puerta, que viera lo que estaba del otro lado. Estaba aterrada. No quería ver a las almas que vivían en la casa, que nunca salían. Lena estaba acostumbrada a los espectros que vivían con ellas, pero las almas en pena estaban atrapadas entre las paredes. Rara vez se topaba con ellas, la magia de su abuela las asustaba. Su estómago se hizo un nudo al recordar a su abuela frágil y débil en los brazos de Nessa.

Toc, toc.

Tomó aire.

Quitó el seguro.

Puso la mano sobre la perilla.

Y abrió la puerta.

—¿Dónde estabas?

Frente a ella se encontraba Patricia. Estaba llena de lodo, pero no se veía herida. Movía la nariz rápidamente. La mirada de Lena se desvió y detrás de Patricia notó la figura blanquecina y translúcida de un hombre. Dio un paso hacia atrás y pensó en tomar a Patricia y volverse a encerrar, pero pudo reconocerlo. Estaba vestido diferente. Se veía cambiado, entero y en paz, aunque sus rasgos aún eran los mismos y Lena pudo reconocer en él al anciano que había ayudado en el mercado. El hombre enfermo a quien su esposa quería auxiliar. Tal como Manon lo había dicho, había muerto poco tiempo después de su encuentro. Sus ojos eran brillantes, dos bombillas que iluminaban el pasillo oscuro, y Lena se preguntaba qué tipo de asunto pendiente lo había llevado hasta allá.

Patricia caminó hacia él, el hombre miró a Lena y le hizo una ligera reverencia. Lena le devolvió el saludo. Empezó a bajar lentamente las escaleras, Patricia lo siguió sin titubear. Lena dudó en ponerse los zapatos e ir tras ellos también.

La casa estaba quieta. Podía sentir las miradas de varios espectros sobre ella, pero todos se mantenían escondidos. Pasaron por la sala y el pasillo principal, en donde la mayoría de los cuadros se había caído. Había tan solo un jarrón en pie, cuatro cuadros todavía colgados, una estatuilla de Venus seguía entera, tres libros rojos sobre una silla.

Siguió al anciano hasta el pórtico y su cabello se alzó con el viento. Algunas pequeñas gotas golpearon su rostro, indicando que probablemente volvería a llover. Su falda se levantaba y la tierra que se elevaba la hacía cerrar los ojos. Patricia no se detenía y seguía caminando frente a ella con seguridad. La luna estaba oculta entre las nubes. Lena hubiera querido verla para poder conjurar su poder y pedirle ayuda de manera más directa. Un aullido se escuchó a lo lejos, seis cuervos estaban en un árbol cerca de ella, viéndola fijamente. Todo olía a lluvia. Se adentraron en el bosque, por el lado que no tenía los sigilos de su abuela. Ese camino no llevaba a ningún lugar, era solo un bosque infinito. ¿A dónde podría querer ir ese hombre?

Había algunos susurros aquí y allá, pero no lograba distinguir lo que las voces decían. Notó algunos platos de leche y miel cerca de los árboles. Le preocupaba que estuvieran acercándose mucho a las hadas. Lena vio un puñado de piedras de color blanco y se agachó para recogerlas. Empezó a soltar una por una mientras seguía caminando, para asegurarse de no perder el camino y poder regresar. Una silueta oscura se asomó detrás de un árbol. El suelo se estaba cubriendo de neblina y Lena soltó otra piedra tras ella.

El espectro se detuvo, Patricia también. Unas pequeñas escaleras de madera cubiertas de hojas secas estaban ahí, en medio del bosque. No eran muy largas, no llevaban a ningún lado, solo estaban ahí sin más.

—¿En dónde estamos? — le preguntó Lena al hombre, queriendo saber cómo debía ayudarlo para que pudiera descansar. El hombre solo alzó la mano y señaló las escaleras. Patricia subió las pequeñas escaleras escalón por escalón. El espectro se quedó callado, simplemente seguía apuntando. Lena subió las escaleras, teniendo cuidado con Patricia. En el vacío frente a ella se materializó una puertita de madera. No era diminuta, como casa de duende, pero tendría que agacharse para poder pasar. Giró la perilla y la puerta se abrió hacia adentro con un rechinido. Se asomó al interior y pudo ver una bodega con montones de cajas y equipo de jardinería. Todo estaba cubierto de polvo y telarañas, y se percibía un olor a armario viejo. Lena volteó hacia el anciano, quien le sonrió.

—Gracias —dijo él.

El espectro de la mujer de bufanda que había visto en el mercado salió de entre los árboles y caminó hacia él. Le tomó la mano y ambos la miraron unos instantes, sin decir nada, antes de caminar juntos lentamente por el camino para volver a casa. Desaparecieron entre la niebla y Lena supo que podrían irse a descansar juntos al fin.

Patricia entró a la bodega y caminó hacia unas cajas llenas de cachivaches hasta el fondo. Lena agachó la cabeza para no chocar con el marco de la puerta y entró también.

—No pienso tocar las cosas que están en la caja —le dijo a su erizo—. Si quieres que busque algo, tengo que volver a la casa por guantes.

Patricia lanzó unos chillidos y Lena arqueó una ceja.

—Está bien, está bien —le respondió y con cuidado movió las cajas. Eran pesadas y sus dedos se estaban manchando de todo tipo de cosas, pero finalmente logró quitarlas del camino. Bajo sus pies había una trampilla. Lena tomó la manija de hierro y jaló con fuerza. Asomó la cabeza y se topó con unas escaleras que descendían a la oscuridad. Miró a Patricia, pero ella se quedó quieta. ¿Qué podría haber ahí abajo que Lena debía ver?

Estaba hincada frente al vacío y, por más que trataba de ver algo, no lograba conseguirlo. Se humedeció los labios y finalmente se decidió a bajar. Las escaleras se quejaban con cada paso que daba, el rechinido rebotaba por las paredes. Chasqueó los dedos y logró producir una pequeña flama que danzaba sobre la palma de su mano, sin embargo, solo era suficiente para iluminar el escalón que estaba frente a ella. Este tipo de hechizos no eran fáciles de mantener, así que no sabía cuánto tiempo podría conservar la flama viva. Entre más bajaba, más frío se sentía el ambiente. Pensó que tal vez debería regresar después con una linterna, pero, cuando miró hacia atrás, ya no logró ver la salida, solo oscuridad por todas partes, como si estuviera bajando por la garganta del mismo Fenrir. Su piel se erizó ante ese pensamiento y se concentró en bajar los escalones.

—Uno —murmuró para sí, para escuchar algo en el espeso vacío—. Dos. —Bajó al siguiente escalón—. Tres —continuó.

Después de contar diez escalones más, finalmente vio frente a ella un piso de madera. Se sintió aliviada de haber llegado al final y, en cuanto sus botas tocaron el suelo, montones de antorchas se encendieron iluminando todo con una luz de fuego verdoso y azulado. Se veía como un sótano viejo de muros hechos con barro y piedra. Miró de un lado a otro, pero el lugar estaba completamente vacío. En el centro de todo, recargado en una de las paredes, se encontraba un espejo. Era muy grande y tenía un marco hermoso con detalles de rosas y espinas alrededor. Todo en color negro. Lena apagó la flama en su mano y se acercó con curiosidad. Su reflejo la mostraba a ella con su falda cereza empolvada y sus dos trenzas pelirrojas despeinadas. Vio que una pestaña se le había caído entre sus pecas y descansaba sobre uno de sus pómulos. Intentó sacudirse lo más que pudo las manos para poder pellizcarla y quitársela. Su reflejo comenzó a distorsionase, como si el cristal fuera de agua y lo hubieran agitado con un guijarro. Lena se hizo hacia atrás. Su reflejo desapareció por completo y entonces, frente a ella, apareció un muchacho de ojos esmeralda y una cicatriz sobre el ojo derecho.

Sintió sus rodillas flaquear, su corazón golpeaba contra su pecho como nunca antes. Su garganta se sentía obstruida y pasó saliva, tratando de quitarse esa sensación sin lograrlo. Su cerebro se había vuelto de paja y no sabía qué decir o qué hacer, lo único que escuchaba era la sangre recorriéndole el cuerpo a gran velocidad. Esperaba que, cuando lo volviera a ver, tuviera un plan o unas palabras listas.

—¿Caleb? —preguntó con labios temblorosos. Su voz había sonado más aguda y patética de lo que esperaba, así que se aclaró la garganta y rápidamente volvió a hablar—. ¿Eres tú el demonio llamado Caleb?

Él se quedó callado y la miró de pies a cabeza. Lena sintió sus mejillas calentarse a pesar del frío en la habitación. Era exactamente el demonio que vio en el invernadero. Tal como le dijo a Nessa la noche en que hablaron, algo en él y en su vestimenta, camisa holgada de botones y pantalones negros fajados en un par botas para cabalgar del mismo color, era el eco de una época lejana.

—Te hice una pregunta —repitió Lena, enderezando su postura. No debía mostrarse como una presa fácil al tratar con demonios, mucho menos si quería contratar su ayuda. En la parte trasera de su mente resonaban las palabras de Nessa sobre cómo podría ser un demonio peligroso. Su mano se acercó hacia el anillo de protección que había decidido usar ese día y lo apretó con fuerza, esperando que fuera suficiente para ayudarla contra el demonio frente a ella.

Él se rio. Una risa burlona y poco genuina.

—Ustedes creen que son dueñas y amas de la creación. —Una media sonrisa—. No tengo por qué responderte, hechicera. Regresa por donde viniste. —Su voz era grave y los ojos le brillaban como el fuego verde de las antorchas. Tenía cierto aire de elegancia con su mandíbula atractiva y nariz recta, pero eso no lo hacía verse menos peligroso.

Temiendo que estuviera perdiendo su oportunidad, Lena alzó ambas manos en sumisión.

—Por favor —dijo suavizando la voz—. Por favor, escúchame. Quiero proponerte un trato.

Caleb mostró los dientes como un animal salvaje.

—¿Y por qué habría yo de ayudarte?

Lena estaba tratando de encontrar las palabras correctas. En su imaginación, ella encontraría a Caleb llevándole ofrendas y le daría un discurso ensayado y perfeccionado con el que obtendría su ayuda. No estaba preparada en ese momento, habían pasado demasiadas cosas, su mente aún no se reponía por completo. Después de retirar una maldición, lo más aconsejable era descansar un día o dos para que el cuerpo recuperara energía; ella estaba ahí sin ese descanso.

—Dile a Imogen que, si quiere hablar conmigo, venga en persona. —La miró con disgusto, como si Lena fuera un objeto ofensivo o un platillo que le asqueaba—. Ella sabe perfectamente lo que yo quiero. Dile que no mande a sus lacayas como mensajeras.

Lena estaba asustada. Esa era su última oportunidad para lograr lo que necesitaba. Caleb era el primer demonio de clase alta que había logrado encontrar, se trataba de alguien que debía ser rey. No iba a tener otra oportunidad como aquella, al menos no en el tiempo que le quedaba. Si lograba conseguir su poder, no solo lograría salvar a Quinn antes de que la puerta al infierno fuera cerrada, sino que también sería suficiente para cuidar del aquelarre.

—Imogen no me envió. Vine por mi cuenta.

Aquello pareció intrigar al demonio, quien se quedó observándola con los brazos cruzados. Ahora que se había parado con la espalda derecha, Lena notó lo alto que era. Ella tenía que levantar bastante la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Su cabello era castaño oscuro y despeinado, y le llegaba al cuello. Su piel morena se pintaba de un ligero tono azulado por las antorchas.

—¿Qué es lo que quieres? —la cuestionó de manera más calmada, pero la desconfianza en sus ojos seguía ahí.

—Dime por favor en dónde encontrarte —dijo Lena, aprovechando aquella diminuta abertura—. Quisiera poder darte una ofrenda apropiada para hacerte mi propuesta.

—¿De qué hablas? —Caleb la interrumpió, confundido—. Ya sabes dónde estoy.

Lena pasó su lengua por encima de sus dientes. Estaba nerviosa y no quería echar a perder su oportunidad, quería verse como una bruja digna de un trato con un rey demoniaco.

—Sé que te transportas por los espejos, pero…

—No —Caleb la interrumpió de nuevo. Lena se sentía completamente perdida, como si cada una de sus flechas se estuviera perdiendo y no lograran alcanzar la diana.

—¿No? —repitió Lena, sintiéndose estúpida. Caleb insistió.

—Estoy aquí. —Colocó una de sus manos sobre el cristal—. En este espejo.

—Estás adentro del espejo —dijo Lena. Intentó decirlo como pregunta, pero sonó como afirmación. Caleb asintió.

—Llevo aquí mucho tiempo. —Entrecerró los ojos—. Me encantaría aceptar tu ofrenda, pero, como seguro entenderás, no hay nada que puedas darme para comer o usar que yo pueda recibir. —Se encogió de hombros.

Oh. —Lena sintió como si hubiera sido un globo al que acababan de darle un pinchazo y le sacaran todo el aire. Creyó que encontrar a ese demonio sería la respuesta y solución a todo. Pero ahí estaba de nuevo, con otro obstáculo más en su andar. Respiró hondo y exhaló.

»No importa. —Miró a Caleb, tratando de imitar la seguridad y presencia de su abuela—. Yo puedo sacarte del espejo.

Caleb le echó una mirada. No se veía convencido.

—Voy a serte honesta —dijo Lena—. No sé cómo, pero puedo hacerlo. No importa qué se requiera. —Se relamió los labios—. Quiero hacerlo, puedo hacerlo y lo haré. —Pasó un mechón de cabello detrás de su oreja—. Si me das tu palabra de que trabajarás conmigo, yo prometo sacarte de ahí.

Una pausa. El fuego de las antorchas seguía vivo y hambriento. El sótano olía a algo similar a la goma de mascar de canela. Cada vez se sentía más frío el lugar y Lena se frotó la piel de los brazos tratando de darse calor.

—Me parece bien —dijo finalmente Caleb. Volvió a poner su mano sobre el cristal del espejo—. Yo, Caleb el Incendiario, te doy mi palabra.

Lena se acercó y puso su mano contra la de Caleb sobre el cristal. Era como tocar un cubo de hielo y una parte irracional de su mente le dijo que tal vez el frío de la habitación provenía del mismo espejo.

—Y yo, Lena Hanavan, prometo sacarte de aquí.

Se miraron a los ojos por unos momentos y nuevamente esa parte irracional de su cerebro hizo que su pecho revoloteara sin razón.

»Y así será —dijo por último antes de quitar la mano del espejo. Nuevamente, Nessa vino a ella y la advertencia de lo peligroso que podía ser Caleb besó su nuca. El demonio se veía resentido y enojado, pero no feral. Y, después de todo, ¿qué otra opción tenía en ese momento? Ninguna en realidad. Por lo que iba a tomar ese riesgo. A fin de cuentas, los fracasos llegan a cobardes y fuertes por igual, pero las victorias solo son de los valientes.