EL MUNDO DE LAS SOPHIAS

Lunes, 28 de junio de 2021,

Clyde Tolson Resort, anexo del FBI, Nueva York

 

Un rubio alto y de ojos azules, muy delgado, un chaval recién salido de la academia de formación del FBI, permanece de pie, tieso como un palo, frente a un hombre negro sentado, de unos cuarenta y cinco años, complexión atlética y vencido por la calvicie. El agente especial Walker apenas levanta la mirada hacia el aspirante Jonathan Wayne.

—Aspirante Wayne. ¿Qué tal van las prácticas? No, no me responda. Veo en su expediente que es originario de Alaska.

—Soy de Juneau, agente especial Walker. Un pueblecito a orillas del Pacíf...

—Y acaba de salir de Quantico.

—Sí, agente especial Walker.

—Deje de llamarme agente especial Walker. Llámeme Julius...

—Muy bien, Julius.

—Bueno, no, mejor siga llamándome agente especial Walker.

—Como quiera, agente esp...

—Veo que cazaba osos grises con su padre. Así que tiene experiencia con animales salvajes. ¿Ha sido asignado ya a alguna misión?

—No, agente especial Walker.

Julius Walker deja sobre la mesa el expediente, visiblemente preocupado. Se vuelve hacia la agente superior Gloria Lopez, que permanece de pie junto a él, con un vaso de café en la mano.

—Gloria —suspira Walker—, confiarle esta misión sería imprudente.

—Julius, es una ocasión única para probar sus capacidades sobre el terreno. Además, tendrá a la aspirante Anna Steinbeck a su lado. Lleva ya un mes pisando calle, y sus resultados están siendo plenamente satisfactorios.

—¿Dos aspirantes juntos? ¿En una misión con nivel de peligrosidad 4?

—Estamos desbordados.

El agente especial Julius Walker se vuelve hacia el aspirante en prácticas y le entrega un dosier de tapas negras.

—Aspirante Wayne, su misión consiste en capturar a esta fiera, sin que sufra el más mínimo rasguño...

El rubio larguirucho abre la carpeta y no da crédito a lo que ven sus ojos.

—Pero... si es una rana.

—Es un sapo. Y se llama Betty, como es natural. Tráiganoslo dentro de su vivario.

—Pero...

—Ya debería haber salido por esa puerta, aspirante Wayne.

—Una última cosa —añade Gloria Lopez—. Si el sapo corriese algún peligro, debería dar su vida por él.

 

 

Dos horas más tarde, los aspirantes Wayne y Steinbeck han cumplido su misión y Betty está sano y salvo. Eso sí, después de aprovechar durante el trayecto un frenazo para escaparse del vivario, que había quedado entreabierto, y refugiarse en el lugar más recóndito posible, justo debajo del asiento del conductor. Anna Steinbeck, sin poder contener un ataque de risa, ha tenido que detenerse en el arcén y Wayne se las ha visto y deseado para recuperar al bicho sin estrujarlo entre sus manos ni poder evitar que un inconcebible número de F words saliera a borbotones por su boca.

Los especialistas en ciencias cognitivas han acondicionado un espacio agradable, tranquilo y colorido, donde las niñas duplicadas se relacionan «a través del juego».

Sophia March y Sophia June juegan, sentadas en el suelo. Según los especialistas cognitivos, a su edad no tienen miedo de la novedad, el Otro no es aún un enemigo. Betty ya no es para ellas un batracio, sino un objeto transicional que croa oportunamente. Por otro lado, la Torre Eiffel del vivario lleva ahora incorporado un micro de alta fidelidad. Las dos psiquiatras procuran pasar desapercibidas durante la merienda: sentadas a la mesa, mordisquean unas magdalenas con pepitas de chocolate o beben zumo de naranja, fingiendo no prestar ninguna atención a las dos niñas idénticas, que lo comparan todo: recuerdos, gustos, conocimientos. ¿Te acuerdas del cumpleaños de Norma? ¿Cuál es tu helado preferido? ¿Sabes lo que es un Anaxyrus debilis?

Al principio, ninguna de las dos consigue coger en falta a la otra. Pero Sophia March pronto se da cuenta de que solo ella está al corriente de lo que ha ocurrido en los últimos meses. Ha encontrado el punto débil de la otra y se siente triunfadora. ¡Ah, no te acuerdas de lo que dijo Liam en mi cumpleaños! ¿Y de lo que me regaló mamá?

La exultación de Sophia March contrasta con la desolación de Sophia June. Hasta que, de improviso, June encuentra el modo de replicar y suelta, en voz baja pero desafiante:

—¿Papá también te hizo jurar a ti que no le dirías una cosa a nadie, y a mamá menos aún?

Sophia June añade algunas palabras más al oído de March.

Es el momento que las dos psiquiatras infantiles estaban esperando y congelan el gesto, evitando a toda costa mirar a las niñas. En sus tabletas, la frase apenas audible se ha transcodificado inmediatamente y aparece subtitulada en la pantalla. Las palabras son propias de una niña, pero su interpretación no deja lugar a ninguna ambigüedad.

Sophia March sacude la cabeza, se levanta y chilla:

—¡No puedes hablar de eso!

—Sí puedo.

—¡No es verdad, no es verdad!

—¿Qué es lo que no es verdad, Sophia? —pregunta una de las psiquiatras con tono afable y natural, tranquilizador. Por supuesto, al oír su nombre, las dos niñas se vuelven al mismo tiempo.

Sophia March tira las tazas, furiosa, y le grita a la otra Sophia:

—¡Cállate!, ¡cállate! Papá ha dicho que no lo puede saber nadie. Es un secreto.

La otra se encierra en sí misma, asustada, y baja los ojos. El juego ha terminado. Betty ha dejado de croar.

—Ven, vamos a dar una vuelta —dice una de las psiquiatras, dándole la mano a June—. Vamos a ver si tu madre quiere acompañarnos.

 

 

El secreto es París. A Sophia no le gustó.

Para empezar, estuvo todo el tiempo preocupada por Betty, que se quedó sola en casa, con una pequeña provisión de gusanitos para aguantar diez días en su terrario. Y luego, cuando Liam quiso coger un bateau-mouche para navegar por el Sena, su padre prefirió quedarse con ella en el hotel, porque seguramente «le entrarían náuseas». Y cuando su madre y Liam subieron al primer piso de la Torre Eiffel, su padre le prohibió que los acompañara, porque estaba «cansada» y porque, de todos modos, «esa torre es más bajita que cualquiera de nuestros rascacielos». En ambas ocasiones la llevó al cuarto de baño y le pidió que se metiera en el agua caliente. Y a Sophia no le gusta meterse desnuda en la bañera con su padre, que se mete desnudo él también y la enjabona mucho rato, por todas partes, Ya estoy limpia, papá, ya vale, Está bien, mi niña, pues ahora te toca a ti enjabonarme a mí, no le digas nada a mamá, será nuestro secreto. Pero la mirada de Sophia intenta apartarse del cuerpo de su padre, sus manos olvidar lo que deben aprender a hacer. Sus ojos se aferran donde pueden, en los percheros cromados, en el jabón de Marsella, en los grifos dorados.

Y más tarde, en mayo, cuando su padre volvió de Irak, el cuarto de baño de casa dejó de gustarle a Sophia March. También en Howard Beach conoce cada desconchadura de la pared, cada centelleo del plafón, cada irregularidad de las baldosas azul cielo. Sophia detesta los olores, el del jabón, el del champú, todos los olores. Pero es un secreto.