—¿Estás lista para que te la meta? —fueron las últimas palabras que salieron de sus labios, cargadas de desdén.
Nunca me habría imaginado que un joven senador al que la gente adoraba pudiera hablar así. ¡Pero si casi todo el mundo pensaba que Aaron iba directo a la Casa Blanca!
Esperé a que me asaltara pero, en vez de eso, volví a notar el aire fresco contra mi piel. El peso que me había mantenido sujeta a la pared había desaparecido. Me llegaron sonidos de lucha, seguidos de gruñidos y de pasos que se acercaban, pero todo ello amortiguado por el martilleo de los latidos que notaba en el corazón y en la cabeza. No pude mantenerme más en pie, me caí al suelo y me arañé las rodillas.
—¡Yo sí que te voy a dar lo tuyo, estúpido! —bramó una voz conocida.
Alcé la cara confundida. El zumbido que tenía en la cabeza crecía, como si tuviera dentro una colmena llena de abejas furiosas. Sin embargo, reconocí a Mason, que estaba en medio de lo que parecía un combate de lucha libre con Aaron. En algún momento, Aaron se había abrochado los pantalones. La imagen era curiosa, porque los luchadores no llevaban el pecho descubierto, sino que iban elegantemente vestidos con esmoquin. Pestañeé varias veces y reconocí a Rachel, que se acercaba corriendo con dificultad por culpa de los tacones. La oí pisar la grava y luego subir ruidosamente la escalera de la biblioteca.
—¡Oh, Dios mío! Mason, ¿dónde está Mia? —gritó.
Traté de contestarle, pero no podía articular palabra. Alguno de los golpes que había recibido en la cabeza me había dejado sin la capacidad de hablar.
Mason le dio un puñetazo a Aaron en plena cara. Le salió sangre despedida de la boca, que fue a parar al pavimento, pintándolo de rojo. Puse los ojos en blanco y noté que iba a vomitar. Sentía náuseas. Oí que Mason decía algo, pero no lo entendí. Me acosté de lado sobre el suelo, húmedo y frío. Necesitaba sentir el frescor de la piedra en la cara y la sien para aliviar un poco el dolor que se estaba apoderando de todo mi cuerpo. Noté que el ácido me quemaba el estómago antes de ascender rápidamente por mi garganta. Vomité, incapaz de moverme ni de levantar la cabeza.
—Mia, oh, no. Dios mío, cariño. —La voz de Rachel se abrió paso entre la maraña de confusión. Se arrodilló a mi lado y me elevó el torso, apoyándome en su regazo—. Mason, está herida. Y desnuda de cintura para abajo —añadió antes de bajarme el vestido para cubrirme de miradas indiscretas. Luego me tocó con suavidad la espalda y la cabeza para examinarme las heridas. Al parecer, las paredes de la biblioteca se habían quedado con algún que otro trozo de mi espalda—. Tenemos que llevarla al hospital —exclamó Rachel con la voz temblorosa. En la distancia se oyó un gruñido y más ruidos de lucha. Noté que una gota de algo me caía en la mejilla. Cuando se desplazó hasta mis labios y noté el sabor salado, me di cuenta de que eran lágrimas de Rachel. Ella se inclinó sobre mí y me besó la frente—. Te pondrás bien. Cuidaremos de ti.
Fue lo último que oí antes de perder el conocimiento.
El olor acre del desinfectante del hospital se abrió camino entre mis sentidos. Me pasé la lengua por los labios secos y me pareció que los tenía de algodón. Antes de poder abrir siquiera los ojos, alguien me había acercado un vaso de agua a los labios y me había deslizado un popote en ellos. Bebí con avidez. El corte que me había hecho Aaron al morderme me dolió. Abrí los ojos y encontré a Rachel cuidándome, tal como me había prometido. Noté la mano caliente y una opresión en el costado. Al mirar hacia abajo, vi el pelo cobrizo de Mason, que tenía la cabeza reclinada a mi lado y me sujetaba la mano. Sus nudillos estaban pelados y con restos de sangre seca. Moví la mano y hundí los dedos en su pelo espeso y sedoso.
Cuando él alzó la vista hacia mí, vi que sus ojos verdes me miraban con tristeza. Traté de sonreír todo lo que me permitieron mis labios hinchados. Él me levantó la mano y me besó la palma.
—¿Cómo te encuentras, bomboncito?
Parpadeé varias veces, haciendo inventario mental de mi estado. Me dolían las rodillas y la espalda me escocía como un demonio, pero lo peor era el dolor de cabeza.
—¿Él... consiguió...? —traté de preguntar, pero no fui capaz de pronunciar la palabra.
Rachel me acarició el pelo, retirándomelo de la cara, con las mejillas cubiertas de lágrimas. Mason apretó los dientes y negó con la cabeza.
—No, no lo consiguió. Gracias a Dios. Si lo hubiera hecho... —su rostro se contrajo en una mueca de ira. Nunca había visto a Mason así. Su cara era una mezcla de malicia y puro odio— lo habría matado con mis propias manos. De todos modos, lo dejé para el arrastre. La policía lo detuvo por agresión. Ya puede despedirse de su carrera política.
Yo cerré los ojos y me eché a llorar.
—Carajo, ojalá hubiera hecho algo cuando lo encontré metiéndome mano mientras dormía.
—¡¿Cómo?! —Mason gritó tan fuerte que el tamborilero que se había instalado en mi cabeza decidió que había llegado la hora del redoble.
Me llevé las manos a las sienes, lo que me hizo comprobar que también tenía heridas en las palmas.
—Mace, cariño. Tiene una contusión en la cabeza —le recordó Rachel, haciéndole gestos con la mano para que bajara el tono—. Eso debe de doler. Mírale la cara.
Él se inclinó hacia mí y me besó la frente. Tras la horrible noche que había pasado, fue una sensación muy agradable. Sin embargo, no podía parar de llorar. Las lágrimas formaban riachuelos sobre mis mejillas. De tanto llorar, empezó a picarme la piel de la cara. Mason me susurraba palabras de consuelo, asegurándome que cuidarían de mí; que para eso estaba la familia, para cuidarse los unos a los otros.
Mientras él me consolaba, oí que Rachel se había alejado y hablaba con alguien.
—Sí, está bien. Pasó mala noche. ¿Quién es? Ah, sí, estuvo contigo en Hawái. Sí, un senador le dio una paliza, pero está bien. ¿Perdón? ¿Que vas a qué? ¿Hola?
—Oh, no. ¿Quién era?
Ella me mostró el teléfono.
—Dice «Samoano sexi».
Cerré los ojos y gruñí.
—¿Acabas de decirle a Tai que estoy en el hospital porque un senador me dio una golpiza? —le pregunté con un hilo de voz porque sentía la garganta más apretada que unos jeans de la talla 28.
—¿Hice mal? —Rachel me dirigió una de sus características sonrisas. No tenía ni idea de la que acababa de armar.
Alargué la mano para recuperar mi celular. Cuando me lo devolvió, intenté llamarlo para calmar a mi matón samoano, pero en ese momento el dolor de cabeza se tornó más intenso. Me mareé y volví a tener ganas de vomitar. Decidí llamarlo más tarde, cuando me encontrara un poco mejor, y solté el teléfono.
—No respondas más llamadas. No saldrá nada bueno de eso.
Rachel frunció el ceño.
—¿Por qué?
—No importa. Ya me ocuparé más tarde. —Cerré los ojos, incapaz de mantenerlos abiertos ni un segundo más.
Durante la noche me obligaron a despertarme cuatro veces más para asegurarse de que la contusión evolucionaba bien. Cuando al final me desperté sin ayuda de nadie, me encontré con que alguien me estaba dando la mano. Era una mano enorme, mucho más grande que la mía. La otra estaba en mi cuello y me estaba buscando el pulso. Lo reconocí por el olfato. Su inconfundible olor a fuego, leña y mar me aportó una increíble sensación de paz. Ni siquiera tuve que abrir los ojos para saber qué me encontraría.
—Sé que estás despierta, criatura —me dijo acariciándome el pulso—, abre esos preciosos ojos y mírame. —La grave voz de Tai fue como un bálsamo para mis nervios rotos. Abrí los ojos, que se llenaron de lágrimas al ver a mi sexi samoano por primera vez en tres semanas. Sus ojos negros brillaban de rabia apenas contenida—. Nadie ha querido darme su nombre. ¿Quién te hizo esto, Mia? —preguntó en un tono de voz aparentemente tranquilo pero que no prometía nada bueno—. ¿Quién se atrevió a ponerte las manos encima sin tu permiso? —Tai era un hombre impresionante que emanaba autoridad. Cuando hablaba, todo el mundo lo escuchaba.
Respiré profundamente, despacio, e hice una mueca cuando noté dolor en la espalda y en la cabeza. La expresión de Tai se volvió aún más despiadada. Le apreté la mano, tratando de expresar lo que no podía hacer con palabras. Él cerró los ojos, se inclinó hacia mí y me dio un beso suave.
—Nadie lastima a mi aiga, a mi familia —dijo golpeándose el pecho como si fuera un gran simio. Ahí volvía a estar esa bonita palabra: familia.
—Tai, ¿qué hora es? ¿Te subiste en un avión nada más colgar el teléfono?
Cuando asintió con la cabeza, bajé la cara avergonzada. Había pasado mala noche y me costaba gestionar mis emociones, pero notaba que no me merecía tantos mimos por parte de esos hombres maravillosos.
—Quiero que vuelvas conmigo a Hawái. Amy y yo te vigilaremos. Y tina estará feliz de cuidarte. —Recordé que tina significaba «madre» en samoano.
—Sabes que no puedo hacerlo, Tai. Tengo que trabajar. —Me llevé las manos a las sienes y me apreté la cabeza—. Además, cuando la prensa se entere, se va a armar una muy gorda. Carajo, ¿qué voy a hacer? Los Shipley son una familia muy importante, y Warren... ¡Oh, Dios mío! Su hijo...
Volví a llorar y me tapé la cara con las manos.
—Warren se va a ocupar de que su hijo reciba el castigo que merece por sus actos. —Me llegó la voz rotunda de Warren en persona—. Dulce niña —añadió con la voz tomada por la emoción al tiempo que se acercaba a la cama. Kathleen lo seguía de cerca, tapándose la boca con la mano mientras lloraba en silencio—. Siento mucho lo que hizo Aaron. Habríamos venido antes, pero hemos tenido que ocuparnos de la policía y de la prensa. Lo siento, todo es culpa mía.
Tragué saliva tratando de aclararme la voz, pero no sirvió de nada.
—No, Warren, es culpa suya.
—Yo sabía que el alcohol lo afectaba. Por eso apenas bebe. En el pasado tuvo un problema de alcoholismo. Cada vez que bebía se ponía muy violento, pero pensaba que ya lo había superado. Cuando le conté que Kathleen y yo éramos pareja, perdió el control. Fue como si algo se rompiera en su cabeza.
—Desde luego, algo está a punto de romperse, no sé si en su cabeza o en otra parte de su cuerpo —amenazó Tai, gruñendo y levantándose.
Warren se volvió hacia él y tuvo que alzar los ojos hasta llegar a su cara. Se quedó boquiabierto, lo que era una reacción bastante normal en la gente que veía a Tai por primera vez. Era enorme, impresionante, y estaba buenísimo.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó Warren.
—Familia —lo corrigió Tai, palmeándose el pecho en un gesto de macho alfa.
Yo sonreí y le di palmaditas en la mano. Lo jalé para que volviera a sentarse. Él se sentó en silencio y me miró fijamente, como si los demás ocupantes de la habitación fueran insignificantes y molestos mosquitos. Dios, adoro a Tai.
Warren carraspeó y siguió hablando.
—Quiero que sepas, Mia, que lamento mucho lo que ha pasado. No dudes que correremos con todos los gastos médicos, los gastos que puedan derivarse de tu recuperación y cualquier cantidad adicional que consideres oportuna para compensar tu tiempo y tu sufrimiento. Odio que te haya pasado esto, Mia, ni te imaginas cuánto. —Se le rompió la voz. Tenía el ceño muy fruncido y nunca le había visto tantas arrugas como ese día—. Pero debo pensar en las vidas de la gente que quiero salvar. Si lo que ha pasado sale a la luz, no sólo supondrá el fin de la carrera política de mi hijo, sino que también será el fin de mi proyecto y los más perjudicados serán, como siempre, los más desfavorecidos. —Bajó la cabeza y la sacudió avergonzado.
—Pero, bueno, ¡¿será posible?! —exclamó Tai, temblando de indignación—. ¿Pretender esconderlo todo bajo la alfombra para no perjudicar a un político? Criatura, no me parece bien. La justicia es igual para todo el mundo —empezó a decir, pero yo lo interrumpí.
—Tai, hay cosas en juego que tú no conoces. Luego te lo contaré todo, cuando nos quedemos a solas; te lo prometo. —Con la mirada le rogué que se calmara.
Él frunció los labios y alzó una ceja, pero guardó silencio y me apretó la mano con más fuerza. Inspiré profundamente y, tras soltar el aire con lentitud, pronuncié las palabras que nunca creí que saldrían de mi boca.
Estaba a punto de darle a un violador potencial carta blanca para evitar la cárcel. Tuve que hacer un gran esfuerzo y pensar en todos los hombres, las mujeres y los niños en varios países repartidos por todo el mundo que no tenían acceso a la medicina moderna de la que gozábamos en Estados Unidos. Sin la ayuda que les proporcionaría el proyecto de Warren, muchos de ellos tendrían un mal final. Si la verdad salía a la luz, Warren perdería a todos sus inversores y socios, incluido el señor Benoit. Además, si la prensa comenzaba a investigar, descubrirían quién me había contratado y para qué. Y eso afectaría a las vidas de mucha más gente, no sólo de los Shipley. También a las de la tía Millie, Wes, Alec, Tony, Héctor, Mason, los D’Amico, que me habían contratado para su campaña de trajes de baño, Tai...
Decidida, busqué la manera de exponer las cosas para poder seguir mirándome al espejo en adelante.
—Warren, no se lo contaré a nadie y no presentaré denuncia, pero tengo varias condiciones.
Él me dio la mano y asintió en silencio. Kathleen seguía llorando. Una a una, fui especificando las condiciones que me parecieron justas.
—Aaron tendrá que entrar en un centro de rehabilitación para curarse el alcoholismo. Me da igual si es una clínica privada y si la excusa para su ausencia de la vida pública es un asunto familiar. Invéntate algo. Pero tu hijo necesita ayuda. También necesita sesiones de control de la ira con un especialista.
—Prometido —replicó Warren con decisión.
—Quiero una carta, escrita y firmada por él, en la que se comprometa a recibir esas ayudas. El original lo guardaré yo. En ella se comprometerá a cumplir con esas condiciones. Si no lo hace, llevaré la carta a la prensa y me dará igual si firmé un contrato de confidencialidad o no. La llevaré a la prensa, ¡¿queda claro?!
Warren agachó la cabeza y me besó la mano.
—Mia, lo siento; lo siento mucho. Dulce niña, gracias por ser tan generosa.
—Una última cosa: el dinero.
—Lo que quieras. Pon tú la cifra. ¿Quieres millones? Son tuyos.
Al oír eso estuve a punto de atragantarme. ¿Estaba dispuesto a pagarme millones de dólares para salvarle el trasero a su hijo y sacar adelante su proyecto? Tuve que volver a poner las cosas en perspectiva, recordándome que, para alguien que tenía la fortuna de Warren Shipley, unos cuantos millones no eran más que una propina. Me revolvió el estómago pensar que estaba tratando de comprarme, pero sabía que sólo quería ayudarme, ponerme las cosas más fáciles. Y el dinero era la manera habitual de arreglarlo todo para alguien que había nacido en una familia rica.
—Ni un céntimo. No pienso aceptar ni un solo céntimo. Nadie podrá decir nunca que me tapaste la boca con dinero. No soy una fulana; soy una mujer agredida. Tu hijo debería ir a la cárcel por lo que me hizo, Warren, pero por ti y por tu causa benéfica, no lo denunciaré. Estoy renunciando a mis convicciones y principios morales para asegurarme de que el programa de ayuda se lleve a cabo con éxito. No hagas que me arrepienta de mi decisión.
Vi un par de lágrimas en las mejillas de Warren, que él se secó rápidamente. Le di unas palmaditas en la mejilla y él me aseguró con la mirada que me comprendía. Sabía el gran sacrificio que estaba haciendo y me respetaba más por ello. Se apartó de la cama para dejar paso a Kathleen, que me dio uno de esos abrazos suyos tan maternales que tanto me gustaban. Kathleen lloró sobre mi bata mientras me abrazaba con fuerza. Me hacía un poco de daño en la espalda, pero como una guerrera que acabara de volver de una batalla, apreté los dientes y le devolví el abrazo. Ella lo necesitaba tanto como yo.
Cuando me dieron de alta, me quedé unos días más en Nueva York. Mason, Tai, Rachel y Kathleen se ocuparon de mimarme a todas horas. Warren mantuvo las distancias, aunque me enviaba flores dos veces al día. Mason y Tai tardaron unos cuantos días en calmarse. Estaban muy enojados. Tal vez gracias a su enojo común, pronto se hicieron grandes amigos y pasaban el rato bromeándose mutuamente, hablando de deportes y de las diferencias entre la vida en el continente y en las islas.
Al final logré convencer a Tai para que volviera junto a su familia y su novia. Amy fue un amor. Me enviaba mensajes graciosos todo el rato para animarme. Era un encanto de chica y me hacía muy feliz saber que Tai tenía a alguien así esperándolo en casa.
El último día antes de que él regresara a Hawái, nos sentamos a hablar en la terraza del Four Seasons, disfrutando de las vistas.
—Alucinante, ¿eh? —Le señalé la panorámica de Nueva York con el pie.
Él se encogió de hombros.
—Yo prefiero ver el ancho océano y un mar de palmeras a ver un montón de luces y edificios, pero entiendo que a algunos pueda resultarles atractivo. A mí me parece demasiado ruidoso. Hay demasiada gente; demasiado de todo.
Les di unas vueltas a sus palabras. Demasiado de todo. Pues sí, lo había descrito.
Crucé un pie por encima del otro y Tai se fijó en mi tatuaje, que ya estaba completamente curado. Al verlo, sonrió, no con su sonrisilla sexi habitual, sino con una sonrisa radiante, llena de dientes y hasta de encías. Me tomó el tobillo en su mano gigante y se lo llevó al regazo. Yo me moví un poco para que pudiera inspeccionarlo mejor.
—¿«Confía en el viaje»? —Alzó la mirada, buscándome los ojos.
—Sí.
Con un dedo, me acarició la inscripción y luego el diente de león y cada una de las semillas voladoras con la letra inscrita, deteniéndose al llegar a la «T». El calor que me transmitía con ese dedo atravesó la piel y viajó a lo largo de mi pierna hasta llegar a ese lugar que Tai conocía tan bien. De hecho, estoy convencida de que mi vagina había escrito poemas llamados Oda a Tai y cartas de amor pidiéndole que regresara. Pero Tai ya no me miraba con la pasión de antaño. Imagino que esa pasión la reservaba ahora para su nueva dueña: una rubia pequeña que lo esperaba en Hawái.
—¿Qué significan estas letras? —me preguntó.
Pensé en hacerme la interesante y decirle: «¿Qué letras?», pero Tai siempre había sido completamente sincero conmigo y sentí que debía pagarle con la misma moneda.
Levanté un poco más el pie y fui señalando cada letra.
—Cada una de ellas corresponde a un hombre que ha marcado mi vida de alguna manera que quiero recordar. Me recuerda que cada una de las cosas que he vivido tenía un sentido y que, durante un tiempo, me sentí amada. —Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero inspiré profundamente, tragué saliva y me controlé.
Tai acarició la letra «T».
—¿Es por mí?
Estaba tan emocionada que fui incapaz de responder, y me limité a asentir. Él se inclinó y besó la letra.
—Me gusta, criatura. Me gusta que una parte de mí esté contigo siempre.
Yo me incliné también para besar el tatuaje que él llevaba en el hombro derecho, el que representaba la amistad; el que se había hecho como recuerdo del tiempo que habíamos pasado juntos. Apoyé la cabeza en su hombro y él me dio unas palmaditas cariñosas.
—Tienes que volver a casa —le recordé.
—Sí, allí tengo muchas cosas —replicó, siempre sensato.
—Lo sé. Te quiero, Tai. Muchas gracias por venir.
—Hay mucha gente que te quiere; nunca lo dudes, criatura. La familia es la que tú eliges; siempre estaré a tu lado cuando me necesites.
Tai se fue esa misma noche en el primer vuelo que encontró. Y se llevó consigo otro trocito de mi corazón. No me cabía ninguna duda de que siempre podría contar con él en mi vida.
Pasé los días siguientes en Boston, con Mason y Rachel. Mace me trataba como si acabara de sobrevivir a una epidemia de peste y estuviera destrozada. No era verdad, pero yo me dejé querer. Volver a ver a Mason, a sus hermanos y a sus colegas de equipo fue genial. Una vez más comprobé que esos hombres eran realmente mis amigos. No estaba sola. Mucha gente había acudido a ayudarme cuando la había necesitado. Había un montón de gente dispuesta a animarme, a protegerme, a luchar por mí. Me querían de verdad.
Mientras hacía la maleta, encontré el papel de carta. Ya no estaba en casa de Warren y Kathleen, pero pensé que se merecían unas líneas, un recuerdo del tiempo que habíamos compartido. Busqué un sobre y escribí en él la dirección de la lujosa mansión. Como no iba a volver a mi estudio en California durante un tiempo, no me molesté en anotar una dirección en el remitente. Sólo puse «Mia Saunders».
Warren y Kathleen:
Siento mucho cómo acabaron las cosas. Sé que no le desearían a nadie lo que me pasó; no los culpo de nada. Gracias por enviarme noticias sobre la rehabilitación de Aaron. Me resulta más fácil asimilar lo que sucedió sabiendo que está recibiendo ayuda profesional. Deseo sinceramente que encuentre la paz que necesita.
Christine Benoit me contó que el primer envío de suministros saldrá el mes que viene. Decir que la noticia me hace feliz es quedarme corta. Saber que pronto muchas personas recibirán la ayuda que necesitan para llevar vidas largas y felices hace que todo haya valido la pena.
Quiero que sepan que el tiempo que pasé con ustedes fue fantástico, y que ver cómo ha evolucionado su relación ha sido algo inspirador.
Gracias por permitirme formar parte de su vida.
MIA
Doblé la carta, la metí en el sobre y le pedí a Rachel que la enviara. Esta vez no me escapé mientras dormían. Dejé que ella y Mason me acompañaran al aeropuerto. Era lo mínimo que podía hacer después de que me rescataran y me cuidaran durante una semana y media.
Nos despedimos y prometimos que nos mantendríamos en contacto. De momento, me estaba resultando muy fácil mantener el contacto con mis nuevos amigos. Probablemente porque eran los únicos amigos que tenía aparte de Ginelle y de mi hermana.
Recliné el asiento del avión y me relajé pensando en el mes que llegaba a su fin. Había sido muy variado. Había hecho de celestina, había practicado sexting con Wes, había tenido sueños muy húmedos, había echado una mano a la hora de hacer negocios a gran escala y ayudado a países del Tercer Mundo; había conocido a una ninfómana canadiense y habían estado a punto de violarme. En conjunto, ¡vaya mesecito! Había tres cosas que no podía quitarme de la cabeza.
La primera era que Wes era mi jodida kriptonita. Debía ir con mucho cuidado con él si quería sobrevivir medio año más en esas circunstancias.
La segunda era que nunca había que juzgar un libro por la cubierta, ni siquiera cuando esa cubierta era un traje a la medida muy sexi, una carrera política impecable y riqueza ilimitada.
Y la tercera, que los amigos son la familia que uno elige, y que tenía la mejor familia del mundo.
Sí, la vida era muy rara, pero la estaba viviendo al límite. Tomaba las cosas tal como venían, aceptando lo bueno, lo malo y hasta lo feo con resignación porque todo formaba parte del proceso. Tal como mi tatuaje se encargaba de recordarme, tenía que confiar en el viaje.
Y, ahora, el viaje me llevaba hacia un hombre de piel canela. Un cantante de hip-hop llamado Anton Santiago que me quería en su nuevo videoclip. Dicen que los blancos no saben saltar. Bueno, pues esta blanquita no sabía bailar. Julio se presentaba interesante...