Capítulo 24
La Mujer del Secreto Oscuro
—Estoy aquí.
Con esas dos únicas palabras, Alana informó por teléfono a Vero de su regreso.
—Alana, me tenías muerta de preocupación —le soltó nada más oír su voz, olvidándose de que su primera intención era la de disculparse—. ¿Dónde te habías metido?
—Tuve que irme. Necesitaba poner distancia de todo lo que ha pasado —admitió con un suspiro de cansancio.
—¿Podemos vernos? Tenemos que hablar… por favor. —Miró su reloj y comprobó que apenas faltaban quince minutos para la hora de sus desayunos—. ¿No vemos en la cafetería de siempre?
—No, no puedo…
—Alana, por favor, que no ha sido para tanto —la interrumpió con voz desesperada—. Tenemos que solucionar esto.
—Calla un momento, Vero… Te decía que no puedo porque ya he desayunado en el bar de aquí. O bueno, lo he intentado al menos, porque al final el café se ha quedado intacto sobre la barra. Me he encontrado mucho trabajo atrasado y necesito ponerme al día, pero quería que al menos supieras que ya estoy de vuelta.
—¿Estás muy enfadada conmigo? —se aventuró a preguntar temerosa de su contestación.
—No te negaré que lo he estado, pero estos días fuera me han sentado bien. Me encuentro más tranquila —reconoció.
—No sabes cuánto me alegra oírte decir eso —no era difícil adivinar el alivio en su voz.
—Aunque bueno, mi tranquilidad se ha ido a tomar viento fresco en cuestión de un suspiro. Hoy está siendo una mañana complicada.
—¿Por qué?
—Luego te lo cuento. No quiero hablarlo en la oficina.
Vero suspiró tranquila al sentir que había recuperado a su amiga casi sin hacer nada. No obstante, seguía debiéndole una disculpa. Su conciencia así se lo exigía.
—¿Podemos vernos entonces?
—Sí. Sé que te gusta cuidar la línea, pero yo necesito pegarme hoy un atracón de comida insana. ¿Almorzamos en el McDonals?
—Ha debido pasar algo gordo para que quieras comer allí.
Alana bufó.
—Sólo te diré que he estado a punto de ponerme a cavar un agujero en el suelo de mi despacho, meterme dentro y no salir en siete meses…
—Pero, ¿qué ha pasado?
—Luego te cuento, Vero. Aquí, no. Además, necesito preguntarte algo. Ya por hoy he tenido demasiados sobresaltos y no me apetece dar más que hablar. Creo que he cubierto el cupo para el resto de mi vida.
—Me parece bien. ¿Vienes en coche o andando?
—Andando.
—Entonces te recojo a las tres en la esquina de la plaza, ¿te parece?
—Por mí, perfecto.
Varias horas más tarde, Vero se presentó puntual a su cita. Recogió a su amiga y juntas marcharon hacia el centro comercial. Nadie que las viera imaginaría que habían estado distanciadas unos días, porque el trato entre ellas parecía ser el de siempre. Pero Vero estaba deseando sentarse con la comida por delante para poder hablar con tranquilidad de aquello que tenía pendiente.
—¿Me odias? —fue su primera pregunta, una vez servidas.
Alana arqueó una ceja sin poder contener una sonrisa.
—A pesar de lo que crees, resulta muy difícil odiarte. No te negaré que durante dos días te dije de todo menos bonita. Pero luego, llegué a la conclusión de que lo que pasó no fue más que un desliz imprudente. Y la prudencia no es precisamente una de tus mayores virtudes.
—Alana, te juro por lo más sagrado que si me hubiera dado cuenta de que teníamos a Alex a medio metro de distancia, jamás hubiera dicho en voz alta lo tuyo —se llevó las manos al pecho para enfatizar sus palabras.
—Lo sé —dijo afirmando con la cabeza—. No tienes maldad para eso. Pero reconozco que la situación me superó. Por eso decidí irme unos días fuera; necesitaba recapacitar y tomar oxígeno.
—¿Me perdonas entonces?
—No hay nada que perdonar. Fue mala suerte y punto. Además, parte de la culpa la tengo yo. —Bufó con ironía—. ¿Quién me mandaría a mí meterme en un prostíbulo a buscar a Alex? Pensándolo con frialdad, es cuanto menos grotesco. De las locuras siempre te has ocupado tú, no yo… —Se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa sincera—. Supongo que, al pasar tanto tiempo juntas, algo se me debe haber pegado de ti.
—Sabes bien que pienso que la vida sería muy aburrida si de vez en cuando no cometiéramos alguna que otra travesura.
—Y no te falta razón, pero creo que en esta ocasión sobrepasé mis límites…
—No estoy de acuerdo; no tienes motivos para arrepentirte de nada, Alana. Eres una mujer adulta y libre, y lo que te has llevado al cuerpo, no te lo quita nadie. Pero aparte de eso, debes saber que me has hecho pasar una semana horrible. No hubiera estado de más que me hubieras llamado algún día, aunque sólo hubiera sido para decirme que estabas bien.
—Tú, tan exagerada como siempre…
—Sí, exagerada… Que te diga Santi si miento. — Vero suspiró por enésima vez al comprobar que su amiga no parecía guardarle ningún rencor—. Bueno, al menos tendrás una anécdota única que contar el día de mañana a tus nietos.
—Sí, que te lo crees tú —exclamó abriendo los ojos—. Este secreto se va a venir conmigo a la tumba, y confío que a la tuya, también.
—Por supuesto, y en nuestro epitafio rezará algo así como: “Se fueron para el otro lado unidas por un secreto inconfesable ” —contestó con voz solemne.
De inmediato, ambas mujeres se echaron a reír.
—Eres una payasa, Vero. Si es un secreto, es un secreto. No voy a poner que tenía uno en mi lápida.
—¿Tú te imaginas la cantidad de gente que se morirá de curiosidad por saber de qué se trataba? Igual, hasta te conviertes en leyenda: «La Mujer del Secreto Oscuro» .
—Bueno, aparte de nosotras, los únicos que podrían revelarlo serían Sergio, y ahora también Alex. Así que esperemos que ninguno se vaya de la lengua y que se pueda mantener el misterio por siempre jamás… Que, por cierto y dicho sea de paso, vaya tela he tenido con los dos esta mañana…
—¿Cómo que con los dos? —preguntó extrañada—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Que tengo un cenizo encima horroroso, hija mía…
Alana le contó con detalle todo lo sucedido, desde la extraña conversación con Alex en la cafetería, hasta el enfrentamiento de gallitos que se había producido entre los dos en su oficina.
Vero la miraba estupefacta, ávida de información.
—Joder, Alana, qué bueno… ¡Tienes a dos pedazos de tiarrones colgados de tus faldas! —parecía realmente encantada con el relato— ¡Ya iba siendo hora que te cambiara la suerte, que vales mucho para que estés tan desaprovechada!
—Pero, ¿qué voy a tener yo a nadie colgando de ningún sitio? —preguntó elevando las manos al cielo, sorprendida por el comentario de su amiga.
—Venga, que ya sé que eres modesta, pero no me puedes negar lo evidente: como diría mi abuela, blanco y en botella , guapa…
—Que no, que no…
—¿Cómo que no? Si a Alex le faltó tiempo para pillarme por banda para preguntarme por ti. Se le veía realmente interesado.
Alana rió.
—¿Entonces es cierto que lo hizo? El mismo me lo reconoció esta mañana, pero no sabía si creérmelo.
—Pues créetelo, pero te juro que por mi boca no salió ni medio chisme.
—Supongo que el asunto le habrá despertado el morbo —admitió encogiéndose de hombros—, porque si no, no me lo explico.
—A ver… que tiene morbo, lo tiene; eso no te lo voy a negar. Pero si fueras un cayo malayo , Alex no estaría tan interesado en saber ahora de ti. Así que, ¿qué vas a hacer ahora?
—¿Con Alex? —Vero asintió—. Absolutamente nada, ¿qué quieres que haga?
—Siempre te ha gustado mucho, eso no es nada nuevo. Y si fuiste al Viernes de Pecado fue porque de verdad te querías dar el gusto con él. Ahora se puede decir que lo tienes a punto de caramelo, si es que todavía te interesa…
Alana negó con la cabeza.
—No, ya no… El mito se me cayó al suelo el día que me enteré de que estaba liado con María Jesús. Incluso hoy, no sé… lo he visto con unos ojos muy diferentes a como lo hacía antes. Y cuando me ha tocado, hasta a mí me ha extrañado no sentir absolutamente nada.
—¿Te ha tocado? ¿Dónde?
—En ningún lugar interesante, morbosa. —Con una patata en la boca, Vero le hizo señas con la mano para que le explicara con más detalle ese último punto—. Cuando llegué a mi oficina y me encontré a Sergio de sopetón, me quedé petrificada en el sitio. Entonces Alex aprovechó para agarrarme por la cintura con más entusiasmo del necesario. Y aquí entre nosotras —bajó la voz y se acercó un poco más a su amiga—, me parece que Alex estaba palote.
—¿De verdad? —Vero estuvo a punto de espurrear el trago de refresco que acababa de meterse en la boca—. ¿Y entonces…?
—Entonces nada… —Alana se echó de nuevo hacia atrás, resoplando al rememorar el momento—. En ese instante te juro que sólo podía ver a Sergio delante de mis narices. Ni siquiera me di cuenta que me tenía sujeta hasta que me percaté de que el otro lo miraba con cara de pocos amigos.
Una risita traviesa escapó de los labios de Vero.
—Así que Sergio, ¿no? —comentó con picardía.
—No… Vero no…, que te veo venir.
—¡Yo no he dicho nada!
—Ni falta que hace.
—Vale, vale —concedió dispuesta a mantener la paz entre ellas—. ¿Y qué vas a hacer ahora? Me refiero respecto a los dos.
—¿Qué quieres que haga? Nada. Ya te he dicho que no quiero ni un solo sobresalto más en mi vida, o al menos durante una buena temporada.
Vero afirmó con la cabeza, escudriñando con interés el gesto de Alana.
—¿Puedo hacerte una pregunta sin que te molestes? —¿No era que quería mantener la paz? ¿Por qué le duraban tan poco sus buenos propósitos?
—Dispara, y ya veré si te contesto —concedió con un suspiro.
—Si tuvieras que elegir entre Sergio y Alex, ¿por quién te decantarías? Y antes de que me digas que por ninguno, imagínate que son los dos últimos hombres que quedan sobre la tierra. ¿Qué pasaría?
—¿Qué se extinguiría la raza humana?
Vero rió.
—¿En serio? Piénsalo bien: Alex te gusta mucho; pero con Sergio, según tú misma has reconocido, la química fue intensa. Y donde hubo fuego…
—Te recuerdo que creía que Sergio era Alex.
—Entonces te quedarías con Alex —sentenció.
—No, yo no he dicho eso —la contradijo—. Es cierto que me sentía muy atraída por Alex, pero también sabes que no estaba enamorada de él. Siempre he tenido claro que estaba casado y que era un hombre vetado para mí.
La ceja de Vero se arqueó no muy convencida de la última afirmación de su amiga.
—A ver cómo te lo explico... —continuó meditando un momento la mejor manera de hacerle entender a Vero lo que quería decir—: Es como cuando miras una estatua griega, te gusta, te atrae, y por alguna razón, sueñas con tenerla en el salón de tu casa para poder disfrutar de su belleza. Pero ya está, no hay más. Nunca aspiré realmente a tener nada con él…
—Sí, pero a la estatua no te la tirarías. Por muy adonis desnudo que fuera, las pollas de las estatuas son pequeñas y miran para el suelo.
—¡Pero mira qué eres burra!
—¿Por qué? ¿Acaso has visto una estatua empalmada?
Alana cogió la bebida de su amiga y le quitó la tapa.
—¿Pero tú que te has metido en la Coca-Cola, niña? —preguntó riéndose.
—A ver, es que me haces unas comparaciones muy raras… —contestó recuperando su bebida.
—Sí, ahora resulta que la rara soy yo.
—De acuerdo. Está claro que con Alex no te quedas. ¿Y qué me dices de Sergio?
Ahora sí, Alana no supo que contestar. Se limitó a decir algo que era verdad:
—No le conozco de nada, Vero.
—Bueno… de nada, de nada tampoco diría yo…
—Aparte de lo que tú ya sabes, claro.
—Ya veo —afirmó con la cabeza—. ¿Y no te gustaría conocerlo? Santi ha quedado dos o tres veces con él y dice que es un buen tipo. Y a mí también me causó muy buena impresión cuando tuve la ocasión de tratarlo.
—Esa es otra… —la acusó con una patata en la mano—. Todavía no me has dicho cómo conseguiste dar con él, porque estoy convencida de tú tuviste algo que ver, ¿verdad?
—Sí, es cierto —reconoció sin ambages—. Fui yo quien lo buscó.
—¿Por qué?  —de repente, el tono de chanza pasó a un segundo plano, tomando la conversación un cariz más serio.
—No lo sé. Ya me conoces y sabes que a veces me dejó llevar por mis arrebatos. En aquel momento, pensé que podía ser una buena idea que os volvierais a poner a tiro, sin las tonterías de las máscaras y sin que el club estuviera de por medio.
—Yo no creo que fuera tan buena idea —negó con la cabeza.
—¿De verdad lo piensas? ¿Sergio no te pone ni siquiera un poquito?
Alana volvió a meditar la respuesta. Sergio la ponía muchísimo… Quizás no destilara la seguridad y la confianza que mostraba Alex en sus ademanes, pero lejos de parecerle desagradable, para Alana aquella naturalidad suya era un punto a su favor. Eso sin contar lo mucho que la había hecho sentir como mujer. Porque sabía cómo hacerla parecer la Venus más hermosa del mundo, aunque estuviera bien lejos de serlo. Porque con el transcurrir de los días, había pensado mucho más en Sergio que en Alex, quien prácticamente había quedado relegado a un rincón remoto de su memoria. Pero tampoco podía obviar que la situación que los había unido había sido un tanto particular.
Fuera de aquel ambiente, había conocido tres versiones distintas del Zorro que poco a poco se había ido apoderando de sus pensamientos: la apasionada, la formal y la enfadada. Y no sabía cuál de ellas reflejaba realmente su verdadero carácter.
—Mira, no te voy a negar que Sergio me gusta bastante —reconoció finalmente, aunque sin desvelar hasta qué punto había ido creciendo su interés por él en los últimos días—. Si no hubiera sido así, no me habría acostado con él, aunque también es cierto que por aquel entonces desconocía su verdadera identidad…
—Pero ahora sí la conoces, y aun así, te sigue gustando.
Cierto. Porque muchas veces había cerrado los ojos y había pensado en él. No en Alex. Sino en Sergio, con su rostro perfectamente definido.
—Sí. No. Es posible. No lo sé, Vero —resopló hecha un lío—.  Admito que el sexo con él fue increíble, pero yo necesito algo más en un hombre que un buen paquete.
—¿Y ese algo no podría tenerlo Sergio?
Alana bajó la mirada para fijarla en la hamburguesa que aún permanecía sin tocar sobre la bandeja.
—Sabes, a veces pienso que si no hubiera pasado lo de los Viernes y Sergio hubiera entrado en mi vida en circunstancias diferentes, seguramente me habría fijado en él como hombre. Pero creo que la manera en que nos conocimos siempre nos quedará marcada a los dos. Y no para bien. Ya sabes que nuestra separación no fue lo que se dice amistosa. Yo, porque le revelé sin querer que él no era quien yo creía, y él… Bueno, supongo que su ego se sintió dolido al pensar que yo buscaba a un hombre distinto.
—Pero eso ya quedó atrás. Por el contrario, a mí me pareció que el día de la excursión hubo buen rollo entre vosotros.
—Te referirás a después de que volaran los puñales en el coche, ¿no?
—Eso sí —reconoció recordando la incomodidad de la primera parte del viaje—. No sé lo que os dijisteis en la piragua, pero cuando nos bañamos más tarde, se notaba que el ambiente ya era más calmo entre vosotros. Pensaba que habías acabado disfrutando de la salida.
—Y lo hice —admitió—. Digamos que mantuvimos una charla con la que sellar una especie de tregua. Pero no creo que él y yo tengamos posibilidad de ir más allá. O al menos, no donde tú pretendes.
—Es una pena, la verdad. Me gustaba para ti.
—Bueno, no te preocupes. Pensemos que algún día llegará otro que va a ser incluso mejor que éste —dio un golpe en la rodilla de Vero para romper la seriedad del momento.
—Eso espero, pero tienes que reconocer que Sergio ha puesto el listón muy alto…
—Vale, eso puedo reconocerlo. Pero a ti, sólo a ti.
—Y todavía no me has dicho qué pintaba Sergio en tu oficina esta mañana. ¿Cómo se enteró que tú trabajabas allí? ¿Para qué te fue a buscar?
Alana rió.
—Es curioso. Yo pensé que habías sido tú quien le había dicho dónde podía encontrarme.
—¿Yo? Pero si no he vuelto a hablar con él. Lo que ya no sé es si Santi ha podido contarle algo, pero a mí no me ha dicho nada al respecto.
—Ya, ya, te creo. Me dijo que había ido por un tema profesional, y que no sabía que era yo la persona que debía atenderlo. Supongo que me precipité en mis conclusiones.
—¿Y qué tema era ese?
—Pues no lo sé… Después de la demostración de testosterona, se fue y no me dijo a qué había venido. Que ya se encargaría de mandar a alguien para tratar conmigo.
Vero la miró sorprendida.
—¿Vas a decirme que no lo atendiste?
—No.
—Pero estaba ahí por un asunto de trabajo… —repitió como si aquello no hubiera quedado ya claro.
—Sí, eso me dijo.
Vero hizo una mueca de disgusto.
—Mira, no quiero meterme donde no me llaman… ¡Qué demonios! En este caso, sí que me voy a meter: No me parece correcto que no lo atendieras. Una cosa es tu vida personal, y otra tu trabajo. Eres la responsable de un departamento, su cabeza visible. Y, además, una funcionaria pública. Debiste escucharlo.
—Sí, lo sé. Pero me dejé llevar por el momento. No soy de piedra, chica.
—En tal caso, creo que deberías llamarlo, disculparte con él y concertar una cita profesional como Dios manda. —Vero se felicitó en silencio. Era una celestina fantástica y no iba a permitir que el asunto quedara así sin más.
—¿Disculparme, yo?
—Lo echaste de allí.
—Él se fue porque quiso —trató de excusarse.
—Se fue porque permitiste que un asunto personal se impusiera sobre un asunto laboral.
—Vale, admito que mi proceder no fue el más correcto, pero ¿qué quieres que le haga ahora?
—Ya te lo he dicho: llamarle, disculparte y hablar tranquilamente de lo que él necesitaba de ti.
—No tengo cómo localizarle.
Vero resopló con fuerza.
—Tú no, pero yo sí, y eso lo sabes de sobra.
—Venga, Vero, no me líes…
—Yo no lío a nadie —elevó las palmas de las manos con total inocencia—. Sólo digo que tengo su teléfono y que sé dónde podrías localizarlo si quisieras. Y ya está…
—Anda, anda, que se te ve venir a leguas. Cómete la hamburguesa y cállate la boca, no vaya a ser que termines convenciéndome de algo de lo que después me arrepienta.