hecho para encerrar a Caleb, y una segunda vela que iba a representarlo a él. Esperaba que, al ser su nieta, la sangre funcionara como si usara la de su abuela. Así fue como dio inicio la conversación con el demonio.
Caleb estaba al otro lado del espejo, sentado con la espalda perfectamente recta. En un acuerdo silencioso, habían decidido limar asperezas para poder colaborar. Lena no tenía nada contra él, pero Caleb sí contra su abuela y era entendible para ella. Quiso hablarle al respecto, pero no fue necesario; después de unas horas empezaron a entablar conversaciones acartonadas que no fluían en realidad, pero cuando menos lo estaban intentando.
Tomó su cuchillo de trabajo y con cuidado empezó a tallar el nombre de Caleb en la cera de la vela negra. Podía escuchar el burbujeo del caldero y el sonido de las llamas en las antorchas. Se mordió el interior de las mejillas. ¿Aquello estaba bien? ¿Debía decir algo? Nunca había entablado un trato con un demonio y los libros solo daban instrucciones sobre el área de trabajo, no mencionaban nada del relleno.
—¿Tienes un apellido? —Señaló la vela—. Es para tallarlo junto a tu nombre. —La última parte fue perdiendo fuerza y aspiró sus propias palabras al darse cuenta de lo tonta que era la pregunta. Claro que no tenía apellido, era un demonio.
Caleb inclinó ligeramente la cabeza. Por un momento no dijo nada, solo se quedó observando. Lena pasó saliva y la sintió como si fuera arena que bajaba por su garganta. Estaba por enmendar lo que hizo y decirle que solo era una broma cuando Caleb por fin habló.
—¿A qué viene la pregunta? —Su rostro estaba impasible, lo cual volvía difícil leerlo.
Curioso. No esperaba esa respuesta.
—¿Sí tienes uno? —No ocultó la sorpresa en su voz y sus cejas se alzaron.
Pareció que iba a responder, pero después se arrepintió de hacerlo. Lena decidió no presionar y bajó la mirada a la vela para terminar de tallar el nombre.
—No tienes que decírmelo, tu primer nombre es suficiente. —Después de todo, era su nombre real. Saber el verdadero nombre de un demonio le daba a ella poder sobre él y le permitía aumentar la efectividad del hechizo. Amarró un cordón desde la vela ungida con su sangre hasta la que tenía el nombre de Caleb—. Solo me sorprendí porque creí que los demonios no tenían nombres de familia.
Colocó las velas encima de un pequeño plato y con un fósforo las encendió, junto con la cuerda que las unía, esperando que todo se deshiciera. Su mirada estaba posada en el fuego, que empezaba a esparcirse por toda la cuerda, tornándola de un tono negro. Tenía que quedarse para supervisar el hechizo, siempre hay que estar presente para que no se apague la flama antes de que todo se consuma.
—No los tenemos —dijo Caleb, bajó la mirada y pareció quitar una diminuta pelusa de su pantalón—. Pero yo tuve uno alguna vez.
Lena esperó a que le dijera algo más, pero no lo hizo, se quedó callado y volvió a mirarla. Ella quedó aún más confundida con ese comentario y no parecía que él fuera a extenderse en lo que dijo. La curiosidad le cosquilleaba la lengua y la hacía querer seguir preguntando, aunque se contuvo.
Sus ojos eran tan verdes que Lena se preguntaba si, cuando fue creado en el infierno, utilizaron pintura de algún artista humano para colorearlos. La comisura de sus labios se alzó en una sonrisa petulante y ella se preguntó si de alguna forma podía leerle la mente. Una burbuja de enojo la envolvió, no le gustaba sentirse fácil de leer, en especial cuando él era una puerta con candado.
Bien, si él no decía nada, ella tampoco. Quedaban a mano.
—¿Te ofendió lo que dije? —preguntó Caleb.
—Para nada. —Relajó el rostro y negó con la cabeza. Maldita sea, sí estaba volviéndose fácil de leer.
Las velas no se consumían y, aunque la flama era alta y de apetito saludable, no lograba deshacer la cuerda tampoco. Nunca había visto algo igual.
—¿Tu padre también es practicante?
El cerebro de Lena se agitó tanto por la confusión que pudo sentir aquel latigazo.
—¿Eh? —Fue lo único que salió de ella.
—El hijo de Imogen es tu padre. —Sus ojos se entrecerraron y sus cejas buscaron tocarse—. ¿No es así?
Lena no conocía a su padre. La historia que le había contado Anfisa es que, cuando decidió que quería ser madre, salió en la noche del tercer Festival del Fuego del año con una corona de flores. Se reunió con las brujas de distintos aquelarres que también deseaban serlo y juntas hicieron una celebración. Encendieron una enorme fogata y Anfisa saltó tres veces sobre ella para la buena fortuna. En el bosque se encontró con un joven marinero que había conocido cerca de la casa de Berterry. Desde la primera vez que se vieron, él había quedado profundamente enamorado y le escribía cartas sin cesar, hasta que por fin Anfisa accedió y le dijo dónde encontrarla esa noche. Siguiendo la tradición, se unieron por un año y un día, antes de que Anfisa regresara a casa de Imogen embarazada. Sin importar cuántas cartas le escribió el marinero, no respondió ninguna. Una vez, él se envalentonó y llegó al portón de la casa con un anillo de plata y un ramo de rosas, rogando que lo recibiera. Su madre se molestó tanto que le regaló un amuleto encantado para atraer sirenas como si fuera un collar común y corriente. Le pidió entonces que se fuera a trabajar, porque él tenía que partir a Alaska en unos días y se quedaría trabajando ahí por dos semanas. Si al regresar seguía pensando en ella, aceptaría casarse con él. El marinero trabajaba en un barco pesquero y aceptó sin saber lo que ella le había entregado.
Después de eso, nunca volvió a saber de él.
—En mi familia no nacen hombres. Tengo el mismo apellido que mi madre y mi abuela —le explicó.
Caleb asintió.
—Lo siento, no debí asumir.
—No hay problema.
Silencio.
El hechizo seguía sin funcionar porque nada se deshacía, aunque la llama estuviera viva.
Si tan solo en su aquelarre fueran más receptivas a la magia del caos, tendría mejor noción sobre cómo trabajar con demonios. No sabía si era mejor hablar o no, si debía tener una especie de amistad con él o no. Se sentía perdida. Y no solo no conocía a ninguna bruja que trabajara con demonios, sino que no tendría la confianza de comentarle a nadie lo que estaba haciendo de todas formas.
—Disculpa que te lo pregunte, pero ¿te causo miedo? —Quiso saber Caleb mientras se quitaba algo de su cabello desaliñado de la frente.
—¿Cómo? —Lena parpadeó.
La conversación era como querer andar en bicicleta, pero con los pedales atascados y se le dificultaba mantenerse andando.
—¿Te causo miedo? Sé que no todas las brujas tienen en un buen concepto a los hijos del caos.
—Sí te encuentro intimidante, pero… —No, eso no sonaba bien. Se sintió sonrojar y quiso golpearse las mejillas para sacarse de ese penoso episodio, aunque no lo hizo—. Quiero decir que sí puedo notar que eres un demonio de gran poder por tu… —Se detuvo para considerar sus palabras—. Tu presencia —dijo finalmente.
Caleb asintió lentamente, considerando lo que ella acababa de decir. Lena lo estaba haciendo sentir incómodo, estaba echando a perder su oportunidad de trabajar con un demonio de alto rango. No aceptaría ayudarla y todo eso sería en vano.
—Lo siento, no me estoy expresando como me gustaría. Siendo honesta, no sé por qué estoy teniendo tantos problemas para hacerlo.
—Puedo escuchar a tu corazón latir muy rápido. —Suspiró—. No quiero asustarte, es obvio que llevo tanto tiempo encerrado que me volví incivilizado.
Lena negó con la cabeza, tocó una de sus trenzas y empezó a jugar con ella con sus dedos.
—Es mi culpa. —Se mordió el labio y tomó valor—. No me asustas, no es eso. Llevo mucho tiempo buscando la ayuda de un demonio, pero soy nueva en esto y eso me pone nerviosa. No quiero arruinarlo antes de siquiera empezar —respondió tan honestamente como pudo—. No sé cómo han sido tus tratos con otras brujas.
—Nunca he trabajado con una bruja. —Después de la sonrisa que él le dio, Lena estaba segura de que iba a darse cuenta de lo mucho que se aceleró su palpitar.
—También estoy algo nervioso, lo admito.
Lena bufó.
—No lo parece.
—¿Para qué quieres mi ayuda? —Se miraron una vez más y ella trató de ponerle nombre al tono tan bonito de sus ojos, pero fracasó. Hasta parecía inútil querer encontrarlo entre los colores «mortales». Tal vez no existía y era un matiz único.
—Quiero bajar al infierno.
—¿Y para qué querría una bruja joven como tú descender a nuestro reino? Dicen que los vivos envejecen décadas tan pronto osan entrar. La piel se vuelve delgada y arrugada, y el cabello se hace gris. A algunos incluso se les cae por completo.
Lena sabía que solo trataba de asustarla. Todos sabían que eso no les ocurría a las brujas que lograban descender. No podían evitar ser atrapadas por los demonios o consumidas por el caos mismo, pero al menos no se desgastaban hasta quedar en los huesos, como le podía pasar a un mortal.
—Quiero salvar a alguien que cayó por accidente. —Se relamió los labios. Él debía saberlo, no podía ocultarselo porque era la raíz de su acuerdo. El centro de su trabajo juntos—. Mi hermana, Quinn.
Caleb se quedó callado, observándola.
—Es la persona más importante para mí. —No pudo evitar que su voz se quebrara—. Y lo que más deseo es que regrese a casa. Lo he intentado por años, pero mi poder no es suficiente para llegar a ella. —No quería llorar frente a un demonio y no lo haría. Apretó la mandíbula para contenerse—. Lo que más deseo con todo mi corazón es que regrese sana y salva, y que todo vuelva a ser como era antes.
Sonrió con melancolía y encajó una de sus uñas en la cutícula de otro de sus dedos.
—Gracias por contarme esto —dijo Caleb. Su rostro se suavizó, incluso relajó su postura—. Y por elegirme.
—Gracias a ti por aceptar. —Sintió cómo la comisura de sus ojos se arrugaba y las esquinas de sus labios se alzaron casi por cuenta propia.
Algo cambió. No sabía bien qué o por qué, pero podía sentirlo en la forma en que la habitación vibraba con el cambio de energía y la flama del hechizo crecía.
—Y ya que somos francos, tú también me intimidas un poco —comentó con una media sonrisa.
Lena se alejó un poco del plato con las velas, esa debía ser la razón por la cual la piel de su cara se sentía más caliente.