Capítulo 13

Arlan pasó como una bala rozando a su primo. Llevaba contenida demasiada ira como para ver por dónde iba.

—¡Oye, oye Arlan! —lo llamó Robert corriendo tras él—. ¿Qué te sucede? Estabas bien esta mañana y ahora...

—¡El rey ha hecho de las suyas! —lanzó sin dar detalles.

—¿No quedaste convencido con la explicación que daría nuestro vocero?

—¡Cuál explicación, más bien es una complicación en la que estoy metido, y es mi culpa!

—¿Qué dirán en ese papel?

Negó con la cabeza; no había caso de contarlo.

—¡Dímelo, soy el futuro rey, puedo hacer algo por...!

—Ya no puedes hacer nada, Robert, ya se envió a los medios. Era una explicación de mi fogosa actuación con la mujer con la que tengo «una relación» —manifestó respirando—, estoy metido en un problema y de paso involucré a otra persona.

—Tú siempre puedes ingeniártelas para salir triunfante; esto pasará...

—Antes podía porque estaba solo, ahora Susan Esther Culligan, una plebeya, común y corriente está involucrada por mi culpa en «una relación» con un mujeriego regenerado, aunque no tanto. En fin, tantos años para limpiar mi reputación se han esfumado por unas horas de compañía común —lamentó colocando sus manos en la cintura de su pantalón beige.

—Ya habrá forma de solucionar este inconveniente, Arlan. No pierdas el temple; ser miembro de la familia real es difícil.

—Quiero renunciar a esto, Robert. En América y en Londres casi me sentí como un hombre libre; luego volví a esta jaula de oro y no quiero estar aquí —se sinceró con su primo.

—No, no, no. Olvida esos estúpidos pensamientos. Debes permanecer aquí y muy firme, aún mi vida no está asegurada, ni la de un futuro heredero para el trono —dijo Robert para que Arlan olvidara esa ridícula idea.

—¡Es nefasto! —escupió más molesto—. Esas épocas ya pasaron; no podemos quedar en el pasado. Es ridículo.

—Por eso me vi obligado a casarme con la ahora princesa de Westland, por un estúpido acuerdo y elección de pureza en la sangre, bla, bla, bla... Porque ella es pariente directa de la reina de Inglaterra, bazofias... —suspiró Robert, contando más de lo que debía.

—¿Por qué no me dijiste que te casaste por conveniencia? —objetó Arlan, intrigado por la confesión sin querer de su querido primo.

—Porque no quería que se te escapara en alguna ronda de tragos. Le di al pueblo lo que deseaba: una boda real, un cuento de hadas, y también a mis padres, pero dejé a quien realmente amaba: una plebeya inglesa.

—Lamento oír que serás infeliz toda tu vida, pero más lamenté escuchar que no confías en mí, Robert. No divulgaría nada que te hiciera daño. Todo lo malo que he hecho hasta hoy solo ha afectado mi reputación.

—Y también la de esa chica. Todo lo que hace un miembro de la familia real afecta a los demás; he aquí mi matrimonio como consecuencia de tu último acallado escándalo que te exilió de Westland.

—¡Ahora resulta que yo te obligué a contraer matrimonio con alguien que no deseabas! ¡Es burlesco! Debiste tener el pantalón puesto para negarte, así como yo lo tengo para seguir el juego del rey. No me culpes por tus desgracias, Robert. Si no tienes un poco de carácter no es mi culpa ni la de nadie, solo tuya.

—No he dicho eso... ¡Arlan! —Vio que su primo levantó la mano y emprendió la huida.

Decidió que ya no escucharía tantas porquerías. Esperaron para que regresara y le contaran las mil y una desgracias que causó antes de irse a la familia real.

Estaban tomando una cobarde venganza. Jamás su libertinaje fue para dañarlos; era algo que le causaba bienestar. Sus días y noches en una playa privada, en el yate y otros lujos, que por supuesto cubrían algunos impuestos de Westland, era lo que probablemente había molestado a su familia. Una temporada lejos de ellos, y con aires diferentes, lo llevaron a encontrar un mejor camino, estudiar y conocer otros hábitos. Lo que él tenía era un aburrimiento, lo tenía todo, todo y más, hasta el hartazgo.

Recordó que había visto en Susan Culligan una persona común, con sueños e ilusiones. Se había colado para vivir una experiencia única. Un gran despliegue de personas y derroche de muchos euros para solventar lo que se había enterado de que era una farsa. Lo que Susan presenció fue una ilusión, esperaba que nunca se enterara, pero conociéndose, en el momento en que la viera, se le iría la lengua.

No llevó mucho consigo en el palacio. La mayoría de sus cosas fueron del aeropuerto directamente al apartamento.

Tomó su coche, que no había cambiado en unos años, y salió veloz de ese lugar.

***

Con Cynthia, había ido a la fundación, pero prefirió no comentar nada. El apoyo que ella tenía era suficiente, y la experiencia de todas las mujeres que iban y también de las que trabajaban ahí le sirvió como una cuerda para sujetarse, le dio la fuerza para cortar algo enfermo que, si bien no estaba aún empezando, empeoraría con el tiempo.

Pensó ¿qué hubiera sucedido si dejaba que Charles la dominara? ¿Si dejaba pasar esa oportunidad y lo perdonaba? Él lo tomaría como «me perdonará todo lo que hago» y luego sucedería el infierno. Se casarían y él la mataría. Si bien en Westland no eran hombres tan salvajes, de diez mujeres, dos eran maltratadas por sus parejas.

Si ella no hubiera sabido tantos números que se manejaban en la fundación, ella tomaría parte de esas estadísticas como presa de violencia.

Al salir con Cynthia, se despidieron en la parada del autobús.

Esperando el autobús, estaba borrando sus mensajes de texto, y las cosas que no le servían del teléfono. Entró en su navegador y buscó: Arlan Wilburg-Berger.

Las fotos que Google le mostraban eran increíbles. Estaba más joven; estaba en la playa con una bermuda azul y muchos amigos suyos, mucha cerveza y mujeres. En otra se lo veía salir de una discoteca, subir al automóvil y acto seguido, mejor ni verlo.

También había fotos de él practicando golf, en acontecimientos sociales, con mujeres, con muchas mujeres y también se había sumado ella. Estaba en Google.

En ese ínterin de tiempo, no se había dado cuenta de que su autobús la había pasado, salvo al ver ese trasero que se iba.

—¡Maldición y más maldición...! —bramó improperios al no querer pagar un taxi para ir hasta su casa. Su autobús tardaría más de veinte minutos en pasar, y todo era culpa de que no se había fijado en el camino; tenía la atención puesta en otra cosa.

Guardó su celular y caminó hacia la parada de taxis. Encontró uno vacío y subió.

—A Hudson y Berkshire... —pidió al taxista.

Los taxis no eran muy económicos como el autobús, pero la dejaba enfrente de su casa.

Al llegar, vio un vehículo extraño estacionado frente a su casa. Le pagó al taxista, y bajó sin dejar de ver el Opel Vectra, sedan, color plata.

Pasó la puerta y vio a su padre en casa, y también a su madre.

—¡Susan tienes un automóvil nuevo! —anunció su hermana Dalma—. Dame una vuelta, ¡por favor, por favor!

—¿Qué? Vi un automóvil afuera, pero...

—Es para ti —dijo su padre entregándole las llaves—, no quiero que andes sola con ese loco suelto.

—¡Pero papá, de dónde sacaste el dinero!

—Un préstamo y unos ahorros que tenía...

—Por Dios, papá, no debiste hacerlo, estoy bien, puedo cuidarme sola...

—No seré tacaño con la seguridad de mi hija. Si hace falta hipotecar mi alma para mandar a ese desgraciado a la cárcel, lo haré.

—Papá... —lo abrazó contenta. Debía pagarle algún día a su padre por todo lo que hacía por ella. No era suficiente con haber adquirido una beca y que no tuvieran que cubrir toda su educación.