—No se debe ver nunca el libro de las sombras de otra bruja sin permiso. Es una gran falta de respeto. —Se encogió de hombros—. Pero es posible que en ese libro esté el hechizo que ella usó para atraparte aquí.

Caleb se veía intrigado y dio un paso para acercarse más hacia el cristal.

—¿Eso nos ayudaría a revertirlo? —Movió la cabeza y sus mechones rebeldes de cabello cayeron sobre sus ojos.

—Sí. —Asintió con la cabeza—. Tal vez yo no sepa exactamente cómo, pero si logro tenerlo en mi mano sé que lo puedo intentar.

—¿Qué ocurriría si te descubre? Imogen no es fácil de engañar.

—Seré precavida. —Pasó su lengua por sus dientes.

Decir que le asustaba que su abuela la sorprendiera intentando robar una página de su libro de las sombras se quedaba corto. Sentía el terror más puro que pudiera existir congelándole la sangre en el pecho. No solo porque la humillaría y reprendería con el peor castigo que se le pudiera ocurrir, sino que sabría perfectamente para qué lo usaría. Tal vez en el pasado decidió encerrar a Caleb en el espejo, pero ahora podría acabar con él de una vez por todas al saber que había sido encontrado.

—¿Y si no guardó el hechizo en su libro?

—Entonces me habré arriesgado al deshonor y destierro por nada.

—Lena, ¿no hay otra opción? No podría vivir conmigo mismo si algo te sucede. —Entrecerró los ojos—. Sobre todo por culpa mía.

Lena se acercó y colocó sus manos contra las de él en el espejo.

—No hay más opciones. Ya intentamos todo. —Apretó los labios—. Prometo tener cuidado.

Se miraron unos momentos. Los ojos de Caleb bajaron por tan solo un segundo a los labios de Lena antes de volver a subir. Fue todo en un parpadeo y si Lena no hubiera estado prestando atención, el momento hubiera quedado perdido. Esto era ridículo, estaba imaginando cosas o Caleb estaba jugando con ella, como es sabido que hacen los demonios.

Aun así, no pudo evitar imitar la acción y bajar sus ojos a los labios de él también. La emoción que le recorría el cuerpo entero era completamente involuntaria.

Fue demasiado obvia, cuando sus ojos volvieron a conectar con los de él, lo vio con una expresión sorprendida antes de sonreírle.

—Te ves muy bella esta noche. —Su voz era grave y un delicioso escalofrío le acarició los hombros.

—Gracias, yo, um —empezó a balbucear. Estúpido nerviosismo, estaba rompiendo lo que sea que estuviera ocurriendo en esa nube a la que entraron—. Debo irme. —Dejó caer sus hombros en derrota. Estaba actuando como una verdadera tonta—. Tengo que preparar algo antes de encontrarme con mi abuela.

Caleb asintió.

—¿Volverás más tarde?

—Sí, y con suerte con el hechizo en mis manos.

—Confío en que así será.

Lena caminó hacia las escaleras y puso el pie en el primer peldaño. Se detuvo al recordar algo.

—Por cierto, no me dijiste por qué sospechabas que podrías ser humano. —Entrecerró los ojos.

Caleb se mordió el labio inferior y la miró divertido.

—Debía guardar algo para que regresaras, ¿no?

Lena sonrió con las mejillas encendidas.

—Entonces me lo debes. —Aspiró una bocanada de aire—. Deséame buena fortuna. Esperemos que la diosa me bendiga.

—Creo en ti. Si alguna vez he creído en algo o en alguien, es en ti.

Lena sintió que su pecho se inflaba casi hasta reventar y con convicción renovada subió para encontrarse con Imogen.

Entró a la sala de juntas, la puerta crujió y su cuerpo entero se encogió. Dio una última mirada hacia atrás para asegurarse de que nadie estuviera cerca y, cuando vio el pasillo vacío, se deslizó al interior de la habitación.

Estaba temblando tanto que sentía como si llevara puesto un traje hecho de hielo, y no podía evitar que sus huesos se sacudieran mientras estaba ahí. Tenía los sentidos tan alerta que cualquier sonido, golpeteo, pasos en el piso de arriba o eco, por más diminuto que fuera, la sobresaltaba. No sabía si encender la luz o no. Podría producir algo de fuego con sus manos, pero con toda la magia que había usado en el día y el trabajo pendiente en el invernadero que todavía debía terminar, probablemente no lograría sostener la flama por más de unos parpadeos. Por otro lado, encontrar lo que necesitaba en la oscuridad iba a ser mucho más difícil y seguro tardaría más.

Encendió la luz y se quedó quieta en caso de que alguien entrara al notar luz escapando por debajo de la puerta. Tenía una excusa preparada para esto, diría que había visto a un espíritu entrar a la habitación y le pareció importante investigar porque los fantasmas no debían acercarse a ese lugar.

Nadie entró y entonces avanzó con cuidado.

Las sillas estaban acomodadas como siempre y todo olía a limón, naranja y sal. Muy probablemente habían hecho limpieza durante el día. El gran caldero del aquelarre, libros e ingredientes para sus conjuros importantes estaban acomodados en una vitrina al fondo. Mientras caminaba hacia ella se preguntó por qué entró con sus botas en vez de cambiarlas por unos zapatos más ligeros. Cada paso que daba le retumbaba en los oídos y la hacía rechinar los dientes.

Escuchó unos pasos en el techo y se detuvo a mirar hacia arriba. Sus manos estaban apretadas en puños a sus costados. De pronto cesaron y permitió que la tensión saliera al exhalar por la boca.

Siguió caminando, aunque sentía las piernas tiesas como la madera. La vitrina también guardaba las pociones de la casa, las cuales, después de algunos lamentables accidentes, tuvieron que ser removidas de la cocina. En varias ocasiones Lena las confundió con ingredientes de cocina y despertó con orejas de asno o con el cabello tan largo que tuvo que sacarlo por la ventana de su cuarto para no sofocarse con él. Cuando Manon recién se mudó a la casa tuvo un incidente terriblemente penoso con una poción de amor que una clienta había encargado. Berterry no hacía sus pociones agradables a la vista, y si bien, por lo regular, una poción de amor debe verse rosada y dulce, esa se veía como sopa de pollo. Y justo con eso la confundió Manon cuando la encontró en un frasco de vidrio alto. La poción estaba diseñada para que aquel que la bebiera se enamorara de la primera persona que viera, y para Manon esa persona resultó ser Imogen. Fue una semana bastante incómoda, la cual culminó en una bochornosa declaración con una caja de chocolates. Imogen y Berterry revirtieron el efecto, pero desde ese día nunca volvieron a dejar las pociones en otro lugar que no fuera la vitrina junto al gran caldero. Y justamente necesitaba una de esas pociones para la junta con su abuela.

Abrió la puerta de cristal y se detuvo unos segundos con las manos aún temblando. Pasó la mirada por los distintos frascos, algunos con etiquetas y otros no, buscando reconocer la letra de su madre. La poción que buscaba era de color púrpura y se llamaba Invierno del oso. Se preparaba con arenas de Morfeo y otros ingredientes, y estaba diseñada para hacerte dormir. Era muy efectiva, pero si se tomaba sin rebajar con agua, podría tumbar hasta un daidarabotchi. Estaba segura de que todavía tenían porque Anfisa la había preparado unos días atrás y siempre hacía de sobra. Encontró varias pociones similares, pero no la que necesitaba; estaba a punto de darse por vencida cuando finalmente encontró una poción para curar el mal de ojo, y justo detrás estaba la del Invierno del oso. Revisó la etiqueta con las anotaciones de su madre y se alegró al ver que todavía faltaba un mes antes de que caducara. Excelente. Justo lo que necesitaba.

Tomó el pequeño vial, lo guardó en su bolsillo y cerró la puerta de la vitrina. La bofetada de culpa le llegó al instante. Estaba por embrujar no solo a su abuela, sino a la suma sacerdotisa. Sentía que su brújula moral estaba cada vez más rota mientras seguía cavando el pozo en el que se encontraba.

No debía pensarlo mucho, de lo contrario se retractaría, y en ese punto ya no podía hacerlo. Todo valdría la pena al final, no debía perder el enfoque de por qué estaba haciendo todo aquello. Además, su abuela no saldría herida, era un hechizo inofensivo.

Tensó los músculos de su abdomen y levantó la cabeza antes de marchar hacia la salida para encontrarse con su abuela.

—Llegas tarde. —Su abuela la recibió en su estudio con varias velas encendidas y el pan que había comprado en el pueblo ya cortado en rebanadas. El desastre que había ocurrido cuando curaron a Lena del maleficio ya había sido limpiado y los estantes estaban de pie con orgullo. Aunque con excepción de algunas cosas obvias, el aspecto de mazmorra del lugar hacía difícil poder distinguir si todo estaba limpio o no.

—Por dos minutos —respondió Lena quitándose el abrigo y colgándolo en el perchero cerca de la puerta.

—Tarde es tarde. —Su abuela se frotó los ojos con el dedo índice y el pulgar—. Estamos en la misma casa. No hay razón alguna para no estar a tiempo. —Sus manos estaban llenas de manchas y sus dedos temblaban. En su mano izquierda traía un bastón como el de la señora Frida.

El corazón de Lena se hundió. Ver a su abuela tan frágil hacía que su pecho se encogiera. La poción en su bolsillo ardía como carbón encendido.

Sabía que algún día su abuela debía partir, pero no esperaba que fuera tan pronto. Tal vez, aunque pasaran cientos de años humanos, siempre sería demasiado pronto. Su abuela era el pilar de su familia, el soporte de su clan, que ella misma construyó. Siempre se veía orgullosa y lista para lo que fuera que la vida le arrojara. Nada la intimidaba, nada la había logrado doblegar, hasta que fue vencida por aquello que nadie puede vencer: el tiempo mismo. Un poder más fuerte que el de la bruja más poderosa.

—Lo siento. —Agachó la cabeza.

—No importa ya, siéntate para que hablemos. —Lena lo hizo y su abuela le llevó pan con pasos lentos.

¿En qué momento había perdido tanto de ella misma? Su cara tenía grandes surcos que marcaban las expresiones que hacía en su juventud, y su piel se veía tan frágil y delgada como las alas de una mariposa.

—¿Tienes hambre? Aquí hay pan. Nessa me dejó varias cosas más, por si quieres. Hay jamón y queso también.

Lena aceptó el plato con la rebanada.

—Así está bien, gracias.

Los dientes de su abuela se veían desgastados y el azul de sus ojos estaba nublado. La taza de té de su abuela estaba en la mesa casi frente a Lena. Tenía marcas de labial en el borde y todavía estaba humeando. Lena metió la mano a su bolsillo y jugueteó con el vial que descansaba ahí. No podía, no podía hacerlo. Se daba asco a sí misma por planearlo y también por no poder completar la encomienda.

Desde aquella reunión en la que supo que su abuela partiría, no lo había sentido tan real como ahora. Una parte de ella estaba enterrando esta información como algo que nunca llegaría para mantenerse enfocada en rescatar a su hermana. Pero en ese momento, al verla así, la realidad caía sobre ella como un derrumbe.

—Abuela, no te vayas —dijo sin poder evitarlo. ¿Cómo iba a ondear la bandera sin un mástil firme que la sostuviera y evitara que se fuera volando?

Imogen, con expresión de duda, le preguntó.

—¿De qué hablas? No voy a ningún lado.

—No, perdón, no quise decir eso. —Pasó saliva y se reacomodó en la silla. Imogen la miró y regresó el pan a la mesa del caldero.

—Sé a lo que te refieres. —Su espalda estaba encorvada, aplastada por la edad y las dificultades—. Pero la muerte nos alcanza a todos, Lena. No importa quién seas o cuál sea tu oficio, una misma noche nos espera a todos por igual. Es lo único certero.

—Lo sé. —Se limpió los ojos con el dorso de la mano—. Es solo que nos vas a hacer falta y creo que no había caído en cuenta de lo real que es esto hasta ahora.

—No me iré por completo. Ya dejé mucho de mí aquí como para irme y desaparecer. Me quedo en tu cabello, que es del mismo color que el mío, y en tus manos, que se parecen a las mías. —Le mostró ambas manos y Lena asintió con la cabeza. Era cierto, compartían muchos rasgos físicos. Incluso Caleb lo había mencionado.

—Me quedo en tu apellido y me quedo en todo lo que te enseñé. Entonces, si el tiempo me lleva ahora es porque ya tejí aquí todo lo que debía y ya es hora de que los árboles del campo que sembré den sus propios frutos.

Lena empezó a llorar. Lágrimas calientes resbalaban por su rostro y caían en su regazo. Apretó los puños tratando de contenerse, pero se sentía como una presa que se acabara de romper. Solo lloraba y lloraba, como si eso fuera a sanar el dolor que sentía en el corazón o le quitara lo que estaba atorado en su esófago.

—Además, nos volveremos a encontrar. —Levantó la mirada hacia la luz en el techo—. En el Summerland. Te estaré esperando ahí lista para escuchar sobre todo lo que no te veré alcanzar.

Lena asintió con la cabeza y empezó a respirar para calmarse. Inhaló con fuerza y exhaló.

Inhaló.

Exhaló.

Inhaló.

Exhaló.

Podía con esto, tenía que dejarla ir. Debía ser fuerte porque ese valor también era algo que su abuela había dejado en ella. Cuando por fin dejó de llorar, su abuela se acercó a ella con algo en la mano.

—Toma.

Su libro de las sombras. Lena sintió que sus ojos se saldrían de su cabeza. Tenía miedo de tocarlo y que se desintegrara. Temía que al sostenerlo despertara en su cama, dándose cuenta de que estaba soñando. La poción en su bolsillo se sentía tan pesada que estaba por abrir un agujero en su ropa. No había necesitado usarla, en ninguna de las posibles rutas que había imaginado se encontraba esta posibilidad. Esta confianza en ella por parte de su familia.

—Te lo entrego a ti porque ya sabes cómo es tu madre. Es tuyo ahora.

—Pero todavía no completamos la Danza de los Tres Rostros.

Imogen empujó el libro hacia sus manos.

—Si la diosa quiere que Manon tome el aquelarre y nuestro grimorio, no me puedo oponer a ella. Pero mis hechizos son tuyos. Tómalo.

Lena lo aceptó. La culpa de lo que planeaba hacer se asentaba en sus entrañas como comida indigerible. Se sintió repentinamente enferma.

—Tal vez incluso encuentres inspiración para el reto.

Lena le dirigió una pequeña sonrisa.

—Gracias, abuela. —Abrazó el libro contra su pecho.

Esto era justo lo que necesitaba, con esto estaba cada vez más cerca de liberar a Caleb y salvar a Quinn. Quizá lograría regresar a su hermana antes de que la abuela partiera. Sí, eso debía ser uno de sus motores. Si lograba hacer esto rápido y bien, podría darles una despedida.

—Guárdalo en un lugar seguro. Si se llega a perder o a dañar reencarnaré en una bestia salvaje y vendré a destruir todo.

Lena rio.

—Te prometo que lo cuidaré bien.

Lo guardaría en su armario, junto a los zapatos de Quinn, y pondría cientos de hechizos protectores.

—Creo que nunca te he dicho esto, pero yo no quería tener hijos. —Su abuela se sentó en una silla junto a ella—. Cuando me enteré de que tu madre estaba en mi vientre, lo sentí como un trago amargo. A pesar de que yo misma había salido en diversas ocasiones buscando la concepción, cuando por fin ocurrió, no me sentí feliz.

Lena le dio una mordida a la rebanada de pan sosteniendo el plato debajo de la barbilla para no dejar caer migajas. Sí sabía esta información porque Imogen se lo confesó abiertamente a Anfisa cuando era más joven. Esta revelación dejó a su madre marcada para toda la vida, tanto que cada vez que se desahogaba con Lena, volvía a contar esa historia.

—Decidí dar a luz a Anfisa porque el aquelarre necesitaba una heredera y mi deber siempre ha estado por encima de todo.

Lena lo sabía bien. Era uno de los puntos en los que difería de su abuela. Era una de las razones por las cuales, entre todo el amor y admiración que le tenía a Imogen, también se encontraban las cicatrices del resentimiento por lo ocurrido aquel día.

—¿Te arrepientes de tu decisión?

—En ningún momento lo he hecho. —Apretó su bastón con ambas manos.

Hizo una pausa. El caldero burbujeaba en el fondo. Podía oler el jabón de lavanda de su abuela.

—Solo hay algo que me hubiera gustado cambiar. Si pudiera volver a nacer, me gustaría desaprender tanto y aprender otro tanto más. Hay muchas cosas que quisiera que fueran diferentes. —Metió la mano en el bolsillo de su vestido y sacó una fotografía.

Lena se ahogó.

Era una fotografía de su familia. Imogen, Anfisa, Lena y Quinn. Las cuatro estaban vestidas con trajes formales: vestidos negros y sombreros de pico. Quinn y Lena se abrazaban sonriendo a la cámara. Ambas traían el cabello acomodado en dos coletas y les faltaba un par de dientes en la sonrisa.

—Me gustaría haber podido evitar lo que ocurrió. No ha habido un solo día en el que no piense en tu hermana, en Quinn. No hay momento en el que no la extrañe.

—Podemos… —Se estaba hiperventilando—. Podemos salvarla aún. No es tarde todavía.

Imogen negó con la cabeza.

—¿Por qué no? —Se levantó de golpe y la silla azotó contra el suelo.

Imogen apretó la quijada.

—Abuela, por favor. —Suavizó la voz—. Todavía estamos a tiempo.

—Todo tiene un precio, Lena. El infierno no va a dejarla ir sin tomar algo de mayor valor.

—Pero nada vale más que la vida de mi hermana, yo estoy dispuesta a entregar lo que pidan. Incluso tomaría su lugar si eso quisieran.

—No, Lena, tu responsabilidad como la última con la mirada de la estrella es cuidar este plano. No importan las transacciones políticas que ocurran entre Manon, el aquelarre y tú. La verdadera suma sacerdotisa, la última en pie, eres tú. No tienes idea del peso que tiene ese poder y lo dañino que sería entregárselo al caos.

—Entonces todo se queda igual. —Se sentía hueca.

—Te pido perdón, Lena. Perdón por no poder cambiar las cosas. Daría toda mi magia para hacerte feliz, pero no puedo hacerlo.

Quería salir de ahí. Tenía demasiadas emociones a la vez y todas estaban en una lucha por ser la dominante. Tristeza, enojo, esperanza y perdida. Y en ese preciso instante lo único que quería era huir para encontrarse.

—¿Eso es todo? ¿Ya puedo irme? —Su mirada estaba en el suelo.

—Eso es todo —afirmó Imogen.

Lena se dio la media vuelta y se retiró, cerrando la puerta detrás de ella con fuerza.

Entró al invernadero con el libro de las sombras y algunos materiales que necesitaba para el ritual que estaba por hacer. La cara le cambió cuando se topó con una Patricia bastante sucia y el terrario de los gusanos vacío.

—Patricia —la regañó—. Ya sabes que no debes comer tanto. Te vas a volver a indigestar.

Patricia solo movió la nariz. Seguro ya comenzaba a dolerle el estómago.

Lena dejó el libro sobre la mesa sin sentirse digna de abrirlo aún. Primero iba a terminar de consagrar y activar su amuleto de protección, sobre todo si planeaba visitar al brujo de la villa de Yggdrasil.

Dibujó un pentagrama sobre la mesa de madera utilizando tiza y sacó del plato el collar que había puesto en sal hacía horas para colocarlo en el centro. Encendió un fósforo y lo utilizó para darle vida a una vela, la cual colocó junto al pentagrama. Al otro lado colocó un puñado de tierra, un pequeño plato con agua y encendió una varita de incienso para colocar al final. De esta manera tenía a las cuatro energías universales y estaba lista para empezar. Sumergió el dije en el agua y esta empezó a brillar como si miles de luciérnagas la iluminaran.

—Te pido, elemento agua, que traigas el poder de la protección sobre mi intuición. Bríndale tu protección a mi cuerpo emocional para que no sea tocado por ninguna energía de baja vibración.

Pasó entonces el dije sobre la vela y el fuego creció para cubrirlo.

—Te pido, elemento fuego, que otorgues la fuerza de tu protección y energía a este amuleto. Bríndale esa fuerza tuya para que nada me toque y tú siempre estés conmigo.

Colocó el dije sobre la tierra y esta lo cubrió de inmediato.

—Te pido, madre tierra, que le brindes tu protección a este amuleto. Para que en todo momento cuides mi cuerpo físico y aquello que me pertenece.

Por último pasó el dije sobre el incienso haciendo tres círculos en el sentido de las manecillas del reloj.

—Te pido, elemento aire, que traigas protección sobre mi plano mental. Cuida mis pensamientos y mi conocimiento. Por favor, protege y eleva mi creatividad. Que todo el plano de mis proyectos e imaginación esté contigo en este amuleto.

Lo regresó al centro del pentáculo y sintió cómo se sacudía la representación de los elementos. La luna sobre su cabeza era la única fuente de luz en el invernadero.

Una vez que los sintió exhalar, agradeció a los elementos por su ayuda y los retiró de la mesa. Tomó una vela de color negro y la encendió para colocarla frente al dije, permitiéndole a la flama reflejarse en la plata del collar.

—Que la luz del orden y lo divino esté sobre ti y sea conmigo. —Dio un aplauso y la flama de la vela se volvió completamente blanca.

Tomó el collar y lo puso sobre la vela, haciendo que el dije fuera besado por el fuego blanco.

—Que el poder mágico de este amuleto despierte y se active ahora. Yo te despierto en nombre de la Diosa por el poder que se me ha otorgado por mi madre, la madre de mi madre y su madre antes de ella.

Las manos de Lena se iluminaron y tomó el dije entre ellas, cerrando los ojos para concentrar la energía dentro de él. Sus manos y brazos eran recorridos por pequeñas hormigas caminando bajo su piel. El dije empezó a palpitar.

—Ya está. —Sonrió y la flama de la vela se apagó. Colocó su nuevo amuleto alrededor de su cuello y sintió cómo el poder le recorría los brazos como una caricia.

Patricia la miró.

—Creo que con esto será suficiente —le comentó.

Patricia le pidió ayuda para subir a la mesa y a Lena le pareció increíblemente conveniente que cuando estaba sola, podía ir y venir a todos lados, pero cuando estaba su bruja le pedía ayuda, como si no pudiera trepar.

—Eres una perezosa —le dijo, sin que Patricia le prestara atención. Se puso encima del libro y olfateó toda la cubierta.

—No lo robé, si es lo que vas a preguntar. —Tamborileó los dedos contra la mesa. Sus ojos estaban cansados por toda la magia que había usado en un mismo día, pero sabía que si los cerraba por tan solo un momento, se quedaría dormida y no le cumpliría a Caleb la promesa de que regresaría a visitarlo.

Patricia la miró.

—Me lo regaló. —Se encogió de hombros—. Dijo que era mío ahora. — Le dolía pensar en que era un regalo de despedida porque era evidente que eso era lo que su abuela estaba haciendo. Dejar sus últimos pendientes en orden y decir adiós antes de su partida. A pesar de tener distintas perspectivas, su abuela la había considerado digna de recibir los hechizos y conocimientos que había guardado durante décadas. Había una molesta abeja en su cerebro recordándole que iba a traicionar su confianza porque lo que estaba buscando en este libro era sacar del espejo al demonio que ella había decidido encerrar. Y no solo eso, planeaba colaborar con él y eso iba completamente en contra de las enseñanzas de Imogen. Ella no tenía idea de que le había entregado un puñal envuelto en seda, perfecto para enterrarlo en su espalda.

Patricia resopló.

—No me siento lista aún. —La yema de sus dedos rozó la cubierta—. Estoy reuniendo valor —dijo con risa nerviosa.

Patricia empujó su cabeza bajo las primeras páginas intentando abrirlo ella misma.

—No lo puedo creer. —La levantó y la erizo dio pataditas en el aire—. Hoy estás comportándote fatal. Este es un momento muy importante para mí.

Se dio unos segundos más para prepararse mentalmente. Recibir este regalo, estas notas y este aprendizaje de la gran suma sacerdotisa que era su abuela no era algo que tomaría con ligereza. El invernadero estaba quieto, afuera podía ver las hojas de árboles mecerse, todo olía al incienso de pachuli que había encendido antes. Contó hasta tres en su cabeza antes de reunir valor.

—Aquí voy —anunció tanto para Patricia como para ella misma. Hizo los hombros hacia atrás y finalmente abrió el libro de las sombras.

Las hojas eran de un papel grueso que no era completamente blanco. Algunas páginas tenían manchones de tinta, otras tenían ilustraciones hechas por su abuela, entre algunas páginas se había encontrado una que otra flor seca, las cuales decidió dejar en donde estaban. Había algunos hechizos en las primeras páginas con anotaciones y correcciones en tinta azul hechas por su abuela. Encontró los hechizos que Quinn había mencionado sobre cucarachas y niñas tejidas, pero había muchos más. Había pociones para curar la falta de inspiración, rituales para hacer crecer campos de girasoles y hasta un hechizo para reconstruir un corazón. Cada página que pasaba le contaba una historia y Lena estaba fascinada. Podía sentir la magia de estas palabras invitarla a probar, a crear, pero aún no encontraba lo que más necesitaba. Pasó unas cuantas páginas más, y justo a la mitad del libro, anotado con letra apresurada y torcida, estaba el hechizo del espejo.

—Aquí está —le dijo a Patricia sin levantar la mirada. Golpeó su dedo índice contra la página unas cuantas veces aún sin poder creerlo. Seguramente su abuela había hecho la anotación justo después de haber llevado a cabo el conjuro, porque la hoja estaba impregnada de manchas que solo podían ser sangre. Pasó con delicadeza una mano sobre la página, de arriba hacia abajo, con la mirada incrédula, como si estuviera frente a algo sagrado. Y así era, estas palabras eran su salvación y la de su hermana. Como estaban escritas en latín había ciertos fragmentos que no entendía del todo, pero comprendía una gran parte.

Tardó bastante en descifrarlo, no logró entender del todo las últimas líneas, pero con eso bastaba. Le llamó la atención el fragmento que decía «genio en la botella». Lena , resistiéndose a creer lo que entendió, lo volvió a leer para asegurarse de que no estaba equivocada: «genio en la botella…».

Lena había trabajado en hechizos para atrapar espíritus en frascos, pero aunque con ese tipo de conjuros se debe pedir un deseo, de cualquier forma debes liberarlo. Igual que con un genio en una lámpara.

¿Su abuela tenía pensado en algún punto dejar salir a Caleb? Podía ser un error; de hecho, era poco probable. Este hechizo era uno de los más importantes que ella había invocado, no podía dejar nada al azar, cada palabra debía tener una intención clara. Pero ¿por qué su abuela dejaría esa opción? ¿Cuál era la verdadera razón para encerrar a Caleb en vez de acabar con él desde un principio?

Su mente empezó a trabajar. Las ideas rebotaban y estallaban. Se cruzó de brazos mientras se permitía explorar las posibilidades para poder romper el hechizo. Su abuela había decretado que el espejo no podía romperse y, tomando en cuenta todos sus intentos fallidos, era más que evidente que la única que podía deshacer el conjuro era la misma Imogen. Pensó que debía tener alguna falla, una puerta que no destruyera el espejo, puesto que, en palabras de su abuela, era una muralla que al mismo tiempo que debía permanecer abierta, debía permitir que Caleb saliera…

Sus ojos cayeron sobre el besom que encontró en la mañana, y la idea que había estado escarbando dentro de su psique desde esa hora, finalmente se había asentado.

—Tengo una teoría, pero es algo arriesgada. —Bajó a Patricia de la mesa—. Vamos a comentársela y veamos qué opina.

Tomó su besom y salió rumbo al cuarto del espejo.