Ménilmontant, París
En la penumbra del amanecer, un hombre de rostro anguloso empuja silenciosamente la puerta de una habitación y sus ojos cansados contemplan una cama que apenas se distingue, donde duerme una mujer. El plano dura tres segundos, pero a Lucie Bogaert no le convence. Demasiado claro, demasiado disperso, demasiado estático. El director de fotografía debía de estar dormido. Anota que los de efectos especiales tendrán que jugar con el gamma y el contraste, difuminar un lienzo demasiado llamativo que hay en segundo plano. Retoca ligeramente el encuadre, hace un ligero zoom sobre el rostro de Vincent Cassel, eliminando del plano varias imágenes para darle más ritmo. Tarda un minuto en hacerlo. Ya está. Mucho mejor. Por esa atención a los detalles, por ese instinto fílmico se ha convertido en la montadora preferida de tantos directores.
Es pronto, las cinco de la mañana, Louis aún duerme. Dos horas más y lo despertará, to wake, woke, woken, preparará el desayuno, to eat, ate, eaten, y lo ayudará a repasar los verbos irregulares en inglés, que forman parte del programa del primer curso de secundaria. Pero ahora tiene que arreglar urgentemente esa escena de interior de la película de Maïwenn, que tienen que revisar juntas antes del mediodía. Se levanta con la nuca dolorida y los ojos enrojecidos. El gran espejo que hay sobre la chimenea devuelve la imagen de una mujer bajita y delgada, de formas volátiles y juveniles, la piel pálida, los rasgos delicados, el pelo moreno y corto. Parece una estudiante, con esas enormes gafas de carey sobre su fina nariz griega. Se acerca a la ventana del salón. Cuando se siente vacía, suele apoyar la frente contra el frío cristal. Ménilmontant duerme a sus pies, pero la ciudad la absorbe. Le gustaría tanto abandonar su cuerpo y fundirse con todo lo que hay ahí afuera.
Un pip-pip sordo le indica que le ha llegado un e-mail. Ve el nombre de André y suspira. Se sulfura, no tanto porque insista, sino porque sabe que no debería insistir y no consigue contenerse. ¿Cómo puede ser tan inteligente y tan frágil a la vez? Pero amar es no poder evitar que el corazón pisotee a la inteligencia.
Conoció a André hace tres años, en una fiesta en casa de unos amigos cineastas. Ella llegó tarde, y un hombre que estaba a punto de irse se quedó. Le tomaron el pelo, Ah, claro, llega la guapa de Lucie y André ya no tiene prisa por volver a casa... Así que era él, el André Vannier de Vannier & Edelman, el arquitecto del que tanto le habían hablado. Un hombre alto, delgado, que aparentaba cincuenta y tantos años, pero que sin duda era mayor. Tenía unas manos muy largas y unos ojos tristes y alegres a la vez, que habían conservado intacto el brillo de la juventud. Lucie había notado desde el primer momento que su manera de hablar lo cautivaba, y había disfrutado haciéndolo su prisionero.
Volvieron a verse poco después. Él la cortejó discretamente y ella comprendió que no era tanto por miedo a hacer el ridículo como a importunarla. Al principio lo rechazó con delicadeza. Pero, aun así, habían seguido viéndose regularmente, y él se había mostrado siempre respetuoso, divertido, atento. No parecía orgulloso de la vida de soltero que llevaba, solía esquivar el tema, y Lucie le imaginaba un séquito de amantes aburridas.
Una noche de primavera, André la invita a cenar a su casa. Ella se sorprende del eclecticismo de sus amigos: una artista muy conceptual, un cirujano inglés de paso, una periodista de Le Monde, un bibliotecario bastante dado a empinar el codo e incluso un tal Armand Mélois, hombre exquisito y refinado que —como descubrirá durante la cena— dirige el servicio de contraespionaje francés. Lucie también descubre un amplio apartamento de estilo haussmaniano y mobiliario sobrio, donde predominan la madera y el metal, abarrotado de libros, de novelas, nada que ver con el universo frío y austero que suele atribuírseles a los arquitectos. Y en un estante, una figura de yeso de Mickey Mouse, de vivos colores. Lucie toma entre sus dedos la estatuilla y la contempla, atónita. André se le acerca:
—Es espantosa, ¿verdad?
Lucie sonríe.
—La compré para que algo en esta casa se resista al hábito. Uno no se acostumbra nunca a lo feo. La vida es así. Así de chunga, pero vida al fin y al cabo.
Durante toda la velada los ojos de Lucie se sienten atraídos por la horrible estatuilla de Mickey Mouse. Y de pronto, sin que sepa muy bien por qué, el ratón de Walt Disney le habla y le dice que, con ese hombre, la felicidad es posible.
Le presenta a su hijo Louis. André actúa sin dobleces: se encariña enseguida de ese chico espabilado y divertido que está a punto de entrar en la adolescencia, y no pretende convertirlo en un aliado. Pero tampoco es ningún ingenuo: sabe perfectamente que en el combate por conquistar a Lucie es mejor no hacerse enemigos.
Un buen día, mientras se dicen adiós tras haber comido juntos, Lucie da un paso para cruzar la calle y André la coge del brazo y tira de ella con violencia. Un camión pasa a toda velocidad por su lado. Le duele el hombro, pero ha estado a punto de morir. André se ha quedado lívido. Permanecen así unos instantes, el uno al lado del otro, mientras el ruido de la ciudad parece haberse exacerbado. Él respira agitadamente, ella también, y en un suspiro, André la abraza y le dice:
—Te he hecho daño, perdóname, me he asustado, creía que... Te quiero tanto.
Y entonces retrocede, espantado por la frase que ha salido de su boca, musita un perdón y se va. Lucie lo ve alejarse y, por primera vez, se da cuenta de que anda rápido, erguido, de que es todavía joven. Conmovida, tardará quince días en llamarlo y, cuando vuelvan a verse, él no mencionará lo ocurrido.
Pero el caso es que lo ha dicho. Te quiero. Lucie desconfía de esa frase. Es demasiado pronto para volver a oírla. Ha estado enamorada de otro hombre, un hombre que utilizaba demasiado y mal ese verbo engañoso, un hombre que la ha humillado, maltratado, desapareciendo continuamente para reaparecer y desaparecer de nuevo. Le gustaría decirle a André que está harta de todos esos hombres que la desean por su piel suave, sus piernas delgadas, sus labios pálidos, por eso que ellos llaman su belleza, esa promesa de felicidad, y que no ven en ella nada más. Harta de los que la abordan como si fueran de caza, de los que aspiran a colgarla en la pared como un trofeo. Se merece algo más que una avidez impulsiva, no quiere que vuelvan a jugar con ella. Le gustaría decirle que es por eso por lo que, poco a poco, ha ido acercándose a él, que es por eso por lo que está ahí. Por todo el tiempo que él le ha dado, por la delicadeza que presiente en él, por haber sabido adaptarse al ritmo de su desasosiego. Le gustaría poder liberarlo de esa condición de viejo enamorado silencioso, poder cortar por lo sano o, de lo contrario, abandonarse de una vez por todas, dejarse llevar. Pero Lucie se conforma con avergonzarse de ser tan dura, incluso cruel, resistiéndose a la atracción creciente que siente por él.
Pasa el invierno y un buen día, hace ahora cuatro meses, al final de una cena en Chez Kim, el pequeño restaurante coreano del Marais al que se han aficionado últimamente, André vuelve a la carga: «Ya sabes lo que siento por ti, Lucie, y yo sé todo lo que se interpone entre nosotros, contra nosotros. Pero si algún día me quieres como compañero, por el tiempo que sea, tendrás que ser tú la que dé el primer paso...». La mirada que le dirige en ese instante no tiene edad, Lucie se siente confundida, sonríe y, por mucho que sepa que debería darse algo más de tiempo, teme que él se harte de esperarla inútilmente. Decide entonces agarrar del mechón pelirrojo al pequeño Kairós, ese dios griego que encarna el momento oportuno. Todo su ser la impulsa a sentarse al lado de André, en la banqueta, y a besarlo con ternura. Ninguna comedia romántica inglesa podría haber imaginado una primera escena más hermosa. Lucie no se arrepiente de lo que ha hecho.
A partir de ese instante prodigioso, André y Lucie permanecerán unidos.
André tenía previsto viajar a Nueva York quince días más tarde, a principios de marzo, para supervisar la construcción del Silver Ring; ella ya habría terminado para entonces el montaje del último film de Von Trotta y no tenía nada en la agenda antes de ponerse con el de Maïwenn un mes más tarde. Él le propuso acompañarlo: podrían pasar tiempo juntos, ir a presentar sus respetos a los patos de Central Park, visitar a los Klee en el Guggenheim e incluso asistir a una comedia musical en Broadway. Ella aceptó sin dudarlo, pero con la condición de que André le enseñase también la obra que estaba construyendo. Era su manera de decirle que quería «formar parte» de su vida. Al volver a casa, Lucie preparó con tanto entusiasmo como antelación la maleta, A ver qué libros me llevo, el de Coetzee, venga, y también las obras completas de Romain Gary en la edición de la Pléiade, va, que tampoco ocupa tanto, y este vestido negro que me queda tan bien, sí, y esta falda es un poco corta, pero me la pondré con leotardos, que en marzo hace un frío que pela, y se había divertido con toda aquella frivolidad olvidada. Louis había aceptado sin protestar quedarse unos días con la abuela.
El vuelo fue turbulento, por no decir espantoso. Mientras el avión amenazaba con partirse en dos y el miedo con hacerle perder el control de sí misma, André no paró de hablarle y de sonreírle. A Lucie le gustó mucho Nueva York, que conocía bastante peor que él. Tenían pensado pasar ocho días y acabaron siendo quince. En una peluquería nada barata del East Village se hizo cortar el largo pelo castaño a lo garçon. «Nunca me habría creído capaz, ¿sabes? Estoy estrenando mi nueva vida.» Era, sin duda, el peor de los tópicos posibles, pero se sintió agradecida a André por no hacer ningún comentario. Se sentía tranquila a su lado y presentía que podrían, por qué no, llegar a amarse.
Pero entonces vuelven a París y la cosa, paulatinamente, empieza a estropearse. Poco a poco, ante el entusiasmo de André, ante esos brazos que quieren estrecharla, esos besos que le da a todas horas, esos amigos a quienes quiere «presentarla sí o sí», como el botín de una batalla triunfal, Lucie recula. ¿Por qué los gatos no dejan vivir a los ratones que capturan? Ella no estaba preparada para semejante invasión; habría preferido menos imperativos, un compromiso más lento y más sereno. La asusta la ansiedad de sus manos de hombre, cuya avidez agobiante impide que nazca su propio deseo. André no quiere entenderlo, y esa fragilidad que tan bien ocultaba se hace tangible, y no, ella no tiene ganas de consolarlo, no, no tiene por qué plegarse a su tiránico apetito, no tiene por qué satisfacer su narcisismo lastimado, ni siquiera por respeto a las canas, ni tiene por qué aguantar esa mirada de perrito apaleado que implora Tómame, tómame. ¿Por qué se niega a ver que la tiene atrapada entre sus brazos, en su cama? ¿Por qué debe ella sentirse culpable al rechazarlo, cuando tener algún deber es lo último que desea?
Y entonces, a principios de junio, tiene lugar esa última cena, esa cena en la que André quiere reconquistarla cuando todo se ha acabado, e insiste para que vayan una vez más a Chez Kim, como si la decoración anticuada, medio zen medio Gangnam Style, pudiera ejercer sobre ella un poder milagroso, y él habla y habla mientras se le enfría la beosut cream pasta, escuchándose solo a sí mismo, entregándose a su incontrolable verborrea, y cada frase bonita que dice afea más la despedida. Ella lo mira, él le toma la mano y ella se suelta, no deseando otra cosa que estar lejos de allí, el frío se ha apoderado de su corazón, sonríe sin resentimiento a ese señor encantador que vuelve a ser un viejo, pero ¿por qué no se da cuenta de que ella ya está lejos? Quizá es que ella no ha tenido suficiente aguante o, más sencillo aún, suficiente amor... Ah, cómo detesta esa palabra. Y, aun así, André habrá desempeñado el papel de pomada, ayudando a la cicatrización, una especie de ungüento que acaba oliendo a rancio una vez curada la herida... Pero no, se equivoca, ¿qué sentido tiene interpretar lo que empezó de un modo hermoso a la luz de un final amargo? No ha sido ella quien lo ha utilizado, ha sido él y solo él quien no ha sabido estar a la altura de sus respectivas esperanzas.
Lucie insiste en pagar a medias la cuenta, para dejarle bien claro que a partir de ahora serán un él y un ella, nunca más un nosotros. Entonces, André le tiende un librito: La anomalía, de Victør Miesel. El nombre le suena vagamente.
—Ten, te gustará...
Lucie lo abre al azar y se topa con esta frase: «La esperanza nos hace aguardar en el rellano de la felicidad. Al obtener lo que esperábamos, nos adentramos en la antesala de la infelicidad». Dios mío, metáforas a tutiplén, empieza bien la cosa. Un poco más adelante: «La seducción ha sido siempre una habilidad ordinaria; la ruptura, un arte sublime». Así que ella es una artista. Pues que viva el arte sublime.
Acepta el regalo y se va.
Esto ocurrió hace tres semanas, bastante antes de que André se fuera a Bombay a supervisar esa dichosa Soyara o Suyara Tower, de cuya elegancia tanto presumió cuando Lucie ya no se interesaba por nada de lo que él construyera o dejara de construir.
El correo que le mandó ayer sigue en la pantalla, azul y en negrita.
Finalmente, lo abre. No hay una sola frase que no le resulte farragosa, huera, ridícula. Nada de lo que dice la conmueve, pero es que nada de lo que hubiera dicho podría haberla conmovido. «Me habría gustado recorrer contigo el camino más largo posible, e incluso el más largo de todos los posibles caminos.» Banalidades. «Nunca sabré si no habrías acabado enamorándote de mi mirada, amorosa y anhelante, puesta en ti.» Lucie alza los ojos al cielo. Y, para acabarlo de arreglar, esa patética negación a modo de despedida: «No espero que me respondas».
Como si Lucie hubiese tenido alguna intención de hacerlo.
De pronto, suena el teléfono. Es un número oculto. ¿Cómo se le ocurre, un lunes por la mañana, cuando aún es de noche y Louis duerme en su habitación? Lucie lo coge, furiosa, aunque solo sea para que deje de sonar. Pero es una voz femenina.
—¿Lucie Bogaert?
—Sí —responde Lucie en voz baja.
—Le habla la comisaria Maupas. De la Policía Nacional.
—Pero... Creo que se equivoca.
—¿Nació usted el 22 de enero de 1989 en Montreuil?
—Sí.
—Bien. Estamos en el rellano de su casa. Déjenos pasar, por favor.
—Pero ¿por qué? Mi hijo está durmiendo.
—Enseguida se lo explicamos. Traemos una orden de arresto, la estoy metiendo ahora mismo por debajo de la puerta. Abra, por favor.