Capítulo 11
El Último Viernes
Sin embargo, aquel viernes se vistió y se arregló con más esmero que las dos semanas anteriores. Eligió ropa ceñida que hacía mucho tiempo que no usaba y que había recuperado de los rincones ocultos de su armario tras comprobar que en los últimos días había perdido casi cuatro kilos. La verdad era que apenas había probado bocado durante la semana, manteniéndose a base de alimentos tan variados como la tristeza, la rabia y la decepción.
Incluso aquella misma tarde, se acercó a una tienda de lencería cercana a su casa para comprarse un conjunto de encaje negro y rojo con el que sentirse sexy y atrevida. Eso sí, se prometió a sí misma que en esta ocasión Alex no tendría posibilidad de verlo, y mucho menos, de catarlo. Sólo lo había comprado para sentirse segura y ganar en confianza… nada más.
Aún no tenía muy claro cómo actuaría, si es que Alex se presentaba a la cita, que esa era otra cuestión. Con toda seguridad, su queridísima y amantísima esposa ya estaría al tanto de la movida de su marido en la oficina, porque cosas así no sucedían sin más, para quedar enterradas en el silencio.
El trámite con la gerente del burdel fue rápido. Al fin y al cabo, era la tercera vez que iba en tres semanas…
«No vas a caer en la tentación», se repetía Alana una y otra vez en silencio.
«No sucumbas. Sólo estás aquí para decirle que no quieres volver a verlo nunca más. Que no estás interesada en tener ni un solo encuentro más con un ser tan falso y rastrero como él…»
Bueno, eso no se lo podía decir. Le estaría dando a entender que conocía su identidad y sus circunstancias. Debía mantener el anonimato y la discreción hasta el último momento.
Sólo le diría que ya no le interesaba. Y seguramente, a Alex le importaría un soberano pimiento. Se buscaría a otra incauta, a otra imbécil tan hambrienta de carne como él y se daría el gusto. Al fin y al cabo, estaba segura de que no le faltarían candidatas para ocupar su lugar. Pero al menos, deseaba darse el gusto de espetarle en la cara que con ella no habría ni una posibilidad más…
Y si eso era lo único que quería, ¿qué demonios hacía allí? Con su simple ausencia también le podía dejar claro que no quería continuar con aquellos encuentros. Y sin embargo…
Quería ser ella misma la que diera por finalizada aquella relación absurda. Ya iba siendo hora de retomar las riendas de su insípida vida y hacer algo más productivo con ella que trabajar de lunes a viernes y soñar con noches locas, apasionas, divertidas, excitantes con un hombre enmascarado que le robaba el aire y el espíritu cada vez que su boca se derretía sobre su piel y que…
«Mierda, no pienses en eso. A partir de ahora vas a ser una mujer de verdad y vas a salir ahí fuera a comerte el mundo. No necesitas de escarceos escondiéndote tras una máscara con ningún patán, cabrón, mentiroso como Alex. A partir de hoy, vas a ser feliz siendo tú misma, y si por el camino te encuentras a alguien que merezca la pena, vas a ir a por él… Y si no, a la mierda con todos. Es hora de que por fin empieces a valorarte como mujer».
Más convencida después de su último soliloquio interno, se dirigió con paso firme al salón de siempre. Sólo tardó unos segundos en habituar sus retinas a la penumbra del lugar. A diferencia de las dos ocasiones anteriores, la sala estaba más concurrida de lo habitual, teniendo en cuenta la hora que era.
No hubo necesidad de buscar a Sergio. Apenas había dado unos pasos oteando a los presentes cuando unos brazos morenos le rodearon la cintura. El olor de su cuerpo, ese que fácilmente había aprendido a reconocer en las distancias cortas, la envolvió como una suave caricia.
—Te he echado de menos, gatita —la voz ronca susurrando en su oído le produjo un cosquilleo que le recorrió la columna vertebral. Sintió sus labios posarse con ternura sobre su cuello, intensificando así las sensaciones. Sin poder evitarlo, ladeó la cabeza lo suficiente para hacérselo más accesible.
«Dios, esto va a ser más difícil que lo creía», reconoció. Muy a su pesar, su simple contacto, su voz, despertaba emociones demasiado intensas en su interior.
—Vámonos de aquí antes de que ocupen nuestra habitación —le sugirió Sergio sin perder el tiempo—. No me gustaría que hicieran uso de nuestro sillón antes que nosotros.
Con esfuerzo, Alana se giró en redondo para poder enfrentarse a él. Sus ojos se posaron en aquellos otros que incluso rodeados de aquella penumbra, parecían acariciarla con infinita ternura y divertida picardía.
—No, hoy no —aseguró con firmeza.
De inmediato, la sorpresa cambió la expresión del hombre.
—¿Pasa algo?
Alana levantó la cabeza con toda la dignidad que le fue posible.
—Sólo he venido a decirte que no pienso acostarme contigo nunca más. —Clara y directa, para que no cupiesen dudas.
Sergio rebuscó en su mirada algo que pudiera explicar aquel cambio de actitud, pero sólo atinó a adivinar que su enfado parecía real. Sin añadir nada, la cogió de la mano y emprendió el rumbo hacia la zona de los reservados.
—¿No has escuchado lo que te acabo de decir? —le increpó molesta mientras trataba, sin éxito, de soltar su mano de la tenaza en que se habían convertido los dedos de él.
Sergio se detuvo en seco. Ahora sí, su semblante era serio.
—Te he oído perfectamente. Y no te preocupes, no es mi intención forzarte a nada. Sólo pretendo que hablemos en privado con serenidad. Como has podido comprobar, esta noche hay más gente de lo habitual.
Quizás fuera por el tono utilizado, ni brusco ni enfadado, que Alana consideró que su petición sonaba razonable. Y no es que tuviera la intención de perder demasiado tiempo despachándolo, pero si quería decirle lo que pensaba de él, era mejor hacerlo en un lugar donde pudiera escucharla bien. Y además, no debía olvidar que todas las habitaciones tenían el famoso botón del pánico por si alguna situación se desmadraba más de la cuenta.
—¿Prometes que no intentarás nada? —cuestionó Alana altiva.
Aquella pregunta sí que le molestó. Más bien, le ofendió, pero aún así mantuvo la calma.
—Nada que tú no quieras. Te lo prometo.
—Está bien.
Sergio no le soltó la mano hasta que estuvieron rodeados de la privacidad de su habitación, la que habían compartido apenas siete días atrás. Inevitablemente, los ojos de Alana volaron hacia el sillón que tantos momentos de placer les había proporcionado en las dos horas escasas que lo habían utilizado.
La voz de Sergio la devolvió a mundo real; se giró para comprobar que la enfrentaba con los brazos en jarra.
—¿Se puede saber qué ha cambiado en una semana para que no quieras saber nada más de mí? ¿He hecho o dicho algo que te haya ofendido o molestado de alguna manera?
Los ojos de Alana se endurecieron bajo su máscara gatuna. ¡Qué harta empezaba a estar de aquel trozo de cuero negro! Menos mal que aquella sería la última vez que se lo pondría. A partir de entonces, no querría saber nada ni de Catwoman ni de Zorros, ni de la madre que parió a los superhéroes.
Su mente parecía ansiosa por gritarle: «Cabrón, acostarte conmigo a pesar de estar ya liado con otra desde hace meses. Porque ya bastante duro era saber que tenía que compartirte con la oficial,
tirando por tierra todos mis principios… Pero ser la tercera en discordia, o quién sabe si más, por ahí sí que no paso».
Sin embargo, su respuesta se limitó a un lacónico:
—No te quiero ver más.
—¿Por qué? Si me dices que es porque no te gusto, no te apetece o simplemente te has cansado de mí, lo respetaré y me aguantaré porque no me queda otra. Pero intuyo que hay algo más que no me estás contando, aunque Dios es testigo de que no tengo idea de qué.
—¿El qué? —Avanzó el cuerpo hacia él, retándole— ¿Te parece poco que estoy manteniendo relaciones sexuales con un completo desconocido?
Sergio bufó audiblemente.
—Vamos, Débora… Sabías las condiciones de los encuentros desde que viniste la primera vez. Y sabes que te propuse terminar con esta mascarada la primera noche que estuvimos juntos, pero fuiste tú quién se negó y quién prefirió que nos mantuviéramos ocultos.
—A ver, Sergio. Esto es una casa de putas. No quiero verme con un tío que viene a follarse a la primera tonta que se le pone por delante.
—Sí, esto es un prostíbulo, pero que vengamos a los Viernes de Pecado no significa ni que tú seas una puta, ni yo un cabrón…
—Haré como si eso último no lo hubiera oído—contesto apretando los dientes con rabia.
—Muy bien… Entonces, dejando de lado el hecho de que tú y yo hemos venido aquí voluntariamente, sabiendo a conciencia a lo que nos enfrentábamos, ¿qué ha cambiado desde el otro viernes, cuando nos separamos satisfechos, felices y con ganas de volver a vernos, para que ahora quieras terminar esto tan drásticamente?
Alana alzó orgullosamente el mentón.
—He cambiado yo. Me he dado cuenta del tipo de hombre que eres y he llegado a la conclusión de que no mereces la pena ni tan siquiera para tener sexo ocasional. Así que no quiero volver a saber nunca más de ti. —Qué bien se sintió después de decir aquello, sonando tan segura de sí misma.
Sergio ladeó la cabeza y empezó a acercársele lentamente.
—¿El tipo de hombre que soy? ¿Acaso me conoces de algo?
La luz de emergencia empezó a encenderse en la cabeza de Alana. Y aunque la prudencia le advertía que tuviera cuidado con su respuesta, sus sentimientos heridos no tuvieron tanta cordura.
—Eres del tipo de hombre que se tira a todo lo que se le pone por delante, sin importarte si estás casado o si tienes una amante con la que te ves a escondidas desde hace meses. Y como por lo visto eso no es suficiente para ti, necesitas meterte en mi cama los viernes, que seguramente será el día que no pillas bocado. Hasta ahora, claro…
Sus palabras sonaban enrabietadas. No quería haber dicho todo aquello, porque evidentemente demostraban que sí lo conocía más allá de los muros de aquel recinto. Pero una vez hubo empezado, no pudo detener el amargor que la estaba consumiendo desde hacía cinco días. Y desde luego no había ayudado que durante toda la semana no se hablara de otra cosa en la oficina que de los escarceos amorosos entre el responsable de Urbanismo y la chica de secretaría, como si no hubiera nada más interesante en el mundo. Todas las noticias, todos los comentarios, todos los cotilleos que llegaban hasta ella, se le clavaban en el pecho como cuchillos afilados.
—¿De qué estás hablando, Débora? —le preguntó impávido.
—¿Acaso miento?
Sergio estaba estupefacto.
—No tengo ni la menor idea de dónde has sacado todo eso. Ignoro si te has inventado ese melodrama por algún motivo en especial o si es que crees que soy una persona a la que conoces de algo o… —Sergio se detuvo y la miró con los ojos entrecerrados—. Es eso, ¿verdad? Me conoces o crees conocerme. Por eso te empeñas en esconder tu identidad con tanto ahínco.
—¡No! —Peligro, peligro. Cada vez estaba más cerca de la verdad y no se podía permitir que la descubriera bajo ningún concepto.
—Débora, yo no te conozco de nada. Tu antifaz no es tan grande como para que me oculte tu identidad, en el caso de que te conociera.
—¡Yo sí que no te conozco de nada! —exclamó con vehemencia tratando de sonar convincente—. Jamás haría esto con alguien que conociera, ¿me oyes? —estaban los bastante cerca el uno del otro como para que Alana pudiera golpearle el pecho con el dedo—. ¿Me oyes? ¡Jamás!
Sergio le cogió el dedo y tiró de ella hasta pegarla a su pecho. Con el otro brazo la rodeó para mantenerla en aquella posición.
—¿Acaso no has gozado conmigo? —le preguntó de repente, cambiando de registro y dejándola por un momento descolocada.
¿Gozar? Madre del Amor Hermoso. Jamás en su vida había experimentado sensaciones como las que él le había proporcionado. En apenas dos ratos había descubierto todas las zonas erógenas de su cuerpo; zonas que ni siquiera ella sabía que tenía. Nunca se había sentido tan deseada como en las dos noches que habían pasado juntos, y eso era algo que no podía negarse a sí misma. Aunque jamás, en su vida, lo reconociera ante Alex.
Alana lo miró a los ojos y vio la misma necesidad que había encontrado anteriormente. Estaban demasiado cerca, y ella sabía que corría el peligro de que si alguno de los dos rompía el especio que los separaban, volvería a rendirse a él. Sergio, por su parte, la tanteaba en silencio, aguardando su capitulación.
¿Tan bien había llegado a conocerla que sabía que con un sólo beso ya no habría marcha atrás? Y qué demonios, ¿a quién quería engañar con aquella actitud estúpida y altanera?
«Tonta, tonta, tonta», le gritaba su conciencia. «Has venido hasta aquí no porque quieras escupirle tu rabia, sino porque quieres darte un último gustazo antes de vuestra separación definitiva. Así que no hagas más la gilipollas y aprovéchalo. No volverás a tener otra oportunidad».
Alana no alcanzó contestar sus propias preguntas. Sin darse cuenta, ya había llegado a un acuerdo con su Pepito Grillo
particular. Se daría el gusto. Sí. Una última vez. Nunca más.
Terminó de dar el paso que los separaba para unir sus bocas en un beso duro, tenso, rabioso. En él enterraba toda la rabia, el dolor, el desengaño y la frustración que la carcomían por haberse creado, a pesar de su propósito de no hacerlo, unas ilusiones que sabía que no llevaban a ningún sitio. Su futuro con Alex era tan negro como las máscaras que ambos llevaban. Imposible.
Sostuvo la cara de Sergio con sus pequeñas manos mientras su lengua se abría paso en el interior de su boca, dando comienzo a una lucha de voluntades. Sergio notó su necesidad de dominar esta vez, de llevar la batuta en aquella batalla en que se había convertido su encuentro.
La dejó hacer. Si esa era la manera que precisaba para aliviar su frustración, él no opondría resistencia. Ya le llegaría su momento de desquitarse.
Presa de la excitación, Alana lo fue empujando con su cuerpo hacia el sillón curvo. Mientras avanzaba por la habitación, sus manos volaron hasta la botonera del vaquero de su amante. Estaba tan deseosa de tocarle que a sus dedos exaltados les costó desabrocharla. Con idéntica ansia arrugó la camisa hasta que sus manos alcanzaron la piel de su pecho. Le clavó suavemente las uñas en las tetillas para luego acariciar el escaso vello que cruzaba sus pectorales. Necesitaba expulsar todos sus demonios. Sentía la necesidad de arañar, morder, desgarrar… mostrar con sus actos el fuego que la carcomía.
Aquel cambio de actitud empezaba a volver loco a Sergio. Deslizó las manos por el menudo cuerpo de Alana, desde la estrecha cintura hasta las generosas caderas donde las detuvo un instante antes de posarlas en la curvatura de sus nalgas y atraerla más a él para que sintiera la fuerza de su erección.
Sin embargo, Alana lo apartó de un empujón como si aquel contacto íntimo la quemara.
—¡No! Esta noche, mando yo —dijo apartándole las manos de su cuerpo.
Le empujó otra vez obligándole a sentarse en medio del sillón, con una pierna a cada lado del mullido cojín. Luego, con las palmas de las manos en su pecho, lo acompañó hasta dejarlo reclinado sobre una de las eses del sofá. Se retiró un par de pasos para recrearse en aquella visión, decidida a grabarla a fuego en su retina.
Era un hombre muy atractivo, a pesar de que la máscara del Zorro le tapara la mayor parte de la cara. De todas maneras, no le hacía falta ver lo que ocultaba el paño negro para reconocer la perfección de su rostro. Y aun así, tirado sobre aquel sofá, con los brazos doblados sobre la cabeza, sus piernas enfundadas en aquel vaquero oscuro, una estirada, la otra doblada en ángulo recto, la camisa arrugada apenas unos centímetros sobre su cintura… le pareció la imagen más sensual que hubiera visto en su vida.
Alex siempre le había gustado, no sólo porque tuviera un buen cuerpo, sino porque su rostro perfecto parecía el de un antiguo dios griego perfectamente cincelado. No había sido difícil fantasear con todo lo que podría hacer con él y que su imaginación calenturienta hubiera creado imágenes muy vívidas de su cuerpo desnudo. Había llegado a idealizarlo, pero esta semana aquel ídolo había terminado mostrado su verdadera cara, provocando que su ensoñación hubiera quedado reducida a barro. Él solo era una polla caliente más que pensaba que lo mejor de sí mismo estaba escondido debajo de su bragueta.
Instintivamente, su mirada se dirigió a aquel punto en concreto. Aún oculta por la botonera semiabierta y por la tela de su bóxer burdeos, podía apreciarse lo hinchada y bien dispuesta que estaba; bajo su detallado escrutinio pareció crecer todavía más.
Los ojos de Alana buscaron los de Sergio que, con una sonrisa ladeada, no pudo contener el comentario socarrón:
—¿Qué esperabas, preciosa? Si sigues mirándome así, con esos ojos de gata en celo, vas a conseguir que me corra sin haberme puesto la mano encima. No permitas que haga el mayor ridículo de mi vida y ven a mi lado de una vez…
No hizo falta que se lo repitiera dos veces. Lenta y sensualmente recorrió el espacio que los separaban. Muy despacio, recreándose, fue desabrochando uno a uno los botones de la camisa de Sergio hasta abrirla por completo. Agachó la cabeza, sacó la lengua y comenzó a lamer uno de los pezones antes de mordisquearlo con fuerza consiguiendo arrancarle un gemido de placer.
Fue alternando los dientes con la suavidad de su lengua, que rodeaba juguetona la pequeña aureola, para terminar succionando el diminuto botón, rígido gracias a sus caricias.
Con determinación, su mano derecha fue bajando sin ninguna sutiliza por el centro de su estómago, jugueteando con el escaso pelo que lo cubría hasta que sus dedos tropezaron con el elástico oscuro de sus calzoncillos. Deslizó los dedos dentro de ellos con firmeza y hurgó en su interior en busca de su robusto objetivo. Con igual seguridad, lo tomó en su puño con fuerza y empezó a jugar con el glande ya húmedo. Las sensaciones de placer recorrían el cuerpo de Sergio como un relámpago. Presa del frenesí, intentó abrazarla, agarrarla, acercarla más a él, pero ella se lo impedía una y otra vez, dejándole claro que no quería que la tocara.
Definitivamente era ella quien llevaba el control esa noche, así que la dejó hacer. La pequeña mano seguía torturándolo con firmeza, poniendo en jaque su debilitada fortaleza. Al final iba a resultar que sí terminaría haciendo el ridículo si no era capaz de controlarse en el primer asalto.
La respiración jadeante de Sergio, y los gemidos que escapaban de su garganta cada vez que sus dedos subían y bajaban a lo largo de su pene, iban encendiendo a Alana cada vez más. Retiró su mano, húmeda por la excitación de Sergio, y se deshizo de la ropa para dejar a la vista su miembro y los pesados testículos. Sintiéndose poderosa, se incorporó y pasó una pierna sobre el ancho del sofá, sentándose a horcajadas sobre las caderas de Sergio.
Desde su posición, Sergio batalló contra su vestido, tomándolo por el bajo de la falda para subírselo. Pero de nuevo, ella se lo impidió. Alana se limitó a alzar las nalgas ligeramente para retirar a un lado su ropa interior. Buscó su rigidez con la mano y sin titubeos la guió hasta su anhelante entrada. Su interior le esperaba hambriento, atrapándole entre sus paredes para fundirlos en un solo cuerpo.
Alana comenzó a moverse. Primero lánguidamente, para pasar en segundos a cimbrearse sobre Sergio de manera rápida y acompasada, buscando un desahogo rápido al creciente deseo que la recorría desde que fuera consciente del poder que sus caricias ejercían sobre él.
El orgasmo no tardó en llegar, liberándolos a ambos de la tensión que se había acumulado entre ellos en tan pocos minutos.
Alana se reclinó hacia atrás, sobre las piernas de Sergio, para recuperar el aliento y aquietar su corazón. Durante unos minutos, ninguno fue capaz de pronunciar palabra. Cuando sintió que de nuevo las fuerzas lo acompañaban, Sergio se incorporó del sinuoso y mullido sofá y se abrazó a la mujer que desde hacía veinte días ocupaba su pensamiento mientras el pulso de ella volvía a la normalidad. La instó a levantarse de sobre sus caderas para poder incorporarse por completo.
Una vez en pie, se inclinó para tomarla en sus brazos y la llevó hasta la cama sin usar. Con mucha ternura, la dejó sobre el colchón y entonces sí, se aprovechó de la lasitud de Alana para desnudarla por completo, no sin antes recrearse en la ropa interior de encaje que le hacía parecer a sus ojos una diosa sensual y erótica.
Sin perder un instante, Sergio se desvistió bajo la mirada perezosa de su chica, que observaba sus movimientos con atención. Se tumbó a su lado y tiró de ella hasta acomodarla sobre su pecho. Con los dedos, le recorrió el contorno del rostro hasta dejarlos reposar bajo el mentón; lo alzó para obligarla a que lo mirara a los ojos.
¿Sabría ella la cantidad de sensaciones que le despertaba en su interior? Era una locura, una completa locura. Siempre había sido consciente de lo que significaban los Viernes de pecado: encuentros entre desconocidos que sólo buscan placer bajo el anonimato de una máscara. Y, sin embargo, aquella mujer de ojos oscuros que el azar había puesto en su camino la primera noche que pisó ese lugar le inspiraba ternura, cariño, ansias de protección… cosas que hacía muchísimo tiempo que no había sentido por nadie.
No conseguía entender por qué aquella gatita había decidido, inesperadamente, sacar las uñas para terminar con la atípica relación que los unía. Pero quizás por esa misma atipicidad, sus sentimientos se habían visto comprometidos más allá de lo que hubiera buscado o esperado.
Sonrió a Débora con la devoción que le inspiraba. Inclinó la cabeza buscando sus labios y le dio un beso lleno de dulzura. Muy diferente a los que habían compartido al empezar la noche.
Lentamente, fue girando hasta colocarse parcialmente sobre ella. Se separó unos centímetros y volvió a mirarla a los ojos, tratando de grabar a fuego cada mínimo detalle de aquel rostro oculto.
—No sé qué te habrá pasado para que me hayas follado como lo has hecho —le besó suavemente la punta de su nariz—. Has tenido tu turno y lo he respetado. Ahora es el mío y para que no te quepa ninguna duda, te digo que yo no te voy a follar; yo te voy a hacer el amor.