7

Sentí un cosquilleo en la pierna que nacía en el tobillo y subía por la pantorrilla, como si me estuvieran recorriendo la piel con la punta de los dedos. Al darme la vuelta, allí estaba, en toda su gloria. Tenía la piel bronceada y el pelo rubio y despeinado. Y sus ojos... Oh, Dios mío, brillaban como estanques de agua cristalina. Todo lo que no me decía con palabras me lo decía con esos ojos que parecían pozos insondables. Quería perderme en ellos toda la eternidad.

—Estás aquí —susurré.

—Siempre estoy aquí.

Me pasó un dedo calloso sobre el pecho, donde mi corazón latía por y para él. Su contacto era como un cerillo, que provocaba primero una explosión y luego una hoguera imposible de controlar.

Nuestros miembros se entrelazaron y acabé montada sobre su estrecha cintura. Nuestras bocas se encontraron. La suya sabía a tierra, a mar, a todas las cosas hermosas del mundo. Se la mordí, le succioné los labios, le lamí la piel como si no fuera a poder hacerlo nunca más.

—Wes —susurré, vacilando, contra sus labios.

—Mia —replicó él, moviendo ligeramente los labios al hablar.

No necesitábamos decir nada más. Nuestros cuerpos se movieron uno contra el otro de manera instintiva. Las manos volaban sobre la carne ardiente. Me quitó el camisón por encima de la cabeza, dejándome sólo con los calzones empapados. Sujetándome por la cintura, me levantó hasta que tuvo la cara entre mis piernas. Lo deseaba muy intensamente y, por suerte, no me hizo esperar mucho. Alzó la cara y me cubrió el sexo con esa boca tan hábil, sin molestarse en quitarme los calzones. Parecía que tuviera un radar que detectara mi clítoris porque, aunque tenía los ojos cerrados, cuando apartó la tela con un dedo, su lengua lo encontró a la primera. Se volcó en él, lamiéndolo y mordisqueándolo hasta que empecé a moverme arriba y abajo apoyada en las rodillas, cogiendo el aire. Me sujeté a la cabecera y clavé los dedos en la rica madera mientras me arqueaba sobre su boca y le aplastaba la cara con mi carne húmeda, lo que sólo logró excitarlo más. A Wes le gustaba verme perder el control.

—¡Más! —grité.

—Tendrás lo que yo te dé... y va a ser mucho. Separa esas piernas, nena, quiero probarte hasta dentro.

Gruñó y me clavó los dientes en el muslo mientras jalaba mis calzones, que parecieron desintegrarse entre sus dedos. Yo grité y eché las caderas hacia adelante, siguiendo sus instrucciones. Su boca volvió a atacarme instantáneamente.

Consumiéndome.

Devorándome.

Reclamándome.

Con Wes, cada vez era distinto. Nos perdíamos el uno en el otro hasta que nos convertíamos en un solo cuerpo con dos almas.

Seguía notando el cosquilleo, aunque se había desplazado y ahora estaba a la altura de la cadera. Era como si alguien me estuviera trazando círculos con el dedo.

La pierna se me contrajo al notar el contacto. Inspiré profundamente. Era como si mi mente quisiera avisarme de algo, pero Wes volvió a reclamar mi atención.

Sus fuertes manos me acariciaron las costillas y, pasando por encima de mis pechos, me tomaron por la nuca.

—Vuelve conmigo, nena.

—Estoy aquí.

Wes me dejó bajar mientras ascendía, hasta que nuestros pechos quedaron al mismo nivel. Los pezones me dolían y palpitaban. Se llevó una punta rosada a la boca y noté explosiones de placer que me recorrían las terminaciones nerviosas formando espirales. Una nueva oleada de humedad cubrió las paredes de mi sexo, preparándolo para la cogida del siglo. Lo deseaba tanto. Necesitaba que completara mi cuerpo y mi alma con su esencia.

Wes me echó hacia atrás y pasó de un pecho a otro, sin levantar la lengua de mi piel. Con la lengua, me acarició la punta del pezón, que se contrajo y se oscureció, cambiando de un rosado pálido a otro más intenso. Me sujetó el pecho con la mano, masajeando toda la carne que pudo abarcar. Era un hombre al que le gustaban los senos, era obvio. Adoraba a mis gemelos como si fueran dos diosas. Nunca se cansaba de adorarlas.

El tiempo pasó de un modo raro. Miré a mi alrededor y no reconocí mi entorno. Los límites del espacio estaban borrosos, desdibujados.

—Eh, estoy aquí. Quédate conmigo. Deja que te ame.

Negué con la cabeza. El cosquilleo me ascendía por la espalda, molestándome, tratando de romper los límites de la conciencia.

—No sé cómo hacerlo —susurré admitiendo al fin mi mayor miedo, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas.

—Yo te enseñaré. —Wes colocó su pene en la entrada de mi vagina y me penetró, centímetro a centímetro, hasta que arqueé la espalda con las manos apoyadas en su pecho, dejando que la conexión física nos uniera—. Así, muy bien, déjate llevar.

Moviendo las caderas, ascendí sobre su cuerpo y volví a descender, empalándome en él una y otra vez. Vi que cerraba los ojos, aunque deseé que no lo hiciera. Sus ojos me ligaban a él, me obligaban a quedarme a su lado, pero cuando los cerraba, las cosas cambiaban.

Aumenté la velocidad, subiendo y bajando bruscamente sobre él. Wes gruñía y gemía. La habitación empezó a dar vueltas cuando el placer llegó al máximo y me quedé sin respiración. Lo cabalgué de modo salvaje, jadeando. Grité y abrí los ojos. Mientras el éxtasis me recorría el cuerpo en oleadas, todo se desdibujó. El placer aumentó aún más hasta que, en una oleada especialmente fuerte, sentí que era el fin. El fin de la pasión, del placer, el fin... del sueño.

El cosquilleo que había sentido se transformó en una mano cálida que me acariciaba la espalda, pero no era la mano de Wes. Volví a sentir una punzada de placer entre las piernas cuando Wes se elevó y me sujetó las caderas con fuerza para clavarse más al fondo de mí. Me corrí otra vez, saltando sobre su verga, mientras él me bañaba el vientre con su semilla.

—Te extraño —susurré con la boca pegada a sus labios, y después los succioné, primero uno y después el otro.

Wes abrió los ojos.

—No te vayas. Te necesito —dijo al mismo tiempo que otra voz decía:

—Despierta, Mia. —Noté que una mano se curvaba sobre uno de mis pechos desnudos. Y no era la mano de Wes.

Wes sacudió la cabeza.

—Recuérdame.

Abrí los ojos y comprobé que ya no estaba desnuda y encima de Wes. Bueno, seguía estando desnuda, pero estaba acostada en la cama. Una mano me apretaba el pecho y la otra iba descendiendo por el torso en dirección a la delgada línea de vello que tenía entre las piernas.

—Mmm, me gusta. Qué sexi —dijo una voz grave.

Un cuerpo pesado me estaba aplastando. El aire olía a manzanas y a cuero. Traté de apartarlo y noté el tacto de una tela de calidad.

Aaron se incorporó un poco y me miró. Sus ojos eran dos pozos de lujuria.

—Estás despierta. —Sonriendo, se levantó.

Yo tomé la sábana y me cubrí el pecho con ella.

—¡¿Qué estás haciendo aquí y por qué demonios me estabas tocando?!

Aaron hizo rotar los hombros, dejando caer el saco del traje. La dobló y la depositó con cuidado en un banco que había a los pies de la cama. El lado racional de mi cerebro no funcionaba correctamente tras una noche de borrachera y de sexo desenfrenado con Wes, aunque hubiera sido en un sueño.

—No finjas que no estabas disfrutando —replicó él con una sonrisa irónica—. Estabas gimiendo, suspirando, lamiéndote esos dulces labios. —Se aflojó el nudo de la corbata—. Te estabas frotando las piernas con lascivia, lista para que te penetrara. Admito que estabas de lo más seductora. —Se quitó la corbata, la dejó sobre el saco y comenzó a desabrocharse los botones de la camisa.

Yo parpadeé varias veces, tratando de librarme de las telarañas que se habían adueñado de mi mente.

—¿Qué haces?

Se había abierto la camisa, dejando al descubierto una gran superficie de carne. Tenía el torso amplio, los abdominales muy marcados y el pecho cubierto por una mata de vello. Si no hubiera estado tan confusa, medio dormida y borracha, habría reaccionado mucho antes.

Con la camisa bien abierta, apoyó una rodilla en la cama. Yo abrí mucho los ojos.

—Había quedado de ver a mi padre, pero ahora está ocupado. —Avanzó por la cama de rodillas—. Me dijo que tardaría un rato, así que pensé que debía ser un buen anfitrión y venir a ver cómo estaba nuestra invitada. —Aaron me atrapó, colocando un brazo a cada lado de mis caderas—. Vine y me llevé una sorpresa muy agradable al encontrarte desnuda, revolviéndote, necesitada de que un hombre te libere de la tensión que estás sintiendo. —Con un dedo me recorrió el brazo, desde el hombro hasta el puño, con el que continuaba aferrando la sábana.

Estaba temblando, y no precisamente de excitación.

—Aaron —dije con voz trémula y los ojos entornados—. No me encuentro bien. Anoche tu padre y yo bebimos demasiado. Necesito dormir. No deberías haber entrado sin llamar.

Él se inclinó hacia mí y me pasó la nariz por el pelo, ­inhalando mi aroma. Se me puso la carne de gallina en todo el cuerpo mientras empezaban a sonar campanas de alarma en mi cabeza.

—Llamé, pero no contestaste.

—Porque estaba durmiendo.

—Lo sé, pero ahora estás despierta. Muy despierta y muy desnuda. Creo que deberíamos hacer algo al respecto.

Bajó la cabeza y me besó en el cuello.

—Mmm, qué dulce sabes. Como la miel.

«Como la miel.»

Tragué saliva pero no sirvió de nada, y noté que la náusea ascendía rápidamente por mi esófago. O se apartaba enseguida o le vomitaría encima y lo tendría bien merecido. Le di un empujón en el pecho y salté al suelo con el tiempo justo para tomar el cesto de basura que Kathleen me había dejado junto a la cama y soltar todo el desayuno.

—Carajo, no era una excusa —dijo asqueado.

Mientras vomitaba en la papelera, tosiendo y ahogándome, no hizo el menor ademán de ayudarme. Oí ruido de ropa y esperé que se estuviera poniendo el saco y no quitando los pantalones.

—¡Kathleen! —bramó Aaron—. ¡Kathleen, ven aquí. Mia está devolviendo! —gritó, taladrándome el cerebro con su voz.

El sonido de unos pasos apresurados resonó en el pasillo, cada vez más cerca. Kathleen, como siempre impecable con sus zapatos de tacón, entró a toda prisa en la habitación.

—Oh, Dios mío. Pobrecilla.

Me apoyó la mano en la espalda, y la sensación de su palma fría fue muy reconfortante. Todo lo contrario de la sensación que me había provocado el contacto de las manos de Aaron.

—Ocúpate de ella. Yo estaré con mi padre. Hasta otra, Mia —se despidió él con frialdad antes de salir.

Yo volví a sufrir una arcada. Tras varios minutos de intentar vomitar, sin éxito porque no me quedaba nada en el estómago, Kathleen me acompañó a la regadera.

—Querida niña, me temo que tienes una intoxicación etílica. Creo que deberíamos llevarte a urgencias.

Negué con la cabeza.

—No tengo seguro médico. —Tal vez sí lo tenía ahora que trabajaba para mi tía Millie, pero no se me había ocurrido preguntárselo. Debería informarme. De todos modos, no pensaba ir al hospital por unas copas de más—. No pasa nada. Sólo tengo que dormir, comer y beber agua. Eso y no volver a tocar el alcohol en una década.

Ella me dirigió una sonrisita.

—Bueno, cariño, volvamos a la cama.

Kathleen me ayudó a ponerme unas mallas. Insistí en ponerme brasier debajo de la camiseta. No pensaba volver a dormir desnuda en esa casa.

—¿Qué hacía Aaron en tu habitación mientras tú vomitabas desnuda en la papelera? —me preguntó Kathleen, sin rastro de crítica en su voz.

Yo tragué saliva y suspiré.

—Creo que le gusto o algo. Pero, la verdad, lo que ha hecho no ha estado bien. Me ha tocado mientras dormía. Es asqueroso —dije estremeciéndome.

Ella abrió mucho los ojos y supe de inmediato que debería haber mantenido la boca cerrada. Noté que me ruborizaba, desde el pecho, pasando por el cuello y hasta llegar a las mejillas. Kathleen frunció el ceño y entornó mucho los ojos. Apretó tanto los labios que se le volvieron de color blanco antes de preguntar:

—¿Te ha tocado mientras dormías?

—Eh..., no es lo que estás pensando. —Bueno, técnicamente sí que lo era, pero no quería crear un conflicto familiar.

—Eso es acoso sexual. ¡Su padre se va a poner furioso! —exclamó en un tono de voz tan afilado que podría haber cortado cristal.

Negué con la cabeza y le apoyé las manos en los hombros.

—No pasa nada; en serio, estoy bien. Se pasó un poco de la raya, pero coqueteamos cuando nos conocimos y supongo que se hizo una idea equivocada. Controlé la situación y no sucedió nada. No hace falta armar un escándalo. No volverá a ocurrir.

—Mia —empezó a decir Kathleen con una mirada fría como el hielo, pero yo la interrumpí.

—No, Kathleen. Está todo controlado. No debería haberte dicho nada. No te preocupes más.

Eso no era del todo cierto, pero lo sería en cuanto me librara de la cruda y pudiera hablar con calma con el joven Shipley.

Ella respiró profundamente y encorvó los hombros.

—¿Estás segura? Warren nunca consentiría que un hombre tocara a una mujer sin el permiso de ésta, y menos bajo su techo.

Yo asentí convencida.

—Lo sé. Lo entiendo. Supongo que él creyó que yo lo había invitado y aceptó esa supuesta invitación en un mal momento. Eso es todo. No pasa nada. Estoy bien. Hablaré con él. —Me acerqué un poco más a ella y la miré fijamente a los ojos—. Yo me ocuparé de esto, ¿sí?

Ladeó la cabeza y me abrazó.

—Bueno, aunque si necesitas alguna cosa, avísame, ¿de acuerdo? Lo que sea.

Me dio unas palmaditas en la espalda como si fuera su hija. Me pregunté si tendría hijos propios, pero no me pareció un buen momento para comentárselo.

—Lo haré. —La abracé, disfrutando de la sensación de protección que me ofrecían sus maternales brazos.

Tan pronto como Kathleen me dejó sola —después de recoger el desastre que yo había provocado—, me senté en la cama y apoyé la cabeza entre las manos. ¿Hasta dónde habría llegado Aaron si no hubiera vomitado? ¿Habría sido capaz de aprovecharse de mí? La escena se repitió una y otra vez en mi cabeza, como si tuviera un botón de rebobinado. ¿Se habría detenido si yo se lo hubiera pedido? Aparté todas esas ideas de mi mente. Pensar en ello sólo iba a servir para que tuviera todavía más dolor de cabeza. Cuando encontrara un buen momento, hablaría con él. Le haría entender que lo que había hecho no estaba nada bien y que, aunque podría haber habido algo entre los dos, habíamos perdido la oportunidad de explorarlo y nunca la recuperaríamos.

Pensé en el sueño con Wes. No sabía cómo interpretarlo. Seguro que había sido culpa de la sesión de sexo vía celular que habíamos mantenido la semana anterior. De eso y del alcohol, que se habían mezclado y habían jugado con mi subconsciente. ¿No? Pero es que había sido un sueño tan real que aún me estremecía de excitación al recordar las cosas que habíamos hecho.

Gruñí, busqué el teléfono y llamé a mi chica.

—Eh, ¿tienes telepatía o algo? —me soltó malhumorada.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, espabilándome de golpe.

Gin no era una persona quejumbrosa. Si le pasaba algo, lo decía abiertamente. No era de las que se guardaban los problemas y los hacían crecer a base de darles vueltas en la cabeza.

Ginelle chasqueó la lengua.

—Estaba aquí sentada con un cigarro entre los dedos, resistiéndome a encenderlo. —Conocía ese tono de voz. Arrepentimiento.

Cerré los ojos.

—Gin, cariño, ¿cuánto hace que no fumas?

—Tres meses, dos semanas y dos días —recitó como si llevara la cuenta, igual que si fuera un alcohólico en rehabilitación.

—Y lo estás haciendo tan bien. No lo hagas. Eras tan feliz por haberlo dejado. ¿Recuerdas cuando me escribiste para contarme lo delicioso que era el sabor del chocolate relleno de mantequilla de cacahuate? ¿Recuerdas que me dijiste que era como si lo hubieras descubierto por primera vez ahora que habías recuperado tus papilas gustativas?

Ella suspiró profundamente.

—Sí, estaba delicioso. Aún no me creo lo bueno que estaba. Es que no hay nada tan bueno como un chocolate Reese. Es la cosa más perfecta del mundo mundial.

—Es verdad.

—Y después de dejar de fumar sabía muchísimo mejor. Realmente el tabaco mata las papilas gustativas —dijo repitiendo mis palabras con convicción.

—Y no te olvides de que a los chicos sexis no les gusta coger con fumadoras.

Ése era mi as en la manga. Gin era adicta a los chicos sexis, y no iba a arriesgarse a perder la posibilidad de ligar con alguno por culpa del tabaco.

Desde la distancia me llegó un gruñido largo y profundo, seguido del sonido de grava.

—¿Qué fue eso?

—Tiré el cigarro y lo pisé. Estuve a punto de perderme un montón de besos de chicos sexis. Eres mi mejor amiga.

Ladeé la cabeza y sonreí.

—Eh, alguien tiene que protegerte y asegurarse de que no pierdas oportunidades con los tipos buenos.

—Es que te extraño y extraño a Maddy.

—¿Qué pasa? —pregunté preocupada.

—Ahora Maddy tiene a Matt y ya nunca estamos juntas. Tú estás lejos, y las chicas del show son unas pirujas rabiosas. No sé... —Su voz sonaba triste, desanimada—. Me la pasé tan bien en Hawái con ustedes dos, pero luego te fuiste a Washington con tu vejestorio, Maddy volvió con su novio y yo me quedé aquí, con los idiotas que no hacen más que babear.

—¿Te sientes sola?

Tardó unos segundos en admitirlo.

—Sí, me siento sola. Está siendo un año muy duro. Cuando te fuiste a California, pensé que la llevaría bien, que iría a visitarte seguido, pero ahora... A veces siento que no podré salir nunca de Las Vegas.

—Te irás, cariño, si es lo que quieres. ¿Qué te parece esto? Cuando yo acabe este año, no importa dónde acabe, tú te vienes conmigo.

—¿Incluso si te vas a vivir con uno de los tipos?

Me eché a reír.

—Sí, también. Aunque no hace falta que vivamos bajo el mismo techo, ¿no?

—¡No! No quiero tener que compartir baño contigo, sucia. Eres un desastre. Nadie querría compartir casa contigo.

«Por eso el hombre que elija tiene que tener servidumbre. Judi se ocupará de todo.»

—Carajo —exclamé al darme cuenta del rumbo que habían tomado mis pensamientos.

—¿Qué pasa? —Esta vez fue ella la que se preocupó.

Cerré los ojos, sin saber si estaba preparada para admitir lo que acababa de pensar. Carajo, Ginelle era mi mejor amiga. Era la única persona en el mundo con quien podía compartirlo. Ella me daría su opinión sincera.

—Cuando dijiste lo del baño...

—No pienso pedirte disculpas. Es la pura verdad.

—Ya lo sé. Cuando lo dijiste, pensé que Wes tiene a Judi, que se ocupa de mantener su casa siempre perfecta, y que por eso yo no tendría que preocuparme por esas cosas.

Gin contuvo el aliento.

—No lo puedo creer. ¿Cómo vas a resistir el resto del año pensando así?

Gruñí y me pasé la mano por el pelo.

—Lo sé. Y eso no es lo peor.

—¿Cóooooomoooooo? Ya lo estás soltando todo, vamos.

—La semana pasada lo hicimos con fotos y mensajitos, y hoy tuve un sueño húmedo increíble —le dije a toda velocidad, como si por decirlo rápido fuera a ser menos grave.

—¿Hicieron sexting? ¡Uau! ¿Me puedes pasar la conversación?

—¿En serio? Yo aquí desnudando mi alma y a ti sólo te interesa leer los mensajes. ¡Será posible! ¿Eres mi amiga o qué? Si lo eres, empieza a actuar como tal.

—Oh, bueno, bueno, no te sulfures, me distraje un momento. Es que el sexting es sexi. Ahora en serio, ¿te la pasaste bien?

—Sí, pero no estamos hablando de eso.

—Ya, pero ¿te la pasaste bien? —insistió.

—Sí, los dos nos la pasamos muy bien.

—Y, en el sueño, ¿te la pasaste bien?

Me eché a reír y respondí con honestidad.

—Sí.

Me la había pasado muy bien hasta que me desperté, pero esa parte no iba a contársela a Gin. Conociéndola, si se lo contara, echaría mano de la tarjeta de crédito para venir y patearle el trasero a cierto senador.

—¿Sientes como si le debieras algo, como si tuvieras que guardarle fidelidad? —Mientras pensaba en ello, Gin añadió—: Y él, ¿piensa dejar de verse con la actriz?

—No, no van a dejarlo. Vamos, que yo sepa. —Sólo oír a mi amiga hablar de ella me dolía como si me clavaran una estaca en el corazón. La rabia hizo que me sofocara.

—Resumiendo, ¿se la pasaron bien juntos?

—Sí —respondí sin saber adónde quería ir a parar.

—Entonces ¿por qué complicas las cosas? Déjalo ahí, en un poco de diversión. Pensaba que habías aprendido a tomarte las cosas tal como venían gracias a Tai.

Mi mejor amiga tenía razón. Mucha razón. Incluso Wes me había dicho algo parecido: que disfrutáramos de lo que teníamos, que recordáramos los momentos buenos. Uf, qué buenos momentos habíamos pasado juntos.

—Tienes razón, pero es que me cuesta mucho. Cuando estoy con los demás, me centro en ellos al cien por ciento, pero cuando me voy, me olvido de ellos. Sin embargo, con Wes es distinto. Siempre hay una parte de él conmigo que nunca me abandona del todo.

—Estás enamorada —dijo Ginelle, enunciando lo que le parecía una obviedad.

Instantáneamente, el pánico se apoderó de mi cuerpo y de mi subconsciente. Hasta el aire que me rodeaba se cargó de energía nerviosa. Incapaz de responder, opté por la salida más cobarde.

—Gin, tengo que dejarte. El jefe me reclama. Te quiero, pirujona. Te llamaré pronto. ¡Adiós!

Con dedos temblorosos, apreté el botón de finalizar la llamada.