Bombay, India
«Fotografei você na minha Rolleiflex...» El espacioso vestíbulo del Grand Hyatt Mumbai emite en sordina la empalagosa bossa nova de Stan Getz, Jobim y João Gilberto. La canción tiene la edad del hombre que sale del ascensor con los hombros caídos, desalentado. Cuando el espejo le ha devuelto, a la cruda luz del fluorescente, la imagen de sus sesenta años, ha apartado la mirada.
André Vannier no ha pegado ojo. La diferencia horaria a la que no consigue acostumbrarse, la tristeza, los pensamientos demasiado negros, quién sabe. Antes de salir de la habitación, ha escrito a Lucie un largo correo que ha conseguido no enviarle. No era más que una ridícula botella al mar, después de que ella le soltara por teléfono con fastidio, desde París, donde aún era de noche, que había «pasado a otra cosa». Le ha escrito sabiendo que era inútil e, incluso, por decirlo de un modo suave, contraproducente. Pero cuando se agotan las pilas del mando a distancia, siempre apretamos más fuerte. Es humano.
El arquitecto sale del hotel internacional —que es todo lo que él detesta: proporciones sin fuerza, materiales sin elegancia, dimensiones fastuosas y agobiantes—, abandona el aire acondicionado del ártico y se adentra en el horno del verano tropical hindú. El ruido se vuelve súbitamente ensordecedor y el aire, de tan sofocante, no merece ni su nombre. Bombay apesta a neumático chamuscado y a diésel mal quemado. En una Pipeline Road congestionada, André le hace un gesto a un rickshaw verde y sucio, que frena de golpe y provoca un concierto de cláxones. Le da al conductor la dirección de la obra, en el barrio de Kamathipura, le propone una tarifa generosa y se encoge para meter su cuerpo larguirucho en el reducido espacio del tres ruedas. El rickshaw sale disparado —provocando un nuevo concierto— y se abre paso entre la densidad del tráfico siguiendo un camino que solo él conoce.
—¿Por qué coges siempre rickshaws? —le preguntó anoche Nielsen—. Los taxis son menos estresantes.
Lo que Nielsen no sabe, con su melena rubia al viento, sus impecables trajes Hugo Boss confeccionados a la medida de su percha de atleta y los dos años escasos que lleva en la empresa, lo que ignora ese Nielsen recién hecho que aún huele a carne de pupitre —«desde que vi su proyecto del Grand Mississippi Center, señor, sueño con trabajar en Vannier & Edelman»— es que esos minutos de asfixia le dan la vida a Vannier. Lo que busca, y a veces encuentra, en la destartalada banqueta del triciclo, es recuperar sus veinte años en Sri Lanka, donde estuvo con aquella chica de Nápoles increíblemente loca, ahora no le viene el nombre, con sus enormes pechos y su sonrisa radiante, ¿Giulia, quizá?, sí, eso es, Giulia, ha estado a punto de no acordarse.
El rickshaw se dirige a las obras de la Sūryayā Tower entre el flujo ruidoso y apestoso de los vehículos, entre acelerones bruscos y agudos pitidos, y André se sorprende de la ausencia de rayones en los flancos de los coches, de la supervivencia de los retrovisores. Por una vez, el conductor no es uno de esos adolescentes cansinos que ha comprado, con varios colegas, un triciclo y hacen turnos de ocho horas ignorando por completo el código de circulación y confiando en Waze para llegar a su destino. No, es un hombre achaparrado, sin edad, con unas enormes gafas de sol Aviator, que se abre paso con agresiva fluidez entre coches y camiones, franqueando la línea continua sin miedo a las decenas de vehículos que se le vienen encima. Su avance incólume a través del oleaje tiende al milagro, pero para algo lleva pegado en el manillar un buda de plástico translúcido.
La Sūryayā Tower es uno de los proyectos más ambiciosos del estudio de arquitectura Vannier & Edelman, una demostración de pericia y de estética: un edificio de cristal y bambú de ochenta metros de altura, reforzado en determinados puntos estratégicos con largos cables de acero. En la fachada norte se condensa el agua que riega el jardín vertical de la fachada este, mientras que el muro suroeste combina tragaluces y paneles solares —no en vano sūryayā significa «sol»— que proporcionan luz y electricidad al edificio. Será el puente simbólico que una el barrio de los museos con el barrio universitario, albergará startups como seña de identidad y ya tiene todas las plantas reservadas. Ninguna floritura arruina la sencillez de la torre: es una perfección conquistada a base de sucesivas renuncias. Incluso sus competidores chinos han tenido que rendirse a la evidencia.
Pero un subcontratista hindú ha pretendido engañarlos con la calidad del hormigón de los cimientos, el pobre Nielsen se ha dado cuenta demasiado tarde y las obras llevan dos semanas de retraso. André Vannier aprovecha los dos días de visita para amenazar, negociar y zanjar asuntos, no es culpa suya que sea domingo, antes de subirse a un avión que esta misma tarde lo llevará a Nueva York y al Silver Ring.
«Pasado a otra cosa»: André detesta todas las palabras que Lucie ha escogido a conciencia, el pasado bien muerto, la cosa bien fría, sabe perfectamente qué significa esa «otra», por no decir ese otro, un otro que quizá ya tenga cuerpo. Lucie ha elegido la crueldad, como si a partir de ahora no deseara entre ellos más que lo irremediable, y ha preferido reducir lo poco que habían construido en tres meses a una banal experiencia breve y novedosa: acostarse con un viejo aún potable, a pesar de su piel envejecida y un nombre anticuado que los padres ya no ponen a sus hijos. Probablemente el resumen con el que se fustiga sea más despiadado que el de una Lucie no tan severa.
La conoció hace tres años, en una cena en casa de los Blum. André se aburría y estaba a punto de irse cuando llegó una mujer muy joven, Disculpad el retraso, estaba acabando de calibrar la luz de la escena de un largometraje. Lucie era montadora. A pesar de los esfuerzos que hacía por ser discreto, André no podía dejar de mirarla, y es que era totalmente «su tipo». La intensidad de su voz lo tenía embelesado: no elevaba nunca el tono, las frases salían de su boca de manera pausada, reflexiva, las palabras se imponían por su propio peso y, cuando desarrollaba una idea, sumamente concentrada, le latía una venita en la sien. André descubriría más tarde que Lucie había tenido un hijo a los veinte años, Louis, de quien se había ocupado ella sola desde el principio. De la responsabilidad de ser madre soltera debía de venirle, pensaba, aquella falta absoluta de frivolidad.
Sí, sería quedarse corto decir que Lucie lo había impresionado. Si hubiese tenido veinte años menos le habría propuesto que tuvieran un hijo. La diferencia de edad lo hacía todo inverosímil. Jeanne, la hija de André, no tardará en tener la edad de Lucie. No hace mucho le preguntó en broma a una mujer: «¿Quieres ser mi viuda?». Pero a la viuda putativa no le hizo mucha gracia. ¿Por qué últimamente son tan jóvenes sus parejas? Sus amigos envejecen igual que él, pero las mujeres que desea no. Así que huye, de puro miedo. Puede cenar con la muerte al acecho, pero no acostarse con ella.
Se frecuentaron durante un par de años. Habría sido incapaz de no volver a verla. Una noche milagrosa ella lo besó y el milagro había durado unos meses.
El arquitecto hace una lista de aquello que la joven, con su actitud, ha ido minando en él, y concluye que todo se reduce a una cuestión de piel. Desde que ve la muerte en el horizonte, es decir, desde hace bastante tiempo, sitúa el deseo en el centro de lo que para él es el amor. A todas luces, Lucie lo situaba en la periferia.
Cuando Lucie volvía agotada tras un montón de horas de montaje y él se levantaba sonriendo para abrazarla, podía ver en cada uno de sus gestos una suerte de reserva —que quizá no fuese más que puro cansancio—; cuando se acostaban, André temía que un gesto suyo, demasiado invasivo, la ahuyentara; pasaba la noche lejos de ella, que lo dejaba fuera de su «espacio vital», un concepto que para su generación ya no tenía evidentemente nada que ver con el Lebensraum nazi. En cuanto se quedaba dormida, la echaba de menos. Y entonces se ahogaba en la melancolía y tenía miedo de ponerse a roncar y aumentar su incomodidad, o, peor aún, de quedarse dormido y que ella se despertara y descubriera a su lado, aletargado, a un hombre viejo y feo, con la boca abierta y maloliente.
Por las mañanas, Lucie se levantaba en cuanto sonaba el despertador, sin darle ningún beso, y él veía, entre la bruma de un amanecer sin gafas, cómo aquel cuerpo tan deseado huía del dormitorio para meterse en el baño. Oía correr el agua, durante un buen rato, imaginándosela desnuda bajo el chorro de agua caliente, y se le encogía el pecho de pena, y quizá de humillación.
Si hubiese tenido treinta años y la piel eternamente firme, si hubiese tenido esa piel que no teme ni a las arrugas ni a la muerte, si hubiese tenido el pelo tupido y negro, ¿Lucie habría abandonado a su bello amante para correr a darse una ducha matutina? Si hubiese sido el guapo de Nielsen, por ejemplo, sí, Nielsen, por qué no, y se estremece ante la imagen fugaz de un Nielsen majestuoso empotrando a su dulce Lucie. André sabe la respuesta, y la respuesta lo crucifica.
Sin embargo, en ocasiones, Lucie acercaba la mano, comprobaba la firmeza de la carne en barra y se montaba a horcajadas sobre él. André se la clavaba lo más hondo que podía y, como aquella postura le impedía besarla, intentaba atraerla hacia sí; pero Lucie se erguía de nuevo y llegaba al orgasmo enseguida. Su cuerpo esbelto y sudado indicaba que era la hora del placer masculino. André intentaba entonces alcanzar el goce liberador poseyéndola con brutalidad. Pero, definitivamente, ni aquella frecuencia ni aquella cadencia eran las suyas.
Su deseo, su tristeza, sus agobios le hicieron perder poco a poco toda prudencia, y André insistió torpemente en más de una ocasión, pero ¿acaso existe una insistencia hábil? Negado en su propio ser, frustrado en su propio cuerpo, no había sabido encontrar un segundo centro de gravedad. ¿Cuánto tiempo le quedaba para seguir siendo un hombre? La edad lo volvía frágil, con ese maldito 6 ocupando el lugar de las decenas. Si Lucie no lo deseaba ahora con absoluta sinceridad, los años venideros no iban a mejorar la cosa.
El rickshaw entra en la obra sin vacilar, zigzaguea petardeando por el barro y las planchas de madera, hasta llegar a la gran caseta modular donde lucen las siglas V & E del estudio de arquitectura. André sube a la sala que hay en el piso de arriba, Nielsen lo está esperando. ¿Lucie con Nielsen? No, qué tontería.
—Los ingenieros de Singh Sunset Construction ya están aquí —se limita a decir el joven arquitecto.
—Pues que esperen. Dame unos minutos.
André se sirve un café solo, se instala frente a la ventana y recorre con la mirada las obras de la Sūryayā Tower. Son las diez, la reunión era a las nueve. Pero nada es fruto del azar: el indecente retraso, las sandalias, los vaqueros desteñidos y la camisa blanca de algodón con cuello Mao, la mochila de tela. La visita de André estaba prevista desde hace tiempo, pero han preferido decirles que viajaba a la India expresamente por ellos.
Una cuadrilla de ingenieros de Singh Sunset Construction está sentada alrededor de su jefe. Seis trajes negros entallados, seis corbatas bien anudadas, seis rostros tensos. Todos se levantan cuando André entra en la sala. Sin vacilar, el arquitecto avanza directo hacia Singh, a quien no ha visto nunca pero de quien Nielsen le ha mandado una foto. Es un hombre de pelo canoso y liso, de unos cincuenta años, enjuto pero fibrado, de mirada penetrante. Antes de que el hombre tenga tiempo de inclinarse y cruzar las manos sobre el pecho, como se estila en la India, Vannier le estrecha la mano con fuerza. Hasta el acento a lo Maurice Chevalier está calculado.
—Good morning, Mr. Singh.
—Very honored, Mr. Vannier, very honored.
—Mr. Singh, tenemos dos horas por delante para arreglar el problema. Debo volver a Nueva York esta misma tarde. Es un asunto muy serio. Mucho. No hace falta que se lo diga. Pero antes que nada, me gustaría que visitáramos las obras.
—Mr. Vannier, we think that...
Sin dejarlo acabar, Vannier da media vuelta y sale. Todos lo siguen. Vannier anda deprisa, con Nielsen a su lado y los ingenieros detrás, en fila india. Nielsen se vuelve hacia su jefe y le susurra:
—Esta mañana el laboratorio nos ha enviado los resultados de los análisis del hormigón de los micropilotes. La resistencia a la compresión está muy por debajo de los niveles C 100/115 exigidos. Estamos más bien en un C 90, incluso menos. La mejor solución es instalar otros micropilotes y olvidarnos de estos totalmente.
Vannier asiente. Nielsen es su arma secreta en la India. Hace un mes que el joven llegó a Bombay, un mes organizando a diario reuniones de trabajo con los proveedores en un inglés técnico que domina a la perfección, un mes escuchando con su pinta de surfista australiano atolondrado lo que se dice a su alrededor en hindi, una lengua que maneja con soltura al haber pasado su infancia en Goa, ese inmenso balneario del océano Índico donde su madre aún regenta una guest-house. El dominio del idioma tuvo mucho que ver, qué duda cabe, para que lo contrataran en Vannier & Edelman dos semanas después de que el estudio ganara el concurso de licitación de la Sūryayā Tower.
Al llegar a pie de obra, Vannier abre la mochila y saca un ordenador, un módem inalámbrico, un telémetro láser. Realiza varias conexiones, comprueba los datos, manipula el telémetro, cinco, diez veces, vuelve a calcular y lo dirige de nuevo hacia el vértice de uno de los micropilotes, luego de otro, mientras los hombres de Sunset Singh sudan la gota gorda bajo el sol. André alarga el momento más de lo necesario, antes de recogerlo todo con sumo cuidado, sin prisas, y volver a la caseta de obras.
Vannier se sienta e invita a los demás a hacer lo mismo. Deja pasar unos segundos y dice, esta vez en un inglés sin acento:
—Señor Singh, se ha cometido un error y ya ha habido consecuencias. Hay que corregirlo ahora, después será demasiado tarde. La arquitectura es un juego, un juego erudito, pero un juego al fin y al cabo, no hace falta que se lo explique. Pero con la construcción no se juega, se trabaja conjuntamente... ¿Lo entiende? Conjuntamente...
Singh asiente con la cabeza.
A mediodía, Vannier ya ha obtenido lo que había ido a buscar. Singh Sunset Construction se compromete a cumplir con el nuevo calendario, el tirón de orejas de Vannier & Edelman solo los obliga a asumir los gastos de peritaje y abogacía. No se mata al caballo en mitad del río. Las nuevas perforaciones empezarán esta misma tarde y el nuevo hormigón se inyectará a presión por la noche, durante las horas más frescas. Debido a la urgencia, Vannier exige no solo un nivel C 115, sino un X S2, resistente a las aguas salobres. Con el calor que hace, estará seco en una semana, y en tres ya podrán construir encima.
Cuando los ingenieros de Singh Sunset se ponen a discutir y a estudiar el nuevo planning, Vannier se inclina al estilo hindú y abandona con Nielsen la estancia.
Se alejan de la obra, le compran dos Kingfisher bien frías a un vendedor ambulante y van dando un paseo hasta el puerto. A Vannier aún le quedan tres horas antes de volar a Nueva York. De pronto, solícitamente, Nielsen le pregunta: «¿Y Lucie qué tal está? ¿Ya ha acabado la película de Von Trotta en la que estaba trabajando?».
Vannier esboza una sonrisa. O más bien una mueca. Luego divaga, elude la pregunta, se da cuenta de que está ocultando la ruptura, como si contárselo a Nielsen la hiciera más definitiva todavía. Se siente humillado y, por primera vez en su vida, viejo y avergonzado por la injusticia que la vida ha cometido con él.
Lucie se ha ido, y el arquitecto rememora la fórmula: «pasado a otra cosa». Sic transit. André empieza a asumirlo: a fin de cuentas, echar de menos a una mujer que te ha dejado será siempre menos doloroso que desear sin tregua a la que duerme a tu lado, en una penumbra indiferente y tibia, a años luz de distancia.
Durante el vuelo de United Airlines con destino a Nueva York, Vannier relee precisamente el librito que le regaló a Lucie, La anomalía, de Victør Miesel, un autor a quien no conocía de nada hace apenas dos meses. Luego intenta trabajar, pero no puede resistir el impulso de reescribir por décima vez su correo desesperado. Tiene el ánimo por los suelos. Poco podía imaginarse una caída tan bestia, tan vertiginosa.
Lo que acabó por exasperar a Lucie fue que mostrara y exhibiera su sufrimiento, ahí la perdió definitivamente, pero André no fue capaz de cambiar de actitud. Ante el dolor del fracaso, se fustiga y maldice su impaciencia. Se creía un buen amante, tierno y con experiencia, se había hecho la ilusión de que el sexo la mantendría a su lado, de que podría convertirse para ella en sinónimo de un placer exquisito. Entonces, estúpidamente, pues nada es tan estúpido como el deseo, que es la esencia misma de la vida según Spinoza, André quiso arrastrarla sin cesar hacia una cama que ella acabó rehuyendo.
«Tu deseo me agobia. Has conseguido anular el mío», le dijo Lucie antes de pedirle que se dieran «un tiempo», un tiempo que acabó siendo una eternidad.
Miss Platón contra el Dr. Spinoza. Y Spinoza había perdido. Jaque mate.
Pero André no escribe lo que piensa, no, escribe un correo más ridículo todavía. «Me habría gustado recorrer contigo el camino más largo posible, e incluso el más largo de todos los posibles caminos.» Detesta esas palabras y, sin embargo, las escribe y las envía. ¿Qué hora es en París? Lunes ya. Aún estará durmiendo.
Cuando la melatonina le hace efecto, se queda dormido profundamente, sin soñar con nada. En el aeropuerto JFK, al pasar la aduana, aún amodorrado, el policía escanea su pasaporte, le observa atentamente y le retiene durante unos minutos, hasta que aparecen un hombre y una mujer. Son jóvenes, van vestidos con ropa moderna pero elegante, él con traje negro, ella con un conjunto gris de falda y chaqueta, y parecen exactamente lo que son: agentes del FBI. De hecho, nada más llegar muestran sus credenciales azules y sus insignias doradas de sheriff, donde una justicia con cara de click de Playmobil sujeta una balanza y una espada.
—¿Señor André Vannier? —pregunta la mujer.
André asiente y la mujer le muestra una foto en la pantalla del móvil.
—¿Conoce a esta persona?
Es Lucie. Lucie sentada en un cuartito iluminado con fluorescentes de luz cálida. Parece asustada, atemorizada, sí, su postura y su mirada lo demuestran. Hay algo que no cuadra en esa imagen de Lucie.
—Sí, la conozco. Por supuesto. Lucie Bogaert, es amiga mía. ¿Le ha pasado algo? ¿No está en París?
—Tenemos órdenes de pedirle que nos acompañe, señor Vannier, eso es todo. Un miembro de su consulado debería haber venido a recibirlo. Se reunirá con nosotros allí adonde lo llevamos. Puede usted negarse, en cuyo caso lo esperaremos juntos en la zona de retención.
Vannier niega con la cabeza. No tiene la más mínima intención de resistirse.
Salen del aeropuerto y se dirigen a una limusina negra; el hombre que los está esperando coge el equipaje de André y lo coloca en el maletero. Suben a la parte de atrás. Una vez instalados, el hombre del FBI golpea el cristal tintado que los separa del conductor. El coche arranca y André se fija entonces en que las ventanillas son totalmente opacas.
—Haga el favor de apagar su teléfono móvil y entregármelo —dice la mujer—. Lo siento. Es el protocolo.
André obedece. Ahora también tiene miedo. Tanto por Lucie como por él.