presentes, pero hoy había algo diferente. Ese tipo de magia, ese nivel de magia, mejor dicho, no era uno al que Lena estuviera acostumbrada.
—¿Percibes eso? —preguntó Lena y se frotó la yema de sus pulgares contra sus otros dedos. Chispas diminutas parecían salir de ellos, era como si la electricidad la besara de cabeza a pies. Incluso estaba comenzando a costarle trabajo concentrarse. Su cuerpo quería detenerse y desatar algo de su magia para liberar la carga. El jardín frontal que conducía a la entrada comenzaba a verse eterno.
La puerta de la casa se abrió por sí sola justo cuando estaban subiendo los pequeños escalones del pórtico. El olor a lavanda y eucalipto que tanto le gustaba a su abuela invadió sus fosas nasales. La casa de su familia era una gigantesca mansión tipo victoriana en tonos marrones y verde olivo. No podría decir que fueran descuidadas con la casa, pero definitivamente le faltaba una capa de pintura aquí y allá, y algunas renovaciones. Antes de asentarse en ese lugar, su abuela solía tener casas en diferentes partes del mundo; nunca estaba mucho tiempo en el mismo sitio debido a las cacerías de brujas que realizaban los mortales. Reclamó esa casa como suya hacía más de un siglo y desde entonces no salía de la propiedad.
Dejaron sus botas en la entrada para no ensuciar el piso. Lena dobló y estiró los dedos de los pies un par de veces, dejándolos relajarse después de pasar todo el día enclaustrados. No le vendría mal comprarse un par de botas nuevas; era increíble cómo todavía seguía creciendo a pesar de que ya era más alta que la mayoría de las chicas de su edad.
—Ustedes dos. —Una voz llamó desde el pasillo. Manon se enderezó a tiempo para ver a la asistente de su abuela, Nessa, caminar hacia ellas con el ceño fruncido y la cara como si hubiera probado leche agria.
»¿Por qué tardaron tanto? —Incluso enfadada, la voz de Nessa sonaba bajita y contenida. Cuando era pequeña, Lena solía decirle que su voz sonaba como un suspiro. Tenía un rostro verdaderamente hermoso, con sus labios gruesos, ojos almendrados y bellos pómulos. Tenía la piel clara y cabello rubio que, en ocasiones, bajo la luz, se veía casi blanco. Era alta como Lena y, si no la conociera, podría pensar que tenían la misma edad.
—No sabíamos que nos esperaban. Todavía es temprano para…
—Vayan a alistarse —dijo con urgencia, sus ojos chocolate brillaban con desespero.
Lena tenía la intención de preguntar por qué había prisa si la luna ni siquiera había salido todavía, pero la dureza en el rostro de Nessa y la forma en que la mano que sostenía el crucifijo de su rosario temblaba hicieron que se tragara cualquier pregunta. La lluvia empezaba a sonar con fuerza y el recibidor se iluminó con luz blanca antes de que el rugir de un trueno hiciera que su corazón saltara.
—No tardaremos —anunció Lena y se dirigió hacia las escaleras que daban a su habitación.
Algo estaba mal. Todo se sentía raro, desencajado, como si lo hubieran puesto al revés. Empezó a enterrarse las uñas en la palma de las manos, en un gesto nervioso. Podía sentir una capa de sudor caer por su espalda. Trataba de recordar sus ejercicios para mantenerse enfocada. Empezó a contar las fotografías en la pared mientras subía a su habitación junto a Manon. Tres eran del aquelarre en diferentes años, la última de cuando Lena era una niña, con sus trenzas pelirrojas de siempre y el mismo pañuelo que traía ahora amarrado en la cabeza. La grande era del invernadero de la casa. Había dos pinturas de flores coloridas regaladas por una artista que solicitó su ayuda y solo pudo pagarles con eso. Seis marcos colgados en total, veinte escalones para llegar a su piso, cuatro runas de protección dibujadas en la pared. Sabía esas cantidades de memoria, pero contarlas le daba una ligera paz a su mente.
Había un par de ventanas frente a las puertas de sus respectivas habitaciones y un golpeteo insistente la hizo mirar. Afuera de la casa había un cuervo con las plumas negras alborotadas. Golpeaba el cristal con su pico e intentaba entrar. Lena torció los labios, era un claro mal presagio. No había sentido su estómago revolverse de esa manera desde hacía nueve años y tres meses. Recordaba la fecha exacta de cuándo sucedió y, si hubiera tenido un reloj con ella en ese momento, estaba segura de que su memoria hubiera impreso hasta los minutos exactos. Cómo no hacerlo, si ese día una terrible premonición de su abuela se había cumplido, trayendo consigo un torbellino a la vida de su familia. Una sensación fría resbaló por su esófago hasta caerle en la boca del estómago.
—Sé lo que estás pensando. —Manon le tomó el antebrazo y le dio un leve apretón antes de volver a soltarla.
—Lo dudo. —Lena se mordió los labios.
—Yo no creo que esto tenga relación con… —Una pausa. Un breve respiro. El cuervo se rindió. Manon parecía buscar las palabras correctas—, lo que pasó aquella vez.
Hicieron contacto visual por unos momentos. Los ojos de Manon estaban entrecerrados, como si algo le doliera. Tal vez así era.
—Tú no estuviste ahí —la acusó, como si fuera su culpa haber estado en Francia durante ese tiempo en vez de estar en la mansión. Tal vez su don para ver el futuro pudiera haberse complementado con el de su abuela y hubiera podido evitar lo que ocurrió. Era ridículo, Manon ni siquiera sabía hablar el mismo idioma que ella en esos días de sus vidas, mucho menos tenía noción de la existencia del aquelarre. No importaba a cuántas personas quisiera culpar, la responsabilidad era suya y el remordimiento ya estaba cosido entre los filamentos de su carne.
—Pero sé que fue un accidente —concluyó Manon.
No se dijeron más. No hacía falta porque ya habían tenido borradores de esa conversación varias veces en el pasado. Sabían bien que no llegarían a ninguna parte porque la otra no iba a ceder. Entró a su habitación y la recibió de inmediato su erizo, Patricia, que estaba gritando con toda la fuerza que su pequeño cuerpo le permitía desde la cama destendida. Lena corrió hacia ella y enseguida subió a su mano.
—Tú eres quien por lo regular me dice que todo va a estar bien —le aseguró al erizo—. ¿Cómo se supone que me sienta ahora? —Se rio con un tono amargo y le acarició su diminuta frente. Patricia era su familiar y acompañante desde que Lena tenía seis años. Había sido un regalo de cumpleaños para protegerla de maleficios y ayudarla con su magia. No todas las brujas en su aquelarre tenían un familiar, pero Lena agradecía tener a Patricia con ella, no solo por la ayuda que le brindaba a la hora de hacer magia, sino por la compañía.
—La reunión de hoy va a empezar más temprano —comentó, mientras caminaba para dejar a Patricia en su cama de lana sobre el escritorio. Su cuarto era un desastre. Se había quedado toda la noche trabajando en un nuevo método de invocación, el cual no estaba dando resultados y solo hacía que Lena diera vueltas y vueltas, y terminara chocando con muros de piedra. El suelo estaba tapizado de pergaminos y libros abiertos con montones de marcas hechas con lápiz. Tendría que sacar pronto los frascos con carne de res y sangre de cerdo que planeaba usar como ofrendas porque ya estaban empezando a darle al aroma de la habitación un tinte agrio. Hizo una mueca al ver burbujas y una especie de lama en la carne de uno de los frascos.
Se quitó los calcetines y los lanzó al cesto de ropa sucia antes de caminar hacia el baño y refrescarse para bajar. Se deshizo las trenzas y pasó los dedos rápidamente por su cabello. Cada vez estaba más largo, las puntas le llegaban a la cadera. Suspiró mientras aprovechaba para pasar las uñas por su cuero cabelludo. Tomó el cepillo y lo pasó con cuidado recitando unas cuantas palabras para alisarlo y darle brillo. Abrió la llave del lavabo y se salpicó la cara. Aprovechó para tomar el jabón y quitarse toda la mugre acumulada a lo largo del día. Se puso uno de sus vestidos negros y su mejor par de zapatos antes de darle color a su cara con rubor.
Cuando salió, Manon la esperaba afuera de su habitación con un terrible aspecto. Su cabello estaba escurriendo, su cara tenía líneas marcadas de preocupación e incluso el vestido negro se le pegaba al cuerpo.
—Mikael —dijo Manon al tiempo que Lena ponía las manos en los hombros de su amiga y se agachaba para poder verla a los ojos.
»Mikael no está —volvió a decir Manon y Lena pudo notar cómo un par de lágrimas caían por su cara y se mezclaban con agua. Lena intentó limpiarla un poco con las mangas de su vestido y le apartó el cabello de la frente.
—Seguro se escondió en alguna parte de la casa. —La lluvia le había arruinado el delineador a Manon—. A los gatos no les gusta el agua. — Lena no sabía nada de gatos, pero ¿qué no era eso lo que siempre decían de ellos?
—Mikael no es así. Nunca hace esto. —Movió la cabeza—. Si algo lo asustó, no fue la tormenta.
—¿Quieres que te ayude a buscarlo? —Pasó la lengua por la parte trasera de sus dientes. Las ventanas dejaron entrar otro destello de luz antes de que otro trueno las hiciera retumbar.
—Ya lo intenté. —Manon pasó las manos por sus ojos e intentó limpiarse, pero solo logró que el maquillaje se arruinara todavía más—. La tormenta no me dejó hacer nada. Apenas pude dar unos pasos fuera de la casa.
—Mañana entonces. —Le sonrió y Manon asintió. Los papeles de hacía unos momentos se habían intercambiado. Manon lucía derrotada, con los hombros caídos y cabizbaja. Muy distinta a la actitud de confianza que la hacía ser siempre el sol en cualquier habitación. Lena deseaba poder ayudarla, sus manos le cosquilleaban por el deseo de llevarla a la cocina y prepararle algo de sopa para hacerla sentir mejor. Escuchó a Manon murmurar lo que parecían ser insultos en francés.
—Es un gato astuto —le dijo a su amiga—. Lo viste destrozar esa serpiente la semana pasada. No quedó nada de ella ni para usar en hechizos.
Y era verdad. Mikael era un gato viejo pero fuerte, con aires de jaguar, a juzgar por todas las veces que había salido para ahuyentar a los lobos que trataban de entrar a la propiedad o por aquella ocasión en la que las acompañó al pueblo y arañó al rottweiler del alcalde sin miedo a la pelea. Incluso había tenido que salvar a Patricia varias veces de sus garras. Ese gato no estaba indefenso.
—Pero…
—Además de esa vez que te salvó del hombre que quería robarte dinero cuando estabas con tu familia.
Esperaba ver a Manon sonreír, amaba contar esa historia de cómo Mikael había mordido la mano del ladrón y se había abrazado a él, enterrándole las garras en la piel, dándole a su dueña el tiempo suficiente para conjurar un hechizo de fuego que destrozó los pantalones del hombre. Sin embargo, la cara de Manon seguía viéndose compungida y sin vida.
—No es solo que no esté. —Pasó sus manos por su frente—. Tuve una horrible visión cuando llegamos hoy y estoy segura de que algo muy malo le sucedió.
—Tú misma me has dicho que el futuro puede cambiar. Tus visiones no siempre se cumplen tal cual llegan a ti. El futuro está en cambio constante. Tú siempre me lo dices. —Entrelazó los dedos de sus manos y cayó en cuenta de que la piel de Manon estaba helada. Sus manos se sentían chiquitas y frágiles entre las suyas. Estaban tan ridículamente frías que Lena temía que Manon en realidad estuviera bajo un embrujo en ese momento.
—¿Por qué no vas a cambiarte? No podemos salir a buscar a Mikael si te enfermas.
—Nos están esperando. —Negó con la cabeza y soltó sus manos de las de Lena—. Ya estamos retrasadas. Esta noche es importante.
Lena bajó las escaleras con decisión y sin mirar atrás; la teoría del embrujo o de que esa noche el mundo estaba al revés se cimentó en su cabeza porque todo se sentía incómodo. Caminó tras Manon y se resbaló un par de veces al bajar las escaleras con el agua que su amiga había metido por accidente.
Había dos jarrones anaranjados de camino a la sala. También un candil enorme, dos macetas grandes con plantas y quince fotografías acomodadas a lo largo del pasillo principal que daba hacia la casa. Lena iba contando una por una en su mente mientras caminaba. Las luces del techo le daban una pinta amarillenta a todo en su camino.
Podía escuchar la voz de su madre a pesar de que todavía estaban a ocho fotografías de llegar a la puerta de la sala. No podía distinguir lo que estaba diciendo, podría ser cualquier cosa. Anfisa gritaba más de lo que hablaba, era sorprendente cómo no tenía la garganta completamente destrozada.
—Escucho a mi madre hasta acá —comentó Lena cuando alcanzó a Manon, pero ella no respondió nada. Definitivo, un embrujo, deberían discutirlo en la reunión de ese día sin falta.
Empujaron la puerta de la sala para abrirla y el rechinido hizo que las brujas voltearan a verlas. Todas callaron y Lena sintió el peso de sus miradas siguiendo cada movimiento que hacía con suma atención.
Los asientos estaban acomodados en una media luna, frente a ellas había una hermosa silla jacobina, la cual estaba reservada para su abuela, como suma sacerdotisa. Justo ahí se encontraba sentada, usando su vestido negro favorito, con la espalda perfectamente derecha, su cabello plateado arreglado en una trenza y sus ojos azules fijos en ella. Manon tomó un asiento libre y Lena hizo lo mismo.
La madre de Lena estaba en uno de los asientos más cercanos a su abuela y se mordía las uñas, seguramente hasta hacer sus dedos sangrar. Iba vestida con uno de sus trajes sastres y movía el pie derecho con nerviosismo. Todos le decían a Lena que era la viva imagen de su madre: el mismo cabello pelirrojo, cara con forma de corazón, ojos grises y pecas en toda la cara. Lena de pequeña solía tomarlo como un cumplido, pero ahora era lo peor que podían decirle. Había crecido lo suficiente como para darse cuenta de que uno de sus mayores miedos era ser igual a su madre.
—No te veo ningún amuleto de protección, niña —le murmuró la señorita Berterry a su lado. Tenía las uñas limadas en pico y con ellas revolvía un mazo de cartas. Lena prestaba atención a las pulseras que sonaban como campanas mientras chocaban unas con otras. Su nariz era ancha como todo su cuerpo y tenía el cabello negro más largo y bello que Lena hubiera visto en su vida.
—Se rompió hace poco en un trabajo. —Mejor dicho, en un intento casi exitoso por establecer un trato con un demonio. Esa información era algo que nadie debía saber. Batallaba mucho ya de por sí para lograr hacer ese tipo de cosas sin que las visiones de su abuela o de Manon la encontraran.
—Te haré uno nuevo. Voy a hacerte una buena pulsera de hilo rojo y te la mandaré con mi nieta esta semana. —Sus manos siguieron barajando.
—Gracias —asintió.
—¿Qué ocurre, Imogen? —Escuchó gruñir a la señora Frida desde el otro extremo de la habitación—. Llevamos horas esperando. —Sus manos arrugadas aferraban su bastón de madera. La señora Frida tenía los ojos lechosos y completamente borrados desde que perdió la vista. Era una bruja muy respetada en el aquelarre, quizá la más vieja de ellas después de su abuela y quizá la única que se atrevería a hablarle así.
—Hermanas —dijo su abuela desde su asiento—. Como probablemente la mayoría de ustedes puede sentirlo, la magia se está moviendo. Mi querida Cora en el Este falleció esta mañana.
Un suspiro ahogado.
La señora Berterry abandonó sus cartas.
Su madre puso la cara entre las manos.
El latir del corazón de Lena empezó a golpearle los oídos. Se sintió mareada y la lluvia del exterior parecía haberse filtrado a la sala. De pronto, todo parecía estar sumergido.
Hace cientos de años, su abuela Imogen había hecho un vínculo de ánima junto a otras tres sumas sacerdotisas del mundo antiguo. Aquellos unidos por ese vínculo aceptan entrelazar su esencia y comparten su magia. Cora era la última suma sacerdotisa del mundo antiguo, además de su abuela, que quedaba con vida. Todas sabían lo que esto significaba.
Lena miró a Manon en su asiento. ¿Lo sabía? ¿Esto era lo que ella había visto?
—Y mientras nuestra hermana avanza al Summerland, como todas lo haremos en algún momento, su magia se va con ella también. —Las arrugas en la cara de su abuela lucían más pronunciadas y la luz de la sala la hacía verse más pálida que nunca. Lena no podía evitar sentir su estómago hacerse un nudo al saber lo que vendría después.
»El vínculo de ánima que formé hace tanto tiempo hoy queda cerrado finalmente, concluyendo mi ciclo en esta tierra también.
—Mamá, por favor.
—Anfisa. —Su abuela alzó la mano e hizo callar a su madre—. No interrumpas, no es el momento. —La cara de su madre se puso roja, pero no dijo nada más.
—Esta es una realidad, ustedes mismas lo sienten. Mis días de vida a partir de hoy son limitados.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó la señorita Ekaterina desde su lugar. Había cortado su cabello castaño hasta un poco abajo de su mandíbula.
—Esta es magia muerta —explicó su abuela—. No puede revertirse ni alterarse.
Varias brujas del aquelarre comenzaron a murmurar.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la señora Frida y golpeó con su bastón un par de veces para hacerse escuchar por encima de las voces de las demás.
—Tres lunas llenas —dijo su abuela y Anfisa soltó un chillido.
Nueve brujas en el aquelarre, diez con su abuela. Treinta libros de color verde en las repisas, quince de color azul, cincuenta y siete de color marrón…
Respiró profundo y exhaló tres veces.
Inhaló.
Exhaló.
Inhaló.
Exhaló.
—Pero se quedarán en buenas manos, mis amadas hermanas, pues llevo tiempo entrenando a mi sucesora. Me brinda un gran orgullo poder decir que será una Hanavan quien las siga liderando.
La marca en el hombro de Lena pareció arder en cuanto su abuela dijo eso. Sentía que le quemaba la piel y le dejaba una herida expuesta. Su abuela estaba por dejarlas, su abuela que era tan poderosa, que había dejado a altos demonios de rodillas, tan fuerte que su magia alimentaba al aquelarre completo y a la tierra en la que cultivaban. Tan necesaria que temía que, al partir, la casa misma se derrumbara.
—Nuestra Lena.
Casi pudo sentir cómo sus ojos se iban hacia la parte trasera de su cabeza, su cráneo chocó con la alfombra y todo se volvió negro para Lena.