CAPÍTULO V

Es encantadora, ¡absolutamente encantadora!— exclamó Lady que contarme, Vallient, dónde la conociste y por qué nunca habíamos oído hablar de ella antes.

El Marqués pensó que Lady Lovell, que lo conocía desde niño, había sido siempre una mujer aburrida. Le disgustaba su forma exagerada de hablar, su entusiasmo fingido y la forma como, una vez que abordaba un tema que le preocupaba, se aferraba a él como un perro a un hueso.

En realidad, el Marqués se estaba preguntando qué estaría hablando Romana con el Lord Magistrado de Justicia, en el otro extremo de la mesa.

Cuando Lord Lovell lo había visitado la mañana anterior, para discutir una pequeña dificultad que había en los linderos comunes de la propiedad de ambos, le había dicho antes de marcharse:

—Estoy seguro de que no querrás romper la tradición de ofrecer un almuerzo, como lo haces siempre, para el Lord Magistrado de Justicia, ¿verdad? Va a pasar la noche con nosotros mañana, y sé muy bien que espera con entusiasmo su acostumbrada visita a Sarne.

Era una visita que les hacía cada año, pero el Marqués se había olvidado de ella. Comprendió que, aun si tomaba como excusa que estaba en su “ luna de miel”, resultaría grosero de su parte negarse a invitar a un anciano que había sido amigo de él y de su familia desde que podía recordar.

—Por supuesto— había contestado—, estaré encantado de recibir al Lord Magistrado de Justicia, a ti y a Lady Lovell y, desde luego, a todos los acompañantes de Su Señoría, tal como lo he hecho siempre.

Lord Lovell se había echado a reír.

—Me temo que eso hará un total de doce invitados, porque ya sabes que Su Señoría viaja con todo su séquito. Pero puedo tranquilizarte diciendo que su capellán privado es un hombre mucho más agradable que el que tuvimos que soportar el año pasado.

—Eso es un consuelo— comentó el Marqués.

Tan pronto como Lord Lovell se marchó, había enviado a buscar al señor Barnham para decirle que habría un almuerzo formal al día siguiente.

Aunque ninguno de los dos hombres lo mencionó al otro, ambos se preguntaron cómo reaccionaría Romana en su primera ocasión social, que iba a ser bastante importante.

Lord Lovell era el representante del Rey en el condado y ya había anunciado que pensaba retirarse en un año más. Era evidente que recomendaría al Rey que lo sustituyera con el Marqués.

Como representante oficial de Su Majestad en el condado, era esencial que la esposa del Marqués fuera aceptable desde el punto de vista de la corte.

El señor Barnham se daba bien cuenta de esto y varias veces, en los últimos años, había temido que el Marqués se casara cori alguien que no fuera capaz de asumir el papel que se esperaba de ella.

Aunque esas cualidades ya no eran tan importantes en la sociedad disoluta que rodeaba al Príncipe de Gales, en Londres, en el campo, la dignidad y la respetabilidad eran esenciales. El Marqués no expresó sus temores; pero el señor Barnham cuando se quedó a solas, se tranquilizó a sí mismo diciéndose que Romana se comportaría a la altura de las circunstancias.

Al mismo tiempo, se había dado cuenta, a la mañana siguiente, de que Su Señoría estaba muy nervioso.

Al mirar ahora a través de la mesa, por encima de la profusión de adornos de oro macizo que rodeaban las fuentes de porcelana de Sevres donde se veían los enormes melocotones y las uvas moscatel que se cultivaban en los invernaderos de Sarne, el Marqués se preguntó de nuevo qué le estaría diciendo Romana al Lord Magistrado de Justicia.

Era evidente que el anciano, una figura extremadamente distinguida y hombre muy apuesto aún para su edad, la escuchaba con visible atención y el Marqués no había pasado por alto el hecho de que su visitante no había hecho esfuerzo alguno por hablar con su capellán, que estaba sentado al otro lado.

En realidad, era un grupo compuesto sólo por hombres, con excepción de Lady Lovell y Romana.

Lord Lovell estaba sentado a la izquierda de Romana y el Marqués pensó que ella debía hablar también con él o, cuando menos, hacer un esfuerzo porque participara en la conversación que sostenía con el Lord Magistrado de Justicia.

De pronto, lo invadió el horrible temor de que Romana le estuviera haciendo confidencias y preguntándole si era posible anular un matrimonio que había tenido lugar en las desventuradas circunstancias del suyo.

Entonces se dijo a sí mismo que Romana no era capaz de hacer algo tan reprensible. Pero no podía estar seguro. ¿Qué otra cosa podía estar discutiendo con tanto interés?, se preguntó, y encontró que escuchaba distraídamente a Lady Lovell.

—Hace tiempo que deseábamos que te casaras, Vallient— decía ella en esos momentos—, después de todo, no es sólo importante para ti en lo personal, sino también para Sarne y, pensándolo bien, para el condado mismo.

Esperó a que el Marqués confirmara lo dicho por ella, pero como él no respondió, continuó diciendo:

—Tan pronto como termine la luna de miel, vendré a hablar con tu esposa para convencerla de que me ayude con las muchas caridades y organizaciones de beneficencia que manejo, y que necesitan sangre joven.

Se detuvo un momento para mirar a través de la mesa, hacia donde Romana hablaba con notable animación con el Lord Magistrado de Justicia.

—Qué complacida se sentiría tu querida madre— dijo entonces—, de verte casado, y no con una de esas mujercitas alocadas de Londres, de las cuales oigo historias como para ponerle a cualquiera los pelos de punta.

El Marqués pensó que Lady Lovell estaba abusando de los años que tenía de conocerlo al hablar en una forma que no hubiera tolerado en otra persona.

—No debe dar crédito a todo lo que oye— comentó con sequedad.

—Trato de no hacerlo— contestó Lady Lovell con una sonrisa—, pero desde luego, comprendo muy bien, mi querido Vallient, que, debido a que eres un hombre tan atractivo y poseedor de todos los privilegios materiales de este mundo, es imposible evitar que la gente haga circular chismes sobre ti. Al mismo tiempo…

Como si de pronto hubiera comprendido que al Marqués le molestaba esa conversación, se detuvo y se concretó a añadir:

—Me siento muy feliz de que te hayas casado con una muchacha tan decente y tan recatada.

El Marqués no pudo menos de preguntarse qué diría Lady Lovell si conociera las circunstancias en que se había casado con aquella jovencita “tan decente y recatada” . El hecho de que él hubiera estado inconsciente, y en la casa de una prostituta, difícilmente le habría parecido a Lady Lovell un buen principio para su vida matrimonial.

Miró de nuevo a través de la mesa, hacia Romana, y lo invadió de nuevo el resentimiento por lo sucedido, que se manifestó en una oleada sorda de furia.

Lady Lovell podía decir que habían circulado chismes en torno a él, y el Marqués estaba bien enterado de ellos, pero siempre había tenido buen cuidado de no sobrepasar los límites de la propiedad o de exponerse en forma innecesaria a la crítica.

Era cuidadoso, sobre todo cuando estaba en el campo, y por ello nunca había invitado a Sarne a sus amigos más disolutos.

A diferencia de lo que acostumbraban otros nobles, las mujeres que adornaban sus reuniones de cacería en el invierno o sus fiestas en torno a las carreras de caballos en la primavera, eran siempre miembros respetables de la alta sociedad.

Todo hacía más irritante, por lo tanto, que él sospechara-que su esposa no fuera la muchacha inocente que parecía ser, y no podía menos de preguntarse cuánto tiempo pasaría antes que apareciera alguno de sus amantes.

Estaba seguro de que él los descubriría por la expresión de los ojos, aun antes que las insinuaciones veladas de sus palabras lo hicieran darse cuenta de la realidad.

El Marqués se estremecía al pensar en que podría llegar a encontrarse en una situación semejante, y desde que estaba casado con Romana, con frecuencia había pensado, al subir la escalera o cruzar los corredores, que los ojos de sus ancestros, desde sus retratos de marco dorado, lo miraban con desprecio.

«¡Es una situación intolerable!», pensó.

Sin embargo, no podía menos de reconocer que la compañía de Romana no le resultaba desagradable. La noche anterior, durante la cena, ella no se había mostrado nerviosa, ni pareció temerle, por lo que tuvieron una conversación bastante interesante.

Al recordar la velada, el Marqués comprendió que no sólo le había agradado lo que ella había dicho, sino el interés que demostró por sus caballos, por lo que habían conversado en una forma muy diferente a la de la noche anterior. Pensó que, a menos que estuviera fingiendo con mucha habilidad, Romana parecía en verdad interesada en las razones por las que sus caballos habían ganado tantas de las carreras clásicas en los últimos años.

¿Estaría ahora hablando con el Lord Magistrado de Justicia sobre carreras de caballos?, se preguntó, pero pensó que era muy poco probable.

No recordaba que Su Señoría hubiera mostrado nunca interés alguno en el “deporte de los Reyes”. En realidad, en sus visitas anteriores a Sarne, el Marqués había pensado que el Lord Magistrado de Justicia era un tipo aburrido, que sólo sabía hablar de temas legales.

Romana y él continuaban conversando, y ello logró aumentar la furia del Marqués.

Ahora estaba seguro de que Romana estaba siendo indiscreta. Se preguntó cómo podría callarla, pero comprendió que era imposible hacer nada.

—Tan pronto como su luna de miel termine, Vallient— dijo Lady Lovell—, daré una fiesta para presentar a tu esposa a nuestros vecinos. ¡Puedes imaginar ya la curiosidad que sienten! De hecho, tu matrimonio fue una sorpresa para todos. Pero, ¿por qué lo hiciste en forma tan precipitada? No nos diste tiempo siquiera de enviarles un regalo.

—Como debe usted haber leído en la Gazette, mi esposa está de luto—contestó el Marqués, comprendiendo que la mujer esperaba una respuesta.

—Sí, leí eso. Pero el anuncio decía tan poco. . . ¿Fue su padre o su madre quien murió?

—Su padre.

—¿Y quién era él?

El Marqués comprendió, demasiado tarde, que ni él ni el señor Barnham habían pensado en que debía tener lista la respuesta para preguntas como esa.

—Un señor apellidado Wardell— contestó él sonriendo para contrarrestar un poco la involuntaria brusquedad de su tono.

—¡Me doy cuenta de eso, niño tonto!— exclamó Lady Lovell echándose a reír—, pero, háblame un poco de él. ¿En dónde vivía? Mi esposo estaba diciendo que él conocía a unos Wardell que vivían en Leicestershire.

—Los padres de Romana vivían en Northumberland— contestó el Marqués.

Pensó, al decir eso, que era cuanto en realidad sabía sobre Romana. Se maldijo a sí mismo, y al señor Barnham, por no haber adquirido o inventado más detalles. Se daba perfecta cuenta ahora de que la curiosidad de Lady Lovell era la misma que demostrarían docenas de otras mujeres una vez que empezara a presentar a Romana como su esposa.

Era inconcebible que él, el Marqués de Sarne, se casara con un don nadie. Pensó, furioso, que él y el señor Barnham tendrían que sentarse a inventar toda una historia familiar, para conseguir que su matrimonio con Romana resultara plausible desde un punto de vista social.

«Jamás podré decir la verdad», pensó con amargura.

Se dio cuenta, con un sentimiento de alivio, que el almuerzo estaba ya terminando y que Romana debía darse cuenta de ello y ponerse de pie.

«¡Maldita sea!» , se dijo a sí mismo. «¡No sabe actuar con propiedad!»

—¡Cómo se llamaba la madre de tu esposa antes que se casara?— preguntó Lady Lovell.

Mientras ella estaba diciendo eso, Romana se puso de pie, casi como si lo hiciera a pesar suyo, hablando todavía con el Lord Magistrado de Justicia. Miró hacia Lady Lovell, que también se levantó de la mesa.

—No te preocupes— dijo ésta al Marqués—, estoy segura de que tu esposa me contará todo lo que quiero saber. Sin embargo, te ruego que no tarden demasiado. A mi esposo le hace mucho daño beber Oporto, pero nunca puede resistirse a tomarlo.

Se alejó del Marqués al decir esto y se reunió con Romana, que la esperaba en la puerta. Cuando las dos señoras abandonaron el comedor, los caballeros volvieron a sentarse, y el Lord Magistrado de Justicia se dirigió hacia la cabecera de la mesa para sentarse junto al Marqués, en la silla que había ocupado Lady Lovell.

Al hacerlo, dijo:

—Lo felicito, Sarne, y no en un sentido figurado, sino muy real. Ha sido un placer indescriptible conocer a la hija de Arnold Wardell y descubrir que se había casado con usted.

Con alguna dificultad, el Marqués logró preguntar:

—¿Usted… conocía al padre de mi esposa?

—¡Por supuesto, y muy bien!— exclamó el Lord Magistrado de Justicia—, su amistad me enorgullecía sobremanera.

El Marqués esperaba disimular su sorpresa mientras el otro continuaba diciendo:

—Si hubo un hombre que mereciera el reconocimiento, no sólo de este país, sino del mundo entero, fue Arnold Wardell. Pero, desde luego, vivía aislado para realizar sus estudios con más tranquilidad, y supongo que la guerra impidió que se le diera el reconocimiento debido.

—¿En qué forma?

—Querido muchacho, cuando existe un hombre del talento y la habilidad de Wardell, es una desgracia, una verdadera desgracia, que se le mantenga en el olvido. Pero, según me ha dicho la esposa de usted, nadie le prestó atención en años y estaba sumido en el más completo olvido cuando murió.

El Marqués escogió sus palabras con gran cuidado, tratando de no parecer tan ignorante como se sentía.

—¿Por qué cree que mereciera reconocimiento, milord?

—¿Por qué?— preguntó el Lord Magistrado de Justicia con algún asombro—, porque no creo que haya existido un hombre que supiera más del griego, en el mundo entero, que Wardell. Sus traducciones de las obras de Sófocles son muy superiores a las de cualquier otro académico. Sus poemas de Píndaro son tan magníficos, que considero que, sólo por ese motivo, debieron haberlo hecho Caballero del Reino.

El Marqués no dijo nada y el magistrado continuó:

—Me reprocho no haber hablado de él con el Primer Ministro, pero, como ya he dicho, la guerra nos hizo olvidar muchas otras cosas de importancia, incluyendo la cultura. Y, como bien sabe, los escritores nunca han recibido merecido reconocimiento, ni han sido bien apreciados en este país.

El Marqués pensó para sí que él mismo debía haber oído hablar de Arnold Wardell.

Estaba seguro de que, cuando estudió en Oxford, sus libros debieron estar incluidos en su material de estudio de las lenguas clásicas.

El griego había dejado de interesarle al salir de la universidad, pero se dio cuenta de que, si el Lord Magistrado de Justicia se sentía impresionado por el padre de Romana, otras personas pensarían del mismo modo. El magistrado continuaba hablando sobre su amigo y luego dijo con una sonrisa:

—Siempre lo había admirado como deportista, Sarne, pero ahora no puedo menos que admirar también su intelecto. Nadie pudo haberse casado con la hija de Arnold Wardell, sin tener un concepto profundo de la influencia que el pensamiento y la filosofía griegos han tenido en el desarrollo de la humanidad. Nunca pensé que usted se interesara en cosas así. Considero que debo pedirle disculpas por lo tonto que fui.

—No lo haga, de ninguna manera, milord. Yo lo entiendo— se apresuró a decir el Marqués.

—Su esposa me dice que trabajó con su padre desde que su madre murió. Espero que ella podrá terminar algunos de los trabajos que él dejó inconclusos. Debe alentarla a que lo haga, Sarne. El mundo no puede darse el lujo de perder del todo a un genio como Wardell y debemos proteger la herencia intelectual que nos dejó.

El Marqués, sin saber qué decir, se concretó a sonreír. El magistrado puso su mano sobre el brazo de él.

—Usted es joven— dijo—, y como todos los jóvenes se preocupa sólo por el presente y por los placeres que éste proporciona. Prométame que alentará a su esposa a terminar la labor que inició su padre. Es sumamente importante para la gente que desea conocer el pensamiento griego.

El magistrado hablaba con tanta pasión, que el Marqués le dijo:

— Pon supuesto, milord, si usted me lo pide, haré todo lo que esté en mi poder para ayudar a Romana en la forma que usted sugiere.

—Gracias. Y si ella lo logra, como estoy seguro de que está preparada para hacerlo, muchas generaciones futuras se lo agradecerán también.

Asombrado, y temiendo cometer una indiscreción si la conversación se prolongaba, el Marqués se levantó de la mesa, y los demás caballeros lo siguieron al salón donde Lady Lovell y Romana esperaban.

Como el magistrado tenía urgencia por reanudar su viaje, sólo tuvo tiempo para despedirse y dar las gracias al Marqués por el excelente almuerzo.

—No olvide su promesa— dijo el anciano cuando el Marqués lo acompañó hasta la puerta del frente.

Lady Lovell fue más efusiva.

—Tu esposa es dulce y encantadora, Vallient, y me siento muy feliz por ti— dijo—. ¡Qué inteligente fuiste al buscar alguien tan perfecto, no sólo para ti, sino para Sarne!

Cuando los tres carruajes que transportaban a sus invitados se alejaron, el Marqués los siguió con la vista y con expresión de desconcierto.

Advirtió que Romana no estaba con él, en lo alto de la escalinata, sino que había vuelto al salón.

Estaba leyendo un periódico cuando él entró, pero lo bajó a toda prisa, como si temiera que el Marqués no considerara propio de ella hacer una cosa así.

Al acercarse a ella, el Marqués tuvo la impresión de que, una vez más, estaba asustada.

—Lo… siento mucho— dijo cuando él llegó a su lado.

—¿Qué es lo que sientes?

—Sé que va a decirme que hablé demasiado con el Lord Magistrado de Justicia y casi nada con Lord Lovell, pero no pude evitarlo.

—Entiendo que él conocía a tu padre.

—Si; dijo muchas cosas maravillosas de papá. Hace tiempo que no sostenía una conversación inteligente con nadie.

Habló sin pensar. Al instante, se detuvo y miró inquieta al Marqués.

—Lo… siento— dijo de nuevo.

El Marqués rió con entusiasmo.

—¡Eres muy franca, Romana! Me doy cuenta, ahora que he oído hablar de tu padre, que he sido imperdonablemente descuidado, al no haber averiguado más sobre ti antes. ¿Por qué no me dijiste quién era él?

—No pensé que… le interesara o que… significara algo para usted.

El Marqués sonrió con ligera tristeza. Veía con claridad que Romana no tenía un concepto muy elevado de su inteligencia.

—En realidad— dijo—, estudié griego en Oxford. Estoy seguro, por lo tanto, de que he leído uno o más de los libros de tu padre.

—¿De veras?— exclamó Romana y no había ahora la menor duda de la alegría de su voz.

—Ya hace mucho tiempo de eso y se me han olvidado muchas cosas, pero me atrevo a decir que, con un poco de esfuerzo erzo, recordaría lo que aprendí.

—Por supuesto que sí— afirmó Romana—, es algo que nunca se olvida. Los libros de papá, desde luego, están en inglés. Por desgracia no hay ninguno en la biblioteca de usted.

—¿Ya los buscaste?— preguntó el Marqués.

—Sí, desde luego. Yo misma quería leerlos.

—Entonces, enviaré a Londres por ejemplares.

—Traigo conmigo uno que él no llegó a terminar— dijo Romana—, pero tal vez a usted no le interese.

—Me interesaría muchísimo— contestó el Marqués—, aunque tengo la impresión de que no podría ayudarte, como sugirió el magistrado, a terminar el libro que dejó inconcluso tu padre.

—Podría intentarlo.

Había dicho eso en forma impulsiva, pero después titubeo.

—Claro que… tal vez resultara… aburrido… para usted.

—Has hecho notar con mucha claridad lo que piensas de mi capacidad intelectual— dijo el Marqués—, pero así como yo me llevé una sorpresa respecto a ti, tal vez yo también pueda sorprenderte.

—Estoy… segura de ello.

—Puedes mostrarme esta noche lo que trajiste contigo— dijo el Marqués—, pero, ¿me permites sugerirte que salgamos en carruaje el resto de la tarde? Había hecho arreglos -para visitar una de las granjas de la parte oriental de la finca. Pero, si lo deseas, podemos posponerlo.

—No, por supuesto que no— respondió Romana a toda prisa—, no debemos desperdiciar el sol. Tal vez mañana llueva.

—En ese caso— dijo el Marqués—, me pasaré el día refrescando mi griego, antes que tengas oportunidad de decirme lo ignorante que soy.

—¡No me atrevería nunca a tal cosa!— replicó Romana. Habló con ligereza, pero el Marqués tuvo la idea de que éste era otro renglón en el que podía asustarla.

Cuando volvieron del paseo, el señor Bamham los esperaba con las cartas que habían sido enviadas desde la Casa Sarne, en Londres, con un lacayo.

—Han llegado muchas felicitaciones, milord— dijo el secretario—, y más de cincuenta paquetes conteniendo regalos. El Marqués lanzó un gemido.

—¿Significa eso que tendré que sentarme a escribir para agradecerlos?

—Me temo que sí— contestó el señor Barnham—, pero, para facilitarle las cosas, acusaré recibo de su llegada y usted puede ir escribiendo las cartas poco a poco.

—Tal vez yo pueda ayudarlo— sugirió Romana.

El Marqués enarcó las cejas.

—¿Por qué no? — señaló después de un momento—, después de todo, los regalos son tanto para la novia como para el novio. Excepto en el caso de parientes muy cercanos y amigos íntimos, la gente se sentirá tan complacida de recibir una carta tuya, como mía.

—Yo siempre escribí las cartas de papá— explicó Romana—, y estaría encantada de escribir las suyas.

—Te lo voy a agradecer mucho— contestó el Marqués—, si hay algo que deteste es tener que escribir cartas.

—Con el resultado— dijo el señor Barnham sonriendo—, de que sus misivas son breves y concisas.

—Le escribiré todas las que usted no quiera hacer— prometió Romana.

—Estoy seguro de que lo harás muy bien— dijo el Marqués y se volvió a su secretario—, usted no ha oído, Barnham, lo que acabo de descubrir sobre la señora Marquesa.

—¿De qué se trata?— preguntó el señor Barnham.

El Marqués le explicó todo lo que el Lord Magistrado de Justicia había dicho.

—¡Por supuesto!— exclamó Barnham—, me había estado inquietando, todo el tiempo, el apellido Wardell, pero nunca se me ocurrió que Arnold Wardell pudiera ser familiar de milady, ni mucho menos su padre.

Romana lo miró sonriendo.

—Supongo que debo tener una cara bastante tonta, porque parece que nadie esperaba que yo hubiera tenido un padre culto e inteligente. No es justo.

El señor Barnham pensó que ella se veía tan joven y encantadora, que nadie podía esperar que fuera también inteligente.

Comprendió que nada podía ser mejor, ni más alentador para el Marqués, que descubrir que su esposa no era la desconocida insulsa que había supuesto, sino la hija de un personaje distinguido en el mundo intelectual.

—Recuerdo algunos de los poemas que su padre tradujo— dijo en voz alta a Romana—, y me parecieron hermosísimos.

—A mí me encantan, también. Aprendí algunos de ellos cuando era niña y, cuando crecí y pude ayudarle en las traducciones, comprendí lo inteligente que era para poder expresar el significado fundamental del autor en inglés, pues algunas de las palabras griegas me parecían intraducibles.

—Siempre consideré que su padre era genial en eso— declaró el señor Barnham—, el pensamiento griego es tan profundo, que el vocabulario ordinario resulta del todo inadecuado para expresar la profundidad y la extensión de lo que los griegos estaban tratando de decir.

—¡Ah, usted comprende eso!— exclamó Romana con un ligero suspiro.

—Yo también quiero entenderlo— dijo el Marqués, como si se sintiera un poco al margen de la conversación—, por eso, esta noche debes traer ese trabajo inconcluso de tu padre. Juntos trataremos de trabajar en él.

—Sólo me… temo que le… aburra hacerlo.

—Si me aburre te lo diré— contestó el Marqués—, pero tengo la impresión de que me va a parecer una tarea muy interesante.

—Siento mucho alterar sus planes— intervino el señor Barnham—, pero una de las razones por las que quería verlo, milord, era para decirle que, el jueves, el señor Evan Stanley va a vender cincuenta de sus mejores caballos.

—¡Caramba!— exclamó el Marqués—. ¿Por qué no me habían dicho eso antes?

—Me temo, milord, que la carta tardó mucho en llegar a la Casa Sarne y había estado ya dos días ahí antes de ser enviada esta mañana.

—Le dije a Stanley que estaba interesado en, cuando menos, media docena de sus caballos de carrera, así como en su yegua de cría.

—Lo sé, milord, y él le escribió a usted de una manera personal. Pero, como ya le expliqué, la carta se retrasó mucho.

—¿Dice que la venta es el próximo jueves?

—Sí, milord. Él dice en su carta que usted podrá elegir entre sus caballos los que desee comprar antes que se lleve a cabo el remate.

—Casi no hay tiempo para ello— dijo el Marqués con irritación—. ¿O tiene usted alguna sugerencia que hacer?

—Estaba pensando— dijo el señor Barnham—, que lo mejor sería que usted y la señora Marquesa salieran mañana para Londres. Su Señoría podría quedarse en la Casa Sarne o, también, dirigirse a Baldock, donde el señor Stanley tiene sus caballerizas y pasar la noche, como ya lo ha hecho antes, en “El Dragón Verde” .

—Sí, por supuesto, eso es lo que haré— convino el Marqués—, y eso significará que podré ver los caballos a primera hora de la mañana, antes que empiece la venta.

Se detuvo un momento antes de decir:

—Quiero ver correr los caballos de Stanley en la pista. Hay tres que estoy seguro que me gustaría agregar a mi cuadra. Los demás son desconocidos para mí.

—Creo que resultaría un buen arreglo— observó el señor Barnham—. Y si usted vuelve a Londres en cuanto la venta termine, la señora Marquesa sólo pasará una noche sola en la Casa Sarne.

—No quiero ser una… molestia para usted— dijo Romana—, puede quedarme aquí… si lo prefiere.

El señor Barnham miró al Marqués. Ambos estaban pensando en Lord Kirkhampton.

—Creo que sería mejor que fuera con Su Señoría, milady— sugirió el señor Barnham—, estoy seguro de que se distraería mucho si va de compras. La señora Hughes me ha informado ya que hay varias cosas, que su trousseau necesita.

Romana se echó a reír.

—No me imagino cuáles pueden ser. Nunca en mi vida había tenido tanta ropa hermosa. En realidad, ahora encuentro difícil decidir cuál de todos mis vestidos ponerme.

—Estoy seguro de que la señora Hughes nos preparará una lista con mucho gusto— dijo el señor Barnham con una sonrisa.

—Entonces, me llevaré a la señora Mayfield de compras conmigo—contestó Romana—, pero me temo que será una expedición costosa.

—Dudo mucho que gaste tanto como lo que Su Señoría piensa gastar en la adquisición de los caballos del señor Stanley— comentó el señor Barnham—, y ahora, discúlpenme… voy a hacer todos los arreglos necesarios.

Había un brillo alegre en sus ojos al mirar al Marqués.

—Como estoy seguro de que va a querer ir de prisa, milord, supongo que querría viajar en su faetón y conducir el nuevo tiro de castaños. No me sorprendería que no rompiera su propia marca de aquí a Londres.

—Eso es lo que intento hacer— declaró el Marqués—, espero, Romana, que no te sentirás nerviosa si hacemos el recorrido a una velocidad sin precedente:

—Yo le tomaré el tiempo, milord— dijo Romana entusiasmada—, lo único que me pondría nerviosa sería que sus caballos castaños no resultaran lo que usted espera.

—Si no responden— replico el Marqués—, los agregaré al remate de los caballos de Stanley.

Los tres se echaron a reír y el señor Barnham decidió que sus jóvenes protegidos estaban comportándose tal como él esperaba.

Mientras se dirigían a Londres, Romana comprendió que éste era un viaje muy diferente al que había hecho en sentido inverso. En aquella ocasión, se sentía a tal punto atontada y asustada, que le era casi imposible pensar.

Ahora podía reír y conversar con el Marqués sin sentirse nerviosa y sabía que, después de la noche anterior, ya no le volvería a tener tanto miedo como hasta entonces.

Era como si el solo hecho de que fuera más lista que él en un conocimiento en particular lo hiciera menos formidable a sus ojos y menos amenazador.

Ella le había mostrado un poema que su padre había traducido y él había logrado, con algunos pequeños tropiezos y vacilaciones, leerlo en el griego original, aunque en ocasiones admitía con franqueza que no tenía la menor idea de lo que significaba cierta palabra en particular.

Luego, al empezar a trabajar en poemas que no estaban terminados, a Romana le pareció que se establecía entre ellos una corriente de comprensión que casi podía considerarse como camaradería.

Por lo menos, discutían sobre una traducción.

—¡Está equivocado, estoy segura! ¡Esa no es la palabra correcta!— decía Romana.

—¿Por qué no?— contestaba el Marqués—, encontrarás que esa palabra fue precisamente la que usó tu papá en otro poema.

Era mucho más hábil y más perceptivo de lo que ella había imaginado y cuando leyó en voz alta algunas de las versiones de su padre, en forma poética, le pareció que la profundidad de su voz y la forma en que pronunciaba las palabras, conferían a éstas una calidad musical.

Era más de la medianoche cuando el Marqués miró el reloj con aire distraído y Romana había dicho a toda prisa:

—¡Oh, perdóneme! ¡Debí haberme detenido hace horas! Me dejé llevar por el entusiasmo del trabajo de papá y olvidé que no podía significar lo mismo para usted.

¡He disfrutado de cada momento esta noche!— había respondido el Marqués—, y te estoy diciendo la verdad, no tratando de ser cortés.

Romana lo había mirado con expresión interrogante, como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Entonces sonrió.

—Quisiera que papá pudiera escucharle decir eso— había dicho ella con una cierta nostalgia—, él estaba siempre ansioso de que los jóvenes entendieran la grandeza del pensamiento griego. Pensaba que los ayudaría en cualquier empresa que acometieran, y que les resultaría útil, sobre todo, en la política.

—¿Estás sugiriendo que debo conceder a la política más interés del que ya tengo en ella?

—Creo que es importante.

—¿Por qué?

—Porque en este momento de nuestra historia necesitamos políticos fuertes.

—¿Para combatir a Napoleón?

—¡Por supuesto! Tal vez lo odiemos, tal vez le temamos, pero no hay duda de que Napoleón tiene una fuerza física y mental que resulta amenazadora para toda Europa, incluyéndonos a nosotros.

El Marqués estaba sorprendido. No estaba acostumbrado a que las mujeres demostraran un interés inteligente en la política.

—Tenemos un armisticio— dijo por fin.

—¡Y cuánto tiempo cree que va a durar? —preguntó ella.

Empezaron a discutir con entusiasmo y cuando el reloj de la chimenea indicó que era la una de la madrugada, Romana se había puesto de pie de un salto.

—¡Oh, perdóneme!— exclamó—, debíamos habernos retirado desde hace mucho rato, pero me distrajo usted con otro tema que me apasiona.

—Es evidente— dijo el Marqués. ¡Y resulta otra de tus sorpresas! Si me tienes reservadas más, me tendrás siempre con la boca abierta o me matarás de un ataque al corazón.

—Al menos eso será mejor que verlo bostezar con disimulo.

—¿Es esa la impresión que te di la primera noche que cenamos juntos?

—¡Oh, no! Esa noche quería usted matarme con los ojos y me fustigaba con sus vibraciones. Y yo quería… echar a correr y… esconderme en algún rincón.

Un ligero temblor en su voz reveló al Marqués que, aunque hablaba en tono de broma, estaba recordando que el peligro le había parecido entonces muy real.

—Espero que ya no me tengas miedo— contestó el Marqués en voz baja.

Ella lo miró y el Marqués se sintió casi seguro de que la llama del temor se había apagado para siempre en los ojos de ella.

—Ha sido usted tan bondadoso… tan comprensivo acerca de lo que hacía papá…— murmuró Romana—, y no puedo imaginar que alguien que ame el griego pudiera asustarme… como lo hizo Lord Kirkhampton.

—¡Olvídate de él!— exclamó el Marqués cortante.

—Trataré de hacerlo— contestó Romana—, esta noche— continuó—, trataré de no pensar en él, ni en lo que nos ha... sucedido a nosotros. Recitaré poemas de papá, hasta quedarme dormida.

—En ese caso, estoy seguro de que dormirás bien— había respondido el Marqués—, buenas noches, Romana.

El extendió la mano y cuando ella puso sus dedos en los de él, el Marqués se los llevó a los labios.

Sintió que ella temblaba, pero le pareció, aunque no podía estar seguro, que no se trataba del mismo tipo de temblor que la había sacudido antes cuando él se acercaba.

Entonces, como si la hubiera invadido una repentina timidez, Romana se alejó de él y salió de la habitación antes que el Marqués pudiera hablar de nuevo.

Él se había quedado de pie junto a la chimenea, pensando, y pasó largo rato antes que se fuera a la cama.

El Marqués estaba tan concentrado en la conducción de sus caballos que Romana comprendió que no era el momento oportuno para conversar. Se daba cuenta de que los manejaba con extraordinaria habilidad.

Cuando él se volvió a mirarla, en cierto momento, la vio sonreír y comprendió que estaba disfrutando del viaje.

No había cosa que estimulara más al Marqués que tratar de romper un récord, aunque éste hubiera sido establecido por él y, con aire de triunfo, se detuvo frente a la Casa Same en, exactamente, once minutos menos del tiempo que le había tomado su viaje anterior.

Romana estaba mirando el reloj de él, y que había sostenido en la mano durante todo el recorrido.

—¡Lo hizo! ¡Lo logró!— exclamó ella—. ¡Estoy ansiosa de que llegue el día de mañana, para contarle al señor Barnham lo que logramos hacer!

—Barnham no será el único interesado— contestó el Marqués sonriendo—. Supe que todos los chicos que trabajan en las caballerizas de Sarne estaban haciendo apuestas sobre el tiempo que nos tomaría llegar aquí.

—No debe alentarlos a que apuesten dinero— dijo Romana con firmeza, pero sus ojos reían alegremente.

El señor Barnham había hecho arreglos para que les sirvieran temprano la cena, de modo que el Marqués pudiera partir inmediatamente después hacia Baldock.

—Así podrá conducir la mayor parte del tiempo a la luz del día, milord— había dicho—, pero, de cualquier modo, si se tardara un poco, habrá luna llena esta noche.

En verdad, el cielo estaba despejado y había sido un día caluroso y lleno de sol.

Londres se veía sucio y polvoriento y, a pesar de la suntuosidad de la Casa Sarne, Romana se alegró al pensar que volverían al campo.

La señora Mayfield, sin embargo, se mostró encantada de verla.

—Se le ve muy diferente de cuando salió de aquí, milady— dijo—, y muy hermosa, si me permite decirlo.

—Gracias— contestó Romana.

—No queda ni la más leve marca en su mejilla— continuó diciendo la señora Mayfield—, eso es muy satisfactorio, milady.

Romana entregó al ama de llaves la lista de compras que traía.

—Usted y yo vamos a tener que ir a comprar mañana todas estas cosas, señora Mayfield— dijo—. No creo que sean muy necesarias, pero la señora Hughes insiste en que debo tenerlas.

—Entonces, en la verdad… no hay más que decir— contestó la señora Mayfield—, varios vestidos más llegaron aquí en su ausencia y espero que la señora Marquesa se los lleve a Sarne con ella.

—Pero, no creo que necesite ya de más ropa. Es demasiado— contestó Romana.

—No se parece usted a la mayoría de las damas, que jamás consideran que tienen suficientes trajes— comentó la señora Mayfield.

Lo dijo de una manera que hizo a Romana comprender que estaba pensando en otras mujeres en las que el Marqués había estado interesado.

De pronto se le ocurrió que, hasta entonces, nunca le había preocupado qué pensaría él de su aspecto y se preguntó, por primera vez, si la consideraría bonita.

Ya no la odiaba, como al principio, pero nunca le había dirigido el menor cumplido. Tal vez, pensó, ella no era el tipo de mujer que él admiraba.

O, quizá la comparaba desfavorablemente con las mujeres que habían despertado su interés, por lo que ni siquiera presta-. ba atención a su aspecto o a la ropa que llevaba puesta.

Recordó que el señor Barnham había dicho que muchas hermosas mujeres de alta sociedad se habían querido casar con él.

Suponía que todas debían formar parte del grupo de bellezas aclamadas en St. James; las llamadas “incomparables”.,

«¿Cómo puedo competir con mujeres así?», se preguntó.

Se contempló en el espejo y pensó que se veía muy elegante y muy diferente a la jovencita provinciana, mal vestida, que había

llegado de Little Hamble para buscar trabajo en Londres; aunque tal vez a los ojos del Marqués seguía teniendo un aire campesino.

—Compramos todo lo que necesito, señora Mayfield— dijo en voz alta y se preguntó, con tristeza, sí el hecho de convertirse en una mujer muy bien vestida significaría algo para el Marqués.

Cuando bajó a cenar, con un lindo vestido que acababa de llegar a la Casa Sarne, observó que el Marqués se había puesto la ropa que llevaría en su viaje a Baldock.

—Espero que me perdones por presentarme así— se disculpó cortés—, pero como debo partir tan pronto como terminemos de cenar, pensé que ahorraría un poco de tiempo si no tenía que subir a cambiarme de nuevo.

—Me parece muy razonable— contestó Romana—. ¿No será peligroso que. . . viaje. . . de noche?

—No, no corro ningún peligro —contestó el Marqués sonriendo—. Recueida que el señor Barnham dijo que esta noche habría luna llena.

—Yo he oído hablar de accidentes que se produjeron por conducir en la oscuridad. Papá jamás conducía de noche, si podía evitarlo.

Estaba segura, al decir eso, que el Marqués supondría que su padre no conducía tan bien como él, ni tenía tan buenos caballos como los suyos.

—Papá amaba los buenos caballos —dijo después de un momento—, y cuando descubrí, al morir él, que no había quedado nada de dinero, me culpé por no haber comprendido a tiempo lo costoso que resultaba mantener animales como aquéllos. Debí haberlos vendido cuando papá enfermó.

—Eras demasiado joven para enfrentarte a esas cosas— dijo el Marqués.

—Creo, más bien, que tenía la cabeza en las nubes. La poesía es tan hermosa que hace restar importancia a las cosas mundanas y materiales. No fui nada práctica.

—Uno nunca espera que una mujer sea práctica. Y ahora, Romana, puedes volver a tu poesía y dejar que yo me encargue de todas las cosas materiales y banales.

—Eso es lo que me gustaría hacer— confesó Romana—, pero, de algún modo, me hace pensar que voy a volverme una perezosa.

—Hay, en realidad, muchas cosas prácticas que puedes hacer al mismo tiempo —sugirió el Marqués—, como entretener al Lord Magistrado de Justicia, y no olvidar ser amable con el representante del Rey en el condado.

Romana lanzó un pequeño grito.

—¡Ahora está siendo malo conmigo! Le prometo que seré muy gentil y atenta con Lord Lovell la próxima vez que lo vea Irnos.

Habló con tal aire de preocupación, que el Marqués la tranquilizó:

—No necesitas preocuparte realmente por eso. Es un señor muy aburrido y lo mismo puede decirse de su esposa. No tenemos por qué verlos más de lo muy necesario.

—Pero son importantes en el condado.

—También lo soy yo. Y también lo serás tú.

—Ahora me está poniendo nerviosa— protestó Romana—, me he estado preguntando cómo voy a poder hacer las cosas que Lady Lovell pretende que haga.

—Haremos que Barnham decida qué cosas son necesarias, y cuáles superfluas. No voy a permitir que te abrumen con interminables comités. Casi siempre es más lo que se habla en ellos, que lo que se hace.

—Estoy segura de que es verdad— repuso Romana riendo—, cuando mamá ayudaba en obras de caridad, le parecía siempre más fácil ir y hacer ella misma las cosas, que sentarse alrededor de una mesa a discutir.

—Hablaremos de esto cuando volvamos a casa. Y ahora, creo que ya es hora de que me marche.

—Sí, por supuesto— asintió Romana—. ¿No desea una copa de Oporto?

—No, bebo muy poco cuando voy a conducir y, créeme, es la mejor manera de evitar accidentes.

Le gustó la forma en que ella le sonreía, con expresión complacida.

—Temí cuando… lo conocí— dijo—, que usted… bebiera. Ahora me doy cuenta de que es muy moderado en ese sentido.

—Tienes todavía muchas cosas que aprender acerca de mí— dijo el Marqués—, pero supongo que, cuando me vaya, no harás otra cosa que pensar en la poesía de tu papá.

Romana se echó a reír con suavidad, pero no lo contradijo. El Marqués pensó que, ciertamente, no era una muchacha aduladora, deseosa de abrumarlo con cumplidos, como lo habían hecho siempre las mujeres que conocía.

Mientras se alejaba de la Casa Sarne en su faetón y Romana lo despedía desde lo alto de la escalinata, se preguntó qué sentiría ella respecto a él. Comprendió que había preguntas sobre las cuales, tarde o temprano, le gustaría saber la respuesta.

Cuando el Marqués se perdió de vista, Romana regresó al salón, sintiéndose triste y solitaria.

Por primera vez, pudo apreciar los cuadros, el hermoso decorado y las flores que perfumaban la habitación con su fragancia. Sabía que habían sido colocados a toda prisa, en cuanto la servidumbre supo que pasarían ahí la noche.

Todo era muy lujoso y bello. Sin embargo, sin la presencia del Marqués, Romana se sintió muy sola y extrañamente melancólica.

Al principio, lo había odiado con tal intensidad que sufría una intensa agonía cada vez que se encontraba con él, pero ahora pensaba que le gustaba mucho que conversaran y que él era un hombre interesante. La emocionaba, en una forma que no hubiera podido explicar, el tener un hombre sólo para ella.

«Tengo muchas cosas qué hacer mañana», pensó. «Me iré a la cama y llevaré un libro, por si no puedo dormir» .

Se dirigió a la biblioteca para buscar el libro y pensó que toda la habitación parecía evocar a su dueño.

Ahí estaba su monograma, rematado por una corona, sobre el secante y el tintero; en los lomos de muchos libros y en el escudo realzado que había encima del espejo de la repisa que remataba la chimenea.

Aquella atmósfera, llena de la presencia del Marqués, le hacía pensar que él estaba a su lado. Como no quería seguir pensando así, seleccionó un libro y subió a su habitación.

La esperaba una doncella, que partió en busca de la señora Mayfield.

—La señora Marquesa hace muy bien en irse a la cama temprano ahora que Su Señoria se ha marchado— dijo la señora Mayfield—, tendremos una mañana muy agitada y, de cualquier modo, supongo que echará de menos a Su Señoría. Es triste separarse cuando acaban de casarse.

—Sí… desde luego— comentó Romana.

—Estábamos diciendo abajo, milady, que nunca hemos visto una pareja más atractiva que la que forman usted y Su Señoría. No sabe lo contentos que estamos de que él haya encontrado esposa, por fin, y nunca antes lo habíamos visto tan feliz. . . ¡esa es la verdad!

—¿Cree eso… de veras?— preguntó Romana con lentitud.

Es cierto que se le veía muy mal cuando estuvo aquí la última vez —contestó la señora Mayfield—, sin duda se debió al accidente que tuvo usted, pero ahora es todo sonrisas y se ve un hombre muy satisfecho. Pero, bueno. . . ¡ése es el efecto que produce siempre un matrimonio feliz!

Romana no dijo nada.

Sólo se preguntó, al meterse en la cama, si sería posible que ella hiciera en verdad feliz al Marqués.

No lo hubiera pensado, ni remotamente, tres días antes, pero, la noche anterior todo había sido muy diferente.

Sin embargo, todavía le parecía imposible que ella pudiera llegar a significar nada en la vida de él, ni él en la de ella.

Leyó un rato y debió haberse quedado dormida, cuando de pronto, se dio cuenta de que alguien estaba llamando a su puerta.

Se desperezó y vio que la llama de la vela junto a su cama casi se había extinguido y, por un momento, no pudo recordar dónde estaba.

Los golpes en la puerta se repitieron y comprendió que estaba en Londres.

—¿Quién es?— preguntó.

—Soy el guardián nocturno, milady.

A Romana le pareció aquello muy extraño, pero comprendió que el hombre no estaría llamando a su puerta a menos que se tratara de algo importante.

—¡Espere un momento!— exclamó.

Saltó de la cama y se puso la elegante bata de satén y encaje que la señora Mayfield había dejado sobre una silla y deslizó los pies en sus zapatillas.

Se acercó a la puerta y la abrió.

Afuera estaba un anciano con una linterna en la mano.

—Siento molestarla, mdady.

—¡Qué sucede?

—Una dama insiste en verla. Le dije que la señora Marquesa se había retirado ya, pero dijo que era urgente, un asunto de vida o muerte.

—¿De vida o muerte?

—Sí, milady. Me dijo que no despertara a nadie más y que no quería que nadie supiera, aparte de mí, que había venido.

—No imaginó quién puede ser— dijo Romana—. ¿Le preguntó a la señora su nombre?

—Sí, milady, pero no quiso dármelo. Sólo me ordenó que le dijera que venía de Dingle Dell.

Romana se estremeció.

—¿Está seguro de que eso fue lo que dijo?

—Sí, milady… dijo Dingle Dell.

Romana contuvo la respiración y por fin murmuró:

—Bajaré ahora mismo— dijo al guardián. Comprendió quién había ido a buscarla.

¡Debía ser algo muy importante para que Nicole se hubiera decidido a ir a buscarla a la Casa Sarne a la medianoche!