosotras que está casada con su pareja. Por eso las otras están de uñas. No les gusta compartir protagonismo, ¿me equivoco? —Hizo una mueca y a continuación les dirigió una sonrisilla irónica antes de ofrecerme la mano. Cuando se la estreché, casi me quedé ciega por el brillo del diamante de su anillo de bodas.
—¡Vaya piedra! —exclamé tomándole la mano sin ninguna elegancia ni tacto, pero es que nunca había visto algo tan enorme.
Su cara se iluminó y levantó la mano un poco más para que nadie se perdiera detalle.
—Lo sé. Mi papito me cuida mucho. Cinco quilates por aquí y cinco por allí, con la princesa en el centro —me explicó señalando el diamante cuadrado central que me estaba dejando ciega. Si seguía mirándolo, iba a tener que ponerme lentes de sol. Los rayos de luz parecían cobrar vida propia al reflejarse en esa enorme superficie.
—Oh, cállate, Christine. Sólo porque el viejo Benoit te pusiera un anillo al final no tienes por qué ir restregándonoslo todo el tiempo por la cara.
Me volví hacia la morena de ceño fruncido que había hablado. Me fijé en que llevaba el dedo anular desnudo, aunque seguro que su actitud no tenía nada que ver con ello. Puse los ojos en blanco mentalmente y volví a cantar las alabanzas del anillo.
—Es precioso, Christine. ¿Dijiste que estás casada con el señor Benoit? Han venido de Canadá, ¿no?
Una alarma se disparó en mi mente.
Ding. Ding. Ding.
Benoit era uno de los hombres con los que Warren quería hablar. Al parecer, tenía embarcaciones amarradas a lo largo de la costa Este de Canadá. Entre otros lugares, en el puerto de Yarmouth, situado en el golfo de Maine, en Nueva Escocia. Era una localización perfecta para transportar suministros de Canadá al Reino Unido, desde donde se podían trasladar en camión hasta Mali, uno de los países más pobres de África. Tuve muy claro que no me había encontrado con Christine por casualidad. Aquello era obra del destino. Era mi oportunidad de ayudar. Lo vi tan claro como si el diamante de diez quilates fuera un cartel luminoso.
Christine me sonrió con esos labios que, obviamente, habían pasado por el quirófano.
—Sí, somos de Canadá. Mi Francis ha venido por negocios. Estás con el señor Shipley, ¿verdad? —Me empujó con el hombro—. Probablemente es el más guapo de todos, excepto mi marido, por supuesto —añadió señalando con la cabeza a un hombre que no debía de llegar al metro setenta y cinco.
Por suerte, Christine era diminuta, pero a mi lado, con tacones, él habría parecido un enano. Tenía un bigote gris y el pelo, muy fuerte, también gris. Por lo menos tenía pelo. El porcentaje de calvos de la sala era del cincuenta por ciento. Me volví hacia el señor Benoit y luego hacia su mujer y calculé que debían de llevarse unos treinta y cinco años.
—¿Te importa si te pregunto qué edad tiene tu marido?
Sus ojos brillaron igual que los diamantes. Al parecer, mi pregunta no la había incomodado en absoluto.
—Cumplirá los sesenta y seis este año.
—¿Y tú tienes...?
—Veinticinco.
Me quedé reflexionando sobre esa información mientras bebía de la copa de champán que me había agenciado antes de que Warren me soltara a los perros.
—¿No te preocupa esa diferencia de edad?
Ella sacudió la mano.
—No, claro que no. Es tan bueno conmigo. Me sacó de la calle, me dio un lugar donde vivir, me ayudó a que acabara la secundaria y me pagó la colegiatura en la universidad. Ahora tengo un título y trabajo en las empresas navieras Benoit. En la oficina central. —Yo asentí, francamente impresionada—. Me ocupo de las nuevas campañas de marketing. Compartimos despacho, jugamos a esconder el pepinillo cuando estamos demasiado estresados, y luego volvemos a trabajar.
«¿Esconder el pepinillo?»
—¿Acabas de decir esconder el pepinillo?
Ella asintió, totalmente ajena a quien pudiera estar escuchando la conversación. Christine parecía ser de esas personas que no tienen secretos.
—Sí, cuando estamos cansados, aburridos o, bueno..., cuando se nos antoja coger, me acuesta sobre su mesa, o sobre la mía, y me coge hasta que me olvido de todo. Es un dios del sexo; los orgasmos que me da son mucho mejores que los que tenía con mis anteriores amantes. Creo que es por las pastillitas azules que toma. Está todo el día como una piedra. Y yo estoy encantada. ¿Quieres saber un secreto? —me preguntó la deliciosa criatura, feliz.
¿Un secreto? ¿Quería conocer el secreto de una mujer que se cogía a un hombre que casi podría ser su abuelo, que usaba la frase esconder el pepinillo y que tenía una vida sexual ridículamente activa con un anciano? Pues sí, la verdad era que sí sentía curiosidad. Estaba segura de que no me iba a defraudar.
Christine se inclinó hacia mí y me habló al oído.
—Estamos esperando nuestro primer hijo.
¿Recuerdas ese momento en los dibujos animados cuando a Sam Bigotes le salta el sombrero de la cabeza y le sale humo de las orejas? Así me sentí al oír que esa chica estaba embarazada de un hombre que podría ser su abuelo. Noté un zumbido en la cabeza y la necesidad de sentarme. Ella me ayudó y me tocó la frente.
—Estás un poco caliente, Mia —comentó. Parecía sinceramente preocupada por mí.
—¿Me acompañas al baño? Podemos seguir platicando allí.
Necesitaba quedarme con esa pajarita a solas. Su marido era el dueño de la compañía naviera con la que Warren quería transportar las medicinas al Reino Unido. Tenía que ayudarlo a conseguirlo; me lo tomé como algo personal. Si hacerme amiga de la esposa embarazada de Benoit ayudaba a la causa, eso era justo lo que iba a hacer. Además, la chica era muy agradable, aunque no compartía sus gustos en materia de hombres.
—Así que, como comprenderás, hacer llegar esas vacunas salvará muchísimas vidas.
Christine ahogó una exclamación y se llevó la mano al vientre, donde aún no se notaba el embarazo.
—Dios mío. Tenemos que ayudar —replicó convencida.
Yo asentí.
—¿Podrías hablarlo con Francis para convencerlo de que es una buena idea?
Ella negó con la cabeza.
—Oh, no. Voy a hacer algo mucho mejor que eso. —Sacó el celular de la bolsa, apretó unas teclas y se lo llevó al oído—. ¿Franny? —Se echó a reír—. Ya lo sabes. Siempre estoy lista para tu vergota, cariño. —Pensar en esa chica cogiendo con el viejo me provocó acidez de estómago; una sensación parecida a la que tienes antes de vomitar—. Sí, Franny, ya lo sé. Yo también quiero que me cojas duro. Muy duro. Tan duro que me tiemblen los dientes..., pero antes quiero hablar contigo de una cosa.
Esperé mientras le contaba lo que yo acababa de explicarle sobre el proyecto de Warren.
—Sí, Franny. Será nuestra contribución benéfica de este año. Prepararé una campaña sobre nuestra colaboración humanitaria con las empresas Shipley. —Dijo unos cuantos «ajás» y unos cuantos «mmm» más y se volvió de lado, mirando hacia el espejo. Hizo descender la mano desde el cuello hasta uno de sus pechos y se lo apretó con fuerza—. Sí, necesitan que alguien los apriete. Pensar en que vengas a cogerme aquí y ahora me está poniendo supercachonda. ¿Puedes venir a hacerme un trabajito con la lengua? Estoy muy caliente, por el bebé... Sí, ya sé que me has cogido dos veces hoy —suspiró y luego lloriqueó—, pero ahora necesito tu boca. —Christine empezó a dar saltitos y aplaudió—. Está bien, Franny. Estoy en el baño de mujeres, húmeda y lista para ti. No me hagas esperar o empezaré a jugar sin ti.
Luego colgó el teléfono. Estaba tan excitada que el pecho le subía y le bajaba rápidamente.
—Shipley puede contar con nuestros barcos —afirmó.
Yo estuve a punto de ponerme a dar saltitos también, pero en ese momento ella empezó a acariciarse los pechos de un modo muy descarado.
—¿Te gustan los tríos? —me preguntó como quien no quiere la cosa—. A Franny le encanta que invite a alguna amiga. Nos coge a las dos sin problemas. A mí no me importa compartir, siempre que no sea en nuestra cama matrimonial. Ésa es sólo para nosotros.
Yo abrí y cerré la boca como si me costara respirar. Y es que me estaba costando respirar por culpa de las imágenes que se estaban formando en mi cabeza. Christine acababa de proponerme hacer un trío con su esposo —un hombre que casi podría ser nuestro abuelo— en el baño de mujeres. Negué con la cabeza.
—Eh..., no, gracias, pero me muero de ganas de contárselo a mi..., eh..., papito. Ya verás qué contento se va a poner.
—Bueno. —Sin más preámbulos, Christine se deslizó un dedo bajo los tirantes del vestido y lo dejó caer al suelo, quedándose sólo con una diminuta tanga roja. Pero ¿qué demonios? Me di la vuelta para darle intimidad justo cuando Francis Benoit entraba.
—¿Empezaste sin mí, gatita? —preguntó él al ver a su esposa casi desnuda tan cerca de mí.
—No me hagas esperar más. Dame tu verga, papito. Quiero chuparla mientras tú me chupas a mí.
—Pequeña, ¿qué te he dicho sobre desnudarte en lugares públicos? —la reprendió, aunque no parecía enojado en absoluto—. Voy a reducirte la paga si te portas mal.
Ella gimió.
—Es que no puedo evitarlo. Te necesito.
Había llegado el momento de desaparecer de allí.
—Yo iré a buscar a mi... Warren —me excusé, incapaz de volver a llamarlo papito. Me parecía repugnante.
Desde el umbral de la puerta oí gemir de nuevo a Christine, que decía:
—Voy a cogerte muy duro. Te quiero, Franny. Te quiero. Y adoro cogerte.
—Dale duro, gatita. Así, cógeme hasta que te vengas. Tiene que durarte hasta la noche. Dios, este embarazo va a acabar conmigo —replicó su marido con su cerrado acento canadiense.
Si fuera mi marido, estaría preocupada por su salud. Tenía una edad en la que los ataques al corazón eran una amenaza real. Y si encima se pasaba el día tomándose pastillitas azules, bebiendo alcohol y cogiendo como un loco con una mujer de veinticinco años, era para inquietarse.
Al salir del baño, me encontré a Warren, que me estaba esperando. Me pareció que estaba algo preocupado.
—Vámonos de aquí —le pedí sujetándolo de la muñeca.
—¿Por qué? Francis me dijo que quería hablar conmigo sobre sus barcos. Dijo que me iba a dejar usarlos para llevar suministros a Mali.
—Lo sé; he sido yo la que ha convencido a su esposa. Pero ahora están... ocupados. Si entras ahí, te van a invitar a coger con ellos en público —le advertí.
Él hizo una mueca de disgusto.
—Ya veo. Será mejor que los esperemos en el bar, pues. Cuéntamelo todo. ¿Vamos? —Me ofreció su brazo como un auténtico caballero. O como un abuelo le ofrecería el brazo a su nieta, no a su ligue.
Warren era un tipo elegante. Al menos, me había tocado el bueno. Aunque Francis tampoco parecía mal tipo si uno pasaba por alto que se había casado y había dejado embarazada a una mujer que casi podría ser su nieta. Me estremecí y, al darse cuenta, Warren se detuvo, se quitó el saco y me la puso sobre los hombros.
—Gracias.
—De nada. Y, ahora, cuéntame de qué hablaron.
Al parecer, conseguir el acceso a los barcos canadienses era algo muy importante para poner en marcha el plan de Warren. Nos sentamos en el bar del lujoso local y nos bebimos unas cuantas copas de whisky del bueno para celebrarlo. Hasta Christine se sentó con nosotros y se tomó unas copas, aunque sin alcohol. Ahora que se había calmado un poco, era una chica muy divertida.
A las dos de la mañana, James tuvo que ayudarnos a Warren y a mí a subir los escalones de la entrada mientras cantábamos una ridícula versión de una canción dedicada a Enrique VIII. Los dos nos sobresaltamos cuando las luces del vestíbulo se encendieron de golpe y nos encontramos a Kathleen apoyada en el barandal de la escalera, mirándonos con los labios fruncidos.
—¿Ha ido bien la noche? —nos preguntó en un tono de voz tan contenido que no dejaba adivinar su humor.
Warren se abalanzó sobre ella con una agilidad más propia de un hombre con la mitad de sus años. La estrechó y luego abrió los brazos y empezó a bailar con ella. La movió de un lado a otro y la inclinó hacia atrás. Yo aplaudí y me volví hacia James, que se apiadó de mí y comenzó a bailar conmigo en el vestíbulo junto a Warren y Kathleen, hasta que nuestras respectivas parejas nos llevaron hacia la escalera.
—Oh, espera. Warren, colega..., ¡no te olvides de contarle a Kathleen lo del gol que hemos metido!
Él se echó a reír y yo me caí sobre James, que, sin decir nada, me levantó en brazos como si fuera un bombero, aunque mi cuerpo era un peso muerto. Aproveché para darle una nalgada.
—¡Buen trasero! —exclamé. Entonces recordé que aún quería decir algo más—. Un momento —volví a darle una nalgada y él se echó a reír y trató de tomarme la mano—, no te olvides de contarle lo del sexo en el baño. ¡Asqueroso!
Warren se echó a reír con tantas ganas que tuvo que sentarse en el suelo. Yo quería ayudarlo, pero estaba boca abajo y no podía.
—¡Kathy, cariño, nunca adivinarías lo que han hecho el viejo Benoit y la pícara de su mujercita!
Ella le dio unas palmaditas en el hombro.
—Ahora me lo cuentas todo, pero antes hemos de llevarte a la cama.
—Sabes que nunca te compartiría con nadie, ¿verdad? —le preguntó él muy serio.
James volvió a ponerse en camino y yo lo animé con una nueva nalgada. Esta vez, él reaccionó haciendo lo mismo.
—¿Quieres quedarte quietecita? Ya pesas bastante sin moverte.
Yo me revolví, tratando de verle la cara.
—¿Me estás llamando gorda, James?
—En absoluto, pero el alcohol no ayuda a que te muevas ligera como una pluma.
Solté un ruidito de protesta, una mezcla de gruñido y de gemido, como si fuera una niña pequeña.
—No quiero irme. Ahora llegaba la mejor parte. Estaba a punto de confesarle que la quiere.
James sacudió la cabeza, me sujetó con más fuerza y recorrió la distancia que faltaba hasta mi habitación a toda velocidad. O eso me pareció a mí, aunque, en mi estado de embriaguez, no se me daba muy bien calcular.
—Todo el mundo sabe que está enamorado de la señora Kathleen. Hace años que lo está.
—Y entonces, ¿el santuario? —repliqué yo, sin filtro por culpa del exceso de alcohol.
—No sabía qué hacer con las cosas de su mujer. Pensó que, tal vez si Aaron se casaba y tenía hijos, le haría ilusión quedarse con sus cosas. Además, no le gustaría herir los sentimientos de su hijo. Es más sensible de lo que aparenta —añadió James, que parecía algo molesto.
La información que acababa de recibir cambiaba las cosas.
James me lanzó sobre la cama. Fue al clóset y volvió con una piyama de verano, que dejó a mi lado.
—Toma esto. Espero que no necesites ayuda para cambiarte.
Yo le dirigí una sonrisa sexi.
—¿Es una proposición? —le pregunté haciendo una mueca. El alcohol siempre me hacía decir tonterías.
—¡Pues va a ser que no! Mi mujer me arrancaría el trasero a tiras y se las daría de comer a los perros. Y eso sería después de que sus hermanos me rompieran todos los huesos, uno a uno. —Se echó a reír.
—Oooh, ¿estás casado? —pregunté abrazándome a la almohada.
—Sí, estoy casado, y mi mujercita tiene muy mal carácter. Estoy loco por ella y nunca le sería infiel. —James me quitó los zapatos de tacón—. Bonito tatuaje, por cierto. Menos mal que el zapato no lo rozaba. Ya está casi curado.
—Me alegro —repliqué, refiriéndome a su esposa, no al tatuaje. Y, como haría cualquier chica borracha en mi situación, le proporcioné información personal que no habría proporcionado en otras circunstancias—. ¿Sabes qué? Yo tengo un Wes.
Entonces, al acordarme de la sesión de sexo telefónico que habíamos compartido esa misma semana, me excité una vez más.
—Tienes un Wes —repitió él, tratando de disimular la risa—. Supongo que te refieres a un hombre —añadió dándome la piyama que había dejado sobre la cama. Bueno, más que dármelo, me golpeó en la cara con él.
—En realidad, no es que sea exactamente mío, pero es más mío que de nadie más.
—Ya veo. Parece complicado.
Pues sí. Y eso que no sabía de la misa la mitad.
James me ofreció la mano para ayudarme a levantarme.
—Creo que voy a vomitar.
Él gruñó y me acompañó al baño, donde pasé el resto de la noche vomitando sin parar. En algún momento, Kathleen sustituyó a James. Me puso un paño húmedo en la nuca, tan refrescante como aplicar aloe vera sobre una quemadura, y me tranquilizó hablándome en voz baja y acariciándome el pelo y la espalda. Me dolían las rodillas de estar tanto tiempo en el suelo. Había perdido la noción del tiempo y del espacio. Sólo sabía que me sentía morir.
Cuando al fin llegó la mañana, tenía una cruda del tamaño de Texas. Llevaba la bata medio torcida, que me dejaba un hombro al aire, pero me daba todo igual. Era como si tuviera un martillo hidráulico taladrándome el cerebro cada vez que hacía un movimiento. Llegué a la mesa del comedor y vi que Warren se me había adelantado. No parecía estar en mejor estado que yo. Era la primera vez que lo veía en piyama y no con traje. La piyama era muy lujosa, parecía de satén. Si hubiera estado de humor, le habría tomado el pelo por su aspecto, pero las arcadas se habían llevado hasta el último rastro de humor y de ingenio.
—Estás hecho una mierda —dije mirándolo con un solo ojo, muy entornado. El otro no podía abrirlo porque cada vez que la luz lo alcanzaba era como si un clavo me atravesara la córnea. Era mucho más seguro dejarlo cerrado.
Él me examinó con los ojos inyectados en sangre. Lo que vio fue una piyama arrugada, una bata torcida y un nido de ratas que en otro tiempo fue una melena cuidada. Me veía incapaz de pasarme ni un peine por ese montón de enredos. Lo había intentado, pero sentí como si un ejército de gnomos jalara de cada pelo individualmente, tratando de arrancármelos de raíz. Hasta que me lo lavara y me echara un buen chorro de acondicionador, no pensaba volver a probarlo.
—Mira quién habla —replicó él con los dientes apretados, llevándose las manos a las sienes—. Dios, pero ¿cuánto bebimos?
—Pues no lo sé pero, evidentemente, más de la cuenta.
Kathleen entró cargada con tocino, salchichas, pan tostado y salsa, la comida de los campeones de las crudas. Sentí ganas de hincarme de rodillas y besarle los pies.
—Te quiero tanto, Kathleen —le dije mirándola como si fuera la segunda venida de Cristo.
Ella me dio unas palmaditas en la cabeza como haría con una mascota.
—Lo sé, querida. Me lo dijiste varias veces anoche, además de prometerme que no habías hecho un trío con Warren, el canadiense y..., ¿cuál era la otra persona? Ah, sí, la preñada cachonda.
Warren se atragantó con el café.
Yo gruñí.
—Lo siento. Me extralimité. Me bebí por lo menos cinco caballitos de más.
—También me hablaste de James.
—¿El chofer? —preguntó Warren.
—Sí, querido. —Kathleen se volvió hacia mí—: Dijiste que estaba muy bueno y que era muy agradable, pero que tenía una esposa con muy mal carácter y que él estaba loco por ella —añadió con esa sonrisita suya que tanto me gustaba.
Me metí un trozo de pan tostado con salsa en la boca y luego la señalé con el tenedor.
—Eso es verdad. Me lo dijo él mismo.
Ambos se echaron a reír y después dejamos de hablar para dedicarnos a la comida. Warren y yo engullimos el desayuno como lo que éramos: un par de borrachines. Fue uno de los desayunos más raros de los últimos tiempos. Después me metí en la regadera y me volví a la cama para acabar de bajarme la borrachera.