UN HIJO, DOS MAMÁS

Martes, 29 de junio de 2021,

rue Murillo, París

 

Dos días antes, las PSYOP del FBI han comunicado a los servicios secretos de los países aliados el protocolo de actuación, que consta de cinco puntos: preparación, información, encuentro, seguimiento y protección. Pero tanto ceremonial no soluciona nada: en este discreto palacete parisino que el extinto SDECE —el Servicio de Documentación Exterior y Contraespionaje francés— ha conservado a pesar del cambio de siglas, en esta estancia de visillos corridos que da al Parc Monceau, las dos Lucies Bogaert llevan un cuarto de hora de confrontación, y la agresividad ha sido instantánea.

La guerra total, en realidad. Lucie June, en cuanto ha puesto los pies en Francia, ha sabido que no había otra alternativa. Lucie March tiene la misma determinación. Su hijo, el hijo de las dos, el piso, las películas a medio montar e incluso la ropa, montones de luchas vitales y de batallas triviales.

Es lo que esperaban los psicólogos: Lucie lleva diez años viviendo con su hijo en un nido de amor y de ternura, y la mujer no ha querido nunca compartir la custodia con el padre, un tipo demasiado joven que se desentendió de la paternidad y que nunca quiso hacerse cargo de su hijo, hasta que hace unos años empezó a mostrar algo de interés. ¿Y ahora va a tener que negociar con la otra, que aceptar sin rechistar una separación insoportable? Ninguna de las dos está dispuesta a inmolarse en aras del sacrosanto «equilibrio» del niño con el que se llenan la boca los psiquiatras infantiles de turno. En el amor materno, el egoísmo más oscuro compite apasionadamente con la generosidad más deslumbrante.

—Louis no está preparado —repite Lucie March.

—Es mi hijo —repite Lucie June—. Tanto como el tuyo.

Lucie March clava la vista en el suelo obstinadamente. Responde sin levantar la cabeza:

—Hay que pensar en su equilibrio. La respuesta es no.

¿La respuesta es no? ¿Cómo que «no»? ¿Qué derecho tienen a no dejarla ver a su hijo? ¿Acaso no entienden que ella también es su madre? ¿Que tiene la misma legitimidad? Lucie June está furiosa y no atiende a razones. Evidentemente, es la misma furia que hace palidecer a la otra, la misma furia que hace temblar su voz.

—No pienso quedarme en el hotel ni una noche más —se exalta Lucie June—. Tengo un apartamento. ¿Pueden imaginarse por un instante lo que estoy viviendo?

Lucie June respira profundamente, antes de continuar:

—No puedes vivir en mi casa.

Una de las psicólogas se contiene para no resoplar. Más les habría valido traer un consejero sentimental, un especialista en divorcios. Cuando está a punto de intervenir, Lucie June añade, a regañadientes:

—No todo el tiempo.

—La situación es... inédita, señora Bogaert —interviene el hombre enviado por el Ministerio del Interior, un joven recién salido de la Escuela Nacional de Administración, promoción Hannah Arendt, que ha sido catapultado al gabinete de crisis y que no puede dejar de añorar amargamente su puesto en Agricultura. Balbucea—: Estamos intentando encontrar una solución...

—Yo no «sobro» más que ella, pero ella vive en mi casa, con mi propio hijo. ¿Sabe que llevo cinco días sin poder hablar con Louis?

Sin embargo, Louis no es el único motivo de tanta furia. Lucie June también odia en la otra ese temblor de barbilla cuando la invade la rabia, esa ínfima torsión de la comisura de los labios, esa recalcitrante forma de contenerse poniendo cara de indiferencia, esa manera de subirse las gafas frunciendo la nariz. Los mismos signos visibles en ambos rostros. Por no hablar del escalofrío que ha sentido al ver esa belleza que no deja de ser la suya, ese cuerpo tan grácil, tan delicado, ese cuerpo cuya fragilidad hace nacer en los hombres el ansia de protegerla, el deseo de poseerla. Y entonces, Lucie June, que observa airada a Lucie March, piensa en Raphaël.

Lo conoció hace un año, en un rodaje. Un cámara. A pesar de su figura achaparrada y su nariz de boxeador, Raphaël tiene cierto encanto. Lucie se dio cuenta de que le gustaba. Así que de vez en cuando lo llama: si está libre, va a su casa, entra y le da un beso rápido. Se desnuda, se tumba en la cama y le pide que la folle, por detrás, siempre por detrás, tirándole del pelo, agarrándola de las caderas; cuando llega al orgasmo, se lo quita de encima, lo masturba enérgicamente y, en cuanto se corre, lo deja en la cama, se da una ducha rápida y se larga. No busca nada más. No es su refugio interior, es un terreno baldío. Antes que Raphaël, hubo otros. Es mucho más fácil cuando no hay amor.

Fue a verlo varios días antes de viajar a Nueva York con André.

Como de costumbre, ese día se quitó el abrigo, el reloj e incluso el anillo de oro blanco con zafiro que le había regalado André, antes de soltar un Tengo media hora, no más, y Raphaël, desconcertado ante tanta urgencia, no pudo satisfacerla tan pronto como ella habría deseado. Se arrodilló y metió la lengua entre sus piernas, pero Lucie lo rechazó, como siempre, No, para, así no, y volvió a ponerlo en esa postura canina en la que él no ve más que su pelo, su espalda, su culo. Poco después, Lucie ya se estaba duchando, y Raphaël le dijo Oye, Lucie, me gustaría que nos viéramos en otras circunstancias, no solo cuando tienes un hueco en la agenda, podríamos ir a cenar, al teatro. Lucie lo miró sin decir nada, se acabó de secar, se puso las bragas y los calcetines. O podríamos irnos unos días por ahí, añadió él, a Brujas, a Venecia, donde tú quieras, solos los dos. Ella terminó de vestirse y abruptamente, con frialdad, repitió ¿Solos los dos? ¿Tú y yo? ¿Qué pasa?, ¿que crees que me quieres porque hago que te corras y que yo también te quiero porque grito Fóllame, empótrame, es eso? Pero tú y yo no estamos juntos, Raphaël, lo nuestro no es amor, entre nosotros no hay nada, nada de nada. Es química, un puñetero fraude. ¡No te das cuenta de que es un puñetero fraude!

Raphaël se quedó atónito, antes de que la rabia se le subiera a la cabeza y le gritara Lárgate, lárgate. Lucie se encogió de hombros, se puso el reloj en la muñeca y el anillo en el dedo anular y se fue. Él cerró dando un portazo y se acercó a la ventana para ver cómo ella salía a la calle, se subía al scooter y desaparecía. Se quedó allí plantado, triste y humillado por aquella mujer tantas veces poseída sin haber conseguido nunca hacerla suya. No tenía duda de que al cabo de una semana, o de un mes, volvería a llamarlo, como si no hubiera pasado absolutamente nada. Él le abriría la puerta y le diría Creí que no ibas a volver. Ella lo miraría, sorprendida. Y se desnudaría.

Lucie June nunca imaginó que algún día se avergonzaría de semejante farsa. Qué más da lo que piense Raphaël, qué más da lo que hayan pensado otros antes, se decía. Pero, de pronto, ante esta mujer con mirada de reptil, esta mujer que lo sabe todo, que incluso conoce las sórdidas escenas de dominación con las que sueña hasta llegar al orgasmo, Lucie June pone cara de asco. Se siente desnuda, fea, pornográfica. Ya no es un terreno baldío, es un basurero al aire libre.

Lucie June se estremece y se pregunta si Lucie March también ha pensado, en este preciso instante, en Raphaël, si ha seguido viéndolo estos últimos meses. Pero qué más da. Lucie March retoma la palabra:

—Tampoco tengo claro que Louis esté preparado para encontrarse..., ¿cómo decirlo?, con sus dos madres.

—Es un chico muy listo, muy maduro —interviene la psicóloga—. Todas sus reacciones demuestran que sabrá afrontar la situación. Y él también tendrá que decidir.

Porque Louis ya está al corriente. Los servicios de inteligencia han exigido que viniera con Lucie March, lleva más de una hora hablando con la psicóloga infantil en la habitación de al lado. Y lo ha entendido perfectamente: no es que ahora tenga dos mamás, sino que tiene a su mamá dos veces. Cuando la psicóloga ha considerado que era el momento oportuno, ha encendido la pantalla que retransmitía el encuentro entre ambas mujeres, con el sonido apagado. El chaval se ha limitado a decir, arqueando las cejas:

—Es muy raro.

La terapeuta se ha reído, pero ha tenido que darle la razón. Sí, es muy raro. La mujer vuelve a decirle que es un secreto y que tendrá que guardarlo muy bien, pues es un secreto peligroso. Pero eso no es lo que preocupa a Louis:

—¿Voy a tener que escoger entre una de las dos? Porque cuando los padres se separan, siempre se pregunta a los hijos con quién quieren quedarse, si con el padre o con la madre. Claro que, en este caso, no es lo mismo.

Louis tiene razón, no es lo mismo, piensa la psicóloga, y sin embargo, por el bien del niño, habrá que firmar un pacto o, mejor aún, una alianza, llegar a un acuerdo sin sacrificar a ninguna de las dos.

Louis no sería capaz de verbalizarlo, ni siquiera de reconocerlo, pero su mamá preferida es la de hace tres meses, la que llamaba a André todas las noches, la que se pasaba horas hablando por teléfono y lo dejaba con la abuela varias veces por semana. Para Louis, por esencial que él fuera en la vida de su madre, la irrupción de ese hombre desgarbado de pelo blanco y bastante gracioso había sido un alivio. Había roto la rutina y a Louis le gustaban el sosiego y las risas, la mirada a veces soñadora de su madre. Una madre menos omnipresente tenía sus ventajas y, cuando se separó de André, Louis volvió a ser el centro de su vida y tuvo que adaptarse de nuevo, sin muchas ganas, a los hábitos de un viejo matrimonio.

Hace ya tres años que conoció a André y, en su escala del tiempo, es una eternidad. El arquitecto los ha invitado cada verano a la casa que tiene en el sur de Francia. Fue allí donde André, una noche, bajó del desván una antigua caja y le enseñó a jugar a Dungeons & Dragons, a inventarse mundos y castillos, a adoptar el rol de un personaje, a luchar contra los orcos y los monstruos. André le regaló la caja y un set de dados poliédricos, y le enseñó a calcular las probabilidades de cada tirada, a escoger la mejor arma y la mejor estrategia. En unas pocas partidas, Louis llegó a ser un elfo brujo de nivel 3 y su madre, una enana arquera. André también le ha enseñado algunos acertijos.

—Me sé una adivinanza —dice Louis.

—A ver —sonríe la psicóloga.

—Los pobres la tienen, los ricos la necesitan y, si la comemos, nos morimos. ¿Qué es?

La psicóloga se da por vencida.

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Nada. Los pobres nada tienen, los ricos nada necesitan y, si nada comemos, nos morimos.

—Qué buena. A ver si no se me olvida.

—Para saber con qué mamá me quedo, podría tirar los dados —propone Louis de repente.

La psicóloga no puede evitar sonreír. Fusionando a Sartre y a Mallarmé, se podría decir que en este caso una tirada de dados no abolirá jamás la condena de ser libres. Además, le gustó tanto El hombre de los dados de Luke Rhinehart, ese libro de culto de los años setenta en que un psiquiatra muerto de aburrimiento y de insatisfacción decide jugarse a los dados cada decisión que toma en su vida. La psicóloga admira sobre todo la estrategia tan inteligente que ha adoptado Louis para evitar la enorme presión, esa ironía espontánea que demuestra una vez más su madurez. Y, de pronto, se queda pasmada ante la evidencia: Louis tiene razón. Es exactamente eso lo que hay que hacer: manteniendo el control de su vida, Louis se libra del peso de la decisión.

—Claro, Louis, es una idea estupenda —responde la psicóloga.

Y deja que sea él quien ponga las reglas:

—¿Cómo quieres hacerlo?

—Cada domingo, tiraré el dado siete veces, una por cada día de la semana. Si el lunes sale par, me iré con una; si sale impar, con la otra, y así sucesivamente.

—Me parece muy bien.

Con un rápido cálculo, la psicóloga concluye que el riesgo de que cada una de las madres se vea privada de su hijo durante una semana entera es de menos del uno por ciento, mientras que ocurra diez días seguidos es de menos del uno por mil. No hará falta sacrificar a ninguna Lucie y ninguna Lucie querrá oponerse a los designios de una tirada de dados. Acabarán poniéndose de acuerdo.

—¿Vamos a verlas, entonces? —propone la psicóloga.

Louis asiente, y ambos entran en la estancia donde esperan las dos Lucies. Al cruzar el umbral, las mira, primero a la una y luego a la otra, y vuelve a decir, con una sonrisa, Es muy raro. Entonces, sin decantarse por ninguna, se sienta frente a ellas y expone tranquilamente su idea.

Las dos mujeres intentan contener la lava que les hierve por dentro y sonríen a Louis, procurando despertar y atraer su sonrisa. Si su hijo fuera un perro y una de las dos tuviera un hueso, lo escondería en la mano para llamar su atención. Pero tanto la una como la otra lo observan y lo escuchan, y en su fuero interno admiran al hijo tan maravilloso que tienen.

Cuando acaba de exponer su plan, se hace un silencio incómodo, que el propio Louis se encarga de romper:

—Se me ha ocurrido pensando en Dungeons & Dragons.

Y sonríe, orgulloso, como si eso lo explicara todo. Entonces, al mismo tiempo, las dos mujeres asienten, resignadas. A veces, la peor solución es la más conveniente.

—Me sé una adivinanza —dice Louis—. Somos hijos de la misma madre, nacimos el mismo año, el mismo mes, el mismo día y a la misma hora. Pero no somos ni gemelos ni mellizos. ¿Por qué?

Las dos Lucies mueven de un lado a otro la cabeza, perplejas.

—Porque somos trillizos —se ríe Louis.