EL PRECISO INSTANTE

Jueves, 24 de junio de 2021,

McGuire Air Force Base, Trenton, Nueva Jersey

 

En fila india, entre dos columnas de soldados armados y equipados con trajes amarillos anticontaminación, los pasajeros se dirigen al hangar. Atraviesan un detector de radiactividad, una cámara antibacteriana y entran con cuentagotas en la inmensa nave abovedada, donde una hilera de soldados anota nombres, apellidos y números de asiento. Pocos son los que protestan. El nerviosismo y el enfado iniciales han dado paso al agotamiento y la ansiedad. Solo una abogada indignada encuentra la energía necesaria para distribuir sus tarjetas profesionales.

En el hangar, los militares han instalado duchas, aseos portátiles, un centenar de tiendas y mesas largas. Sirven comida caliente, algunos pasajeros intentan descansar en los colchones que hay en las tiendas, pero todo resuena bajo la bóveda de acero, los niños chillan, las discusiones estallan. Decenas de soldados patrullan y controlan cada entrada y cada salida; en la esquina norte, un equipo médico dispone de un laboratorio protegido por una carpa esterilizada y una docena de enfermeros toma muestras de saliva de todos los pasajeros; en unos módulos de la esquina este, los psicólogos de las PSYOP que han ido llegando empiezan los interrogatorios individuales, siguiendo el cuestionario que Miller y Wang han redactado deprisa y corriendo. En las últimas horas, el protocolo 42 se ha enriquecido extraordinariamente.

En el flanco oeste, a cinco metros de altura, una gran plataforma metálica domina el hangar. El grupo operativo se ha instalado en una de las salas voladizas, desde donde puede observarse, a través de los ventanales, el hervidero ruidoso y caótico que hay abajo. Las tabletas muestran sin cesar nuevos datos. La NSA ha geolocalizado a la mayor parte de los pasajeros y de la tripulación del vuelo París-Nueva York del 10 de marzo. Un centenar se encuentra ya en arresto domiciliario bajo vigilancia policial. Los biólogos han comparado sus ADN con los de sus homólogos retenidos en el hangar: son estrictamente idénticos. El avión inmovilizado en McGuire es la réplica exacta del que aterrizó hace casi cuatro meses.

Mitnick, el friki de la NSA, muestra en un monitor una imagen de la cabina de pasajeros, desdoblada.

—Estos son los vídeos de la cámara situada en primera clase: a la izquierda, el primer avión, el pasado 10 de marzo; a la derecha, el que ha aterrizado hoy. Si detengo la imagen, ambos timecodes indican que son las 16 horas 26 minutos y 30 segundos... Las dos muestran exactamente lo mismo. Estamos en plenas turbulencias. Pero si avanzamos imagen a imagen...

En el monitor, a las 16 horas 26 minutos 34 segundos y 20 centésimas, los vídeos divergen y la pantalla desdoblada se convierte en un juego de los siete errores: a la izquierda, las gafas de una pasajera salen volando, mientras que a la derecha permanecen sobre su nariz; aquí se abre uno de los compartimentos para equipajes, allí permanece cerrado. Pero lo más relevante es que la imagen de la izquierda está oscura, mientras que en la de la derecha un sol radiante inunda la cabina. El primer avión prosigue su agitada ruta en medio de la terrible tormenta del 10 de marzo, mientras el segundo asoma en el apacible cielo del 24 de junio a las 18.07 horas.

La algarabía es tal que Mitnick se ve obligado a gritar para hacerse oír:

—Equilicuá —exclama con una voz sobreexcitada—. Todo ocurre en ese preciso instante: a las 16 horas 26 minutos 34 segundos y 20 centésimas... Y lo inverosímil continúa: hemos seleccionado tres cámaras interiores del Boeing 787: una de la parte delantera, otra de la parte central y otra de la parte de atrás. Entre cada una de ellas hay diez metros. A 900 kilómetros por hora o, lo que es lo mismo, a 250 metros por segundo, el Boeing recorre esos diez metros en un veinticincoavo de segundo y, oh, milagro, las cámaras toman veinticinco imágenes por segundo... ¿Me siguen?

Como nadie contesta, Mitnick continúa:

—Dividamos ahora la pantalla en tres. A la izquierda, la grabación de la primera cámara; en el centro, la grabación de la segunda, y a la derecha, la tercera. A las 16 horas 26 minutos 34 segundos y 20 centésimas, el sol inunda de golpe la cabina en la primera cámara. El mismo fenómeno se produce en la segunda cámara, pero en la imagen siguiente: a las 16 horas 26 minutos 34 segundos y 24 centésimas. Y en la tercera cámara, la de la derecha, el sol aparece a las 16 horas 26 minutos 34 segundos y 28 centésimas.

—¿Y eso qué significa? —pregunta Silveria.

Mitnick se regocija.

—Que hay un desfase de un veinticincoavo de segundo entre cada cámara. Como si nuestro segundo avión surgiese de la nada a través de un plano vertical inmóvil. Antes del plano, la tormenta; una vez franqueado, el cielo azul. Según nuestros satélites de observación, dicho plano se encontraba el 10 de marzo exactamente a 42º 8' 50" N 65º 25' 9" O, pero el avión ha reaparecido hoy un poco más hacia el suroeste, a unos 60 kilómetros.

—Y ¿cuál es su conclusión, Mitnick?

—¿Mi conclusión? Ninguna, yo no extraigo conclusiones. Me limito a aportar un dato más para que los lumbreras de Princeton se estrujen las meninges —dice volviéndose hacia los dos matemáticos.

—O sea que ha pasado un poco como con una fotocopia: se escanea en un sitio y se imprime en otro, como una hoja que sale de una fotocopiadora, ¿no? —pregunta Tina Wang.

Mitnick vacila. La idea le había parecido demasiado absurda como para sugerirla él mismo.

Se vuelve a hacer el silencio. Aún no han instalado los aparatos de aire acondicionado y reina un calor húmedo. Un mensaje hace vibrar el móvil del hombre de la Seguridad Nacional, que lo lee y suspira:

—El presidente de Estados Unidos exige que la NSA compruebe si el 10 de marzo no hubo cerca de nuestras costas atlánticas ningún barco ruso o chino haciendo experimentos de viajes en el tiempo...

Una mezcla de desánimo y exasperación se apodera del general Silveria. Apoya la cabeza en el cristal y observa el hangar, bajo la cruda luz que lo ilumina.

—Pero ¿de dónde ha salido ese avión? —suspira Silveria—. Alguna teoría tendrá, profesora Wang. Un profesor sin teorías es como un perro sin pulgas.

—Pues lo siento, pero de momento no tengo ninguna pulga.

—Confiamos en localizar a todo el mundo en las próximas cuarenta y ocho horas —prosigue Silveria—, incluidos los pasajeros de origen extranjero que regresaron a su país después del 10 de marzo. Tienen hasta entonces para encontrar una explicación.

—Hay que reforzar el equipo científico —sugiere Adrian—. Física cuántica, astrofísica, biología molecular... El equipo al completo debería estar aquí al amanecer.

—Denos treinta minutos para confeccionar una lista de científicos —añade Tina Wang—. Y también dos o tres filósofos.

—¿Cómo? ¿Y eso por qué? —pregunta Silveria.

—Porque no es justo que los científicos sean los únicos a los que siempre se despierta en mitad de la noche, ¿no le parece?

Silveria se encoge de hombros.

—No renuncien a ningún nombre, tengo plena autoridad para secuestrar a todo premio Nobel que se encuentre en el territorio. La fórmula exacta que deben utilizar es «le pedimos que coopere por petición expresa del presidente de Estados Unidos».

—Consíganos también una sala de hipótesis: una gran sala para trabajar en equipo, con distintos espacios, varias mesas, sillones, sofás, pizarras, tizas, en fin, ya sabe...

—Las pizarras serán blancas e interactivas, ¿va bien? —pregunta Silveria sin el menor asomo de ironía.

—Y drogas para mantenernos despiertos.

—Les mandaremos un cargamento de modafinilo. Tenemos cientos de cajas...

—También necesitaremos una especialista en problemas de continuidad espacial y en teoría de grafos —se aventura Adrian.

—¿Por qué «una»? ¿Tiene a alguien en mente?

Adrian tiene a alguien en mente.

—La profesora Harper, de Princeton. Meredith Harper. Hace apenas unas horas estábamos... discutiendo precisamente... sobre los topos de Grothendieck en geometría.

—Ahora mismo mando un vehículo militar a buscarla. ¿Es... fiable? En materia de seguridad nacional, me refiero.

—Absolutamente. Aunque es inglesa. ¿Hay algún problema?

El general Silveria se muestra dubitativo.

—Hay trece ingleses en ese maldito avión, así que... mientras no sea rusa, china o francesa ya me vale. De todos modos, vamos a colaborar con los servicios británicos.

—Y una cafetera, una de verdad, que haga un expreso decente —añade Adrian Miller.

—No pidan cosas imposibles —tuerce el gesto el general.

 

 

Poco antes de las once, en la esquina norte del hangar se levanta una nube de humo gris, que al principio no es más que una voluta, pero que no tarda en volverse oscura y densa. Una voz de hombre grita: «¡Fuego!», y una oleada de pánico se propaga entre la muchedumbre: algunos pasajeros se abalanzan hacia las puertas cerradas, empujan a los militares que las custodian y los equipos de seguridad no tardan en acudir en su ayuda.

El incendio está enseguida controlado, pero Silveria coge un megáfono.

—Les habla el general Patrick Silveria. Por favor, no sucumban al pánico. Voy a bajar a darles las explicaciones pertinentes.

El hangar se convierte en un guirigay.

—¿Qué va a contarle a toda esa gente? —pregunta Tina Wang cuando el oficial se dispone a bajar de la plataforma—. Yo que usted no les diría que ya existe un doble de todos ellos en algún lugar y que no pintan nada en este planeta...

—Improvisaré. Además, ¿quién sabe qué hacemos todos en este jodido mundo?

Mientras Silveria, megáfono en mano, da falsas explicaciones a unos doscientos pasajeros y les habla de seguridad nacional, de piratería o de salud pública, los militares examinan los desperfectos: una de las camillas se ha incendiado y el fuego se ha propagado por toda la tienda. Un acto voluntario.

A unos treinta metros de allí, alguien ha forzado con un pie de cabra una estrecha puerta metálica que da al exterior. Durante el momento de pánico generalizado, los soldados que la custodiaban la han dejado sin vigilancia. Diez minutos después, descubren que la cerca de alambre que rodea la base está hundida en un tramo de unos cinco metros. Ha sido derribada por un vehículo de color gris, como demuestran los restos de pintura; pero solo en el parking que hay junto al hangar, del que sin duda ha sido sustraído, hay más de trescientos.

Un pasajero se ha escapado y ha desaparecido en la noche.

 

 

A medianoche, la lista del equipo multidisciplinar se ha completado: hay premios Nobel, premios Abel, medallas Fields, galardonados o candidatos. Media hora después, el FBI empieza a llamar a sus puertas, interrumpiendo toda actividad nocturna, siendo el sueño la más común. La «petición expresa del presidente de Estados Unidos» y las luces giratorias que rasgan la noche producen su efecto. Y no es ni la una de la madrugada cuando un baile de coches, helicópteros y jets empieza a desembarcar a los científicos en la base McGuire.

Meredith está entre los recién llegados, reconocible por su olor a vodka y a dentífrico. Resulta evidente que la han sacado de la cama y, cuando Adrian empieza a contarle —confusamente— la situación, su rabia hace tiempo que se ha apagado. Se limita a escucharlo, con el ceño fruncido, y a mirar a la muchedumbre que hay a sus pies, sin decir nada. Adrian parece sorprendido:

—¿No tienes ninguna pregunta?

—¿Acaso hay alguna respuesta?

Adrian niega con la cabeza, desconcertado, y le da un comprimido de modafinilo. Para que no te duermas, está a punto de añadir, pero Meredith ya se lo ha tragado sin pestañear.

—Deberías haberme dicho que eras agente secreto, Adrian.

—No... no es exactamente eso. Eh... Ven, vamos a la sala de mando.

—Toma ya. Matemático en Princeton, menuda tapadera para un espía...

En cuanto Adrian empuja la puerta, Meredith alucina con el decorado.

—Oh, Adrian, me encanta —exclama—, estamos en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.

En las pantallas, cada nuevo dato confirma lo imposible. El avión que hay en la pista es absolutamente idéntico al 787 que aterrizó en marzo. Ciertamente, el aparato ha sido reparado; ciertamente, los pasajeros han envejecido: esta misma noche, en Chicago, ha cumplido seis meses un bebé que, en el hangar, es un recién nacido de dos meses que no para de berrear. En los ciento seis días que separan ambos aterrizajes, entre los doscientos treinta pasajeros y trece miembros de la tripulación hay una mujer que ha dado a luz y dos hombres que han muerto. Pero genéticamente son los mismos individuos. Silveria hace balance en petit comité y no presta ninguna atención a los matemáticos.

—¿Cómo van los interrogatorios?

—Hemos enriquecido el cuestionario elaborado por los profesores Wang y Miller —responde Jamy Pudlowski, la mujer de Operaciones Psicológicas—, añadiendo detalles inexactos para suscitar reacciones que confirmen las identidades. No olvidemos que los nombres de los pasajeros deben permanecer en secreto.

El hombre de la NSA enarbola de nuevo su tableta.

—Nosotros estamos monitorizando las redes sociales, hemos puesto alertas en palabras clave como Boeing o McGuire. Cuando estalle la crisis, podremos identificar a los emisores y limitar la difusión de las informaciones. Pero no estamos en China o en Irán, no podemos bloquear internet. De momento, solo una web, la de un soldado de la base, ha mencionado el avión y ya la hemos borrado. Gracias a Dios...

—Hablando de Dios... —dice Pudlowski.

El nombre de Dios tiene la virtud de hacer callar a la gente. La mujer del FBI menea la cabeza y, a la luz de los fluorescentes, una fina trenza negra rompe la blanca armonía de su cabello.

—Me refiero a que... Dios puede ser un problema en sí mismo. Tanto aquí como en muchos otros países se hablará de la intervención de Dios. O del diablo. No podremos contener las oleadas de superstición, los actos irracionales de los iluminados. He tomado la iniciativa de convocar un consejo de líderes espirituales de las distintas confesiones. Los consejeros religiosos del presidente son todos evangélicos y no podemos dejar que nos acusen de habernos limitado solo a ellos. A bordo de ese avión iban cristianos, musulmanes, budistas... El tiempo juega en nuestra contra, y lo religioso es impredecible por naturaleza.

—Carta blanca, Jamy —dice el general—. Supongo que, con los nueve mil millones de presupuesto que tiene el FBI, algo podrán hacer.

—Y con los franceses, los otros europeos, los chinos y todos los demás, ¿qué hacemos? —pregunta Mitnick—. ¿Avisamos a los embajadores?

—¿Para qué?, ¿para decirles que tenemos detenidos ilegalmente a sus ciudadanos? No vamos a hacer nada. Esperaremos a que el presidente tome una decisión. ¿Algo más?

Desde el fondo de la sala, Adrian levanta un dedo, tímidamente.

—Necesitaremos un código para diferenciar a la gente del primer avión, el que aterrizó en marzo, de la gente del segundo: ¿uno y dos? ¿Alfa y beta? O colores: ¿azul y verde, azul y rojo?

—¿Tom y Jerry? ¿Laurel y Hardy? —sugiere Meredith.

—Excelentes propuestas, pero no —zanja Silveria—. Hagámoslo más fácil: March para el primero, el que aterrizó en marzo, June para el de junio.

 

 

El tiempo es oro, y Blake lo sabe. Le bastan quince minutos en el hangar para aprovechar un fallo en el sistema de seguridad, escapar y, en siete minutos más, estar conduciendo hacia Nueva York en una vieja pick-up Ford F, el vehículo más común que existe y que ha tomado prestado del parking de la base. Ventajas de tener la costumbre de no llevar más que una mochila. Por supuesto, no ha entregado al personal de a bordo el móvil desechable que compró en París; desde luego, se las ha ingeniado para evitar el control de ADN. Llega a Nueva York a las dos de la madrugada, tira en una basura el pasaporte australiano del viaje de ida, abandona la pick-up en una calle oscura, limpia cualquier huella que haya podido dejar en el volante y en el asiento, y aun así pega fuego al vehículo para mayor seguridad.

Es con toda evidencia una noche de verano, incluso de canícula, y Blake, que descubre estupefacto en un periódico la fecha del 24 de junio, piensa que al menos la temperatura es lógica. En un cibercafé de Manhattan que no cierra nunca, se informa de lo ocurrido en los últimos meses. Es así como descubre que, en Quogue, un tal Frank Stone fue asesinado el 21 de marzo; alguien ha llevado a cabo su encargo. Intenta consultar sus cuentas corrientes secretas, pero las claves no funcionan. Entra en el Facebook de su restaurante parisino, luego en el de Flora. En una foto colgada el 20 de junio, un hombre que se le parece a rabiar tiene a su hija sentada en las rodillas y un esparadrapo en la frente, con este comentario de Flora: «El poni, ese feroz depredador». Blake examina su propia frente: ninguna cicatriz, ningún hematoma. Por un instante, en una explicación tan risible como irrisoria, había pensado en un ataque de amnesia. Opción descartada.

Como siempre, Blake opta por el pragmatismo. Tiene que volver con los suyos: toma un taxi al aeropuerto JFK y compra, en efectivo y bajo una nueva identidad, un pasaje para el primer vuelo con destino a Europa. El Nueva York-Bruselas despega a las 6.15 horas. El sábado a las nueve de la noche estará en suelo europeo, y cada hora sale un bus hacia París. Blake tiene por delante varias horas para dormir y, si no para comprender, al menos sí para reflexionar.