vas a sentirlo. —Lena puso su mano por encima del encaje de su vestido blanco, justo sobre su abdomen—. Aquí.
La chica del cabello rosa alzó las cejas con sorpresa y miró la tartaleta en su mano con curiosidad.
—Dicen que es una sensación muy cálida y agradable, con una pizca de emoción. —Esperaba que la comprara, las tartaletas de mariposa eran las que más tiempo le llevaba cocinar porque todos los ingredientes debían estar en perfecto balance. Dulces, pero no demasiado. Frescas y ligeras, pero capaces de dejarte satisfecho—. Tienen sabor a vainilla y canela —agregó al final.
—Me llevo dos —dijo la chica emocionada mientras acercaba la mano con los anillos a una segunda tartaleta.
—Oh, lo siento mucho. —Alejó la charola plateada con sus postres. La clienta frunció el ceño—. La venta se limita a una tartaleta por cliente. Si comes demasiadas, te puede dar mal de amores.
La comisura de los labios de la chica se alzó en una pequeña sonrisa. Esperaba que eso no la disuadiera de comprar, todavía le quedaban varias y eran tan frágiles que se echarían a perder antes de poder regresar con ellas a casa.
—Me llevo una entonces. —Dio una pequeña mordida—. Espero que sí funcionen.
Dejó el dinero sobre la mesa y partió con un ligero salto en su caminar. Lena lo guardó y volvió a sentarse frente a su puesto. Había mucho ruido ese día en el mercado, todo vibraba con energía, conversaciones animadas y planes para las vacaciones. Comenzaba el verano y todos estaban listos para relajarse con sus personas favoritas.
A veces se preguntaba cómo sería tener ese tipo de permisos, poder recorrer el mundo y visitar todos esos lugares de los que leía en clase de historia y probar los platillos locales de cada ciudad. De solo pensar en eso, su estómago volvió a retorcerse. Fue una terrible idea haberse saltado el desayuno esa mañana. Su madre se lo dijo, pero, como ya iba tarde, prefirió ir directo a trabajar, pensando que podría aguantar sin problema hasta el almuerzo. Error. No solo tuvo hambre toda la mañana, sino que, por las prisas, olvidó el emparedado que había dejado listo en el refrigerador la noche anterior.
Miró de nuevo su mesa. Las galletas se veían cada vez más tentadoras. Se estiró en la silla y apretó los dedos de los pies dentro de sus botas negras Dr. Martens. Lena amaba esas botas, las tenía desde hacía varios años y, a pesar de no ser cuidadosa con ellas, seguían en muy buenas condiciones.
Se preguntaba si tal vez debía intentar aplaudir y animar a los compradores a acercarse, así podría terminar con la venta del día mucho más rápido y regresar a casa a almorzar. Había un puesto de joyería junto a ella y los dos encargados atrapaban a los clientes sin problema alguno, incluso varias personas parecían no querer comprar, pero aun así terminaban llevándose algo. Lo consideró por unos momentos, antes de distraerse con la llegada de un nuevo cliente frente a su mesa.
La luz del sol hacía que los ojos le ardieran y le impedía ver el rostro de esa persona. Solo atinó a ver cómo tomaba con confianza la galleta que Lena veía unos segundos antes y, sin preguntar, se la llevó directo a la boca.
—Oye —la regañó Lena—. Tienes que pagar por eso. —Puso las manos sobre sus cejas, intentando cubrirse del sol, y se levantó para verla a la cara.
—Tal vez podamos hacer un intercambio. —Le sonrió con unos dientes perfectos y blancos. Era una chica de su edad, muy bajita y de tez oscura. Tenía cejas perfectamente arqueadas y sus largas pestañas adornaban un par de ojos ambarinos. Traía un vestido muy parecido al de ella, con un cinturón que acentuaba su estrecha cintura.
—Manon —saludó Lena al reconocerla. Manon estiró el brazo con su palma derecha extendida hacia arriba. Al entender lo que buscaba, acercó su mano y permitió que Manon la tomara de la muñeca.
—Mmmm. —La escuchó musitar al torcer los labios—. Veo que se aproximan tiempos complicados. Grandes cambios y turbulencias se avecinan.
Lena puso los ojos en blanco. La postura relajada de Manon le dejaba ver que no se estaba tomando la lectura en serio.
—Siempre se avecinan cambios y turbulencia —le respondió mientras quitaba la mano.
Manon soltó una pequeña risa y se encogió de hombros antes de darle otra mordida a la galleta que había robado.
—Todavía tienes que pagar por eso. —Se veía molesta. El sol parecía estarse poniendo más brillante. Seguro su cara se veía roja y desagradable.
—Mis lecturas se cotizan muy bien. Yo diría que estamos a mano. —Manon tomó la mochila que llevaba puesta y colocó el dinero sobre la mesa antes de reacomodarse la mochila.
—Gracias. —Lena sonrió y guardó las monedas.
—¿Para qué quieres el dinero esta vez? —El perfecto delineado en los ojos de Manon le daba una apariencia felina muy linda.
Mordió el interior de sus mejillas pensando en su respuesta. Quería el dinero para unos libros sobre demonología que no solo eran sumamente difíciles de encontrar, también eran bastante costosos. No era algo que podría decirle a Manon. Eran amigas, sí, pero ese tipo de cosas eran consideradas tan peligrosas que no había garantía alguna de que no le comentara sus planes al aquelarre para intentar protegerla.
—Quiero pagarme clases de baile —mintió. A Lena le gustaba bailar. A veces. Sobre todo en cumpleaños o fiestas de la rueda del año. Así que sonaba creíble. O eso esperaba.
—Sabes que no te van a dejar mezclarte con mortales. —Manon arqueó una ceja.
Lena se humedeció los labios y se apartó algunos mechones que se habían escapado de sus trenzas.
—No se pierde nada con intentar.
De hecho, Lena contaba con que fuera algo que en definitiva no le permitirían hacer. Su abuela era una suma sacerdotisa muy estricta. Desconfiaba profundamente de los mortales y se aseguraba de que las brujas de su aquelarre se mantuvieran al margen de las vidas humanas. No se escondían de ellos, al contrario, se hacían notar, hacían intercambios y negocios, pero vivían vidas paralelas, nunca entrelazadas. Pedirle permiso para formar parte de un grupo de danza era algo que su abuela ni siquiera iba a considerar, tan solo iba a prohibírselo. Justamente eso quería, porque, de ese modo, nadie iba a preguntarse por qué no vieron el fruto de su dinero ahorrado.
—Como sea —dijo Manon y terminó de comerse la galleta. Los aros en sus orejas se sacudieron—. Cerré mi puesto por el día de hoy. La tormenta va a estar muy fuerte y ninguna de las dos trajo botas de lluvia. —Señaló las botas que Lena traía puestas.
—Esperaba poder vender un par de productos más. —Echó una mirada rápida a la gente que caminaba sin preocupación alguna. Un chico de cabello corto iba de la mano de una rubia de vestido azul. Tal vez podría venderles algo; sus hechizos para hacer durar el amor eran populares.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que empiece a llover? —El sol seguía brillando y el reporte meteorológico había dicho que la racha de mal clima había terminado. Pero Manon era una bruja prodigio y nunca había fallado en sus predicciones. Ni una sola vez.
—Si no partimos ya, la lluvia nos alcanzará a la mitad del camino. —Apretó los labios y se reacomodó la enorme mochila que llevaba en la espalda.
—En verdad necesitaba el dinero —dijo Lena con un suspiro, sintiéndose derrotada. Empezó a colocar lo que le sobraba en una sola caja de madera. Eso la retrasaría mucho. Sus últimos intentos por hacer contacto con un demonio habían resultado completamente desastrosos y cada día que pasaba parecía alejarla más de sus objetivos.
Cuando su puesto quedó limpio, quitó el letrero de «La cocina de la bruja» en color rosa y lo arrugó en una pequeña bola de papel. Tomó la caja con lo restante y se encaminó a casa con los ánimos por los suelos.
—No pongas esa cara —dijo Manon—. Seguro hay algún hechizo que te ayude a preservar las cosas. Puedes intentarlo de nuevo mañana.
Lena negó con la cabeza.
—Este tipo de magia solo funciona fresca —respondió con un hilo de voz. Vio una pequeña piedra en su camino y la pateó lejos con saña. Últimamente, su abuela les estaba poniendo horarios cada vez más estrictos en su entrenamiento, en especial a Lena por ser su nieta. Los mejores días para salir a vender eran los fines de semana, pero no siempre eran los días que le dejaban libre, así que perder esa venta le pesaba.
—Tal vez podamos intentar ofrecerlo a los viajeros del camino —le dijo a Manon mientras reacomodaba el peso de la caja. Algunas galletas se deslizaron de un lado al otro.
Manon asintió. Debían caminar por una carretera larga hasta llegar a casa, así que era probable que se toparan con unos cuantos autos con clientes potenciales. Fueron avanzando hasta el final del mercado, pasando por puestos de juguetes, libros usados, ropa y, sobre todo, comida. El aire estaba tan cargado del aroma a ajo y mantequilla que Lena casi podía probarlo.
Las personas las miraban al caminar y algunas se acercaban a sus acompañantes y murmuraban.
—Ahí van las brujas. —Un niño pequeño de cabello revuelto las señaló con el dedo, jalando la falda de su madre—. Mira, mamá, ahí van —repitió.
Lena le sonrió e inclinó la cabeza ligeramente en un saludo.
—Shhh. —La madre del niño le dio una palmada en la muñeca y lo movió para darles la espalda—. No las mires a los ojos —lo regañó.
Lena se mordió el interior de las mejillas. No había nada que hacer, así debían ser las cosas. Algunos les temían profundamente y eso era bueno para ellas. De esa manera se aseguraban de que nadie intentara interferir en sus vidas por el miedo a la promesa de una repercusión tan profunda que podría echar raíces hasta sus bisnietos. Le hubiera gustado poder decir que le era indiferente, pero estaría mintiendo. No todos los mortales eran así, claro está, de lo contrario no tendría clientes, o conversaciones amables con el dueño de su cafetería favorita, o momentos con las niñas que se acercaban a pedirle consejos para ayudar a sus padres a limpiar sus casas de malas energías. Aun así, los que les temían, o las rechazaban, lo hacían con tanto ardor que no podía evitar sentir ese pequeño pinchazo en el estómago.
—Deberíamos aprovechar que todavía hay muchos turistas por aquí e intentar venderles algo de lo que traes mientras caminamos —comentó Manon, sin darse cuenta de lo que acababa de pasar.
Manon era mitad mortal y había crecido en su mundo, pero le eran casi indiferentes.
—¿Qué opinas? —La miró. Lena escaneó rápidamente la multitud. Ya estaban de lleno en la zona de comida, incluso había unas cuantas mesas y sillas instaladas junto a los puestos. Seguramente había alguien en busca de un postre, y qué mejor que uno que te ayude a atraer cosas buenas… y además libre de gluten.
—Pastelillos mágicos —gritó Lena, tratando de llamar la atención de clientes potenciales mientras caminaban.
—Galletas antiestrés, budín para atraer el dinero —exclamó Manon, usando sus manos como megáfono—. La magia más efectiva de este lado del mundo.
Ambas se pararon con mejor postura y caminaron ligeramente más lento para darle oportunidad a la gente de alcanzarlas. Unas cuantas personas se acercaron con curiosidad. Manon trataba de atenderlas rápidamente, encargándose de tomar el dinero mientras Lena tenía las manos ocupadas con la mercancía.
—¿Tienes algo para que mi novio me pida matrimonio? —preguntó una chica de ojos cerúleos. Lena le vendió un pudín color rosa.
—Yo quiero algo para proteger mi tienda. —Manon le acercó un par de bizcochos envueltos en celofán.
Poco a poco se fue reuniendo un grupo de personas con curiosidad por ver qué estaba llamando tanto la atención. Los ánimos de Lena iban en aumento, tal vez sí lograría venderlo todo antes de que cayera la lluvia. Sonreía mientras explicaba uno de sus hechizos cuando un movimiento entre la gente captó su atención.
Era una señora de edad avanzada, con arrugas pronunciadas enmarcando sus ojos y el cabello cubierto de canas. Su ropa no encajaba con el clima caliente y soleado. Estaba vestida con un suéter de lana grueso, una bufanda y un par de mitones color gris. Caminaba arrastrando los pies y su rostro estaba fruncido de preocupación. A pesar de su vestimenta, Lena hubiera pensado que se trataba de una persona normal de no ser por su mirada. Sus ojos eran completamente blancos y brillaban como si fueran un par de luces de noche. Lena sintió los vellos de su nuca erizarse, como le pasaba en ocasiones similares. Podrán ser comunes o cotidianos, pero los ojos siempre delatan. No cabía duda. Estaba frente a un espectro. La mujer que se movía entre la multitud estaba muerta.
Sin pensarlo, comenzó a caminar hacia la anciana. Todo a su alrededor se volvió difuso; al fondo, podía escuchar a Manon ofrecer disculpas a las clientas con las que estaban tratando. Su visión se oscureció; el alma de la pobre mujer sufría mucho, podía sentirlo. Su dolor la llamaba con tanta fuerza que le hacía rechinar los dientes. Por lo regular, los fantasmas que emitían fuertes emociones negativas habían sufrido una muerte de lo más lamentable y su cuerpo lucía herido o incompleto. Pero la anciana se veía bien, no parecía haber sufrido una muerte que ameritara ese nivel de sufrimiento. Quizá se trataba de algo que estaba ocurriendo en ese momento, en vez de algo que ya había pasado.
—Fíjate por dónde vas —escuchó a alguien gruñir.
—Cuidado —dijo otra persona.
Lena no se detenía, seguía avanzando tras el espectro mientras se acercaba a las afueras del pueblo, cerca de los basureros temporales para los visitantes. Cuando recibían muchos turistas, era común que el piso se llenara de latas y todo tipo de porquerías, por lo que trataban de ser precavidos y dejar contenedores a su alcance.
El olor a fruta descomponiéndose atacó sus fosas nasales y fue cuando por fin la anciana se detuvo. Sus ojos brillantes se fijaron en los basureros. Lena siguió su mirada y se topó con una escena que hizo que su pecho se comprimiera. Frente a ella, hurgando entre la basura, había un hombre bastante mayor, con ropa agujerada y la cara sucia. Sacó un puñado de algo que parecía una mezcla entre arroz y queso y se lo metió a la boca sin pensarlo mucho.
Giró la cabeza y ahora la anciana la miraba fijamente.
—Él es —dijo ella con dificultad. No todos los espectros tienen la capacidad de comunicarse con los vivos. Les resulta muy complicado dar una señal, y todavía más decir algo coherente. Eso claramente era muy importante para ella.
»Él es —repitió con más fuerza. Con manos temblorosas, la anciana señaló la sortija en su dedo anular izquierdo. Un anillo modesto de color dorado. Lo entendió perfectamente. Ese hombre era su esposo y la anciana no podía descansar en paz porque estaba preocupada por él. La escena quebraba las fibras de su corazón. Se acercó al hombre, quien pareció alarmarse al verla.
—No hice nada —alcanzó a decir. Parpadeaba rápidamente y sus ojos se enfocaban en todo menos en Lena. Una tos seca lo hizo cubrirse la cara con las manos.
—No se preocupe —dijo Lena de manera pausada, tratando de calmarlo. Pensó en cuántos debían haberle golpeado la moral para que estuviera tan nervioso.
—¿Tiene hambre?
El hombre asintió, antes de que otro arranque de tos lo hiciera encorvarse. Ella le dio un rápido vistazo a la caja con los productos que le sobraban y, tras un ligero titubeo, la extendió hacia él.
—Tome. Todo lo preparé yo misma. Creo que le gustará. —Sonrió.
El hombre la miró con desconfianza. Sus manos tenían pequeños espasmos, quería tomar lo que le ofrecía, pero, al mismo tiempo, se contenía.
—Por favor, tome. Prometo que no le hará daño.
Con movimientos lentos, tomó la caja que Lena le ofrecía.
—Gracias —dijo con un tartamudeo—. Gracias, jovencita —repitió, parpadeando a gran velocidad. Lena alzó las manos y con delicadeza las puso sobre las del hombre, que ahora sostenían la caja.
—Esto se lo envía su esposa. —La reacción fue inmediata. El hombre se encogió de hombros y cerró los ojos con fuerza—. Ella lo ama mucho. Sigue aquí con usted. —El hombre no abrió los ojos y Lena volvió a mirar a la anciana para verla asentir con la cabeza.
Para cuando Manon la alcanzó, el hombre y su esposa ya se habían perdido entre los árboles. Rápidamente se limpió los ojos con la manga de su vestido. No importaba cuántas veces viviera ese tipo de cosas, el mundo de los espíritus siempre tomaba retazos de ella.
—¿Le regalaste todo?
Lena asintió.
—Pero dijiste que en verdad necesitabas el dinero.
Lena se encogió de hombros.
—Él lo necesitaba más.
Manon miró hacia el cielo por unos momentos.
—Él está muy enfermo. Morirá en seis días.
Lena exhaló.
—Lo sé, me dio la sensación de que ella lo estaba esperando.
Manon entrecerró los ojos.
—¿Quién?
Lena reacomodó el pañuelo sobre su cabeza y le sonrió a Manon, sacudiéndose algo del sentimiento de pesadez que le había dado la escena. Cuando menos, en el otro lado se volverían a encontrar y él ya no sufriría. Ninguno de los dos.
—Vi al fantasma de su esposa en el mercado. Creo que quería que alguien lo encontrara.
Manon sonrió y negó con la cabeza.
—Deberías cobrarles a los espectros. —Le dio una palmada en la espalda—. Deja de ayudarlos sin pedir un intercambio equivalente.
Manon se reacomodó su mochila y se encaminaron de regreso a casa. El cielo ya estaba perdiendo algo de color y Lena esperaba que la buena fortuna estuviera de su lado y no cayera la tormenta a mitad de camino.
—Pero ¿qué podría pedirles? Están muertos.
—Información, guía, la ubicación de sus joyas familiares. Hay muchas posibilidades.
—Mmmm —musitó Lena—. No lo sé. No se siente correcto.
—Si no les cobras algo, la energía que inviertes va a cobrarte a ti. Debe haber un balance.
Manon tenía razón. Los espíritus tenían muchos recursos que podrían serle útiles. No podría hacer esto con frecuencia porque en verdad las sensaciones que experimentaba al tener contacto con los muertos eran de lo más desagradables y variaban en intensidad según el caso del que se tratara. Incluso, por una larga temporada de su vida, había estado pidiéndole a su abuela que le ayudara con pociones y tés que mantuvieran callado su don.
Recordaba a la perfección ese día, cuando recién cumplió quince años. Había acompañado a la señora Berterry, una bruja bastante respetada en el aquelarre, a realizarle una limpia al director de la escuela local. Berterry llevaba su mejor vestido negro y hasta se había puesto algo de perfume y maquillaje.
El director era un hombre de cuarenta y tantos años con mechones grises asomándose en su cabello negro. Al parecer, se quejaba de que su exesposa le había lanzado una maldición y por eso había tenido problemas para dormir últimamente, llegando incluso a sufrir de horribles pesadillas y terrores nocturnos. Agendaron la cita para un viernes por la noche. Lena llevaba una cubeta llena de ruda, salvia y distintos inciensos. Desde que entraron, el aire se sentía pesado, denso y tenía olor a azufre.
Le pidieron al director que se parara en el centro de la sala y empezaron con la limpia. Lena estaba nerviosa. La señora Berterry embarraba salvia en los brazos del director mientras murmuraba distintos hechizos de protección.
Y fue ahí cuando la vio. La criatura más horrible que Lena había visto hasta ese momento. El fantasma de una mujer se arrastraba desde la entrada de la cocina. La lengua le colgaba libremente a falta de una mandíbula. Tenía las piernas torcidas en ángulos poco naturales y su cabeza estaba expuesta, como si le hubieran arrancado el cuero cabelludo con todo y cráneo. Se acercaba con la mirada fija en Berterry. Cuando los alcanzó, Lena no pudo evitar soltar un grito al ver al espectro lamerle los pies al director mientras hacía horribles chillidos.
El fantasma desapareció con la limpia; al parecer, la casa solía ser una clínica y algunos pacientes todavía deambulaban por ahí. Sin embargo, esa imagen jamás se fue de la cabeza de Lena. Cuando regresaron a casa, corrió a rogarle a su abuela que le diera algo, lo que fuera, para poder dejar de ver el mundo de los muertos.
Fueron tres años de paz y silencio para ella, hasta que el año anterior el aquelarre decidió que, al ser una habilidad rara, debía entrenarla y dominarla para ponerla al servicio de sus hermanas brujas cuando heredara el título de suma sacerdotisa. Y eso la traía de vuelta a este momento, en el que de nuevo los fantasmas y entes caminaban junto a ella en contra de su voluntad.
—Lo voy a pensar —respondió por fin.
Tal vez Manon tenía razón y era hora de darle un buen uso a esa habilidad. Tal vez era hora de abandonar el papel de sirviente y transformarse en amo.
Y, siendo completamente honesta, Manon por lo general tenía razón.