Carroll Street, Brooklyn
¿Cómo puede un cuerpo contener tantas lágrimas? Las dos Joannas lloran y el mismo pensamiento las asalta al mismo tiempo. Tantas lágrimas.
Hay cinco personas en el taller de Aby Wasserman, entre esbozos y pinturas al agua: dos psicólogos del FBI torpemente subidos a sendos taburetes altos, las dos Joannas en un sillón y un viejo sofá, y un Aby aturdido que no sabe ni qué decir. Sin pensarlo, el dibujante se ha sentado al lado de «su» Joanna y ahora descubre la angustia en los ojos de la otra. Ella también es la mujer a la que estrechó entre sus brazos cuando bajó hace tres meses del vuelo París-Nueva York. Debería besarla, consolarla. Pero no. Está como petrificado.
Permanecen quietos y en silencio durante un buen rato.
—Necesito salir —dice de pronto Joanna, y las dos mujeres se levantan a la vez, abren la puerta acristalada y salen al gran balcón que da a la calle, seguidas por Aby.
Bajo los rayos del sol, con los ojos enrojecidos, intentan recuperar la compostura. Joanna siempre ha creído en los beneficios del aire libre, nunca ha tenido dudas de que el viento, el cielo, las nubes traen respuestas como las cigüeñas traen niños. De pequeña, cuando el mundo se le resistía, salía a buscar la paz al parque que hay en la esquina de West con Providence. Se ponía a correr a toda velocidad por la calle asfaltada, hasta que sus pulmones decían basta y tenía que tumbarse en la hierba recién cortada, mirando al cielo con los brazos en cruz y el corazón desbocado. El universo entraba en ella a cada inspiración y, poco a poco, volvía a dominarlo. Pero los arces de Carroll Street no tienen ninguna solución sencilla que ofrecerle. Una de las Joannas se suena la nariz y respira pausadamente, intentando recobrar la calma. La otra se seca los ojos.
—No quiero robarte la vida —dice una sorbiéndose los mocos.
—Yo tampoco.
—Pero tampoco quiero perder la mía.
Una de las Joannas se vuelve hacia el hombre joven:
—¿Aby? Di algo.
Aby da un respingo. Su mirada no había dejado de oscilar entre una Joanna y la otra. Solo un vientre ligeramente abultado permite distinguirlas.
—Lo siento. Estoy superado. Me... me siento incapaz de decir nada.
Baja los ojos y contempla el tatuaje que tiene en la muñeca: dos palmeras en una duna. Un homenaje a su abuelo, a su propia historia: de pequeño, viendo la palabra OASIS en el antebrazo del viejo, le preguntó el motivo de la palabra tatuada y la respuesta fue: Mira, muchachote, el oasis significa el agua en el corazón del desierto, es un lugar de paz y de fraternidad, así que me lo hice tatuar cuando tenía veinte años, como símbolo de la vida nueva que me esperaba aquí después de la guerra, es una especie de amuleto de la suerte, ya sabes, Aby, ein Glücksbringer, y aún hoy en día al dibujante lo fascina el hecho de que en alemán se use la misma palabra, Glück, para designar la felicidad y la suerte: la desgracia tal vez solo sea un puñetero golpe de mala suerte. El día en que cumplió once años, el abuelo de Aby le confesó que no, que la palabra tatuada no era el OASIS que había creído, leyéndolo del revés, sino el 51540, su número de deportado en Auschwitz. Al día siguiente de la muerte de su abuelo, Aby se tatuó en la piel, en el mismo lugar, un oasis de verdad cuyo origen solo él conoce y de donde saca fuerzas cuando las necesita. Pero las dos mujeres lo están mirando y el tatuaje ya no le sirve de refugio.
—¿Nos hemos casado, entonces? ¿Y vivimos aquí? —pregunta Joanna June—. ¿Cómo fue nuestra boda?
Ni el «nos» ni el «nuestra» son premeditados. Pero establecen, aunque solo sea lingüísticamente, una suerte de equilibrio entre Joanna Woods y esa Joanna Wasserman que lleva en sus entrañas un hijo de Aby. No es la perversa intrusa, es la infeliz olvidada.
Una brisa de verano hace oscilar las hojas plateadas, y el ruido de los coches se hace menos audible. «El viento siempre viene de algún sitio cuando sopla.» A saber por qué Joanna recuerda ahora ese poema.
—No sé qué vamos a hacer. Jurídicamente... —se aventura la primera.
No hay jurisprudencia, está a punto de decir la otra, pero entonces piensa Joder, qué propio de ti, las cuestiones legales siempre primero. Y entonces piensa en el caso Martin Guerre, ocurrido en Francia en el siglo XVI. Un impostor, llamado Arnaud du Tilh, llega al pueblo natal de Guerre, se hace pasar por él, vive con su mujer y convence a todos los que están dispuestos a dejarse convencer de que es quien finge ser. Pero en un golpe de efecto, Martin Guerre regresa y el usurpador acaba en la horca. Para qué decir nada, piensa Joanna, convencida de que la otra ha tenido el mismo pensamiento. Así que se limita a murmurar:
—No tiene nada que ver.
Se hace el silencio, hasta que unos golpecitos discretos en el cristal hacen que los tres se den la vuelta hacia los agentes del FBI, que no se atreven a salir al balcón, quién sabe si tímidos o intimidados.
—Haceos un café —les propone Aby para quitárselos de encima.
—¿Y Ellen? —pregunta Joanna June—. ¿Cómo va su enfermedad?
—Muy bien, ha empezado un tratamiento. Y... yo estoy trabajando en Denton & Lovell. Represento a Valdeo en el caso del heptaclorán.
—¡No fastidies! ¿Con el asqueroso de Prior? ¿Cómo has... cómo he podido hacer eso?
—No es ningún asqueroso, es un sambenito que le han colgado por ser multimillonario.
Joanna June lo sabe. Es una absurda evidencia. Desde luego, ella habría hecho lo mismo, y no solo para pagar el tratamiento, sino también porque no deja de ser Denton & Lovell... Instintivamente, tiende la mano hacia Aby, que se la coge también instintivamente. Al ver el gesto, a la otra Joanna se le corta la respiración, el dolor le oprime el pecho. Su hermana será siempre su hermana, pero ella no tiene más que a un solo Aby. Hay amores que se suman, pero hay otros que no se dividirán jamás.
—Es terrible —dice Aby, cogiendo también la mano de Joanna March—. Yo no os amo a las dos. Yo solo amo a una mujer que se llama Joanna.
No puede continuar. Las lágrimas que hacían brillar sus ojos empiezan a brotar, sin esclusas. Tantas lágrimas.