Capítulo 3
Sergio
Alana lo vio nada más entrar. Aquella magnífica planta no podía pertenecer a otro hombre que no fuera su Alex. Aspiró hondo tratando de insuflarse, más que ánimos, confianza. Verlo allí, con aquella careta de zorro enmascarado, la había liberado de parte de la presión que había sentido en su interior cuando las puertas del salón se abrieron para ella.
«No voy a echarme atrás. No voy a echarme atrás», se repetía una y otra vez mientras sus ojos recorrían el cuerpo de su objetivo de pies a cabeza. Llevaba pantalones vaqueros y una camiseta negra ceñida de manga corta que lo hacía parecer más delgado de lo que ella recordaba. Su piel también aparentaba ser algo más morena de lo habitual; supuso que era debido a la escasa iluminación del local. Su mandíbula bien definida y perfectamente afeitada; sus labios… bueno, desde donde estaba no es que se vieran muy bien, y menos con aquella ridícula máscara, pero no hacía falta verlos para adivinarlos.
Conocía demasiado bien la fisonomía de Alex como para dudar de que fuera él.
Dio un paso hasta la barra. Seguido de otro y otro más. Sentía que sus piernas, apoyadas sobre aquellos finos tacones que sólo había utilizado para una boda, empezaban a temblarle.
Hasta que no estuvo a mitad del salón, su objetivo no se fijó en ella. Alana rogó en silencio que no la reconociera. No podría soportar que lo hiciera. El anonimato y la discreción que le otorgaba su pequeño disfraz le pareció, por primera vez en toda la noche, gratamente maravilloso.
Una sonrisa sensual asomó en los labios del hombre a medida que se le acercaba. Sus ojos fijos en los de ella. Los de ella, en los suyos.
—Buenas noches, Catwoman… —la saludó con voz ronca. Más ronca de lo habitual.
El corazón de Alana latía a mil por hora.
—Zorro…
«Por favor, por favor, que no reconozca mi voz. Que no me reconozca a mí…»
El hombre recorrió su menudo cuerpo con detenimiento, poniéndola cada vez más nerviosa. Esperaba que de un momento a otro él pudiera gritarle: «Alana, ¿qué haces aquí?».
Pero si la reconoció, no dio muestras de ello. Por el contrario, en su mirada oscura se veía un gesto apreciativo, de aceptación.
Bueno, se supone que ese debía ser el primer paso. Al menos, no se había dado media vuelta y la había dejado con dos palmos de narices.
Era el momento de tomar las riendas de la situación… Si es que era capaz.
—¿Te apetece beber algo? —le ofreció él.
Contestar que una Coca-Cola Light o una cerveza cero-cero no hubiera quedado muy glamuroso en un lugar como aquel. Y como no era una bebedora habitual, se limitó a sugerir lo único que solía pedir si surgía en alguna ocasión especial.
—Bailys con hielo —dijo tratando de no parecer demasiado provinciana.
El Zorro se giró y pidió la consumición al camarero que aguardaba tras la barra negra acristalada.
—¿Qué estás tomando tú? —le pregunto la joven al ver el líquido oscuro en el vaso de él.
—Coca-Cola.
«Bien. Alex acaba de mandar mis teorías sobre el provincianismo a la mierda», pensó de inmediato. Aunque beber un poco de alcohol le vendría bien para parecer más atrevida de lo que era.
—¿La primera vez? —le preguntó el hombre al tiempo que le pasaba su copa.
—¿Tanto se nota?
—No sabría decirte… También es mi primera vez.
Alana tuvo la sensación de soltar una bocanada de alivio de su interior, aunque no lo exteriorizó para que su acompañante no se percatara.
—Déjame adivinar —aventuró ella—: ¿regalo de un amigo con demasiadas ganas de juerga?
El Zorro rió.
—Más o menos. ¿A ti te ha pasado igual?
Alana sonrió cada vez más segura.
—Sí, algo por el estilo.
—Y, ¿qué te parece esto? —le preguntó Alex con un gesto de la mano que abarcaba todo cuando les rodeaba.
—¿La verdad? Raro… muy raro. Todavía no sé qué hago aquí. Yo… yo no soy así. Pero mi amiga me dijo que me hacía falta.
—¿Y te dejas guiar hasta tal punto por tus amigas?
—No —admitió—, pero tengo que reconocer que quizás lleve parte de razón.
El joven se le quedó mirando indeciso por si debía preguntar en qué llevaban sus amigas razón. No obstante, prefirió cambiar de tema en el último momento.
—¿Puedo preguntarte cómo te llamas?
De nuevo, el corazón empezó a latirle a mil por hora, rogando en silencio que no la reconociera…
—Débora —se alegró de que su subconsciente no le hubiera fallado escapándosele el nombre de Casta. Las carcajadas de su Zorro hubieran podido llegar al cielo…
—Yo soy Sergio.
Alana alargó la mano y le brindó la mejor de sus sonrisas. Quizás el único gesto del que ella se sentía especialmente orgullosa, pues sabía que tenía una sonrisa bonita.
—Encantada de conocerte, Sergio.
El chico miró la mano con humor.
—Creo que en un lugar como este, ese tipo de saludos parece fuera de lugar, ¿no crees? Yo preferiría algo así.
Sin previo aviso, la tomó de la cintura y la pegó a su cuerpo. Bajó la cabeza y posó sus labios sobre los de Alana, que había quedado tan perpleja que no supo reaccionar a tiempo.
—¿Algo brusco quizás? —preguntó el hombre al separarse de ella sin haber obtenido la respuesta deseada por su parte—. ¿Qué tal si lo suavizamos un poco?
Sin soltarla, bajó de nuevo sus labios a la busca y captura de los de ella con más lentitud, dándole tiempo para que, si lo deseaba, se retirase a tiempo. Pero esta vez, Alana sí estaba preparada.
Elevó su rostro para salvar la diferencia de estatura que había entre el metro cincuenta y ocho de ella y el metro ochenta y cinco de él, incrédula aún de que aquello le estuviera pasando realmente.
A pesar de sus buenos propósitos por parecer una mujer segura de sí misma (sin duda, era más fácil decirlo que hacerlo), le dejó a él toda la iniciativa en el nuevo beso que estaba a punto de comenzar. Sin soltarle la cintura, elevó una de sus manos hasta la nuca, abriendo sus dedos en abanico para enredarse en la melena corta que apenas rozaban sus hombros. Sin dejar de observarla hasta el último momento, posó sus labios sobre los de ella con suavidad, casi con dulzura, saboreándose, acostumbrándose y deleitándose mutuamente con el sabor del otro, mientras el aroma de sus cuerpos embriagaba los sentidos de ambos. Con destreza, se hizo hueco en el interior de la boca de la joven, que con gusto se dejó saborear por aquella lengua curiosa y traviesa. Recorrió todo su interior, degustándola como si de un preciado manjar se tratase. A Alana le temblaban las piernas con aquel simple el beso (bueno, aunque para ella de simple no tenía nada). No podía llegar a imaginarse cómo podría ser fundirse bajo el calor de aquel cuerpo moreno que la apretaba contra sí como si fuera la única tabla de salvación de un náufrago moribundo.
Echándole arrojo, metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón del hombre para frotar su cadera contra la de ella. No hacía falta pegarse mucho para sentir que su Zorro se encontraba más que dispuesto para un encuentro más íntimo. Y ser consciente que ella era la responsable de aquella situación, terminó de encender por combustión espontánea sus sentidos, que hasta entonces se habían mostrado demasiado timoratos. Su lengua salió al encuentro de la de Sergio y se enzarzaron en una lucha de voluntades.
«Madre del Amor Hermoso, ¡cómo besa este hombre!».
—Vámonos de aquí. Busquemos un lugar más íntimo —le susurró Sergio al oído separándose apenas de ella.
Alana lo miró a los ojos. Marrones como los suyos, aunque hasta ahora que lo tenía más cerca, no se había dado cuenta de que tiraban más a dorados que a castaños. Ya no había ni pizca de humor en aquella mirada. Muy al contrario, y a pesar de la semioscuridad que los envolvía, la pasión se reflejaba en ellos con intensidad.
Sólo había sido un beso y se sentía ya como mantequilla derretida.
Se limitó a afirmar con la cabeza. Desde luego, allí no se iba a perder el tiempo y mejor lanzarse de cabeza a la piscina antes de que la parte sensata de su cerebro empezara a gritarle y a recriminarle por su actitud.
Sergio la tomó de la mano, y siguiendo las indicaciones de los carteles del salón, no tardaron en encontrar el pasillo de las habitaciones privadas. Todas las bombillas situadas sobre los marcos de las puertas estaban apagadas, señal de que ninguna había sido ocupada hasta el momento.
A pesar de tenerlas todas libres, Sergio se dirigió con paso firme a una de las últimas puertas.
Antes de entrar, se volvió hace ella y la miró con sus ojos ambarinos.
—¿Segura?
Que él se preocupara en preguntarle si de verdad era eso lo que ella quería, fue lo que terminó de convencerla. Había dulzura en su voz, y a pesar de la situación estrambótica en que se encontraban, sintió que en apenas diez minutos lo que había considerado como una profunda atracción por Alex había aumentado exponencialmente hasta un nuevo nivel de intensidad, encontrándose a las puertas de cruzar una línea que no quería ni debía traspasar.
—Segura.
Sergio abrió la puerta y pasaron dentro. El interior del reservado no podía ser más feo y más hortero: todo revestido en color rojo, con una cama de cabecero rojo, sillas rojas, mesitas con cajones rojos… No se habían partido mucho la cabeza con la decoración, no. Sobre estas últimas había un puñado de preservativos perfectamente alineados, con envoltura en color, como no, rojo, y con el logotipo en tamaño gigante de la Sala Pecado.
A Alana no le dio tiempo de revisar nada más. Una vez que la puerta se hubo cerrado, y tras el breve examen que sometieron ambos al dormitorio, Sergio volvió a pegarla a su cuerpo para empezar a besarla, sin la suavidad y dulzura de antes, sino con una intensidad que removió sus cimientos desde la misma base de su alma. Así era como siempre había soñado que serían sus besos con Alex, y aún le costaba creer que aquellos sueños se estuvieran haciendo realidad, aunque fuera en una situación tan extravagante.
Por su parte, Sergio no podía llegar a imaginarse que la suerte pudiera sonreírle hasta tal extremo. Cuando la había visto aparecer en el salón unos minutos antes, sus ojos se habían quedado clavados en aquella mujer pequeña pero bien formada. Aunque de muslos algo redondos, tenía unas pantorrillas bien perfiladas y de estrechos tobillos, que contribuían a que sus piernas fueran realmente bonitas. No esqueléticas como las de muchas jóvenes de hoy en día, sino bien torneadas y definidas.
Se lamentó que la falda vaquera que vestía no fuera más corta mientras la recorría con los ojos. Lentamente, fue subiendo la mirada hasta completar su recorrido: caderas anchas, cintura estrecha; una perfecta figura de guitarra. El busto generoso, bien marcado por aquella camisa de flores cuyos botones se mostraban más tensos de lo que deberían estar. El escote de pico, sin ser demasiado atrevido, despertó de inmediato su curiosidad por ver más de lo que la tela mostraba.
Siguió subiendo la vista hasta encontrarse con una melena oscura perfectamente alisada a la altura de los hombros. Su rostro parecía ovalado, pero aquel antifaz de minina no dejaba intuir mucho más, aun así, no le resultaba difícil fantasear con aquellas facciones parcialmente ocultas…
Por primera vez desde que entrara por las puertas del local apenas media hora antes, se alegró de no haberse ido, tal y como fue su primera intención al sentir que aquella situación era, cuanto menos, ridícula. Cuando supo del tipo de regalo que le habían hecho y del que ahora disfrutaba, tuvo claro que aquello no era para él. No estaba tan necesitado como para tener que acudir a un prostíbulo en busca de compañía femenina; no es que fuera un Adonis, pero tampoco estaba tan mal como para tener que recurrir a esos cauces. Sin embargo, el verdadero culpable del original obsequio debía haber llegado a la conclusión de que su vida sexual era una mierda, opinión quizás alimentada por sus reservas a la hora hablar de su vida privada, incluso con las personas con las que tenía más confianza. Y porque desde que terminara su última relación, hacía más de un año, no había sentido la necesidad ni la tentación de buscar a alguien que la reemplazara. Estaba tranquilo, sereno, disfrutando de sus aficiones y de la gente que realmente quería en ese momento.
Estaba a punto de marcharse cuando vio aparecer a su particular Catwoman. Todas sus reservas, que no eran pocas, desaparecieron por arte de magia, sobre todo cuando notó que ella también le miraba y se acercaba a él con paso seguro.
Y sin darse cuenta, unas simples palabras entre ambos habían bastado para llegar a la conclusión de que no quería marcharse de allí. De que, si ella se interesaba por él, el sentimiento era completamente recíproco.
El beso fue aumentando en intensidad a igual velocidad que se incrementaba su necesidad de ir descubriendo poco a poco más del cuerpo menudo que se escondía bajo esas ropas sencillas.
Con manos expertas, fue subiendo el tejido vaquero a lo largo de las piernas bien contorneadas, pasando por sus muslos prietos hasta llegar a la curvatura de su trasero.
Sonrió al no encontrar ningún tanga sexy ni nada por el estilo, sino unas braguitas de algodón que, sin verlas, imaginó blancas.
Ella no estaba hecha para ese mundo. Y él tampoco. Pero el destino los había unido y quedaba muy lejos de su intención echarse atrás. Cuando Sergio introdujo un dedo por el filo de la ropa interior, deslizándolo hasta rozar la abertura de su sexo, Alana no pudo evitar dar un respingo, separando de inmediato sus labios de los de Sergio.
—Joder…
Sergio sonrió.
—¿Todo bien? —preguntó con la risa a flor de piel ante su reacción.
Lentamente movió su largo y curioso dedo hasta introducirlo en su cálido interior. Instintivamente, Alana se aferró a sus hombros sobresaltada, clavándole las uñas a través de la camiseta. Estaba resultando demasiado intenso para su escasa pericia.
—Lo siento, no esperaba… —atinó a decir como excusa.
—No te disculpes, por favor —le susurró—. Sólo quiero que estés bien…
—Lo estoy, lo estoy… Madre mía… —rió nerviosa—. Yo… siento reconocer que no tengo mucha práctica.
Sergio se retiró un poco hacia atrás buscando sus ojos, pero sin mover su dedo de la cavidad donde estaba metido.
—No serás virgen, ¿verdad?
—No, no… —afortunadamente, la máscara le tapaba el rubor. En aquellos instantes su cara debía estar del color de la grana—. Pero mi experiencia es muy… escasa.
—Ya veo… —meneó la cabeza—. Y te regalan un bono para que vengas al Viernes de Pecado… —Divertido añadió—: Muy curioso lo de tus amigas.
La sonrisa que esbozó Alana no parecía muy sincera.
—No te preocupes. Seguro que juntos descubrimos cosas nuevas y sorprendentes, tanto para ti como para mí. Déjate llevar…
—¿Tan experto eres?
Sergio rió; un sonido dulce que colmó los sentidos de Alana.
—No soy un Casanova, si te refieres a eso —le dijo con una nueva sonrisa—, pero hasta ahora nadie se ha quejado de mí. Pero experto o no, contigo tengo la sensación de querer explorarlo todo.
Alana pensó que, seguramente, aquella frase se la habría dicho a más chicas antes que a ella; probablemente, también a su mujer. Y aún así, a ella le sonó a gloria bendita. ¿Acababa de llegar a las puertas del cielo sin haberse enterado?
—Aunque te pueda sonar extraño, confío en ti.
La sonrisa que Alex le dedicó fue la más hermosa que jamás hubiera visto Alana en un hombre.
—Entonces, dejémonos llevar libremente. Haz conmigo lo que quieras, y permíteme hacer contigo lo que quiera yo…