IV. LAS PRÓTESIS DEL IMPERIO

Dice el chileno Juan Ignacio Molina (1740-1829) en su Saggio sulla storia naturale del Chili, de 1782, sobre el clima del territorio del que fue exiliado durante la expulsión de los jesuitas:1 «El Reino de Chile es uno de los mejores países de toda la América: pues la belleza de su cielo y la constante benignidad de su clima, (...) le hacen una mansión tan agradable, que no tiene que envidiar a ningún dote natural de cuantos poseen las más felices regiones de nuestro globo.»2 Cuando escribe de la minería del Reino de Chile, el entusiasmo de Molina por la generosidad de su tierra se expresa en hipérboles todavía más escandalosas y poco apegadas al espíritu naturalista que gobierna al resto de sus escritos. «Las minas agotadas se regeneran de nuevo con el andar del tiempo, y vuelven a llenarse.»3 Según el jesuita los minerales de Chile eran proteicos.

La Historia del Reino de Quito (1789), de Juan de Velasco (1727-1792), no es menos delirante en la hora de desplegar elogios sobre la riqueza de su patria en el interior del imperio. En «Sobre lo que ha florecido la ciudad de Quito en ciencias, artes y virtudes», dice: «Los hombres grandes en Letras que yo alcancé (...) podría numerarlos en cientos»;4 apunta sobre los indios y los mestizos de su ciudad: «No hay arte alguna que no la ejerciten con perfección.»5 Sobre las costumbres de los habitantes de Quito dice que son tan admirables que «no falta quien la llame Madre de la Santidad».6 Lo que en Molina es una exaltación desmedida de la riqueza natural de una región, en Velasco lo es de la industria y la probidad de sus habitantes.

La ostentación bombástica que hizo Francisco Javier Clavijero (1731-1787) de la Nueva España tiene en México rango proverbial. Dice, por ejemplo, sobre «La crianza de animales» en el México prehispánico –en el que si hubo una industria notoriamente faltante, fue, precisamente, la ganadera–: «No hubo nación que igualase a la mexicana en el cuidado de criar tanta especie de animales, y en el conocimiento de sus inclinaciones, del pasto conveniente a cada especie y de todos los medios para su conservación y propagación.»7 O sobre las virtudes de la lengua nahua: «Tienen los mexicanos, como los griegos y otras naciones, la comodidad de componer una voz de dos, tres o más simples: pero lo hacen con mayor economía que los griegos.»8 Leyendo juntos y de corrido a los historiadores jesuitas de fines del siglo XVIII, pero, sobre todo, creyéndoles, uno no se explicaría que Latinoamérica no rija el planeta. En su calidad de fuentes históricas para los fundadores de las naciones americanas del siguiente siglo, fueron ellos quienes trasmitieron la idea –tan improbable en el mundo paupérrimo en que vivieron las generaciones de Carreño y Gutiérrez Nájera– de que un criollo de cepa debía ostentar una riqueza que en realidad no existía.

HISTORIA DE UNA OPERACIÓN DE MARKETING

El exilio de los jesuitas hispanos en Italia durante el periodo de la expulsión (1767-1814) no sólo permitió que una parte vigorosa de la inteligenzia hispanoamericana produjera la vasta bibliografía continental que sirvió como base para la reconstrucción de la Historia de las naciones americanas después de los movimientos de independencia de principios del siglo XIX, también generó una nueva Cartografía General de América escrita en clave de elogio de la abundancia. Los jesuitas en el exilio romano se plantearon escribir el collage inmenso de las historias naturales y civiles de sus patrias; al hacerlo, articularon una serie de ecologías de riqueza e industriosidad descomunales para territorios que parecían desbordar las capacidades del imperio que las trataba de administrar. Son libros poco leídos, pero eso no los hace menos importantes: tal vez nunca como en el caso de los jesuitas exiliados en Roma el trabajo de un grupo tan reducido de intelectuales ha producido un efecto dominó de esas magnitudes.

Alejados de los deberes pastorales que llenaban sus días americanos, limitados financieramente pero con tiempo libre –como viven en realidad la mayoría de los escritores hispanoamericanos hasta nuestros tiempos–, y asombrados por el hallazgo de que el continente ya no tan nuevo del que venían tenía pésima prensa en Europa, los jesuitas expulsos se dieron a la tarea de vender una idea de América, prestigiando sus virtudes mediante las herramientas del tratado. Al hacerlo, promovieron activamente un nuevo mapa de su territorio de origen –un mapa cuajado de hipérboles y tan imaginario como el que consideraba que el ambiente americano degradaba a las personas.

Dice Miguel Batllori que en «... un ambiente cultural como el de la Europa setecentista en la que los estudios exóticos se abrían ya un camino prerromántico, América volvió a ser un centro de interés como tal vez no lo había sido desde los renacentistas días del descubrimiento».9 En ese contexto los jesuitas hispanoamericanos refugiados en Italia se dieron a reelaborar historias patrias desplegando las bellezas del continente a manera dieciochesca: agotando «... el enciclopedismo setecentista en el marco limitado de una provincia ultramarina».10 Había que postular otra América recopilando los saberes acumulados en los doscientos años de silencio que hubo entre las cartas, memorias y tratados de los conquistadores y cronistas y la hora de la expulsión. Registrarla como una idea con bordes claros, que cupiera en el ejercicio de racionalización que supone la escritura de una Historia natural y civil –un género hegemónico entre los intelectuales ilustrados–. Ese registro tuvo, además del eje evidente que suponía la defensa vehemente de la igualdad de calidades humanas entre americanos y europeos, un correlato en la exaltación del paisaje y la aptitud de los americanos para sacarle provecho.

Las historias de los jesuitas respondían, por una parte, a un debate general en el que pensadores del norte europeo –William Robertson (1721-1793) en Inglaterra, Cornelius de Pauw (1734-1799) en Prusia, Guillaume-Thomas Raynal (17131796) en Francia–11 pretendían explicarse la amplitud y longevidad del imperio español, teorizando sobre el hecho de que el clima y la geografía americanas degradaban a sus habitantes, fueran seres humanos o animales. Por otra, señalaban la afirmación de un orgullo patrio que, aunque no había tomado las proporciones del nacionalismo y mucho menos las del independentismo, sí estaba empeñado en hacer notar las virtudes de cada región particular por oposición a las de Europa.

Antonio Rubial ha observado que las historias de los americanos escritas por americanos son, cuando menos en México, resultado de un proceso de gestación lento: «Conforme avanza el siglo XVII se van insertando en los esquemas retóricos (de la escritura histórica criolla) numerosos elementos que intentan describir la orografía, hidrografía, fauna y flora de las diversas regiones, así como la enumeración de sus riquezas minerales, agrícolas y ganaderas.»12 Este nuevo modo de escritura, separado por completo del de los cronistas, representa «... un nuevo enfoque, más científico, de apropiación del espacio Novohispano».13 Si el exilio italiano fue la gasolina que encendió el motor de la generación de historias protonacionales, la urgencia de narrativas históricas locales era ya un hecho para 1767, el año de la expulsión.

Cuando los sacerdotes novohispanos llegaron a Roma, la Historia del Reino de Galicia en la América Septentrional (1748), de Matías Ángel de la Mota Padilla (1688-1766), ya cumplía casi veinte años de publicada. Andrés Cavo (1739-1803), también jesuita, componía en la hora de la expulsión una historia de la ciudad de México –que terminó en Italia–, en la que expresaba con claridad sus intenciones regionalistas. En el mismo grupo –en el que por supuesto estaba Clavijero– se encontraba Francisco Javier Alegre (1729-1788), autor de una Historia de la Compañía de Jesús en las provincias de la Nueva España (publicada póstumamente en 1841), que se perdió durante la expulsión y fue reescrita en el exilio como la historia de una nación dentro de otra. Además de ese núcleo de expatriados, en México se había quedado el seglar Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1718-1780), que trabajó con Boturini en la región tarasca del país y escribió simultáneamente a los jesuitas una Historia antigua de México (1836) y otra Historia de la fundación de la ciudad de Puebla de los Ángeles. También se quedó en Nueva España Francisco Mariano de Torres, autor de una Crónica de la Sancta Provincia de Xalisco –inédita hasta 1939.

Los jesuitas expulsos fueron americanos en Europa documentándole un pasado a la difusa nación americana con técnicas filológicas modernas. Extenuaban las bibliografías a su alcance en las bibliotecas italianas, contrastaban fuentes, valoraban la legitimidad de sus observaciones basándose en la posible objetividad de los testigos a quienes citaban. El historiador de las ideas italiano Antonello Gerbi ha señalado en el ya clásico La Disputa del Nuovo Mondo que la espectacular reacción intelectual de los jesuitas criollos exiliados en Roma –fueron varios miles de páginas sobre las diversas patrias americanas– tiene como motivo fundamental el hecho de que los americanos de herencia racial europea habían desarrollado durante los siglos XVII y XVIII una suerte de orgullo del paisaje –un «orgullo telúrico»,14 dice–. Los hijos de españoles nacidos en América eran étnicamente europeos y tenían tanto o más dinero que los peninsulares –necesariamente siempre recién llegados–, pero recibían de la corona el tratamiento de menores de edad perpetuos con respecto a esos mismos curas, militares y funcionarios que llegaban a administrar un territorio que desconocían. La distinción entre ellos y sus gobernantes, dice Gerbi «... si basava in uno jus soli negativo, que prevaleva sullo jus sanguinis».15 En este contexto, los criollos no tenían más opciones de exaltación propia que la magnificación de ese mismo suelo –el paisajeque les arrebataba derechos que se sentían legitimados para ostentar por sangre. Si los naturalistas europeos se habían apropiado del discurso histórico americano mediante su denostación, los historiadores jesuitas lo reincorporaron mediante la estrategia retórica –que probó ser más exitosa– de escribir hiperbólicamente sobre la riqueza de su tierra.

La escritura sobre un entorno geológico, hidrográfico, botánico y zoológico como piedra de fundación para una identidad supone la edición del mundo que se pretende describir: un proceso de apropiación selectiva de lo que debe ser contado y lo que no. Clavijero, por ejemplo, no toca el escabroso tema del sacrificio humano entre los antiguos mexicanos hasta la última disertación de su Historia antigua de México, y a regañadientes. Ocupar semánticamente un territorio mediante la descripción de su paisaje es inventar una realidad que al gramaticalizarse sustituya, como el mapa del imperio de Borges, la realidad anterior.

Los jesuitas hispanoamericanos en Italia se decantaron por señalar como la característica más notable de su forma peculiar de ser occidentales la capacidad del paisaje que los rodeaba para producir riqueza y su viabilidad como generación para administrarla. Contra el jus soli que operaba negativamente sobre lo que consideraban su jus sanguinis opusieron una razón burocrática: el continente americano había sido beneficiado por la Providencia con una riqueza superior a la de Europa y esa riqueza se había multiplicado gracias a su trabajo.

Dada su situación de expulso por el poder absoluto, Francisco Xavier Clavijero debió ser un firme detractor del espíritu de los borbones que gobernaban España: habían arruinado su vida profesional y la de todos sus compañeros en el Colegio de San Ildefonso, donde fue profesor de Física hasta la expulsión; lo habían forzado a dejar su tierra, lo habían condenado a la pobreza del exilio romano. Sin embargo, en tanto miembro de una orden que definía su regla con estándares militares de comportamiento, había hecho voto de obediencia y, si sus superiores habían decidido soportar en silencio el exilio, era su deber seguirlos. No importa cuán venal se volviera su argumentación contra Europa como abstracción, el jesuita no se permitió ni una sola reflexión concreta sobre lo justo o no del poder español en América a lo largo de su Historia antigua de México.16

Su caso no es único: en la vasta, multiforme, y muy a menudo casi ilegible enciclopedia americana trazada por los jesuitas expulsos –no todos tuvieron la prosa transparente y lúcida de Clavijero–, no hay ni una sola invitación a la sublevación americana, ni un solo juicio dedicado específicamente a la corona en ánimo de separarse de ella: ni una señal de que al imperio le hubiera llegado la hora de desmembrarse.

AMÉRICA LATINA, MARCA REGISTRADA

Esa posibilidad, la de dejar de ser parte del imperio, era tan ajena para esa generación como lo sería para nosotros la de dejar de ser terrícolas: su pertenencia al orbe imperial era su signo de identidad y el pacto con España el vehículo que les garantizaba, en tanto criollos, seguir formando parte del grupo de los predadores en el ecosistema cultural. Los vastos catálogos naturales y civiles que escribió la generación de Clavijero para reposicionar a las naciones criollas de América en el plano más grande de una cultura occidental no eran un llamado a la segmentación, pero sí una argumentación política transparente a favor de la dignidad de las colonias americanas, dignidad que comenzaba a requerir políticas que permitieran el desarrollo de sus habitantes.

Es ahí donde el discurso sobre la riqueza americana deja de ser una reacción a las Historias de los naturalistas europeos y se convierte en una argumentación política: la razón burocrática de los criollos para demandar el derecho a administrar su riqueza.

Dice Molina sobre las pequeñas concesiones que la corona hizo para recuperar la salud del reino en regiones antes despobladas: «La parte de Chile española, mediante la libertad que el mismo soberano se ha designado conceder al comercio marítimo, se va repoblando con aquella rapidez que exigen lo agradable de su clima y la abundancia de sus productos.»17 La mejora del reino sólo se consigue si se le aprovecha comercialmente.

En el origen mismo de las historias modernas del Nuevo Mundo descansa un interés comercial. Amédée-François Frézier (1628-1773) y Louis Feuillée (1660-1732) fueron enviados a América por la corona francesa a principios del siglo XVIII. Hicieron viajes de exploración distintos que compartían un objeto: generar información que permitiera ampliar el conocimiento de París acerca del Nuevo Mundo –un conocimiento monopolizado y conservado en secreto por Madrid–. Al regreso de sus respectivas expediciones, Frézier y Feuillée sostuvieron una polémica sobre los méritos de las investigaciones de cada uno sobre las del otro.

Frézier, ingeniero militar y por tanto un hombre práctico –su contraparte era un matemático capuchino venido de pronto a geógrafo–, descontó el trabajo de Feuillée porque encontró que, habiendo sustituido el estudio empírico del terreno por observaciones astronómicas hechas desde su camarote, había pasado por alto información que los pilotos y los comerciantes necesitaban para navegar y hacer negocios.18 Es a partir de esta polémica con fondo comercial que los países del norte europeo comienzan a interesarse por actualizar su conocimiento de América.

La publicidad que consiguió la polémica entre Frézier y Feuillée produjo un llamado de atención sobre la inexactitud de los testimonios de la generación de los cronistas del siglo XVI y la demanda de nuevos viajes de estudio a América hechos por naturalistas confiables –«viajeros filosóficos», los llamaban en el periodo.

Los historiadores americanos en el exilio siguieron el patrón establecido por los naturalistas europeos en las respuestas con que pretendieron rebatir las especulaciones sobre lo americano que tanto los ofendían: exponer las razones por las que el Nuevo Mundo podía ser o no un centro de beneficio comercial. Las diferencias retóricas entre su perspectiva y la de los historiadores especulativos del norte vienen de que los criollos escribieron desde la suposición de que su riqueza era providencial y por tanto interminable. Dice Clavijero:

¿Qué clima más dulce y más conveniente a la vida que aquel en que se goza todo el año de las delicias del campo; en que la tierra se ve siempre adornada de yerbas y de flores; los campos cubiertos de granos y los árboles cargados de fruto; en que el ganado mayor y menor, sin necesidad del trabajo del hombre, tiene bastante con lo que les da la Providencia, sirviéndoles el cielo de techo para resistir la inclemencia de la estación?19

Clavijero no está describiendo una realidad, sino haciéndole propaganda a una oportunidad de negocio: los Campos Elíseos en la tierra. México, contra la leyenda que extendieron los jesuitas, es un país sitiado por desiertos, cuajado de sierras impenetrables, con pocos ríos y ninguno que sea navegable por trechos largos. Es un territorio en el que el acceso al agua depende de los temporales, que sólo duran una tercera parte del año.

El matemático francés Charles-Marie de La Condamine fue a Los Andes a comparar el testimonio de Garcilaso con las ruinas incaicas de Cuzco y le pareció que ni las piedras que veía podían ser los restos de una ciudad magnífica, ni los indios con los que interactuó descendientes de una cultura que hasta entonces todavía se consideraba clásica.20 Fue para rebatir esa opinión –una vez que se generalizó en Europa– que Clavijero y sus contemporáneos propusieron que su tierra representaba un espacio excepcional de riqueza, en el que se acumulan la fortaleza antigua y moderna: «Quería que le mostrasen los vestigios de las ciudades antiguas, pero nosotros le mostramos aún las mismas ciudades todavía subsistentes»,21 dice el mexicano.

Para el jesuita la ciudad americana –emporio de la riqueza imperial en ultramar– integraba un contenido simbólico interminable representado mediante la superposición de la urbanización antigua y la moderna.22 Su ciudad de México, como pensaba Rama: un espacio simbólico correspondiente con una realidad histórica, pero que demanda «... ser fija e intemporal como los signos»;23 el cuenco en el que está vaciada una polis en cuya construcción palpable descansa una realidad superior a las ruinas y los edificios superpuestos en ella: una ciudad cuyo contenido no «se pliega a las transformaciones de la realidad»24 en la medida en que está construida para representar un pico de la riqueza universal. Lo que importa de la ciudad según la interpretación de Clavijero no es su despliegue en la realidad, sino su valor simbólico desplegado en el lenguaje de la abundancia visible: más que una ciudad, es un mensaje. Es la misma operación que hizo Gutiérrez Nájera sobre el Distrito Federal que le tocó habitar: no una ciudad real, sino un mapa en el que se superponen el presente y la ilusión: la historia y el deseo. Es también el mismo emplaste de mitos y realidades que gobierna la escritura del Manual de Carreño: el atlas para el comportamiento de una clase social que todavía no es estadísticamente significativa, pero asoma en las proyecciones para un futuro productivo, católico y republicano.

La riqueza de México, según la representa Clavijero, era un beneficio universal ensombrecido por la protección que el gobierno absoluto le ofrecía a los productores peninsulares, un gobierno que en lugar de alentar el cierre de la brecha entre la ciudad simbólica y la histórica, promovía su separación al apoyar la ambición desmedida y falta de imaginación de los comerciantes europeos. Dice Clavijero sobre la importancia de la medicina indígena –cito completa la lista de productos para enfatizar su fijación con la enumeración de riquezas:

A los indios mexicanos debió Europa el tabaco, el bálsamo americano, el liquidámbar, la zarzaparrilla, la tacamaca, el xalapa, el piloncillo, la hierba de Juan Infante y otros muchos simples de experimentada eficacia y mucho uso en la medicina; pero son muchísimos más aquellos de que Europa está privada por la incuria de los comerciantes.25

Mientras cuenta su historia de México –igual que hace Molina con la de Chile–, plantea un alegato sobre los beneficios que traería una apertura comercial sin desafiar directamente al gobierno de Carlos III, pero en lugar de señalar, como el chileno, lo beneficiosas que resultan las buenas políticas comerciales, culpa a los vicios de los agentes del comercio. En las «Disertaciones» que siguen al cuerpo de la Historia propiamente dicha, es más explícito:

En Nueva España, el Reino de Chile y otros muchos países de América se han descubierto infinitas minas de buen fierro, y si no estuviera ahí prohibido trabajarlas para no perjudicar el comercio de España, podría América ministrar a Europa todo el fierro necesario, como la provee de oro y plata.26

Esa riqueza americana, aun asfixiada por las restricciones comerciales, da para todos porque no es un hecho en el mundo, sino un signo. «Basta decir que en la diócesis de Puebla se cosecha tanto, que del [maíz] que sobraba (...) surtía a las Antillas y a la flota de navíos que había antes en La Habana con el nombre de Armada de Barlovento.»27 Desde su perspectiva, Nueva España siempre ha sido un emporio comercial y es en esa condición como debe ser percibida por Europa.

El hecho de que la muy noble y muy leal ciudad de México siempre haya sido un centro de venta de materias primas es importante en la medida en que el punto de vista desde el que el jesuita pretende escribir es el de un historiador ilustrado: un hombre que coteja sus fuentes y ofrece demostraciones no sólo retóricas. El apartado sobre «Población del Anáhuac»28 en la «Séptima disertación» es asombroso en la seriedad de sus cálculos poblacionales mediante el comparativo de nacimientos y defunciones entre la ciudad de México y Madrid, contrastado con el consumo de tabaco y pulque en la segunda. Clavijero es un defensor de la patria chica desde los datos duros y el contraste de fuentes y no sólo desde la pura autoridad de los cronistas e historiadores que le antecedieron. Heredó y transmitió el discurso hiperbólico de la ciudad espectacular barroca, abundante y generosa, y lo multiplicó hasta convertirlo en un símbolo que rectificara la distorsión europea de los discursos sobre América. Era, como lo calificó Rama, un diseñador de modelos culturales «... destinados a la conformación de ideologías públicas».29 Dice sobre los mexicanos antiguos como con nostalgia de un mundo en el que las leyes fomentaban el enriquecimiento de la ciudad en lugar de castigarlo: «A proporción del poder que adquirían con sus armas, se aumentaba y extendía su comercio.»30

La Historia antigua de México cuenta los hechos políticos de los mexicanos y se detiene en sus sutilezas culturales, pero también describe la materia prima de una posible potencia comercial: anota una y otra vez las riquezas minerales, vegetales y de fauna del reino; elogia sus sembrados y sus huertas, sus vías de comunicación, la meteorología local, todo lo que se excede y es vendible. Como si estuviera posicionando una marca en el mercado global, escribe en una lengua imperial que le parece estandarizada. Cuando habla de mameyes y chirimoyas no tiene más remedio que hacerlo en mexicano, pero cuando habla de vegetales reconocidos con nombres distintos en las diversas regiones del imperio, utiliza los términos que le parecen más exitosos demográficamente:31 llama «arvejas» a lo que él mismo debió haber nombrado chícharos,32 «melocotones» a los duraznos, «albérchigos» a los chabacanos.33

Me parece que esa elección de sustantivos inestables revela la vocación global y mercadotécnica de su Historia: cuando escribe en italiano, escribe para el orbe occidental –utiliza el cultismo «melocotogni» en lugar del común «pesche»–; cuando lo hace en español, escribe para el imperio completo en un español estandarizado –y no sólo para los novohispanos–. Si nos atenemos a su dicción electiva, estaba posicionando un producto: Nueva España, S. A. Su ejemplo cundió.

EL NACIMIENTO DE UNA CLERECÍA ILUSTRADA

El novohispano José Antonio Alzate y Ramírez (17371799) fue de lejos la figura más visible de los iluministas que se quedaron en América. Alumno de Clavijero en San Ildefonso y descendiente por vía materna de la madre de sor Juana a través de su abuelo Cristóbal Ramírez de Santillana, fue capellán domiciliado en el arzobispado de México, por lo que no tenía que atender una parroquia. Era un hombre pudiente: su padre, dueño de un emporio panadero, invirtió mil quinientos reales en su capellanía de modo que los rendimientos de ese dinero le permitieran desarrollar sus trabajos de investigación sin preocupaciones.34 Como clérigo ilustrado, dedicó los esfuerzos que sus colegas de la Compañía de Jesús entregaron en sus Historias a la devoción, más moderna, del periodismo en su versión aceptable para el gobierno virreinal novohispano: la difusión de noticias científicas, técnicas y debates de historiografía.

Los escritos historiográficos de los clérigos criollos en Italia buscaban transformar –al menos a nivel simbólico– las colonias en reinos como parte de una confederación universal bajo el dominio de la corona española.35 En este sentido, la acumulación de saberes patrióticos que los jesuitas emprendieron en Roma reforzaba el statu quo imperial gracias a su interlocución como mediadores ilustrados y testigos privilegiados de lo americano. Eran hombres del antiguo régimen: Clavijero mantuvo en los cursos de física que enseñaba en San Ildefonso, por ejemplo, que el sol giraba en torno a la tierra;36 era contemporáneo de Newton y no había digerido a Copérnico y Kepler. Ni él, ni Molina, ni Velasco pretendieron modificar el espectro político que heredaron de sus mayores, querían transparentar que la dignidad y riqueza de las posesiones de Madrid en ultramar permanecían inalteradas y nada más.

Dorinda Outram ha sugerido que la ilustración es una vasta polémica que sucede en el contexto de formas de socialización novedosas con respecto a los vehículos de difusión del conocimiento de la modernidad temprana.37 En este sentido La Gaceta de Literatura de México que escribió, editó y publicó Alzate y Ramírez entre 1788 y 1795, en tanto un medio de difusión distinto a los tratados históricos de sus contemporáneos en Europa, terminó por alterar formalmente su posición con respecto al sentido que deberían tener sus descubrimientos e ideas en el espacio público novohispano.

Alzate y Ramírez compartía con Clavijero la urgencia por difundir un saber sobre América y posicionarlo como algo abundante y distinto. Sin embargo, su vocación periodística, novedosa por todos lados –La Gaceta de Literatura de México se comenzó a publicar en el mismo mes y año que el London Times–,38 modificó su modo de negociar con el poder: mientras ejercía un trabajo de interlocución real y medible –por oposición al de Clavijero, que era más bien imaginario– con las academias científicas europeas, optó por asumir también un liderazgo ideológico entre los propios mexicanos postulando la existencia de una protociudadanía hispanoamericana. Se convirtió en agente de sí mismo.

Una revisión del índice de La Gaceta de Literatura de México revela que aunque también participó enjundiosamente en las polémicas contra los historiadores conjeturales del norte europeo, fueron muchos más los artículos que dedicó al estudio de los métodos técnicos y científicos que permitieran incrementar racionalmente el provecho de los recursos que la Providencia había dispuesto en su patria. Propuso, por ejemplo, hacer extensivo el cultivo del pirul en Nueva España –lo llama todavía «árbol del Perú»– para usarlo como medio de combustión por ser adaptable a casi cualquier suelo y alcanzar su mayor desarrollo en menor tiempo;39 se ocupó de un método francés para obtener semillas mejoradas que aseguraran buenas cosechas;40 propuso la utilización de suelos de arena y ladrillo en lugar de los tradicionales de madera por resultar más baratos y eficientes;41 estudió el problema de las cañerías de plomo –caras y venenosas– y su sustitución por sistemas más económicos y saludables de desagüe;42 también revisó el problema del desperdicio del agua en el valle de México.43 Hoy en día el pirul es uno de los árboles más extendidos en México, sólo se siembran semillas mejoradas –un negocio transnacional que sigue siendo boyante–, las mediciones de salida de la pobreza se basan en la sustitución de suelos tradicionales por pisos de cemento en el interior de las viviendas, las cañerías de las ciudades han sido finalmente sustituidas y el agua se sigue desperdiciando en el Distrito Federal con gran consternación de la comisión nacional encargada del asunto. No todas sus ideas funcionaron: propuso que se utilizaran camaleones como insecticida para aumentar las cosechas en las huertas44 y el cultivo masivo de ajolotes para hacer con ellos una cocción que arrojaba un jarabe contra la tisis,45 pero también sugirió que en la masa de las tortillas se muela el olote y no sólo los granos del maíz para hacerlas más baratas sin demeritar sus poderes alimenticios46 –y vaya que los empresarios del siglo XX le hicieron caso: para comer una tortilla sólo de grano en el México de hoy en día hay que escalar sierras o pagar fortunas.

En el año de 1791, Alzate y Ramírez publicó en La Gaceta un artículo que significa una vuelta copernicana para la escritura hispanoamericana, en el sentido en que disemina una manera completamente distinta de enfocar un problema práctico. «Un indio de la Nueva España ¿qué especie de hombre es? ¿Cuáles sus caracteres morales y físicos?» se plantea la responsabilidad de atacar los mitos que la sociedad criolla había levantado en torno a los pobladores originales del continente.47 Así, utilizando un tono notablemente objetivo y metódico, discute uno por uno los que se consideraban en su momento los defectos del carácter indígena: desidia, inconstancia, poco apego a la verdad. Al final de su argumentación propone: «Estoy seguro de que si se tratase a la población india con circunspección, nuestros soberanos utilizarían muchísimo y ellos no serían tan infelices.»48 Su posición, como en casi todos sus escritos, es pragmática y está cargada de originalidad a pesar de que hoy en día parecería expresar sólo sentido común: la defensa palafoxiana de los naturales había sido convincente cien años antes sobre la necesidad de resguardar los derechos indígenas mediante un estatuto legal especial, pero el espíritu reformista de las administraciones borbónicas podía avanzar un paso más y permitir la integración de las comunidades a la economía novohispana sin demérito de sus particularidades culturales, que no eran vicios de carácter.

Si las políticas sociales proteccionistas de la Iglesia llevadas a su última consecuencia proponían un retorno al sistema de autonomías que se trató de imponer siempre en Nueva España concediéndole un estatuto de excepción a los indios, Alzate y Ramírez veía el problema de los derechos de los indígenas con un sentido republicano adelantado: incorporados los naturales a la economía general de Nueva España, sus desventajas competitivas se superarían solas.

José Antonio Alzate y Ramírez logró eludir en sus escritos la estratificación de la sociedad desde la que escribía para imaginar una América más funcional y mejor integrada. Propuso una noción de desarrollo que dejaba atrás el sistema paternalista y clientelar con que se administraba la Nueva España y anotó que si a cualquier miembro de la comunidad se le permite ejercer su derecho a participar en la maquinaria productiva y mercantil, sus diferencias con respecto a los demás integrantes del sistema se irán estrechando hasta dejarlo incorporado a los mecanismos de generación de riqueza.

Su idea de un futuro mejorado para los indígenas no era producto de la caridad, sino de una razón práctica que universalizara el beneficio de la riqueza americana: una apropiación del saber integrado que se acumulaba del otro lado del mar, pero con vistas al porvenir: una política, no una historia.49

TAL VEZ, QUEBRAR EL IMPERIO

De todos los jesuitas que fueron al exilio en 1767, sólo Juan Ignacio Molina murió habiendo trasmutado su nacionalidad de español a chileno: fue el único que vivió más allá de las emancipaciones, hasta 1829. Murió, como sus compañeros de generación, en Italia: nunca regresó a la América independiente. Es improbable que el destino del país que había dejado hacía más de sesenta años le interesara mucho en la hora de su muerte: para entonces ya era un naturalista reconocido, que escribía sólo en italiano e investigaba asuntos relacionados con la teoría de la evolución. Mariano Fernández de Echeverría y Veytia, el primer historiador moderno de la ciudad de México, había muerto al poco de llegar a Italia, en 1780; Clavijero en 1787, Alegre en 1788, Velasco, el más longevo de los que murieron en el siglo XVIII, en 1792. Casi ninguno pudo ver, entonces, un documento que circuló manuscrito a partir de 1791 y que es el primero de un americano con estudios en la Compañía de Jesús que demandó ponerle fin al imperio.

La Carta a los españoles americanos del arequipeño Juan Pablo Vizcardo y Guzmán (1748-1798) reclamó la disolución del contrato imperial de la hispanidad por razones enfáticamente comerciales. Algo pasó en el campo del saber latinoamericano en 1791 –en el que, como dije atrás, Alzate y Ramírez también publicó su artículo sobre la naturaleza de los indios americanos–. Los letrados criollos del subcontinente dejaron de apropiarse de un pasado que les diera legitimidad como interlocutores de Europa y enfocaron sus miras hacia la posibilidad de modificar sustancialmente su futuro.

En el dibujo de la nueva conciencia americana hay una serie de vectores que unen la producción de ideas de la generación de Clavijero, Molina y Velasco –preocupada por lo que debería ser el Estado imperial para ser justo con todas sus partes– con la de Bolívar –ocupada por refundar un Estado–. Juan Pablo Vizcardo y Guzmán funciona como una figura de transición: refuerza vigorosamente el tópico de la riqueza americana, pero no para restituirle una dignidad abstracta al continente referenciándolo con los escritos de los viajeros filosóficos del norte europeo, sino en demanda de soluciones para problemas concretos de la vida colonial.

Para los intelectuales que, conforme terminó el siglo XVIII y alumbró el XIX, acaudillaron ideas y personas en las revoluciones de independencia, los problemas y soluciones planteados por los jesuitas en el exilio eran tan abstractos que quedaban muy abajo en su lista de prioridades a poner por escrito. En el tránsito entre la ilustración y el romanticismo los criollos en América batallaban contra una maraña de concepciones que, para ser desenredada, requería mucho más que un discurso publicitario sobre una identidad fundamentada en el paisaje y admisible en términos de derecho canónico. La jus solio negativa que tanto preocupaba a los jesuitas era sólo una noción que englobaba problemas más prácticos y demandantes: jurídicos, de explotación adecuada de recursos, de intercambio comercial, administrativos, de lo que hoy llamaríamos derechos humanos. Problemas seculares que tenían muy poco que ver con la definición de los dones que la Providencia le había dado a los americanos, pero que estaban relacionados con la razón burocrática que los jesuitas esgrimían como justificación de sus historias: la legitimidad de los americanos como administradores exitosos de sus patrias.

Para Vizcardo y Guzmán el problema de la dependencia de los reinos trasatlánticos de la corona española era esencialmente comercial. Es por eso por lo que, inopinadamente, vuelve al obsesivo y más bien penoso problema de la encomienda al principio de su Carta: insiste en el hecho de que los conquistadores «se expusieron a cuenta propia»50 –es decir, autofinanciaron sus empresas– para obtener una serie de territorios que luego cedieron al rey, a cambio de que les permitiera medrar de ellos, cosa que no pudieron hacer debido primero al hecho de que las encomiendas dejaron de ser heredables y luego a las restricciones comerciales que impuso la corona. Su posición frente al problema de las posesiones coloniales de España está resumida en una sentencia sorprendente para su momento: en América «el comprador no tiene elección».51

No es que para Vizcardo y Guzmán no existiera un problema político, pero éste se manifestaba fundamentalmente en el terreno del comercio: «Tantos bienes como la naturaleza nos prodiga, son enteramente perdidos; ellos acusan la tiranía que nos impide aprovecharlos comunicándonos con otros pueblos.»52 Desde su punto de vista, la disgregación del imperio era una medida necesaria para combatir el desperdicio de los recursos que en el mapa de los jesuitas eran inagotables. Su texto es un llamado a la acción basado en los escritos propagandísticos de los clérigos exiliados.

Es hasta la página 21 de la edición príncipe de Filadelfia que la Carta que Vizcardo y Guzmán ingresa al territorio de la argumentación propiamente política y menciona los derechos del hombre. Es aún más adelante cuando se ocupa de la constitución de gobiernos americanos, y aun discutiendo esto sus referencias son en realidad mayormente comerciales. En su misiva el gesto de desmembrar el imperio está emparentado más directamente con la actitud litigiosa de los comerciantes novohispanos asociados en el Consulado de la ciudad de México que con las encendidas proclamas románticas que alzaría la siguiente generación. La emancipación como un gesto final de desobediencia civil de los mercaderes del Nuevo Mundo y no como la caza del bien abstracto de la soberanía.

En un momento particularmente revelador de su invitación a la revuelta, Vizcardo y Guzmán aclara que no sólo se considera, en tanto criollo, descendiente de los conquistadores desairados por la finalización del sistema de encomiendas, sino hasta de unos hipotéticos españoles antiguos y enemigos de los monarcas germánicos de la península:

Después de la época memorable del poder arbitrario, y de la injusticia de los últimos reyes Godos, que trajeron la ruina de su imperio y de la nación española, fue que nuestros antepasados, quando restablecieron el reyno y su gobierno, pensaron en premunirse contra el poder absoluto (...) Con este designio concentraron la supremacía de la justicia, y los poderes legislativos de la paz, de la guerra, de los subsidios y de las monedas, en las Cortes que representaban la nación en sus diferentes clases y debían ser los depositarios y los guardianes de los derechos del pueblo.53

Parecería que los siglos de gobierno islámico de la península no le merecieron ni siquiera una nota: en su imaginario, la sustitución remotísima de los reyes godos por las coronas cristianas españolas –en la que la mediación de siglos del gobierno de Al-Ándalus parece no haber supuesto ninguna discontinuidad– fue la respuesta a un problema comercial: los germanos estaban llevando a la península a la quiebra.

La emancipación de las colonias americanas se plantea, entonces, como un gesto gemelo de la instalación de gobiernos centrales en los reinos españoles y la posterior fundación de las Cortes. En esta línea de pensamiento, quebrar el imperio supondría un ejercicio de racionalización del uso del poder político, pero sobre todo la integración de un sistema comercial único con representación de todas las clases sociales.

Que su visión de la historia de España sea de delirio no deja de hacerla reveladora. Dice más adelante: «La conservación de los derechos naturales y, sobre todo, de la libertad y seguridad de las personas y haciendas, es incontestablemente la piedra fundamental de toda sociedad humana.»54 Es esa piedra constituida por los elementos de la libertad comercial pero secuestrada en la maraña de reglas sobre la propiedad y el desarrollo comercial de la producción ultramarina la que hay que restituir, anulando el poder del monarca español sobre América. Esa anulación representaría un gesto de refundación de la cultura hispánica universal.

Vizcardo y Guzmán era seminarista durante la expulsión de los jesuitas, y aunque rechazó los votos llegando a España, no se libró del exilio: Madrid nunca le concedió permiso para volver al Perú, de modo que vivió trashumando por Europa, en un perpetuo litigio para recuperar su herencia –arrebatada por el gobierno colonial en la hora de su expulsión–. A diferencia de los demás escritos de los jesuitas en Roma, la Carta de los españoles americanos tuvo una influencia verificable en las independencias de América.

En su interminable tránsito europeo, Vizcardo y Guzmán le entregó a Francisco de Miranda (1750-1816) una copia manuscrita de su texto. En una carta abierta de octubre de 1797, Miranda –que ya había leído al peruano– le señala a los miembros de su círculo de influencia londinense y sus corresponsales caraqueños que los americanos requieren de la ayuda del gobierno inglés para alcanzar su emancipación y que esto redundaría en beneficio de los británicos: «Todo convida, todo anima a la Independencia y a no sufrir más el yugo, un yugo tanto más inocuo cuanto que se extiende a privarnos del más racional e interesante placer del hombre en todo estado, que es la concurrencia, comercio y relaciones con sus semejantes.»55 El argumento es el mismo que el de Vizcardo y Guzmán –aunque planteado con la retórica razonable del aristócrata que entiende mucho mejor cómo funciona la mentalidad ilustrada europea–. Ambos compartieron la voluntad de seducir a los inversores británicos para que vean en las emancipaciones americanas una oportunidad comercial: el ex jesuita escribió la Carta a los españoles americanos en Londres, de ahí que se la haya entregado a Miranda.

La escritura de Vizcardo y Guzmán se anilla con la de Alzate y Ramírez y la de Miranda –que ya fue un militante activo en las guerras de independencia y un miembro, aunque mayor, de la generación emancipadora de América– en el hecho de que modifican sustancialmente el punto de vista del autor. Vistos como parte de un texto literario poliforme e inmenso, los escritos del siglo XVIII hispanoamericano muestran, a partir de la Carta a los españoles americanos y «Un indio de la Nueva España...», un giro de ciento ochenta grados: dejan de mirar hacia atrás y se ocupan del diseño de una realidad nueva.

El tránsfuga peruano, el periodista ilustrado mexicano y el aristócrata caraqueño que militó en todas las revoluciones de su tiempo y vivió para contarlo casi todo, actuaron como los clérigos que les antecedieron, en el sentido de ser conformadores de una «ideología pública» –el término lo aporta Rama en La ciudad letrada– que pretendía vender a Latinoamérica como un contenido en Europa, sólo que, en lugar de apropiarse del territorio de lo histórico, iniciaron la empresa de mercantilizar el futuro.

El capital humano y la riqueza natural estaban ahí, tal como habían demostrado exhaustivamente los saberes acumulados por los jesuitas en el exilio. La nueva generación era, además, perfectamente capaz de una interlocución europea que sus mayores no habían tenido. Alzate y Ramírez llegó a ser miembro correspondiente de la Academia Francesa de Ciencias en 177156 y tuvo una relación más que fructífera con ella en términos de intercambio de información y envío de reportes sobre fenómenos naturales americanos. Vizcardo y Guzmán fue menos afortunado: murió en la pobreza y en Londres. Miranda, en cambio, fue un interlocutor privilegiado de los salones europeos y un testigo presencial de las transformaciones sociales que estallaban a toda velocidad a ambos lados del Atlántico después de las sublevaciones casi simultáneas de los revolucionarios franceses y estadounidenses; en esa calidad fue un correspondiente constante de la prensa británica.

Los tres fueron mediadores en Europa de una clase criolla capaz de negociar su propiedad sobre un saber privilegiado en su momento histórico. Los tres condujeron la idea jesuítica según la cual había una razón burocrática para ampliar los derechos de los criollos a la administración de la riqueza americana a la siguiente generación, que luchó en las guerras de independencia. Los tres fueron generadores de proyectos específicos que mejoraran las condiciones de desarrollo de las colonias traduciendo conocimiento europeo a situaciones americanas. Lo único que se necesitaba para que cumplieran sus objetivos era que se desmembrara el imperio.