Capítulo 26
Cerrado por Defunción
Más le valía a Sergio tener una buena excusa. Mira que había intentado normalizar la situación; volver a comenzar manteniendo al menos un trato profesional y correcto con él. Pero no…
Llevaba una hora y media esperándole en su oficina y seguía sin dignarse a hacer acto de presencia. Y aún peor, ni siquiera le había mandado un triste mensaje cancelando o avisando que no acudiría a la cita. Y por supuesto, el que ella le mandó hacía media hora preguntando si iba a tener el detalle de aparecer en algún momento del día, había quedado sin leer, y por tanto, sin respuesta.
Era lo único que le había pedido, y no le había hecho ni puñetero caso.
Su enfado nada tenía que ver con que aquella mañana se hubiera arreglado un poco más de lo habitual. Ni de que se hubiera maquillado a conciencia, ni de que hubiera pasado más de una hora delante del ropero eligiendo la ropa que mejor le sentara. Por supuesto, nada de eso tenía que ver con él… Simplemente, se había levantado de buen humor y se había acicalado según su estado de ánimo. Nada más.
Pero el buen humor se había ido diluyendo en tanto constataba, con el correr de los minutos, que aquel a quien esperaba le había dado un soberano plantón, haciéndola sentir como la mujer más estúpida y crédula sobre la faz de la tierra. Crédula, sí. Porque seguramente no había ninguna cuestión de trabajo de la que tuvieran que hablar. Con toda probabilidad su presencia allí había sido una invención para ir a verla y ridiculizarla delante de sus compañeros. Bueno, quizás no tanto… que ya empezaba a divagar como siempre. Pero de lo que sí estaba convencida, era de que le estaba devolviendo la bofetada
que ella le diera una semana atrás cuando lo expulsó de su despacho sin consideración alguna. Era eso, seguro.
Así que, al terminar la jornada de trabajo, podía afirmarse sin caer en la exageración, que Alana era una de las mujeres más enfadadas del Ayuntamiento. De la ciudad. Del país. Del puñetero planeta, joder…
Había despotricado como una condenada al menos una docena de veces. Le había dicho de todo menos bonito, y estaba dispuesta a repetírselo a él mismo en cuanto tuviera ocasión de echárselo a la cara.
O no. Porque aquel plantón sólo le estaba valiendo para confirmarle que no deseaba volver a verlo nunca más. Ni siquiera por un supuesto asunto de trabajo. Si después de todo, tenía la desfachatez de aparecer con la misma excusa, se lo largaría a otro compañero para que lo atendiera. Porque ella desde luego no pensaba hacerlo.
Pero pasaron los días, y siguió sin tener ninguna noticia de Sergio, lo que no contribuía precisamente a que su enojo disminuyera. Sin embargo, llegó un momento en que empezó a extrañarle que los mensajes que le mandara el lunes siguieran, varios días después, sin ser leídos (o al menos, las famosas marquitas del WhatsApp seguían sin volverse del color azul, como sí lo estaban las líneas de su conversación previa).
Sin pensarlo en demasía, no fuera a ser que se arrepintiera en el último momento, el jueves había tomado la decisión de no quedarse por más tiempo con esa rabia que la consumía por dentro. Si lo hacía, estaba segura que acabaría reventando como una rata verde.
Tenía la dirección de la tienda de Sergio gracias a Vero. Esa dirección situada junto a la playa a la que había jurado que no iría ni loca, como también había asegurado que jamás de los jamases utilizaría el número de teléfono que su amiga le había dado (por si acaso) durante su comida en el McDonals de la semana anterior.
«¡Menuda fortaleza la tuya!», se reprochó en silencio mientras se dirigía aquella tarde a la dirección que ya sabía de memoria de tantas veces que la había consultado.
Desde aquella conversación con Vero, había pensado muchas veces en qué habría pasado si hubiera conocido a Sergio en circunstancias distintas. Por la noche al acostarse, el sueño parecía mostrarse cada vez más esquivo mientras su mente empezaba a fantasear con ese posible pasado alternativo. Había llegado a la conclusión de que podrían haberse llevado bien si las condiciones hubieran sido diferentes. La atracción que habían sentido había sido real, y en los encuentros posteriores, aunque ya no tan agradables como los primeros, seguía teniendo la sensación de que esa conexión seguía existiendo entre ambos, aunque ninguno hubiera querido hablar de ello. Había descubierto que cuando se mostraba relajado, podía resultar un chico simpático, atento, divertido y encantador. Y sí, también lo suficientemente atractivo como para haber ido desplazando poco a poco a Alex de entre sus supuestas prioridades.
Porque, aunque jamás, jamás, jamás lo admitiese ante nadie (y mucho menos ante él), sus fantasías sexuales ya no tenían la cara de su compañero de trabajo, sino la de un hombre con sonrisa pícara y ojos risueños. Porque ya no hacía falta que llevara máscara para fantasear con quien, con su simple recuerdo, conseguía despertar todos sus instintos de mujer. Porque sin habérselo permitido, se había colado en sus sueños de manera irremediable. Y, sobre todo, porque cabía el riesgo de que, si seguían viéndose, aunque sólo fuera como amigos, acabara sucumbiendo a los encantos de aquella sonrisa que, a su gusto, parecía perfecta.
En definitiva, que Sergio le gustaba más que el chocolate caliente en una fría tarde de invierno.
Y más le valía ir cambiando el rumbo de aquellos pensamientos antes de que al final, cuando se lo echara a la cara, terminara tirándose a su boca, en vez de a la yugular.
Había tratado de convencerse a sí misma de que lo más juicioso era permanecer lo más alejada posible de él. Y, sin embargo, allí estaba ella, sintiéndose como la mayor gilipollas del mundo por no tener una explicación sensata para hacer lo que juró y perjuró que no haría: Ir a buscarlo.
Estacionó su coche en una de las plazas de aparcamiento de la zona. En el corto trayecto que distaba hasta el pequeño negocio, se fue repitiendo una y otra vez los motivos que la habían llevado hasta allí. Necesitaba volver a estar lo suficientemente enfadada para que, ni siquiera su sonrisa y la dulzura de su voz, pudiera suavizar su enfado. Si se calentaba lo suficiente, sería capaz de soltarle todas las bondades
que durante los últimos días había ido atesorando
para él.
Sin embargo, todos sus propósitos se detuvieron en seco al llegar al local y darse de bruces con un cartel donde rezaba la frase “Cerrado por Defunción”. Todos los malos pensamientos, toda la mala leche que llevaba, desaparecieron de un plumazo, dando paso a la preocupación mientras un repentino escalofrío le atravesaba la espalda.
Cerrado por defunción.
Defunción, ¿de quién?
¿Por qué Sergio no le cogía el teléfono?
De repente, la frase que escribiera en el WhatsApp una semana antes, le vino a la cabeza: «Salvo que me muera de un infarto, allí estaré».
Se giró y volvió la vista al mar.
Madre de Dios, ¿qué demonios estaba pensando? Su negatividad, heredada de su madre, estaba apoderándose de ella sin control. Respiró hondo, reprochándose la deriva que, en cuestión de segundos, habían tomado sus pensamientos. Si Vero estuviera allí, le daría una buena colleja (merecida, sin duda), por sus visiones
catastróficas. Siempre le pasaba igual. Era como cuando el teléfono sonaba a media noche; le era más fácil imaginar que había ocurrido una desgracia en la familia, a pensar que simplemente alguien se hubiera podido equivocar de número.
Así que trató de serenarse y controlar su predisposición a suponer lo peor. Sin embargo, se arrepintió de todas las malas palabras que le había dedicado durante la semana. El pobre chaval seguramente había perdido a alguien cercano… Y ella, mientras tanto, pensando que la había dejado plantada.
Pero demonios, si era así, ¿qué trabajo le costaba haberla avisado del algún modo? Ella lo hubiera comprendido e incluso, si hubiera sido preciso, lo hubiera acompañado. Bueno, tanto no… tampoco había que pasarse con las buenas intenciones. Pero, en definitiva, lo habría disculpado desde un primer momento. Alana chasqueó la lengua. Igual estaba tan hecho polvo que ni siquiera había reparado en su cita. Podía resultar, cuanto menos, comprensible.
Sin saber muy bien qué hacer, sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y, aunque intuía cuál sería el resultado, volvió a llamarlo esperando una respuesta que no obtuvo.
«Mierda, Sergio, coge el teléfono… No me hagas esto».
Con un ánimo muy diferente al que llegó, se dirigió a la cafetería más cercana que encontró abierta. Se sentó en una de las muchas mesas vacías perfectamente ordenadas sobre la acera y esperó, con la mirada perdida en el horizonte, a ser atendida.
Un camarero de unos cincuenta años se acercó a su mesa casi de inmediato.
—Buenas tardes, señorita. ¿Qué le pongo? —le preguntó en tono cortés y animado.
Alana miró al hombre que aguardaba su respuesta. ¿Podría saber algo de lo que había pasado en el local de Sergio? Al fin y al cabo, estaba muy cerca de la tienda.
—Buenos días —le contestó con educación—. ¿Puedo preguntarle algo? —El hombre asintió—. ¿Sabe por qué está cerrada la tienda aquella? —preguntó señalando el local donde había estado minutos antes.
—¿La de Sergio? —El rostro del hombre se ensombreció al instante, haciendo que las alarmas volvieran a retumbar con mayor intensidad.
—Sí —Que el hombre conociera a Sergio, era señal inequívoca de que hablaban de la misma persona—. Me he acercado hasta allí y he visto un letrero que pone “Cerrado por defunción”. ¿Sabe qué ha pasado?
El hombre perdió su sonrisa y negó con la cabeza, apesadumbrado.
—Sí, una pena. Sergio falleció la semana pasada de un derrame cerebral, creo. Pobre hombre… Con la de veces que ha desayunado aquí y las buenas risas que nos hemos echado juntos…
El rostro de Alana se descompuso al instante.
—¿Cómo…? —su voz se había convertido en un susurro. Sus ojos, completamente abiertos por la impresión.
—Así es. Su hermana y su sobrino vinieron el otro día a poner el letrero que usted ha visto. El pobre chiquillo está hecho polvo… Adoraba a su tío.
Un nudo se formó en la garganta de la joven.
Sergio muerto… De un derrame… No podía ser cierto. Era demasiado joven.
Se llevó las manos a las sienes, incapaz de digerir la noticia que acababa de recibir.
—¿Usted lo conocía, señorita?
Alana asintió, incapaz de articular palabra.
—Lo lamento, señorita —le dijo con sinceridad—. Aquí todos lo conocíamos desde hacía años, así que figúrese como estamos: conmocionados. Incluso ha salido una breve reseña en el periódico local haciendo referencia al óbito. ¿Quiere que se lo traiga?
¿Ver en un periódico la noticia del fallecimiento de Sergio? No podía… Y aún así, atinó a asentir en silencio. En cuestión de segundos, se le había formado un nudo en la garganta y sabía que, si abría la boca, acabaría estallando en lágrimas.
—Ahora mismo se lo traigo.
Dos minutos más tarde, el camarero volvió con el diario en una mano y un vaso en la otra.
—Aquí lo tiene —le dijo mientras lo dejaba sobre la mesa—. Me he tomado el atrevimiento de traerle una tila. Creo que la necesita.
De nuevo, Alana se limitó a asentir. Desvió la vista hacia el periódico y lo miró sin ver. Estaba abierto y doblado en una página concreta, y sus ojos volaron inevitablemente al titular de una pequeña noticia que aparecía en la parte inferior de la última columna: “Un portuense es encontrado muerto en una playa de Melbourne”
¿Melbourne? ¿Australia? Sergio le había dicho que iba a irse de viaje. Pero, coño, ¿tan lejos?
Con dedos temblorosos, tomó el noticiero y lo arrastró sobre la mesa de plástico blanco. La crónica era muy breve, pero lo suficientemente clara como para que terminara llevándose la mano a la boca para amortiguar el sonido del sollozo que brotaba de su garganta.
“El portuense Sergio A.C. falleció el pasado jueves de un derrame cerebral mientras practicaba surf en una playa de Melbourne. Según nos ha informado familiares y allegados, los restos serán repatriados próximamente, sin que haya sido posible concretar la fecha al cierre de esta edición. Sus cenizas serán esparcidas en la Bahía donde surcará sus olas eternamente”.
Cuando terminó de leer la breve reseña, lágrimas de dolor y tristeza caían incontrolables por sus mejillas. Ya no podía ni ocultar, ni ahogar su llanto.
En apenas un minuto, todos los recuerdos compartidos con Sergio cruzaron por su memoria como una apisonadora. Su primer encuentro en los Viernes de Pecado, el momento en que descubrió su identidad, su reencuentro, sus reproches mutuos… Pero también su risa, su ternura, sus besos, su pasión…
—Vamos, vamos —trató de consolarla el hombre, sorprendido por la explosión de pesar que tenía frente a sus ojos. Todos los de la zona habían sentido el fallecimiento de aquel hombre que siempre tenía una palabra amable, y que, sobre todo, había sabido vivir como había querido. Pero lo de aquella chica era de una tristeza abrumadora—. Si le sirve de consuelo, piense que se ha ido haciendo lo que más le gustaba.
Si aquellas palabras buscaban consolarla, sólo consiguió que volviera a prorrumpir en nuevos sollozos, aún más desgarradores incluso que antes. Realmente, el camarero no sabía qué decir para calmar a aquella chica.
—Tengo… Tengo que irme —consiguió articular con dificultad. No podía permanecer en aquella playa por más tiempo.
—Señorita, ¿ha venido con alguien? —la voz del hombre sonó preocupada.
Ella se limitó a negar con la cabeza mientras se ponía en pie.
—¿Cuánto le debo por la tila? —preguntó al tiempo que rebuscaba alguna moneda en sus bolsillos.
El hombre miró el vaso con la infusión sin tocar que le había llevado un momento antes.
—Nada, corre por cuenta de la casa. ¿Por qué no se la toma antes de irse? —le sugirió.
Alana volvió a negar.
—No puedo quedarme aquí…
—¿Tiene quien la lleve? ¿Desea que llame a un taxi? —ofreció atentamente.
Alana se limitó a golpear con suavidad el hombro de aquel señor que en verdad parecía preocupado por su seguridad. Pero bajando la mirada para que no viera la nueva oleada de lágrimas que se agolpaban en sus ojos, dio media vuelta y se alejó de allí triste y cabizbaja.