hangar B, McGuire Air Force Base
—¿Señor Vannier? —insiste Jamy Pudlowski dirigiéndose al arquitecto, que permanece de pie tras la ventana de la sala de mando desde donde puede mirar sin ser visto. A su espalda, en la plataforma, se suceden decenas de salas, cubos de acero y de vidrio tintado dotados de una sencilla puerta acristalada. A sus pies, a escasos metros, la pequeña multitud del hangar, la agitación, el ruido—. Señor Vannier, ¿comprende la situación?
—En la medida de lo posible, sí.
—¿Le han enseñado el vídeo, con las imágenes de ambos aviones tomadas por las cámaras de a bordo? ¿Ha visto el momento de la divergencia? ¿Y el corto de animación que ha hecho la NSA, con la explicación de las hipótesis? ¿Lo han informado de la presencia de otro «usted» en el hangar? Y de otros doscientos cuarenta y dos «dobles», para ser precisos...
Por toda respuesta, Vannier apoya las manos en la barandilla y contempla a la muchedumbre. Esperaba «encontrarse» enseguida entre el gentío, pero sigue buscando en vano su propia silueta. Incluso teme haberse visto sin haberse reconocido.
—Sígame —dice Jamy Pudlowski. Y lo lleva a una de las salas, sobriamente equipada con una mesa ovalada, cuatro sillas, una cámara y una pantalla en la pared. La transparencia de los tabiques y el tono ocre y granate de los muros evitan que el lugar tenga un aspecto carcelario, por mucho que no sea más que una espaciosa celda. Mientras se acomodan, Pudlowski manipula su tableta, tomándoselo con calma—. Veo que su estudio de arquitectura, Vannier & Edelman, participó en el concurso de licitación de la nueva sede del FBI en Washington. Lástima que el proyecto haya sido abandonado por falta de financiación.
—Presentamos una propuesta, es cierto. Veo que está usted informada de todo.
—No crea. Ignorábamos, por ejemplo, que conociese al director del servicio de contraespionaje francés. Con semejante amigo, nunca habría ganado el concurso... Francia es un país aliado, pero nunca se es demasiado prudente.
—Lo que cuenta es participar —suspira Vannier—. Mélois y yo estudiamos en la misma grande école, luego yo me decanté por la arquitectura y él por la diplomacia.
Pudlowski desliza el dedo y la pantalla ofrece un plano general del hangar.
—Las grabaciones son ilegales —se excusa la oficial—, pero las circunstancias son excepcionales.
Vannier mira la cámara que hay en medio de la habitación y comprende que todo se está grabando. Pudlowski asiente con la cabeza, visiblemente incómoda, y opta por continuar:
—Cámaras de alta definición, micrófonos unidireccionales. La NSA ha puesto... unos cuantos. Por mucho que la tripulación o los pasajeros se levanten y se desplacen, las cámaras están programadas para seguirlos automáticamente.
Pudlowski teclea algo en la tableta y la imagen del otro André, el «June», aparece al instante. Vuelve a teclear y la pantalla se divide en dos: la segunda mitad muestra ahora a Lucie.
Vannier acusa el golpe. Saber algo no es vivirlo.
Lucie y «él» están sentados a una mesa, hablando ociosamente. Nuevo tecleo de Pudlowski y la escena cobra voz, el diálogo aparece en la pantalla traducido directamente al inglés. «¿Café americano?», pregunta André June arqueando las cejas. «What faith, American?», traducen estúpidamente los subtítulos. «Qué fe» por «café», el sistema aún deja mucho que desear, se tranquiliza André March...
—Salgo un momento, señor Vannier —dice la mujer del FBI levantándose y dejándolo solo frente a la pantalla.
Hechizado, estupefacto, Vannier contempla al otro André, las arrugas, los ojos grises como un zafiro lechoso, las mejillas chupadas donde asoma una barba blanca y el pelo despeinado. André ve su imagen reflejada en el espejo al afeitarse cada mañana, pero han aprendido a domeñarse mutuamente. Aquí, en cambio, la cámara es insobornable, la alta definición despiadada, el primer plano descortés: está contemplando a un viejo. Un hombre consumido, sin encanto, agotado. Busca en ese rostro la marca de la eterna juventud que a veces cree encarnar, y no la encuentra. La edad lo cubre todo, como una pátina de polvo. Además, se nota hinchado, abotargado. Debería ponerse a régimen. Definitivamente, envejecer no es solo haber adorado a los Stones y empezar a preferir a los Beatles.
Hay un ángel sentado junto a ese hombre. La luz le hace justicia. Es la Lucie de principios de marzo, una Lucie con el pelo todavía largo, con la mirada todavía dulce, una Lucie que aún era suya, a la que aún no había espantado. Cuando ese otro André le coge la mano, no siente celos, la fascinación es superior a todo. Ve cómo el André que fue se levanta, se dirige hacia las máquinas de café y, de manera instintiva, viéndolo tan encorvado y tan lento, se endereza y aprieta los puños hasta hacerse daño.
En esta sala vigilada, con la NSA observando sus reacciones —algo que le da exactamente igual—, André no piensa en nada más que en Lucie y en ese otro él, y para nada en cuestiones de orden práctico. Ni un instante se preocupa por el estudio Vannier & Edelman, que no puede convertirse de ningún modo en Vannier, Vannier & Edelman, tampoco piensa en su hija Jeanne, que ahora tiene dos padres, y sin duda le sobran dos, aunque la cosa tenga sus ventajas, ni se preocupa por el apartamento parisino que se verá obligado a compartir, ni por su casa en la Drôme...
No, todavía no piensa en nada de todo eso. Se limita a regodearse en el desastre que le ofrece la pantalla. Le gustaría poder apartar la mirada, pero está atrapado en un torbellino vertiginoso. En la celda en que se encuentra, un peso enorme le oprime el pecho y le cuesta respirar. No es una pareja lo que ve, ni mucho menos: es un viejo atento y ansioso que tiembla de amor por una joven distante. Ese André se encuentra aún bajo la fascinación de los comienzos, interpreta aún la reserva de Lucie como prudencia, su desinterés como expresión de inteligencia. Pero André March comprende que nunca ha dejado de temer la posibilidad de ahuyentarla, de apartar de su lado a esa adorable golondrina que había aceptado volar junto a un viejo cuervo. Joder, el amor, el amor verdadero, no puede ser vivir con el corazón en un puño. Nunca ha estado tranquilo y, obviamente, esa ansiedad contenía la semilla del fracaso.
El André del hangar vuelve con dos cafés y esboza una sonrisa, una sonrisa famélica, pero Lucie no levanta los ojos del libro. El André que está frente a la pantalla reconoce esa indiferencia, esa manera que ella tiene de estar ausente. Pero míralo, joder, suelta ese maldito Gary de la Pléiade y acaricia con tus hermosos ojos a ese hombretón algo chapado a la antigua que tienes a tu lado y préstale un poco de atención, dale un poco de afecto. Pero nada, ni caso. No todo el mundo tiene la oportunidad de asistir de lejos a su propio declive, de poder apiadarse de sí sin tener que autocompadecerse.
Una mueca de dolor aflora a sus labios. En el fondo siente lástima del André de ayer. Sabe lo que le queda por sufrir, la humillación y la frustración que le esperan. La edad no ha tenido la culpa de nada. Se trata sencillamente de no amar a alguien que te ama tan poco. ¿Por qué le ha costado tanto?
Sentado frente a la pantalla, André March se aleja de Lucie como una hoja muerta se desprende de un árbol, o más bien como un árbol dejaría ir a una hoja muerta. Diez minutos de observación minuciosa valen por varios meses de doloroso duelo. Desde lo alto de la plataforma, el André que se detesta por quererla todavía se alegra ya de quererla un poco menos.
Se produce un movimiento entre la muchedumbre. Varios agentes de civil se han adentrado en el hangar y la gente se les echa encima, acribillándolos a preguntas. Uno de los agentes se acerca a Vannier y le dice algo al oído. Vannier lo mira sin entender nada y estrecha la mano de Lucie, que le sonríe. Luego se resigna a seguir al hombre del FBI.
En la sala acristalada, un André desengañado observa cómo se aleja un André cansado. Descubre entonces en la pantalla, a un extremo de la mesa, a un hombre bajito, delgado y moreno, de unos cuarenta años no muy bien llevados, que escribe con letra apretada en una libreta de tapas negras, un hombre que de vez en cuando, disimuladamente, observa a Lucie. André March reconoce enseguida en su mirada ese aturdimiento particular propio del desequilibrio que provoca la atracción. Otra mariposa atrapada en la telaraña que Lucie teje inocentemente. André lo reconoce al instante y se queda anonadado: Victor Miesel. ¡Pero si se supone que ese tipo está muerto! Entonces, ¿viajaba en el avión?
¿Cómo era eso que escribió? La esperanza es el rellano de la felicidad, su consecución es la antesala de la infelicidad, algo por el estilo. Así que Victor Miesel se encuentra en ese rellano, esperando captar la atención de Lucie. ¿Será posible que la frase se le ocurriera pensando en ella? El hombre se levanta y se dirige él también hacia la máquina de café, otro que se conforma con cualquier cosa, se aleja sin que Lucie levante los ojos del libro. André se reprocha el alivio que siente. Pero el hecho de enfadarse es una prueba más de la creciente brecha que se abre entre ellos.
—¿Señor Vannier?
André da un respingo, se vuelve y descubre a Jamy Pudlowski apoyada en el marco de la puerta. ¿Cuánto rato hace que lo observa? Va acompañada por un hombre de unos cincuenta años, alto y encorvado, como afligido por tener que cargar torpemente con un cuerpo demasiado grande que lo estorba. El hombre se acerca y le tiende la mano, desde una distancia prudencial:
—Jacques Liévin, del consulado. Agregado comercial.
La voz es neutra, el gesto, dubitativo. André sonríe al ver el miedo que el hombre rezuma: no le extrañaría que hiciera la señal de la cruz o esgrimiera un collar de dientes de ajo. El arquitecto entiende que acaba de hablar con el André del avión y que este segundo André no es para él más que una monstruosidad.
—Qué historia, ¿verdad, señor agregado comercial? —bromea André—. En su opinión, ¿yo soy el original o la copia?
—Eh... Un avión militar francés aterrizará en unos minutos en McGuire, el gobierno francés ha enviado a una veintena de... de agentes, y el señor Mélois, del servicio de contraespionaje, viene en persona. Todos los ciudadanos franceses deberán regresar con él. Me ha pedido que lo salude por anticipado.
—Querrá decir que nos salude, a mí y a mí, ¿no?
—¿Está preparado, señor Vannier? —interrumpe Pudlowski, a quien el juego no le hace ninguna gracia—. Podemos organizar el encuentro con su «doble».
—Insisto en que nos dejen solos. Se trata de una conversación privada, aunque sea entre yo y yo...
—El... Su... El otro me ha pedido lo mismo. Pero usted será el primer francés en... confrontarse, y el Quai d’Orsay me ha dado la orden de permanecer junto a ustedes en todo momento —lo lamenta Liévin—. Debo entregar una relación...
—Una relación relacionada con nuestras relaciones, supongo —se burla Vannier.
El arquitecto señala la cámara. La mujer del FBI hace un leve gesto y, de inmediato, los indicadores luminosos de color verde se apagan. Que se fastidien los mirones, piensa André. Entonces se da cuenta de que el hombre del consulado mira furtivamente a su izquierda: tras la pared acristalada aguarda el otro André, un André desorientado que abre bruscamente la puerta y entra.
Permanecen un buen rato frente a frente, sin decir nada. Sus ojos se evitan. Es sumamente inquietante: ninguno de los dos es el André del espejo. Nada les resulta familiar, la inversión de los rasgos convierte al otro en un ser extraño, hostil. Uno de los dos se dispone a hablar, pero un gesto del otro retrasa el momento. André March se vuelve hacia Liévin y Pudlowski, que permanecen de pie, incómodos. Pudlowski asiente con la cabeza. Liévin sale de la habitación dando muestras de alivio. Cuando se cierra la puerta, los dos André se observan. La originalidad indumentaria nunca ha sido su fuerte: llevan el mismo pantalón vaquero, uno ligeramente más desgastado que el otro, la misma sudadera gris con capucha de los largos viajes de avión, tranquilizadora y familiar, las mismas zapatillas de montaña negras y resistentes. Ah, no, no son exactamente las mismas, descubre André June. Los dos André continúan callados. Pero no aguantarán mucho más. Un proverbio hindú dice que los que mendigan en silencio mueren de hambre en silencio.
—¿Zapatos nuevos?
—De hace quince días.
Ambos se sorprenden al oír la voz del otro. Un timbre menos grave de lo que esperaban, y también menos agradable. André siempre se ha oído «desde dentro». Cuando da una charla, cuando concede una entrevista ralentiza su cadencia, procura articular bien, tiende hacia los tonos graves. Acaba de descubrir su verdadera voz.
—¿Y Jeanne? —pregunta André June tras una nueva pausa.
—Está bien. Aún no sabe nada, evidentemente.
—¿Y Lucie? ¿Cómo va lo nuestro?
—Lo hemos dejado.
Pero André March rectifica, pues uno siempre puede autoengañarse, pero ¿qué sentido tiene mentirse a sí mismo?
—Me dejó ella, en realidad. Había poco deseo por su parte y demasiadas frustraciones por la mía. Demasiadas expectativas también, sin duda, y demasiada impaciencia. Ya te lo esperabas, ¿no?
—Hombre precavido vale por dos.
Por un instante, solo por un instante, a André March se le ocurre que podría intentar reconquistar a la Lucie de ayer, a la Lucie del mes de marzo que aún no lo ha rechazado. Pero hace una mueca, que se convierte en sonrisa. Consiguió gustar a esa mujer siendo menos joven y menos guapo que los demás pretendientes y nunca sabrá cuáles fueron sus bazas. Competir consigo mismo sería toda una novedad. Además..., con un André son treinta años de diferencia, pero con dos sería un geriátrico. Lucie solo puede salir pitando, es evidente. Más le vale desearle suerte a André June. De modo que añade:
—Solo tengo un consejo: sé cariñoso, sé atento, pero hazte un poco el indiferente. Y no la desees demasiado. Ya lo has entendido, pero aún no lo has aceptado. Lo recuerdo perfectamente.
Tiene uno tan pocas ocasiones de hacerse de coach de sí mismo.
A André June le gustaría mostrarse sereno, pero nota un nudo en el estómago. En una hora volverá a estar con Lucie, y ¿cómo le confesará que su destino seguramente ya está escrito? ¿O cómo se lo ocultará?
—¿Y el estudio? —pregunta André June, que prefiere cambiar de tema.
—Hemos tenido un problema con el hormigón en la Sūryayā Tower. Pero ya está solucionado. Por lo demás, ya sabes que llevo unos meses pensando en tomarme un descanso, o incluso en jubilarme. Estoy un poco harto, qué te voy a contar.
André March le hace una señal al agregado, que parecía estar mirando el suelo metálico al otro lado del cristal, pero que enseguida capta el gesto y entra.
—Me ha dicho que el gobierno francés puede ofrecer una segunda identidad, ¿no es cierto, señor agregado?
—Sí. ¿Para quién sería la segunda identidad?
—Para mí —continúa André March, antes de dirigirse a June—: Es mejor que seas tú el que vuelva al estudio. He pasado allí la mayor parte del tiempo de los tres meses que estuvimos juntos. Quedarme todo el día en casa esperándola me habría vuelto loco. Lucie, te darás cuenta enseguida, no para de trabajar. Necesitarás estar ocupado. Te pondré al corriente de cómo van los proyectos. Y yo me iré a la Drôme. Allí estoy a gusto. De hecho...
March frunce el ceño y se vuelve hacia el agregado comercial.
—Seamos prácticos: ¿cómo piensa solucionar el gobierno las cuestiones materiales? Hay unos setenta franceses afectados, según he oído. Supongo que no pretenderán que compartamos nuestra casa, que perdamos la mitad de nuestros ahorros. Sin duda puede considerarse que ha habido una... catástrofe natural, ¿no? Entiendo que recurrirán a... las aseguradoras, ¿verdad? El concepto de catástrofe virtual podría entrar en los textos jurídicos. Y si decidiera jubilarme, ¿qué pasaría? ¿También debería jubilarse mi... doble? Teniendo en cuenta la generosidad que se gastan los planes de pensiones, ¡dudo mucho que dupliquen las prestaciones! A menos que las autoridades los obliguen a ello...
El hombre del consulado parece abrumado. Consulta su móvil como si fuera un salvavidas.
—Vaya, me dicen que el señor Mélois acaba de llegar.
—Pues este es el tipo de problemas que le encantan —se ríe André June.
—De hecho, la casita aquella que había estado mirando, el antiguo relevo de postas de Montjoux, sigue a la venta —dice André March—. Creo que la compraré, tanto si se aprueba lo de la «catástrofe virtual» como si no. Así tendremos dos casas, a diez kilómetros la una de la otra. Los amigos que venían de vacaciones podrán repartirse entre los dos. Ya veremos quién es más simpático.