Capítulo 28
El Último Adiós
Al comienzo de la semana siguiente, casi todo seguía igual. Después del mazazo inicial, Alana había decidido centrarse en el trabajo para evadirse de los últimos acontecimientos.
Santi había intentado enterarse de algo más, pero la falta de contactos comunes no ayudaba. Había pasado un par de veces por la tienda por si daba con alguien que pudiera ofrecerla más información, pero siempre la encontraba cerrada a cal y canto y con el mismo cartel con el que se había topado Alana.  Lo único que había conseguido averiguar era la fecha en la que las cenizas de Sergio serían vertidas al mar, gracias al mismo camarero con el que había hablado Alana y que, por lo visto, se había encontrado por casualidad con un conocido del difunto. El sepelio tendría lugar en un par de días, cuando estaba previsto que los restos mortales de Sergio llegaran a su tierra tras cumplimentar todos los trámites requeridos para este tipo de casos.
Aquella fue la única información, no corroborada, con la que contaba Alana para poder dar su adiós definitivo a su particular Zorro . Un hombre al que apenas había tratado, pero que había dejado en ella una impronta más profunda de lo que jamás hubiera imaginado.
No conocía a ningún familiar de Sergio, seguramente nadie sabía de ella dentro de su círculo de amistades (o al menos, eso era lo que ella esperaba porque sus circunstancias no eran las más apropiadas para ser contadas), así que era consciente de que no era quién para pedir que la dejaran asistir a la reunión privada del último responso en alta mar. No obstante, había decido ir al puerto y ofrecerle su particular adiós en silencio, en la distancia, porque necesitaba despedirse de él y decirle las cosas que no había alcanzado a revelarle en vida.
Con un suspiro de resignación, se preparó para salir. Los días transcurridos le había servido para aceptar la realidad y empezar a asumirla. Aún sentía una gran tristeza en su interior, pero sabía que debía convivir con ella hasta lograr por si misma superarla y seguir adelante. Al fin y al cabo, no le quedaba más remedio.
Cogió su bolso y buscó en él las llaves de su coche. Había llegado el momento. Decirle adiós era lo único que podía hacer para aliviar sus propios reproches por no haberse comportado con Sergio como debía haberlo hecho. Tantas veces que él le había pedido normalizar sus encuentros... siempre seguidas de sus rotundas negativas. Aunque para su descargo, se repetía que por aquel entonces no conocía su verdadera identidad.
Al llegar al puerto deportivo, una pequeña multitud estaba congregada en uno de los pantalanes. Todos ataviados con colores oscuros o discretos y con gesto circunspecto. Alana no dudó en que ese era el lugar a donde debía acudir.
A medida que se fue acercando, le llamó la atención la edad de muchos de los asistentes: gente bastante mayor para lo joven que era Sergio, aunque dio por sentado que debía tratarse de familiares.
No le dio tiempo a meditarlo mucho más. En aquel momento, un coche de color oscuro se detuvo delante del pantalán donde aguardaban el resto de los asistentes, a escasos metros de donde ella estaba. De la puerta de conductor se bajó un hombre maduro, cuyos rasgos le resultó fácil de identificar. El parecido con Sergio era asombroso, así que supuso que debía ser su padre. De la puerta contraria, una mujer de edad similar, de pelo rubio y corta estatura. Seguramente, su madre…
Y de la puerta trasera…
Alana parpadeó varias veces para asegurarse de que sus ojos no la estaban engañando.
Sergio, su Sergio , se apeaba llevando en los brazos una urna funeraria. Se le notaba visiblemente emocionado, y la que ella había supuesto que sería su madre, se le acercó para pasarle un brazo por la cintura.
Alana no podía apartar los ojos de él, que ni siquiera llegó a verla, a pesar de encontrarse cerca del grupo. Su atención se centraba en aquel recipiente que abrazaba con fuerza y que cargaba como si fuera un tesoro.
«Sergio A.C.», rezaba la nota del periódico.
¿Podría tratarse de… su padre, quizás? O… ¿su tío?
Mierda, él le había dicho que la tienda era de un tío suyo, pero no llegó a imaginar que pudiera tratarse de él. Una vez que había escuchado, y leído su nombre, había dado por sentado de que se trataba de su Sergio. ¿Sería posible que su padre, o su tío, se llamasen igual? ¿Cómo no había reparado en eso?
Aún sintiendo en la distancia el dolor de él (no había más que ver lo afectado que se encontraba), un inmenso alivio la invadió como una corriente arrolladora. No podía dejar de repetirse, una y otra vez, que su Sergio estaba vivo.
Dios… Necesitaba acercarse a él y abrazarlo. Necesitaba decirle tantas cosas…
Pero no hubo ocasión. La comitiva fúnebre se subió a un pequeño barco de recreo que aguardaba por ellos, sin que nadie de los presentes volviera la vista hacia donde se encontraba Alana.
Sin embargo, no le importó. Lo esperaría el tiempo que fuera preciso, y entonces… Bueno, no sabía muy bien que haría, pero lo acompañaría y le ofrecería su consuelo, si es que él lo quería.
Lo que sí hizo mientras aguardaba el regreso de la embarcación fue enviarle un mensaje a Vero con un escueto: «¡Está vivo! Nos equivocamos de persona».
La respuesta de su amiga no se hizo esperar:
«¡¿Cómo?!»
«No sé. Aún no he podido hablar con él. Luego te cuento»
Hora y media más tarde, la comitiva hizo su aparición por el puerto. Alana no podía apartar los ojos de Sergio, a quien le pareció ver más entero que un rato antes.
Se acercó a la puerta del embarcadero y aguardó pacientemente hasta que todos desembarcaron, esperando a que él reparara en ella.
Cuando la vio, su gesto cambió diametralmente. Su mirada se dulcificó, y en sus ojos se podía leer la sorpresa por verla allí. A pesar de todo lo sucedido entre ambos, en los últimos días la había tenido muy presente en su pensamiento. En las dos últimas semanas había necesitado muchas veces tener a alguien a su lado a quien abrazar. Y cuando esa necesidad se volvía tan abrumadora que parecía comérselo por dentro, siempre surgía la imagen de Alana invadiendo sus recuerdos sin poder ni querer remediarlo. Tenía la certeza de que él no era importante para ella; que los sentimientos que ella le despertaba no eran correspondidos. Y, aun así, la había necesitado desesperadamente. Se hubiera conformado con tenerla cerca, aunque solo hubiera sido como amiga.
Y verla en ese momento, esperándolo (porque no dudaba que estuviera allí por él), hizo que toda la necesidad que acumulaba de ella se transformara en algo diferente: un hambre desesperada por sentirla, tocarla, abrazarla, besarla hasta que de su memoria se borrara el pesar de los últimos días.
Se acercó a Alana y se miraron sin mediar palabra, como si en el silencio que los rodeaba estuviera escrito todo aquello que no se atrevían a pronunciar.
Alana terminó de dar el paso que los separaba, abriendo sus brazos y aferrándose con fuerza a su cuello en un abrazo sentido y verdadero. Sergio inspiró aire audiblemente, estrechándola contra su cuerpo lo más fuerte que pudo.
Sí, la había necesitado. Demasiado… Escondió la cabeza en la curva de su cuello y se dejó llevar por sus sentimientos. Alana le acarició la cabeza, dejando caer, como al descuido, pequeños besos sobre el cabello, revuelto por la brisa marina. Sergio podía sentir cada roce tierno de sus labios sobre su cabeza.
Finalmente, alzó los ojos y se miraron. Alana le sujetó las mejillas y aproximó su rostro al suyo para fundirse en un beso, sencillo, casi fraternal, que, lejos de parecerse a aquellos otros cargados de deseo y pasión, albergaba mucho más sentimiento que los que habían compartido tiempo atrás. Lo había pasado tan mal en los últimos días pensando en lo que pudo ser y no fue, que aquel beso representó la manera de deshacerse de las horas de remordimientos y reproches que habían llegado a asaltarla. Y Sergio no se hizo de rogar. Todo lo contrario. Trató de ahondar en el beso, tal había sido la necesidad que había sentido por ella en las dos últimas semanas.
Pero no tuvo ocasión. Un ligero carraspeo a sus espaldas, que se convirtió en tos fingida al no ser atendido, consiguió devolverlos del idílico mundo que por unos instantes habían creado a su alrededor.
—Sergio, cariño… —la voz de su madre terminó por romper el lazo entre ambos—, nos vamos ya. ¿Vienes con nosotros?
Sergio desvió la mirada de Alana hacia su madre, sonriéndole con cariño.
—Mamá, déjame presentarte a una amiga: Alana —apoyó la palma de la mano sobre la espalda de ésta, obligándola a dar un paso al frente—. Ella es mi madre, Rosa.
Las dos mujeres se saludaron cortésmente con sendos besos en las mejillas. Cuando se separaron, Sergio aprovechó para coger a Alana de la mano y acercarla a su costado.
—Lamento que nos conozcamos en tan tristes circunstancias, Alana. Espero que podamos coincidir en otro momento más alegre que este.
—Sí… Y déjeme decirle que lamento su pérdida.
—Gracias. —Se volvió de nuevo hacia Sergio—. Hijo, vamos a casa a comer algo. Ya va siendo hora de que vayamos recuperando un poco de normalidad. Y tú deberías hacer lo mismo. Estos días has soportado demasiada presión y debes estar agotado. Por supuesto, tu amiga puede venir con nosotros si le apetece.
—Id vosotros, mamá. Si no os importa, me gustaría quedarme un rato con Alana. Desde que pasó lo del tío no hemos tenido ocasión de hablar.
Aquella última frase vino a confirmarle a la joven la identidad del difunto.
—Como quieras, cariño. Pero deberías marcharte pronto a descansar. Desde que llegaste de Madrid, apenas has pegado ojo.
—No te preocupes, mamá. En un rato iré a casa y te prometo que trataré de dormir un poco.
—Está bien. Nosotros nos vamos entonces —se acercó a su hijo y le dio un beso afectuoso en la mejilla—. Luego hablamos.
—De acuerdo.
—Y Alana —dijo volviéndose hacia esta—: Ha sido un placer conocerte.
—Lo mismo digo, Rosa.
Los dos jóvenes observaron como los padres de Sergio subían al coche y tomaban el camino de salida del puerto. Poco a poco, los demás asistentes al sepelio marinero también se fueron dispersando hasta dejarlos solos, cogidos de la mano.
—Vámonos. Yo también necesito salir de aquí cuanto antes —le dijo él con voz cansada.
—Claro, lo entiendo.
—¿Traes coche? Vine con mis padres, así que no me he traído la moto…
—Sí, lo tengo aquí cerca. ¿Dónde quieres ir?
—Me da igual. A cualquier sitio, pero que sea lejos de aquí.
—Si quieres, te llevo a tu casa.
Sergio suspiró.
—No, no me apetece. Preferiría pasar un rato tranquilo contigo, la verdad.
—Está bien. Vámonos.
Tiró de su mano y lo llevó hasta donde había dejado aparcado su vehículo. Cuando ocupó su sitio frente al volante, comprobó que Sergio había cerrado los ojos. Unas oscuras ojeras se dibujaban debajo de sus pestañas y en su rostro podía leerse fácilmente el cansancio.
Así que, sin decir nada, actuó por instinto. En apenas quince minutos, entraba por la rampa del garaje de su bloque de pisos. La oscuridad los envolvió y el sonido amortiguado del lugar hizo que Sergio abriera los ojos.
¿Sería posible que se hubiera dormido? Sólo los había cerrado un momento, pero lo cierto es que no recordaba nada del trayecto.
—¿Dónde estamos? —le preguntó al no reconocer el lugar.
—En mi casa. Espero que no te importe. Te habías quedado frito y no se me ocurrió otro lugar donde poder ir.
—No, claro que no. Yo… lo siento; debes pensar que soy un maleducado.
Alana le sonrió con comprensión.
—Lo que pienso es que se te ve agotado, y que tu madre tenía razón cuando dijo que necesitabas descansar.
—No te negaré que lo estoy; han sido días muy duros.
—Anda, sal del coche y acompáñame.
Tomaron el ascensor que los llevó a la tercera planta donde Alana tenía su piso. Ya en el interior, lo condujo por el pasillo hasta llegar a su dormitorio. Sergio se dejó llevar, sorprendido por el cambio en la actitud de Alana.
—¿Qué pretendes, Alana? —de repente, el hecho de tenerla tan cerca después de tanto tiempo y de todo lo vivido esos últimos días evaporó su agotamiento y despertó su deseo por ella.
Ella lo miró e inevitablemente sonrió mientras una de sus cejas se elevaba. En el rostro de Sergio se podía intuir la deriva de sus pensamientos.
—No lo que tú piensas, Zorro. ­ —El apelativo le salió con naturalidad, cosa que sorprendió a Sergio, sobre todo por el hecho de que no lo utilizara con connotaciones negativas—. Sólo quiero que duermas un rato. Luego si quieres hablamos, o si lo prefieres, te llevo a tu casa. Hoy seré tu taxi.
Lo obligó a echarse en la cama y le dejó un beso en la mejilla, acompañado de una caricia.
—Espera… —Sergio la cogió de la mano y tiró de ella, haciéndola caer a su lado.
Le rodeó la cintura con el brazo para evitar que se le escapara. Estaba agotado, cierto, pero la necesidad de tenerla cerca era mucho mayor. Alana no había estado tan atenta y cariñosa con él desde sus primeros encuentros en la Sala Pecado.
—No te vayas aún —le susurró en una caricia—. Quédate conmigo.
—Sergio…
—No temas, no voy a volver a utilizar un pañuelo para enmascararme —comentó con humor—. No te voy a pedir nada más que tu amistad, porque sé que tu corazón nunca me ha pertenecido. Sólo quiero que te quedes junto a mí…
—¿Quieres que vele tu sueño?
—Lo que quiero es despertar y sentirte a mi lado. Asegurarme de que la Alana dulce y atenta con la que me he encontrado siga estando aquí cuando abra los ojos. Confirmar que tu compañía no es una quimera; cerciorarme de que no vas a desaparecer de mi lado.
No pudo evitar que una sonrisa apareciera en su rostro. Alzó la mano y le acarició la mejilla.
—No me iré, no te preocupes —Se tumbó a su lado y dejó caer el brazo sobre la cintura de Sergio. Él, la acomodó en su hombro.
El silencio y la sensación de intimidad empezaron a pasarle rápida factura a Sergio, que aunque luchaba por mantenerse despierto, terminó sucumbiendo al sueño. En cuestión de segundos, estaba profundamente dormido.