Nueva York era todo lo que siempre había soñado; incluso más. La ciudad era un hervidero de gente, de luces, de edificios altísimos y, lo mejor de todo, de diversidad. Todas las nacionalidades, etnias, colores, credos... estaban representados y formaban parte de un conglomerado gigante de humanidad. Me encantaba. Adoraba el ruido, los cuerpos que empujaban, entretejiendo sus caminos como si fueran hámsteres en un laberinto, tratado de llegar al otro lado de adondequiera que fueran. Era una auténtica experiencia; algo que nunca olvidaría. La ciudad era tan vibrante y llena de posibilidades que no podría olvidarla aunque quisiera.
—Mia, cariño, ¿vienes? —preguntó Kathleen, sosteniéndome la puerta del lujoso hotel.
El Four Seasons era famoso por sus tarifas, sólo al alcance de millonarios y famosos. Me había enamorado de esa ciudad, que observaba con ojos de recién llegada. No me importaba estar aquí como un apéndice de mis clientes, en calidad de escort. No me importaba recibir miradas de desprecio, como si fuera una cazafortunas. No me importaba nada. En esos momentos, me sentía la mujer más afortunada del mundo por tener la oportunidad de experimentar algo que no podría vivir de otra manera.
—Sí —susurré con la mirada clavada en los altísimos rascacielos rectangulares acabados en punta.
Aunque todos los edificios eran parecidos, los arquitectos se encargaban de que cada uno de ellos tuviera su personalidad única en medio de las largas hileras de estructuras pegadas.
Alguien me tomó del brazo y me jaló.
—Vamos, urbanita, la vista desde el piso cincuenta te va a dejar boquiabierta.
—¿Estamos en el piso cincuenta? —pregunté con unos ojos como platos.
Kathleen se echó a reír.
—Ajá.
—¿Cuántos pisos hay?
Alargué el cuello buscando el final del edificio. No era demasiado ancho, pero tenía mucho encanto y personalidad. Se notaba que el arquitecto había dedicado muchas horas a diseñarlo. Era un edificio único, especial, de líneas redondeadas, como el hocico de un buey, lo que le daba un aire menos agresivo, e iba descendiendo en anchura, lo que le daba un aire escalonado.
—Cincuenta y dos. A Warren no le hizo ninguna gracia que no nos dieran el penthouse, así que mejor no saques el tema. —Como si se me fuera a ocurrir protestar—. Algunos de los invitados al evento reservaron los dos pisos superiores para fiestas —siguió diciendo Kathleen mientras me jalaba para que entrara en el lujoso edificio.
Mis tacones resonaron con fuerza contra el suelo de mármol oscuro, que recordaba a una telaraña gracias a las juntas, sorprendentemente blancas. Me llamó la atención lo blancas que estaban teniendo en cuenta la cantidad de gente que las pisaba al cabo del día y lo impredecible del clima de la ciudad. Mientras un botones nos acompañaba hasta los elevadores, reparé también en las columnas blancas repartidas por el amplio vestíbulo. Warren ya se había ocupado de hacer el check-in y nos esperaba junto al carrito del equipaje.
Cuando entramos en la suite, no pude decir ni una palabra. Nunca había visto nada igual. Era preciosa.
—Diría que el alojamiento es de su agrado, señorita Saunders —bromeó Warren.
Permanecí en silencio, en shock. Todavía no había recuperado la capacidad de hablar. En vez de responder, asentí y di una vuelta de trescientos sesenta grados. Los colores predominantes en la decoración eran el blanco, el crema y el dorado, que le daban un aire etéreo y acogedor a la vez, como si la persona que llegaba pudiera sentarse allí y relajarse un rato, tal vez para siempre. Había ventanales en varias paredes, que ofrecían una visión muy amplia de la ciudad en todo su esplendor.
Todo en la habitación era resplandeciente. En un rincón, un piano negro y brillante parecía esperar a que alguien fuera a acariciar sus teclas de marfil. Me hizo sentir ganas de tener conocimientos de música, pero no los tenía. Podía cantar lo justo por si necesitaba hacerlo en una película, pero no tenía un talento especial para el canto ni para la música. La verdad era que eso podía aplicarse a casi todas las facetas de mi vida: me defendía en todo, pero no destacaba en nada.
Kathleen iba de un lado a otro de la habitación, lanzando exclamaciones de asombro, sin soltarse en ningún momento del brazo de Warren. Fuera cual fuera la relación que hubieran mantenido durante esos últimos años, por fin la habían sacado a la luz. Kathleen estaba radiante de felicidad. La alegría se le escapaba por todos los poros.
No sabía dónde me dejaba ese cambio en su situación y, francamente, me importaba muy poco. Mientras ellos dos fueran felices y su relación fuera hacia adelante —y siempre y cuando yo siguiera cobrando el dinero acordado—, todo era de color de rosa. Aunque lo cierto era que mi presencia en el evento de la noche siguiente y del resto de la semana se complicaba un poco. No sabía en calidad de qué iba a asistir: ¿su amante, su amiguita, su cita de esa noche? Y Kathleen, ¿nos acompañaría?
Sin embargo, me olvidé de todas esas cosas en cuanto vi el baño. ¡Vaya lujo y exuberancia! Entré embobada y recorrí la cubierta de mármol blanco con el dedo antes de sentarme en el borde de la tina cuadrada. Sí, dije tina cuadrada, de la medida de una cama de matrimonio. Dos personas podían bañarse allí con comodidad. Bañarse o hacer todas las cochinadas acuáticas que se les ocurrieran. Al verme en el espejo que había en la pared de enfrente, observé que mi reflejo tenía el ceño fruncido. Por una vez que tenía a mi disposición una tina olímpica, no iba a poder practicar deportes acuáticos en ella. Suspiré y contemplé el ventanal que iba del suelo al techo. Había un ventanal... ¡en el baño! Me imaginé que los cristales serían de los que se puede ver el exterior desde dentro pero no al revés. Si no, los paparazzi se pondrían las botas cuando se alojara allí algún famoso.
Al levantarme me di cuenta de lo cansada que estaba. Y no sólo físicamente, por el viaje, sino también a nivel emocional. Estaba cansada de no saber lo que hacía. Cansada de vivir en casa de desconocidos, aunque fueran tan amables y generosos y aunque casi todos ellos estuvieran tan buenos como el caramelo goteando sobre un helado de vainilla.
En ese instante, la realidad me golpeó en la cara, como si fuera cemento convirtiéndose de pronto en la dura acera. Mi vida no era mía. Mi hermana pequeña se había ido de casa y estaba viviendo con un hombre al que yo sólo había visto una vez. Ni siquiera mi padre habría consentido eso si hubiera estado despierto. Mi padre, al que había dejado solo y comatoso en un centro para convalecientes. ¿En qué demonios estaba pensando? Estaba bien que todo lo que estaba haciendo era por su culpa y que debería haber estado enojada con él, pero conocía a mi padre y él no habría permitido que me dedicara a eso. No habría permitido que me fuera de casa durante un año ni que Maddy hiciera lo mismo, tal vez para siempre, para poder pagar la deuda con el mafioso con el que en otro tiempo me acosté y al que creía amar. No, mi padre habría preferido que Blaine lo matara. Sé que habría tratado de impedir que llevara esa vida, la vida de una escort.
Sacudiendo la cabeza, entré en la habitación que Warren me indicó. Al mirar las blancas nubes por la ventana, recordé otra vez que había hecho eso mismo a casi cinco mil kilómetros de allí. Aquella vez, el dueño de la habitación era un hombre cuyos sentimientos me despertaban dudas. No sabía si sería capaz de amarme. Temía que se cansara de mí y me hiciera daño, como los anteriores. Y, si eso pasaba, mi fe en el sexo opuesto desaparecería por toda la eternidad. Aunque, para ser totalmente honesta, lo que más miedo me daba era que no estuviera a la altura del hombre que había fabricado a mi gusto en mis fantasías más secretas. Un hombre que lo tenía todo. El hombre enamorado, devoto y entregado con el que llevaba toda la adolescencia y la juventud soñando, pero que nunca había encontrado. Y ahora no sabía lo que éramos el uno para el otro, aparte de amigos con derechos. Lo que sabía era que me daba mucho miedo averiguarlo, al menos hasta que ese año acabara.
El objetivo estaba claro y lo estaba cumpliendo. Cada mes, Blaine recibía su pago. El dinero sucio llegaba a su cuenta corriente, lo que nos mantenía con vida a mi padre, a Maddy y a mí. De momento.
Si un grupo terrorista quisiera destruir la economía de Estados Unidos, lo único que tendría que hacer sería destrozar Bryant Park esa noche. Todas las grandes organizaciones humanitarias se habían dado cita allí. Todas tenían casetas en la zona exterior, alrededor del área central cubierta de pasto. Sobre la hierba brillaban hileras de farolillos. Había mesas altas, cubiertas con manteles plateados cada cuatro metros aproximadamente, y con lamparitas decorativas. Y entre los invitados había directivos de todas las empresas importantes que uno pudiera imaginar. Estoy segura de que vi a Trump y a Gates entre un montón de famosos y políticos. Vi a estrellas de cine y tuve que contenerme para no perseguirlos como una fan histérica. Era un verdadero espectáculo para los más ricos entre los ricos.
Mientras contemplaba las luces y la gente y disfrutaba de la música que sonaba a través de altavoces invisibles, noté que alguien me jalaba y me levantaba del suelo. Quien fuera, me dio la vuelta en el aire y me abrazó con tanta fuerza que pensé que me iba a aplastar. Cuando el aroma de su colonia mezclado con el de su sudor me llegó a la nariz, sonreí.
—Suéltame, idiota —exclamé dando patadas mientras mi cuerpo descendía a lo largo de un torso firme y musculoso que conocía muy bien, aunque no de manera íntima. Me tomó las mejillas y me encontré mirando unos brillantes ojos verdes.
Su pelo cobrizo brillaba a la luz de los farolillos. Le acaricié el cuello y los hombros.
—¿Me extrañabas, bomboncito? —preguntó besándome la frente como lo haría un hermano.
—¡Mace! —Sonreí y lo abracé fuerte.
Era muy agradable ver un rostro familiar en ese mar de desconocidos. Me aferré a él como una sanguijuela, sin ganas de soltarlo nunca.
Mason me tomó las manos y me apartó un poco para mirarme a la cara.
—Pareces cansada —comentó.
Yo resoplé. Tenía que venir alguien de fuera para darse cuenta. Estaba bien que Mason se había acabado convirtiendo en uno de mis mejores amigos, pero igualmente.
«Los demás no te conocen», dijo una vocecita en mi cabeza.
—¿Es ésa tu manera de decirme que estoy hecha una mierda? —protesté, y fruncí los labios.
Él me miró de arriba abajo, fijándose en el vestidito dorado que se ceñía a mis curvas como una segunda piel, y no estoy exagerando. Tan ceñido era que no podía llevar nada debajo. Una expresión nada propia de un hermano cruzó su rostro.
—No, no estoy diciendo eso. Tu cuerpo sigue siendo cien por ciento cogible.
Le di un empujón en el pecho y fingí que tenía arcadas.
—¿Dónde está Rachel? —le pregunté justo antes de verla acercarse a nosotros con su impecable aspecto de modelo de pasarela.
Mason la observó mientras volvía del bar con dos copas de champán. Llevaba un vestido precioso, corto y blanco. Estaba muy elegante, muy chic.
—Siempre cerca de mí, no lo dudes —me dijo pasándose la lengua por los labios mientras su mueca sexi se convertía en una sonrisa felina.
—Eres un tipo con suerte.
Él me guiñó el ojo y me dio un empujoncito con el hombro.
—Como si no lo supiera.
Cuando Rachel se aproximó un poco más, la cara se le iluminó. Su pelo rubio parecía brillar a la luz de los farolillos, y las mejillas se le ruborizaron de un modo muy atractivo. Tras darle las copas a Mason, me abrazó.
—Mia, ¿qué estás haciendo aquí?
Di un paso atrás y la examiné de arriba abajo.
—¿Yo? ¿Qué hacen ustedes aquí?
Mace se encogió de hombros.
—Forma parte de la campaña de imagen. Es el mayor acto benéfico que se celebra este año. —Rodeó los hombros de Rachel con un brazo—. Mi relaciones públicas cree que asistir a este tipo de actos sirve para consolidar la imagen en la que hemos estado trabajando durante estos meses.
Rachel me dio una de las copas. Supuse que la había traído para Mason, pero a él no pareció importarle. Miraba a Rachel, me miraba a mí y sonreía.
—Tiene razón —repliqué yo, dándole un trago a la copa—. Gracias.
Durante un rato nos estuvimos poniendo al día. No tenía ni idea de dónde se habían metido Warren y Kathleen. Probablemente, él estaba presentando a su auténtica novia a todo el mundo. Yo estaba allí, básicamente, para evitar habladurías. Así, nadie podría decir que era un mujeriego que mantenía relaciones con varias mujeres a espaldas de su novia, o que lo habíamos dejado y que yo estaba enojada con él. No queríamos que los Benoit se molestaran. Sé que estaba dando la imagen de ser alguien prescindible, pero todas las cazafortunas lo éramos. Nadie se iba a extrañar. Tal vez sólo el señor Benoit y su joven y embarazada esposa.
Como si hubiera conjurado su presencia al pensar en ella, vi que Christine Benoit me saludaba desde el otro lado del jardín.
—Chicos, nos vemos dentro de un rato, ¿sí? Tengo que cuidar a unos conocidos de mi cliente.
Rachel volvió a abrazarme.
—Mia, no tuve la oportunidad de darte las gracias. No te imaginas lo importante que fue para mí lo que hiciste. Mace y yo te queremos como si fueras un miembro más de la familia, ¿sí?
«Como un miembro más de la familia.»
Mason me abrazó mientras Rachel se secaba la comisura de los ojos con el meñique.
—Es la pura verdad —me susurró al oído—. Te queremos como si fueras una Murphy más. Siempre que quieras escaparte o venir a visitarnos, avísanos y tendrás un boleto a tu nombre. ¿Lo harás? —Mason dio un paso atrás y se agachó hasta que quedamos a la misma altura, ojos verdes contra ojos verdes. Yo asentí, con un nudo en la garganta—. Lo digo en serio. Me envías un mensaje diciendo que quieres venir, y tienes el boleto al cabo de cinco minutos. ¿Queda claro?
Yo le dirigí una sonrisa.
—Queda claro, hermano. —Le guiñé el ojo y di un paso atrás.
Mason abrazó a Rachel por la cintura y la atrajo hacia sí. Formaban una pareja preciosa. Me pareció una imagen tan bonita que saqué el teléfono de mi diminuta bolsa de mano y la inmortalicé. Algún día, cuando tuviera un hogar propio, la imprimiría y la pondría en alguna pared, o sobre la chimenea. Sería un recuerdo del momento en que esas dos personas me habían dicho que era como un miembro de la familia para ellos, y que me querían.
Me despedí levantando la mano.
—Nos vemos dentro de un rato, chicos.
La pareja me devolvió el saludo y, a continuación, me dirigí hacia Christine cruzando el pasto.
Mientras esquivaba a hombres vestidos con esmóquines y a mujeres ataviadas con modelitos de alta costura, pensé en lo que me habían dicho. Me querían y era una más de la familia. Dos personas con las que sólo había compartido un mes sentían que formaba parte de su familia. Evidentemente, no eran mi familia de sangre, pero sí lo eran por elección personal.
«Los amigos son la familia que elegimos.»
Sentía lo mismo por Tai, Tony y Héctor. Ellos también se habían referido a mí en esos términos. La conexión que tenía con Wes y con Alec era totalmente distinta; era mucho más íntima. Pero con todos los demás me había llevado algo que estaba haciendo que ese viaje de un año fuera tan especial. Todas las personas que pasaban por mi vida acababan ocupando un lugar en mi alma y en mi corazón. Esos hombres y mujeres permanecerían conmigo siempre. Mi familia no hacía más que crecer. Y, aparte de la razón más obvia —la deuda que debía pagar—, ellos se habían convertido en el motivo de mi viaje. Antes de que entraran en mi vida, mi familia se componía de cuatro miembros: papá, Maddy, Ginelle y yo. Y la tía Millie, claro, aunque la veíamos poco. Sin embargo, ahora tenía un montón de gente con la que mantenía el contacto de forma constante. Nos contábamos anécdotas divertidas por teléfono. Nos enviábamos emails. Pensaba en ellos cuando estaba en algún lugar y algo me los recordaba, igual que hacíamos con los miembros de la familia pero mejor, porque ellos me habían elegido voluntariamente.
Con una renovada sensación de paz, me acerqué a Christine, que me esperaba con los ojos abiertos. La diminuta y embarazada maníaca del sexo estaba preciosa con su pelo ondulado y su sonrisa radiante. Llevaba un vestido ceñido que acentuaba el pequeño montículo que crecía en su vientre. Tenía la mano apoyada sobre éste. Yo se la aparté y la volví de lado para admirar su silueta.
—¡Pero bueno...! ¡Si ya se te nota! —exclamé, y ella asintió con emoción.
—¡Lo sé! ¡Es increíble! —replicó entusiasmada—. Nos enteramos hace cuatro días y, de repente, la prueba de nuestro amor ya está a la vista de todo el mundo. ¡Y dentro de una semana ya sabremos si es niño o niña!
Francis Benoit se nos acercó y apoyó la mano en la barriga de su esposa.
—¿Cómo están mi gatita y este renacuajo?
Los ojos de Christine se iluminaron como un pastel con cien velas. Su lenguaje corporal delataba lo mucho que amaba a su esposo. Lo abrazó, atrayéndolo hacia sí, y le acarició la mano que había apoyado en su vientre. Era raro, poco convencional, y me daba un poco de asco ver cómo él la besaba en el cuello, pero ¿quién era yo para juzgarlos? Bueno, está bien, tal vez los estaba juzgando un poquito, pero cualquier persona con dos dedos de frente habría hecho lo mismo.
—Le estaba contando a Mia que pronto conoceremos el sexo del bebé. —Él asintió y la besó en la sien—. Ah, y ¿sabes? Ya lo hemos organizado todo para que el proyecto de Warren pueda salir adelante.
Yo abrí mucho los ojos.
—¿Ya?
—Sí, Franny y yo sabemos que es muy importante y nos implicamos directamente. Pagamos horas extras a unos cuantos trabajadores para que agilizaran el proceso y todo está a punto. Cuando los productos y la gente lleguen, acabaremos de concretar los detalles.
Me pasé una mano por el pelo y lo sostuve en alto.
—No puedo creer que hayan hecho todo eso. ¿Lo sabe Warren?
—Acabo de contárselo. Te estaba buscando, por cierto. ¿Está todo bien entre ustedes? —me preguntó Francis, lo que me pareció curioso viniendo de alguien como él.
—Perfectamente. Gracias por preocuparte.
Volví a felicitarlos por el bebé y por su rápido trabajo y me volví en busca de Warren. Sin embargo, me encontré con la perfección hecha hombre vestido con esmoquin. El senador Aaron Shipley me estaba devorando con la mirada. Durante unos momentos disfruté de la admiración que vi en sus ojos mientras se abría camino a empujones entre los demás invitados, acercándose rápidamente. En la mano llevaba un vaso alto lleno de líquido ambarino. Cuando se hallaba a unos tres metros de mí, alzó el vaso y lo vació de un trago. Tenía los ojos vidriosos y la mirada amenazadora. Ya no me parecía un hombre atractivo ni sexi; ante mí estaba el depredador que me había acosado mientras dormía.
«Mierda.»
—Preciosa Mia, parece que tu pareja eligió a otra para rellenar su carnet de baile.
Frunciendo los labios, se acercó a mí y me sujetó con fuerza por la cadera.
Traté de apartarme, pero él me tomó entonces de la cintura. No quería hacer un escándalo allí en medio. Él era el senador por California y yo no era nadie. Era el rostro sin nombre que había aparecido en unas cuantas fiestas junto a su padre durante las últimas semanas.
—Suéltame, por favor —le pedí apoyando la mano en su pecho e intentando apartarlo con disimulo. No hubo suerte. Me tenía sujeta con firmeza.
—Vamos, Mia, acabo de enterarme de que mi padre lleva cogiéndose a mi niñera desde que mi madre murió. Qué demonios, probablemente empezaron antes. No estoy de humor para tus remilgos.
Yo negué con la cabeza.
—No es verdad. Su relación fue forjándose poco a poco. Habla con tu padre, Aaron. Él te lo explicará.
Apretó los labios hasta que formaron dos finas líneas blancas y me guio entre la multitud, haciéndome daño en la cadera. Miré por encima del hombro y busqué a Rachel con la vista. Ella parecía preocupada. Me dio la impresión de que avisaba a Mason. Por desgracia, él estaba ocupado platicando con un grupo de hombres que parecían ser sus fans. Platicar con el lanzador estrella de los Boston Red Sox era emocionante para cualquiera, incluso para los millonarios. Además, cualquier contacto podía servir para conseguir nuevos anunciantes y patrocinadores.
Todo sucedió muy deprisa. Salimos de la zona del jardín, cruzamos las casetas de las organizaciones benéficas y subimos los escalones de piedra. Luego vi que pasábamos bajo las columnas de la Biblioteca de Nueva York, que estaba oscura y solitaria. Algunas zonas quedaban fuera del alcance de la luz de los faroles, y hacia una de esas zonas era adonde Aaron me llevaba.
Al fin, mi cerebro empapado en champán se dio cuenta de que no estábamos dando un paseo. Me estaba conduciendo a un sitio concreto para llevar a cabo algún plan. Me detuve bruscamente y me solté.
—¿Qué demonios pretendes, Aaron? —Separé los brazos levantando las manos y miré a mi alrededor.
No había nadie. Estábamos a cincuenta metros o más de distancia de la fiesta. En silencio, me maldije por haber permitido que me alejara tanto del resto de los invitados.
—Piensas que eres especial, ¿no? —me soltó sin ocultar la maldad y la agresividad que sentía.
Negué con la cabeza y traté de sonar calmada.
—En absoluto. Todo lo contrario.
Él frunció el ceño y avanzó amenazadoramente hacia mí. Levanté las manos para protegerme al tiempo que comenzaba a retroceder, pero de repente me encontré acorralada contra una pared de cemento en una zona oscura. Aaron pegó su pecho al mío. Pensé en cuál sería la mejor manera de manejar la situación, pero el champán me nublaba los reflejos.
—Aaron, no hagas esto. No te conviene.
Él me paseó la nariz por la sien, lo que me provocó un escalofrío de miedo. Los pelillos de la nuca se me erizaron.
—Oh, sí, voy a hacerlo.
Le di un empujón en el pecho, pero no sirvió de nada. Él era un tipo grande y corpulento. Me dirigió una sonrisa burlona.
—¿Tratando de escapar, putita? —Arrastraba las palabras, como si estuviera borracho.
—No soy una puta, Aaron, ya lo sabes.
Su respuesta fue morderme en el lugar donde el hombro se une con el cuello.
—Mi padre te contrató para que te hicieras pasar por su puta delante de sus jodidos amigos. Trabajas para una agencia de escorts y cobras por tus servicios. Pues ya va siendo hora de amortizar lo que papá pagó por ti —dijo con una mirada desquiciada.
En ese momento empecé a defenderme en serio, pero tampoco conseguí gran cosa porque apenas tenía espacio para moverme. Logré darle un puñetazo en la boca que le partió el labio, pero eso sólo lo espoleó. Me sujetó las dos manos con una de las suyas y usó la otra para manosearme por todas partes. Me clavó al muro con su cuerpo con tanta violencia que noté que la piel me saltaba cada vez que me embestía.
Comencé a gritar, pero él me hizo callar aplastándome la boca con la suya. Si alguien pasaba por allí, le parecería que alguien estaba gritando debajo del agua. El sonido del cinturón y del cierre desabrochándose me dio la impresión de ser una sentencia de muerte. Grité más fuerte, pero él me mordió los labios y me estrelló la cabeza contra la pared. Todo se tornó borroso, aunque me di cuenta de que me estaba levantando el vestido hasta la cintura porque sentí el aire fresco sobre mi piel. El golpe me hizo ver las estrellas. Dejé de resistirme y noté que bajaba los dedos por mi vientre hasta llegar a mi sexo, que apretó bruscamente. Sentí ganas de vomitar y noté bilis en la garganta.
—Voy a cogerte como te mereces, como lo que eres: una jodida y sucia puta —bramó, llenándome la cara de saliva.
No era el mismo hombre que había conocido a mi llegada. Al principio había disfrutado hablando con él, flirteando incluso, pero este hombre era como el que me había tocado mientras dormía sin remordimientos.
Ése había sido el primer aviso de que algo no estaba bien en la cabeza del joven senador.
Sentí la punta de su pene apoyada en mi pierna mientras me embestía.
—No —susurré, negando con la cabeza.
Su respuesta fue una sonrisa que me revolvió el estómago. Traté de gritar, pero él me tapó la boca con la mano, amortiguando el ruido. Cuando le mordí los dedos, rugió y volvió a golpearme la cabeza contra la pared. Esta vez, noté que perdía la fuerza en los músculos. Estaba a punto de desvanecerme y él aprovecharía para violarme. Tal vez fuera mejor así. Mejor no enterarme de las cosas asquerosas que iba a hacerme. En esos instantes, recé para que la oscuridad llegara pronto.