I. EL ESTIGMA DE DARÍO

Hay un poema de Rubén Darío que me ha obsesionado por años: la «Epístola a la señora Lugones». En él, un poeta que decía poquísimo sobre la realidad que lo circundaba, escribió no sólo sobre sí mismo, sino hasta de su famoso sobrepeso y su alcoholismo. Dice:

¡Y tan buen comedor guardo bajo mi manto!

¡Y tan buen bebedor guardo bajo mi capa!1

Fui a París a buscar a su fantasma de gordo.

Llegué al Hotel des Académies et des Arts, en Montparnasse, porque extrañamente sus propietarios se ofrecieron a financiar mi estancia y una investigación que en realidad no conducía a ningún lado. Como el hotel es boutique y yo soy escritor, no supe muy bien cómo comportarme: es el tipo de lugar en que el conserje tiene probablemente mejores maneras que uno, seguramente un guardarropa más sofisticado e, incuestionablemente, un mejor corte de pelo.

Cuando me presenté, el conserje estaba consciente de que por entonces yo escribía para una revista más o menos influyente en el mundo de los viajeros millonarios y que, por lo mismo, tenía que dejar de ser parisino por un momento para recibirme con esa amabilidad, alambicada y cortesana, a la que somos afectos los latinoamericanos. Al pobre casi le da un ataque de nervios cuando leyó la primera página de mi pasaporte, aunque no me queda claro si porque temía la venganza de unos accionistas anónimos si mi visita fracasaba, o porque nunca se imaginó que el emisario de una revista tan sofisticada se vería como un inmigrante albano. Tuvimos la conversación menos fluida del mundo.

Yo estaba por entonces tan imbuido por el espíritu grasoso de Darío que actué como un mamut: nada más sentarme rompí un florero. Lamento que no le haya gustado el arreglo, dijo el joven conserje con alguna tristeza y elegancia idéntica a la del lugar que regenteaba. Yo, como para que se olvidara rapidito el incidente, le conté que estaba buscando un hotel en el que había vivido sus últimos días en París un poeta a principios del siglo XX. Me respondió que seguro no era ése porque es nuevo. Le dije que se notaba y que debería estar orgulloso de eso. Me dijo que el desayuno estaba buenísimo. Siguió un largo silencio en el que yo lamentaba haber llevado puestos mis vaqueros de paria y haber dejado en México mis maneras de señorito criollo. Él simplemente no sabía qué hacer conmigo. Sí me gustaron las flores, le dije para despedirme. En el último momento lo traicionaron sus maneras parisinas: se alzó de hombros.

En el invierno de 1905 Rubén Darío, que por entonces estaba enteramente dedicado a viajar por Europa en un estado de perfecto trance alcohólico, había dejado ya su residencia fija en París, en el número 29 del Faubourg Montmartre, y cuando pasaba por la capital francesa rentaba un cuarto de hotel al que llamaba «mi celda» y del que nadie ha dado noticias muy claras.

El sitio en el que habla de esa habitación de hotel es, precisamente, la «Epístola» en la que reconoce su gordura y afición al alcohol. En el poema cuenta que, debido a que estaba pasando por un estado de susceptibilidad excesiva, encontró París insoportable, por lo que, en lugar de asistir a salones literarios y cafés a la moda, optó por una vida monástica:

Encerrado en mi celda de la rue Marivaux,

confiando sólo en mí y resguardando el yo.2

Cuando leí por primera vez el poema, estos versos me causaron un sentimiento entre la admiración y la risa por la excentricidad que supone rimar el apellido francés Marivaux (que con ortografía hispánica se escribiría «Marivó») con el pronombre «yo». Como siempre, me impactó el juego silábico: parear dos alejandrinos agudos –una sílaba más cortos que el metro tradicional– es escribir con buen humor; rimar un verso con el pronombre singular de primera persona, «yo», sigue siendo desafiante en la medida en que el alejandrino era en su tiempo una medida para poemas narrativos, volcados hacia el exterior.

Después de instalarme en una habitación diseñada hasta la incomodidad, fui a buscar la calle de Marivaux para ver si podía encontrar la celda de Darío. Iba un poco culposo pensando en el lujo con que yo me hospedaba con tan pocos méritos, y la probable pobreza con que él lo habría hecho hacía un siglo con todos los del mundo. Supuse que seguir los pasos del gordo más importante de la lengua no iba a ser difícil, porque la calle en cuestión es minúscula –sólo una cuadra– y porque la acera izquierda está toda ocupada por la Place De Boieldieu, en torno a la cual se alzan los dos edificios de la Comedia Italiana.

Me bajé del metro y caminé hacia el norte por Choiseul, rumbo al Boulevard des Italiens, en cuya esquina con Marivaux está la Comedia. Para alcanzarla, avancé a la sombra de un edificio enorme en una de cuyas esquinas fue conservada la marca de la metralla que impactó ahí mismo durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué clase de institución necesitaría exhibir su fuerza y resistencia con tanto ahínco? La respuesta vino al dar la vuelta en el boulevard: era la sede del LCL, el banco más grande de Francia.

Me habría salido el engendro comunista que todos llevamos dentro de no ser porque en la fachada del edificio, debajo del horrible letrero luminoso del LCL, vi grabadas en letras de oro las palabras: «Crédit Lyonnais», el banco en el que Darío, según cuenta en la epístola a la señora Lugones, tenía su cuenta de cheques.

Pensé en el cuerpo monumental del poeta entrando a aquel edificio de tamaño tan ostentoso –una caja fuerte de mármol, en realidad– y tuve la sospecha de que la verdadera dimensión de la figura de Rubén Darío no es comprensible para los lectores contemporáneos si no se imaginan que el hombre que escribió los versos tan empalagosos

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,3

no era un frágil señorito hemofílico, sino un enjundioso morenazo que se ponía borracheras diarias de titán. Para entender la gracia de su genio, hay que imaginárselo recitando eso como una locomotora de subida. No fue sólo un lírico alambicado cuyos trabajos nos obligaron a memorizar en la escuela, sino un hombre capaz de mezclar sonidos y significados para generar artefactos multisensoriales: no poemas que se leen, sino objetos de letras con varias dimensiones que se levantan frente al lector como un edificio monstruoso y perfecto.

En la calle de Marivaux no hay más que un hotel, el Favart, en el que Goya vivió en 1825, también en su última estancia en París y también en un momento en que la mala salud estaba por destruirlo. Dentro del Favart la decoración permanece tal como debió ser en 1905. Libreros falsos, cortinas de terciopelo, columnas gratuitas, pinturas no del todo santas, todo en colores más bien chillantes. El mundo directamente posterior a la Feria de 1900 en París y anterior a la Gran Guerra tenía una idea de la elegancia entre churrigueresca y burdelaria que tal vez sea la de Darío.

Me acerqué al conserje –más humilde y desparpajado que el del hotel en el que yo me estaba quedando– y me contó que el negocio ha sido el mismo desde 1836 y ha pertenecido desde entonces a los Favart. Le pregunté si conservarían los registros de 1905, porque yo andaba buscando al fantasma gordo de un poeta nicaragüense. Me respondió con una afirmación enigmática: el hotel era frecuentado por artistas españoles e hispanoamericanos porque eran a los que les gustaba la Comedia Italiana. Luego una negativa: no mostramos los registros. Darío pudo tener una amante que trabajaba allá enfrente, le dije para involucrarlo en un chisme que lo ablandara. Es que no era precisamente a la Comedia a lo que eran aficionados sus compatriotas, me dijo. Yo no soy nicaragüense, le dije. Me respondió: Si su poeta era gordo se quedaría en el primer piso, porque las escaleras son muy estrechas y los Favart no las han cambiado; si era buen cliente, le habrán dado la habitación número 2, que es la más amplia y cercana, y me tendió la llave.

Subí imaginándome el crujido que produciría en esas escaleras el cuerpo de lobo marino de Darío. En el pasillo noté que las vigas del edificio eran las originales. Crucé la puerta estrechísima de la habitación número 2, por la que quién sabe cómo habría entrado el poeta, y vi al otro lado el ojo de buey que le serviría como única ventana –una ventana de celda, efectivamente– la Place de Boieldieu. Luego me volví a ver la cama y descubrí que toda la habitación estaba cubierta de espejos. Mientras escribía El canto errante, el más maestro de sus libros maestros, Rubén Darío, que siempre presumió de su sofisticación y refinamiento, vivía, probablemente, en un hotel de paso.

Veinte años antes, en 1884, cuando tenía diecisiete, el poeta que con el tiempo se convertiría en uno de los grandes viajeros de la lengua, salió por primera vez de Nicaragua. Fue a San Salvador como quien está listo para comerse a dentelladas lo que a él le parecía una gran ciudad. Cuenta en su autobiografía, tal vez con más honestidad de la que habría convenido al figurón que ya era cuando la escribió en 1912, que, llegando a la capital investido por sus imaginarios poderes de gran poeta, el cochero le preguntó a qué hotel iba. «Le contesté sencillamente: Al mejor.»4 No hay un gesto más enternecedoramente aspiracional. Cuando a los pocos días el presidente Rafael Zaldívar lo recibió en el Palacio de Gobierno, le preguntó qué era lo que más deseaba. Respondió: «Quiero tener una buena posición social.»5

Darío no pidió la gloria poética o la justicia laica y republicana que ondeaba en sus poemas de adolescencia, tan programáticos y pomposos pero que a fin de cuentas lo habían llevado hasta San Salvador. No pidió ni siquiera la edición de un primer libro o un espacio para publicar algo en una revista. El poeta que con el tiempo iba a hacer que el castellano rebasara todos los límites de su flexibilidad natural; la bestia prodigiosa que en «El coloquio de los centauros» era capaz de decir, en una sola frase de ocho versos con encabalgamientos inverosímiles:

El biforme ixionida comprende de la altura,

por la materna gracia, la lumbre que fulgura,

la nube que se anima de luz y que decora

el pavimento en donde rige su carro Aurora,

y la banda de Iris que tiene siete rayos

cual la lira en sus brazos siete cuerdas, los mayos

en la fragante tierra llenos de ramos bellos,

y el Polo coronado de cándidos cabellos,6

sólo quería subir por la escalera social. Quería dejar de preocuparse, escapar de la clase media y sus limitaciones, sus deudas.

Darío era un cursi –en todos los sentidos de la palabra–. Cuesta un poco ponerlo por escrito, pero es verdad. La angustia que produce reconocerlo viene de la permanencia de cierto gusto y su asociación con un problema de clase: «culterano» dejó de ser un término despectivo porque hace muchos siglos que no califica ningún fenómeno contemporáneo; el adjetivo «cursi», en cambio, todavía nos persigue y ofende, precisamente porque seguimos en riesgo de serlo.

NOTAS SOBRE LO CURSI

No ha sido tan larga la vida de la palabra «cursi» como para levantar alguna polvareda mayor en los llanos de los estudios filológicos. A poco menos de ciento cincuenta años de su primer registro escrito –en un Cancionero popular de Emilio Lafuerte, editado en 1865–, los escasos disensos que promovió su origen parecen cancelados: el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas es terminante al respecto: «cursi» es un término adoptado por el español en Andalucía, proveniente de otro árabe marroquí con idéntico sonido y claro parentesco significante.

«Kursi» –es ésa la transliteración a caracteres latinos del sonido marroquí de la palabra árabe– significaba en su primer registro, de 1505, «silla». Con el tiempo, el término evolucionó por una escala de analogías hacia los campos semánticos de «cátedra» –en inglés se le dice hasta nuestros días «chair» a la máxima autoridad en un departamento académico–, «ciencia», «sabio» y «pedante». La serie de variaciones de sentido no afectó a la acepción básica de la palabra, que se sigue utilizando en Marruecos en su doble significado de «sitial de la sabiduría» y «banco» o «taburete». Existe además, según el Corominas, un paso anterior del término a la lengua española: en su Llibre de la contemplació, Ramon Lull llama «alcursi» a un sillón de madera que revela la altura del rango de quien lo ocupa. El tránsito de esta palabra desde el norte de África es evidente por la presencia del artículo árabe en su primera sílaba, una supervivencia común de esa lengua en el castellano.

Hubo antes del establecimiento de la que parece ser la norma etimológica del término, otras dos teorías difíciles de descartar –entre muchas que no lo son tanto–: que «cursi» viniera del inglés gibraltareño, «coarse» –ordinario o grosero– y de su derivado «coarsish», que pudo haber perdido fácilmente el sonido «sh» final en su adaptación andaluza. Más difícil de explicar es el paso de la «o» británica a la «u» española, que aunque no es imposible, sería anómalo. También se ha dicho que la palabra podría venir de «cursiera», que eran los arreos de gala de un caballo de torneo. Este término, registrado por Leonardo de Argensola en 1630, provenía del francés «coursier», con el mismo significado. De ser ésta la raíz correcta, «cursi», según el Corominas, sería un diminutivo de «cursiera» como «Nati» es de «Natividad».

Aunque sería feliz una etimología que emparentara el arreglo de mal gusto con el jaez de los caballos de torneo –nada, efectivamente, es más recargado y gratuito–, la aparición del término en Andalucía le concede más autoridad a la idea de un origen árabe. En cuanto a la posible genealogía inglesa, el problema del paso de la «o» británica a la «u» española inclina la balanza, por motivos de economía, hacia la teoría magrebí.

A cierta distancia de los rigores de la observación metódica de los filólogos, el término «cursi», siempre en discusión literaria, tal vez por no tener traducción ni al inglés ni al francés ni al italiano –las lenguas de mayor intercambio con la nuestra en los últimos siglos–, ha sido víctima de toda clase de elucubraciones que a ratos alcanzan el delirio: Leo Spitzer propuso en una nota sin título publicada en 1956 en Modern Language Notes que vendría de los cursillos de moda que tomaban las señoritas andaluzas del siglo XIX; Enrique Tierno Galván, en «Aparición y desarrollo de nuevas perspectivas de valoración social en el siglo XIX: Lo cursi», que de la letra cursiva que ciertos burgueses españoles copiaron de los ingleses para darse categoría. Ramón Ortega y Frías proponía en su novela La gente cursi, de 1872, el exquisito disparate de dotar al término de una esencialidad platónica: la palabra «cursi», pensaba, suena cursi.

En 1873, el erudito andaluz José María Sbarbi (1834-1910) publicó un Florilegio o ramillete de refranes en que proponía una etimología fantástica para la palabra «cursi»: en la ciudad de Cádiz un grupo de jóvenes habría desarrollado una lengua secreta cuyo método era la desorganización por metátesis de las sílabas de un término –el juego existe, también se practica en Buenos Aires–. En este artificioso caló, «cur-si» era toda persona de vestimenta lujosa pero ridícula, por alusión a una familia Sicur, dada a vestirse con mal gusto.

La leyenda del origen pícaro de la palabra «cursi» arraigó en la mentalidad hispánica con tanta fuerza, que para bien entrado el segundo cuarto del siglo XX intelectuales prestigiados como el español Ramón Gómez de la Serna o el cubano Francisco Ichaso –entre muchos otros– la seguían citando en sus disertaciones sobre la cursilería.

Probablemente la popularidad de la etimología imaginaria de Sbarbi –Corominas se dio el trabajo de demostrar que no hubo en la Andalucía de la segunda mitad del XIX un apellido del que «cursi», o incluso Sicur, pudiera ser anagrama– se deba a la existencia de un sainete lírico de Javier de Burgos, que hacía mofa de las aspiraciones de la clase media española del periodo basándose en la misma anécdota. La zarzuela en cuestión, estrenada en Madrid en 1899, se llamaba precisamente La familia de Sicur. Seguramente fue exitosa aunque ya nadie la recuerde. Yo encontré su partitura sepultada en la Biblioteca del Congreso, en Washington, D.C.

Cuando se piensa en el trazo histórico de una idea, es tan importante considerar lo que hay en ella de demostrable como lo que no: la difusión que alcanzó el relato de Sbarbi sobre el origen lúdico de la palabra «cursi» revela la urgencia con que los intelectuales españoles y americanos de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX estaban dispuestos a aceptar cualquier explicación sobre un término que les había caído del cielo.

La Real Academia de la Lengua Española admitió la palabra en la edición de 1869 de su Diccionario. El paso en menos de un lustro de una condición ágrafa al rumboso certificado de existencia representado por la definición académica habla de que el uso del término «cursi» ya se había extendido por toda la península ibérica para cuando apareció por primera vez en letra negra, pero también, y sobre todo, de que se hizo indispensable inmediatamente.

Una lectura cuidadosa de las acepciones que da el Diccionario de la Real Academia es significativa. En la edición de 1869, es la «persona que presume de fina y elegante sin serlo» y «lo que con apariencia de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto». En la edición de 1984 se agrega un tercer matiz, menos concreto, y tal vez por tanto más literario: «Dícese de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.»

Las tres acepciones parecen responder a una corriente de aligeramiento de contenidos morales que va de un acto condenable –presumir ser algo sin serlo– a un problema de torpeza expresiva: la aspiración fallida a impresionar y conmover mediante un discurso de orden estético. En el medio justo –textual, pero también semántico– está el fracaso en el diseño de una apariencia –un look, si se permite el barbarismo–. Las tres acepciones corresponden a los tres estados semánticos sucesivos que padeció la idea de lo cursi una vez que ingresó a ese potro del vocabulario que es la literatura.

TRISTEZA Y CLASE MEDIA

La primera obra propiamente literaria que centró su atención en lo cursi fue publicada en 1872 por Ramón Ortega y Frías (1825-1883) –un novelista, también andaluz, con más éxito comercial que permanencia en el gusto– y se llama La gente cursi. Novela de costumbres ridículas. El volumen relata la historia de una caída. Una señorita de clase media, huérfana de padre y víctima de una madre ambiciosa, se deja seducir por un calavera del gran mundo que le saca todo el provecho que puede antes de devolverla, deshonrada, a su condición de pobre. Ahí la espera, con los brazos abultados de perdón, un empleadillo que la había cortejado sin éxito en tiempos menos sórdidos. Se trata de una larga e inmisericorde condena contra las aspiraciones de la pequeña burguesía del periodo, que pretendía una dignificación social proporcional a su sostenido ascenso económico. La crítica Nöel Valis ha señalado que, en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XIX, los escritores realistas españoles comenzaron a explotar a la clase media urbana como tema, debido al papel central que adoptó entre la Revolución de 1868 –«la Gloriosa», decía Pérez Galdós– y la Restauración borbónica de 1875. La fijación literaria con los ires y venires de esa primera clase media hispánica tiene que ver con la influencia de Balzac, pero es cierto que su elección como materia narrativa está directamente relacionada con el tránsito español del antiguo régimen de ahorro a la franca economía de mercado y el desarrollo del comercio como fuente de ingresos de la población urbana.

En este contexto, no es del todo extraño que Ortega y Frías comience su novela con un ejercicio de legitimación en el que se señala que la tontería puede ser congénita o padecerse por contagio, y que es a los tontos del segundo grupo a los que se dirige, dado que son los que tienen remedio. Para el autor, la cursilería es una enfermedad de origen público. Esta enfermedad «... abunda en esa clase social que está entre el obrero y el aristócrata, entre el capitalista y el mendigo».7 Aunque se cuida de señalar que cualquiera en cualquier clase puede ser cursi, está claro, en el territorio de su narración, que siempre son los aristócratas los que se ríen y los pequeñoburgueses los humillados. Este doble discurso se refleja en ese grado cero de la escritura literaria que es el léxico de un autor, arraigado en este caso en términos jerárquicos y con marcadores de clase: «Tienen la pretensión de ser grandes, verdaderos Señores, en el sentido moral de la palabra, y les falta la energía para hacer lo que hacen los que tienen verdadero sentimiento de la dignidad y el decoro.»8

Para Ortega y Frías la cursilería formaba parte del ser mismo de una persona –«... se distinguen por sus maneras, por su lenguaje, por sus gustos, por sus inclinaciones, y hasta por su aspecto»–9 porque tenía raíz en su irrenunciable origen social. Representaba un problema moral –una enfermedad a curarporque el cursi, con su ampuloso ser completo, era una fuerza presionando a favor del cambio y una violencia contra su estratificación tradicional. Esa violencia no era inocente: nacía de una vigorosa voluntad de ascenso. La clase media decimonónica, dice Enrique Tierno Galván, está «satisfecha con lo que tiene, pero no con lo que es».10

En un ensayo tremendista sobre las relaciones del mundo de la moda y el pensamiento que sostiene la llegada del fin de la historia, la periodista española Margarita Rivière hizo un concienzudo recorrido del gusto europeo a partir de la evolución de sus maneras de vestir. Al referirse al periodo de la Restauración borbónica en España, señala con sagacidad que la proliferación, en ese momento, del uso del término «cursi» reflejaba una suerte de desfasamiento social: «algo no se adaptaba a las condiciones ambientales», y define ese algo como un problema «de sensatez».11 Fue precisamente esa insensatez de la novedosa clase media, obstinada en ser algo que merecía pero no le correspondía, la que terminó por convertirla en materia novelable. Ser cursi, más que ridículo o grotesco, era trágico y, por tanto, meritorio de un destino literario.

Hay una generosa grandilocuencia, casi un aire clásico, en el heroísmo tristón de la batalla por el cambio de clase. En La de Bringas (1884), de Benito Pérez Galdós, Rosalinda, que al perder la honra se ha cancelado el futuro, no toma conciencia de la vastedad de su drama hasta que lo ve concentrado en dos palabras: «¡Una cursi!» Su fallo trágico no es el problema más bien práctico de haber conservado o no la virtud, sino el de haber sido descubierta mientras trepaba por el escalafón social. La sentencia galdosiana es elocuente: «El espantoso anatema de la cursilería estaba fijo en su mente como un letrero eterno estampado en fuego sobre la carne.»12

La presteza con que el término cruzó el Atlántico habla de la exactitud con que la palabra «cursi» describía un fenómeno propio del mundo hispánico en el último cuarto del siglo XIX. En un artículo publicado en 1879, el poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera acusa la cursilería del dictador Porfirio Díaz: «Bien considerado, lo que es bailes ya tenemos. Pero cursis. El general Díaz dio en Palacio uno a los ministros de Portugal y Bélgica.»13 Tan interesante como la rauda adopción del concepto por Gutiérrez Nájera, es el hecho de que en su uso, al final muy americano, de la palabra «cursi», el arribista no es el burgués –en este caso encarnado por el cronista poeta que escribía el artículo–, sino el gobernante: un chinaco, un mestizo venido a figura imperial sin otro mérito que su genio militar, indisputable, y un talento administrativo casi lírico. El fenómeno semántico, en cualquier caso, es el mismo: como la Rosalinda galdosiana o la señorita arribista de Ortega y Frías, don Porfirio –ciertamente más afortunado– ha cometido la insensatez de instalarse en un lugar que no le corresponde.

CURSILERÍA

En la novela Las ilusiones del doctor Faustino (1875) Juan Valera propuso una definición adelantada y sintética de lo cursi: «La esencia de eso que llamamos cursi está en el exagerado temor de parecerlo.»14 Lector perspicaz, Valera (1824-1905), también andaluz, vio que las transformaciones sociales que Ortega y Frías consideraba «los extravíos de una generación»,15 eran en realidad una tendencia derrotando hacia lo permanente. Entendió con inusual sensibilidad que lo cursi, en lugar de entrañar una enfermedad, registraba un tipo novedoso de gusto y un problema de excesiva concentración en la apariencia: nadie puede ser esencialmente cursi si lo definitivo en la cursilería es sólo «parecer».

Bien pronto la visión de Valera –expresa, por lo demás, en la segunda definición de la palabra «cursi» del Diccionario de la Real Academia desde 1896– fue opacando el argumento clasista que imperó en las primeras reflexiones literarias sobre el tema. En 1892 el periodista Luis Taboada (1848-1906) publicó una colección de artículos irónicos de costumbres –el último eslabón en la cadena de autores, cada vez más sosos, de cuadros típicos– llamada La vida cursi. Aunque el volumen no tiene el menor mérito literario, su humorismo simplón e inofensivo muestra que el término había perdido, para entonces, el veneno social; la cursilería había dejado de ser el sino trágico de la clase media para convertirse en una agraciada propensión a lo ridículo de los españoles de ciudad. En el universo más plenamente moderno –más cómodo en la modernidad– de Valera y Taboada, la pequeña burguesía está bien asumida como una clase móvil, preocupada legítimamente por la actualidad de su apariencia en el contexto de una sociedad capitalista.

Para el cambio de siglo la idea de lo cursi como una insensatez de orden moral ya había perdido toda vigencia y se encontraba reducida al problema estético de ser o no ser anticuado: en una sociedad de consumo todo es susceptible de perder la actualidad. Es en este contexto en el que se estrena –en 1901la comedia Lo cursi, de Jacinto Benavente (1866-1954). En Lo cursi se enfrentan dos modos de la aristocracia española en un matrimonio: la mujer pertenece a la nobleza tradicional, con arraigo en el campo, y el marido a la urbana, cosmopolita y leve. Cada miembro de la pareja representa una suma de valores en la que sale ganando la tradición a pesar de que la comedia fue escrita ya en plena vuelta modernista. Un personaje secundario, miembro de la aristocracia urbana, establece el punto de partida del enfrentamiento: «Así es el espíritu moderno, curioso de todo, quisiera vivir en un instante la vida pasada y toda la vida futura.»16

La preocupación de Benavente por el problema de la cursilería tiene que ver con un extravío de género, pero no con uno de clase: su comedia ejemplifica el peligro de lo moderno, su fugacidad opuesta a la noción de un teórico ser nacional afecto al valor latino de la virilidad. «Dime si hice bien o mal –grita la mujer en un momento de desesperación–, no me digas si fui cursi o distinguida.»17 Para Benavente la noción de lo cursi es la misma que latía en Valera: un problema de gusto monstruosamente exagerado. Así, sitúa a la cursilería como una fijación de los modernos –-condenable–, pero sobre todo como una deformación del carácter nacional –en el estilo larriano de pensar lo hispano–. Hablando de las diferencias entre las noblezas inglesa y española, el padre del marido, del lado de la tradición, enuncia la más célebre de las definiciones literarias –acaso una antidefinición– de la cursilería:

La invención de la palabra «cursi» complicó horriblemente la vida. Antes existía lo bueno y lo malo, lo divertido y lo aburrido, a ello se ajustaba nuestra conducta. Ahora existe lo cursi (...) una negación (...) y por huir de lo cursi se hacen tonterías, extravagancias, hasta maldades.18

Para el 1900 la potencia de la modernidad o, más exactamente, de la aspiración a la modernidad, había arrasado con todo, incluida la perpetuación de las clases tradicionales. Lo cursi y lo distinguido estaban perfectamente instalados como valores estables y fue la clase media la que salió ganando: no sólo se liberó del dudoso privilegio de acaparar el pecado íntimo del capitalismo a la hispana, la cursilería misma dejó de ser un sino trágico para convertirse en una transgresión estética.

No es tan extraño, entonces, que conforme el siglo iba avanzando la cursilería se transformara en patrimonio de quien se la pudiera costear. Para Ramón Gómez de la Serna (18881963), en la Argentina de los años cuarenta, lo cursi, siempre y cuando sea una forma de la extravagancia, le sienta mejor a las señoritas ricas que a las pobres. Para Francisco Ichaso (1882-1932), en la Habana de los años treinta «... lo cursi florece en todas las capas sociales... con preferencia en las más altas. Ni el genio, ni el talento, ni la ilustración están a salvo de sus vicios».19

Hay algo de pérdida de la inocencia en esta noción enriquecida de la palabra. Al transformarse en un puro resbalón del gusto en un mundo en que todo es temporal y todo está fechado, lo cursi deja de entrañar riesgos morales. Justo al contrario, lo cursi garantiza cierto apego a la tradición, cierta pertenencia y fidelidad a lo que ya tiene pátina. Al mismo tiempo, el término adquiere el carácter de una amenaza fantasmal, el pequeño monstruo del afeminamiento, en acecho perpetuo de cualquier miembro de la sociedad en tanto se asuma como consumidor –es decir: de cualquier miembro de la sociedad–. ¿Quién puede saber, abolidas las barreras de clase, en qué momento se está desbarrancando por la cursilería sin notarlo? Para Ichaso no hay esperanza: lo cursi «... adviene aun tomando todas las precauciones».20 En los tiempos de apogeo de lo moderno, tan irremediable y hasta gloriosamente cursis, el error en el cálculo del gusto viene incluido en la nómina del ejercicio de creación literaria.

En un artículo publicado en 1916, en el único y airoso número de la revista La Nave –última bocanada de la generación del Ateneo de la Juventud en México–, Carlos Díaz Dufoo, hijo (1888-1932), editor aventajado en la primera década del siglo y malogrado autor de ensayos de aire filosófico en la segunda, identificó la cursilería como una minusvalía estética y atribuyó el desagrado que genera a que se trata de «... una forma menor del arte».21 Además, situó al término como un espacio particular en el camino a la maestría artística, un escalón en la subida a lo sublime: «... lo cursi es un éxito que fracasa»,22 apenas una «interpretación desviada de una gran obra». 23

Para la mentalidad orgullosa de su propia participación en lo moderno –de su propio modernismo en este caso–, la voluntad de ascenso ha dejado de ser un pecado para convertirse en virtud. El fondo semántico de la palabra «cursi» no se ha alterado: sigue siendo un estigma del arribismo, pero ha aceptado en su contenido la épica chica de los que aspiran a salvar el mundo con pura buena voluntad: la cursilería es el riesgo, el sacrificio que debe considerar todo aspirante a la grandeza artística: «Ya que en estos tiempos –diría Gómez de la Serna unos años más adelante– está prohibido sacrificar niños o corderos, hay que ofrecer a lo alto otra oblación: un cordero de cursilería.»24

Si la modernidad es trepadora y más dada a la vigilancia del estilo que a la del comportamiento, también es cierto que en su constante espíritu autocrítico, en su vivir vuelta hacia sí misma, permite un género de compasión y solidaridad impensables en universos con mayor fundamento moral.

A fines de los años veinte, Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949) publicaría, también en México pero en las páginas con mejor fortuna de Contemporáneos, una serie de «Definiciones para una estética de lo cursi», que son ejemplares en su caritativa –tal vez autoculposa– solidaridad con los caídos en la carrera rumbo a lo sublime: «Lo cursi es siempre humano y doloroso. Significa rebeldía, afán innovador, deseo vital de mejoramiento (...) Es la estética del pobre con aspiraciones.»25

Este tipo de compasión, que descubre virtudes múltiples aunque traicionadas en el riesgo de lo cursi, se encuentra ya al borde del festejo del mal gusto que terminaría por imponerse en el universo literario hispánico a partir de la asimilación de las enseñanzas de la vanguardia.

En 1928 apareció en Madrid una novela con poquísima fortuna comercial o de crítica que anunciaba un nuevo matiz para la definición literaria de lo cursi: La decadencia de lo azul celeste, de Federico Carlos Sáinz de Robles –felizmente cursi hasta por nombre–. Es un libro extraño y tal vez genial que se autodefine desde sus primeras páginas: «Esta novelería es (...) el retorcimiento, el paroxismo, la desintegración de lo cursi, es, por ende, la decadencia de lo azul célico, bastante ramplón y nada sobrio.»26

La obra consiste en una larga parodia del modernismo que apenas cuenta una historia de amor, infinitamente vulgar. En el estilo de Sáinz de Robles hay la concentración y el retruécano modernistas, pero también una carga irónica –el peso ya bien asumido y autoconsciente de lo cursi–: «La piel, veletuda, como el raso tiene oleajes; como la rosa, sofocos y decolores; como la cal, calentura siempre.»27 La revuelta de las vanguardias parece haberle dejado al autor la libertad para tratar de manera relajada con la forma: intercambia la voz de un narrador sentimental con la de un comentarista más bien cínico; interrumpe para incluir incisos; hace actuar a sus personajes de manera irracional y luego explica sus actos de manera todavía más disparatada. Sáinz de Robles termina la novela cuando se cansa de ella –antes del fin de su relato– y agrega un apéndice francamente pedestre que explica el repentino final feliz.

Este libro raro, cuyas virtudes podrían ser involuntarias y cuyo único lector probablemente haya sido yo mismo, terminaría por anunciar un tono, o más bien, prefigurar la imposición de un tono –dado que no parece haber recibido nunca la menor atención– para la lectura del término «cursi» en el segundo cuarto del siglo XX: cuando la cursilería es consciente, merece el rango de la extravagancia.

El poeta chileno Oscar Hahn ha dado en el clavo al definir el problema de la cursilería después del modernismo:

En lo cursi, la distancia entre la pretensión y el logro es percibida claramente por el lector, pero no por el hablante del poema. El hablante cree estar consiguiendo su propósito y esto lo conduce a una suerte de desplante, de seguridad en la expresión, que el lector visualiza como una actitud gratuita y ridícula.28

Es en la mecánica del desplante donde el nuevo matiz de lo cursi encaja con las corrientes de la sensibilidad contemporánea, inclinada a celebrar los gestos con donaire.

Federico García Lorca (1898-1936) –a ratos gigantesco en su cursilería– diría en 1934 a propósito de la exaltación sentimental y estética del modernismo americano, que fue «... poesía que no tiene vergüenza de romper moldes (...) y que se pone a llorar de pronto en mitad de la calle».29 Un año después, Pablo Neruda (1904-1973), defensor furioso del gusto modernista, sentenciaría que «Quien huye del mal gusto cae en el hielo».30 Octavio Paz (1914-1998) en los años sesenta agregaría otro capítulo a la defensa de la pasión en los poetas americanos del cambio de siglo: «Fueron exagerados, nunca hinchados; muchas veces fueron cursis, nunca tiesos.»31

En su ensayo Lo cursi (1943), Ramón Gómez de la Serna –maestro del desplante poético, loco del riesgo verbal, extravagante cum laude para la literatura hispánica– cierra, desde la cima del pensamiento de vanguardia, y desde el exilio argentino, el ciclo axiológico de la cursilería que había sido abierto setenta años antes, en España, por sus compatriotas realistas. La condición de expatriado del escritor es importante en este caso porque parece reflejo, más que de un estado histórico, de una actitud del espíritu: no en vano el Ramonismo era un grupo vanguardista de un solo miembro.

Para Gómez de la Serna, lo cursi es la reducción de las moles en movimiento del barroco a la intimidad de la casa y el mueble: «Viene lo cursi del momento en que el hombre quiere hacer un microcosmos de su casa (...) La época del gabinete y la intimidad, cuyas proporciones no habían sido inauguradas hasta ese momento.»32 Esa constitución del espacio privado, de la casa, aparece como una suerte de monstruosidad porque, según él, en España el Nouveau Style fue contaminado por la cercanía de los estilos rococó e isabelino, descendientes del barroco.

Lo cursi, según esta genealogía indemostrable, es feo por tratarse de una desproporción –nouveau con talla barroca–, pero es bueno porque mantiene activo, en el mundo hispánico, el espíritu humanizador –curvo, flexible, orgánico– del diseño modernista. Ser cursi, entonces, es una manera de celebrar lo vital, de producir una armonía humana en el mundo, de recordarnos lo que somos esencialmente: «Nos alejamos de saber morir –dice– cuando nos alejamos de lo cursi.»33 El vitalismo de la cursilería ramoniana es una forma casi pura de la bondad: «Si lo cursi se aceptase y generalizase –pensaba–, surgiría una humanidad buena, diligente y discreta.»34

Para los años cuarenta del siglo XX, lo cursi había dejado de ser una amenaza para el cuerpo social, y se convirtió en todo lo contrario: una esperanza. La promesa de que la «embriaguez» por el adorno terminará por concederle al mundo la dimensión humana –íntima– que siempre hemos extrañado.

Es entre esas últimas fibras donde se sacude la angustia de los lectores contemporáneos sobre la cursilería de Darío, que a veces puede ser insoportable –en su biografía del poeta, Jaime García Terrés se animó a datar el momento en que la sensibilidad del nicaragüense se volvió onerosa: 1914–. Manuel Ugarte, uno de los amigos más íntimos de Rubén Darío, lamentaba en su Escritores iberoamericanos de 1900 su complicada timidez: «Una timidez hecha (...) de un miedo atroz al ridículo, de la excesiva importancia otorgada a lo que podían decir o pensar los demás.»35 Una timidez que era signo de una inestabilidad de clase: el miedo galdosiano a ser considerado un cursi.

DOS DARÍOS

Cuenta Rubén Darío en su autobiografía que, en 1892, consiguió viajar a España por primera vez como secretario de la legación nicaragüense a las fiestas del Cuatricentenario del Descubrimiento de América. Cumplió con su misión política, como siempre, un poco a rastras porque lo que le interesaba era conocer escritores y ser honrado en banquetes –su autobiografía es, entre otras cosas, un curioso ejercicio de namedropping en el que casi todas las figuras mencionadas por el namedropper o están olvidadas o no se le comparan.

En uno de los banquetes, ofrecido por José Canalejas –liberal de cepa y radical progresista que simpatizó con los independentistas cubanos en el 98 y llegó a ser presidente del gobierno español en 1910–, leyó «A Colón»,36 que no publicaría hasta quince años más tarde –cuando tal vez ya no podía dañar su reputación ni en Madrid ni en ningún lado por ser inagotable–. Su manera de celebrar los cuatrocientos años del Descubrimiento es, por decir lo menos, sorprendente. Empieza con un hemistiquio feroz que todavía hiela: «¡Desgraciado Almirante!»37

¿Qué resentimiento es ése? ¿De dónde sale? La ira de Darío no es contra España, sino contra la América Latina de la que se muestra repentina –y razonablemente– decepcionado. Se mete con los escritores de casa:

La cruz que nos llevaste padece mengua;

y tras encanalladas revoluciones,

la canalla escritora mancha la lengua

que escribieron Cervantes y Calderones.38

La rima en «revoluciones» y «Calderones» es un pequeño gesto de independencia formal que resignifica y multiplica el apellido del autor del Quijote –donde cae el acento del primer hemistiquio del verso–: Darío descubrió que era un plural. Como el demonio de Gerasa, Cervantes es legión.

Luego la emprende contra la clase terrateniente y sus rudos modos empresariales: «Cristo va por las calles flaco y enclenque, / Barrabás tiene esclavos y charreteras»,39 y con los militares que han impuesto regímenes conservadores con discursos liberales: «y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque / han visto engalonadas a las panteras».40

Ante los desastres políticos que le ha tocado presenciar por toda América, y ante el espectáculo de una España que, en el 92, todavía no reconocía el grado de su atraso y aislamiento, Darío regresa a Bartolomé de las Casas:

¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas

no reflejaran nunca las blancas velas;

ni vieran las estrellas estupefactas

arribar a la orilla tus carabelas!41

Para la brutalidad de los versos en presente, la demanda en subjuntivo que suplica un futuro posible: el gesto evangélico de sacudirse el polvo de las sandalias y partir rumbo a un sitio donde la presencia del predicador no sea destructiva: «¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, / ruega a Dios por el mundo que descubriste!»42

¿Cómo se compara esto con los hexámetros heroicos (e imposibles si no pudiera uno constatarlos) del «Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda»43 de la «Salutación del optimista»? Ningún par de poemas podría oponerse más en términos de contenido estando los dos dedicados al mismo tema por el mismo autor:

... Un vasto rumor llena los ámbitos;

mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto;

retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte,

se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña,

y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron

encontramos de súbito, talismánica, pura, riente,

cual pudiera decirla en sus versos Virgilio divino,

la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza!44

Escrito en 1905 y leído en el Ateneo de Madrid, en lo que en el momento se consideró la consagración pública del poeta y su definitiva aceptación como cabeza de todas las modernidades de la lengua, la «Salutación» es un delirio no sólo de dicción y métrica.

Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos:

formen todos un solo haz de energía ecuménica.

Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,

muestren los dones pretéritos

que fueron antaño su triunfo.45

El poema elogia sin bordos a la gente y naciones que unos años antes habían horrorizado al poeta con pasión idéntica.

La política de Darío, si la hubiera habido, era ambigua y de doble discurso, como lo es siempre la de la clase media latinoamericana –tan cuajada de ilusiones voladas y presta a obtenerlas a cualquier precio–. Bandeaba según el grosor de su chequera en el Crédit Lyonnais y sus meteóricos estados de ánimo –relacionados en general con la recepción de sus poemas–. Como casi todos nosotros, fue radical cuando no tenía nada que perder y conservador cuando tuvo algún peculio –siempre volátilque cuidar. Mientras fue el poeta sólo de Azul, su política fue la de los dominicos extremos. Cuando trece años después volvió a leer un poema en la misma ciudad y sobre el mismo tópico, era el esperanzado promotor de la Commonwealth de la hispanidad. El ínclito optimista de razas ubérrimas al que saluda Darío es él mismo: «Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente / que regará lenguas de fuego en esa epifanía.»46

En el camino había sucedido que el niño nicaragüense que nació en una casa con piso de tierra había sido admitido en el panteón. Había llegado.47

LA «EPÍSTOLA» OTRA VEZ

En un estudio poco visitado de Ángel Rama, editado póstumamente como Las máscaras democráticas del modernismo, el crítico uruguayo cuenta que, a su llegada a Buenos Aires en 1893, Darío descubrió que, para sobrevivir, tenía que apelar «... al recurso del pluriempleo: escribir simultáneamente en La Nación, en La Tribuna y donde se pudiera, y además cumplir funciones burocráticas en Correos y Telégrafos».48 Rama distingue en la actitud del nicaragüense algunos rasgos propios de los inmigrantes europeos recién llegados a la Argentina a finales del siglo XIX, desesperados todos por integrarse a la potente clase media que florecía en la ciudad:

La plasticidad para adaptarse a un medio diferente y frecuentemente hostil; el oportunismo para deslizarse en las coyunturas favorables; el alto rendimiento en el trabajo con el cual defender su puesto (publicó Los raros y Prosas profanas en ese periodo); su desconexión del pasado nacional (...); su contribución a la diversificación de los estatutos sociales mediante un arribismo que aprovecharía de las funciones que se iban creando en una sociedad dinámica para ir fraguando en el futuro una poderosa clase media.49

Todo a pesar de que para la fecha de su arribo a Buenos Aires Darío ya se veía a sí mismo –y era visto por sus colegas– como una figura superior, que podía desdeñar las normas de la sociedad burguesa gracias a que era poeta: Torre de Dios.

Nunca, a pesar de que en pocos años sería reconocido por todo el orbe hispánico como el mayor poeta de su tiempo, alcanzó la solvencia que le hubiera permitido vivir sin trabajar más que en sus versos. En 1906 y desde Palma de Mallorca, el nicaragüense escribió sobre el asunto en la inagotable «Epístola» a Madame Lugones, tal vez el más sincero de sus poemas:

Sí, lo confieso: soy inútil. No trabajo

por arrancar a otro su pitanza; no bajo

a hacer la vida sórdida de ciertos previsores.

Yo no ahorro ni en seda, ni en champaña, ni en flores.

No combino sutiles pequeñeces, ni quiero

quitarle de la boca su pan al compañero.50

El poema opera en el alejandrino, como dije antes, un verso generalmente narrativo, un extravagante giro prosódico que lo vuelve reflexivo –más que íntimo, interior– gracias al uso volátil de las cesuras y la rima en pareados, que siempre vuelven al mismo lugar: el pareado es la tercia vía sin salida.

La «Epístola» es un poema en el que se describen acciones en alejandrinos –viajes a Río, a Buenos Aires, a París–, pero todos esos viajes que cuenta Darío son neuróticos, porque su mal es la poesía y es congénito: «Quiero decir que me enfermé. La neurastenia / es un don que me vino con mi obra primigenia»,51 de modo que lo llevan siempre al mismo lugar. Son desplazamientos hacia la inmovilidad: acciones inútiles.

El momento en que Rubén reconoce el trabajo que le cuesta respirar un poco por arriba de la medianía es admirable en su mezcla de sinceridad y virtuosismo:

Me recetan que no haga nada ni piense nada,

que me retire al campo a ver la madrugada

con las alondras y con Garcilaso, y con

el sport. ¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien. ¿Y La Nación?

¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal?

¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?

Es preciso que el médico que eso recete, dé

también libro de cheques para el Crédit Lyonnais,

y envíe un automóvil devorador del viento,

en el cual se pasee mi egregio aburrimiento,

harto de profilaxis, de ciencia y de verdad.52

Impone hemistiquios imposibles; en una sola emisión propone un alejandrino sin cesura y otro de seis miembros; rima «dé» con «Lyonnais»; todo mientras lamenta con gracia tan digna un mal que conocemos todos los escritores de clase media, que somos casi todos los escritores: la servidumbre del deadline.

Los primeros tres versos de la tirada forman una sola frase que se encabalga con esa proeza formal que es el cuarto en la recomendación de los doctores –el sujeto tácito de la frase–, que le sugieren al poeta que haga «sport». La elección del sustantivo es curiosa, porque ya existían los términos «deporte» y «ejercicio». Darío parece elegir el término en parte porque su brevedad le permite exhibir su desdeñoso virtuosismo ahorrándose sílabas y en parte porque la gracia del poema estriba, precisamente, en la violencia que ejerce sobre el español al desplazarse libremente por otras lenguas: se muestra como un poeta tan cosmopolita, que una sola lengua no le alcanza.

Los médicos, además de demandarle que haga ejercicio, le recomiendan una vida bucólica: retirada, laxa y lectora. Para el poeta, la recomendación es imposible de ser atendida: es moderno a morir y miembro de una clase media para la que todo es urgente porque vive tentada por los bienes de consumo pero no tiene ahorros. «¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien», dice Darío acumulando partes del verso que, por estar rotas, suben el volumen de la ironía en cada pausa. Al final, suelta la bomba entre signos de pregunta: «¿Y La Nación?» La referencia es al periódico porteño al que tenía que enviar constantemente las crónicas que le aseguraran un sustento. Luego, para acentuar la dureza de sus trabajos mundanos pero nutricios, dos versos agudos, cada uno de una frase: «¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal? / ¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?» La rima supone un despliegue de imaginación, desdén y valor excepcionales.

La conclusión de la estrofa, en una sola frase de cinco versos, le reclama a los médicos que si le van a recetar el retiro, también lo financien y de paso le regalen un coche, objeto suntuario alucinantemente moderno, casi vanguardista, para que pueda pasear «su egregio aburrimiento, / harto de profilaxis, de ciencia y de verdad».

La cursilería es una ruta de escape para una sociedad que no ve con buenos ojos los valores del trabajo y el ahorro; es el vehículo mediante el que ventilamos nuestra tímidas ideologías desesperadas por librarnos del pecado original de la medianía; el oropel con que gritamos que somos lo que no somos pero podríamos ser, «la íntima tristeza reaccionaria»53 que según López Velarde hermoseaba la plaza sin chiste del pueblo zacatecano de Jerez –donde creció–. En la «Epístola» Darío reniega melancólicamente de su clase y del fracaso existencial que ha implicado para él vivir fugándose de ella, porque su cursilería es el grado cero de la política: la ostentación como un saber intercambiable por una posición distinguida que no se tuvo los medios para alcanzar. La honestidad del poema es medible en que no pretende representar una mayor riqueza de la que ya tiene, es impermeable a la cursilería que gobernó el resto de sus trabajos.

El gusto dariano es la tímida última resistencia hispanoamericana a los valores ilustrados; el sabor de la épica tibia de los que no se resignan a quedarse donde nacieron; la música íntima de la clase media que habla español. Un día, un joven va a leerlo y ya no va a distinguir el olor de su esfuerzo por representar lo que no era. El rumor de lo cursi como marcador de clase habrá dejado de ser identificable. Darío va a ser, sólo entonces, lo que en realidad fue siempre: el virtuoso más triste.