Capítulo 34
Clase de Surf
A la mañana siguiente, Alana volvió al trabajo con el humor muy mejorado. Sergio no había hecho ningún intento de presionarla para quedarse a pasar la noche con ella, aunque, la verdad, ella tampoco lo había invitado. Pensó en hacerlo, para qué negarlo, pero al final le faltó valor. Además, todavía no tenía claro en qué estado se encontraba con él.
No habían hablado de ello y dudaba que fuera a ser necesario hacerlo, porque la despedida, en la puerta de su casa, no había sido precisamente la de dos amigos que se besan cordialmente en las mejillas. Algo estaba comenzando entre los dos, aunque quizás aún fuera pronto para ponerle nombre.
Sin embargo, su ánimo decayó bastante cuando, nada más sentarse, una ordenanza le trajo un sobre cerrado a su atención y sin remitente.
Al tocarlo, se dio cuenta de que había algo blando en el interior. Aquello no era un papel. Lo abrió con curiosidad y al meter la mano, le extrañó tocar un trozo de tela suave. Al sacarlo, se topó con un antifaz de terciopelo rojo con plumas en uno de sus extremos.
¿Qué demonios era aquello?
Volvió a meter la mano en el sobre hasta encontrar un folio plegado en cuatro.
«Quisiera que lo llevaras en nuestro próximo encuentro.
Sólo el antifaz.
No dejo de pensar en nuestro Viernes de Pecado y en ti, desnuda, con sólo el terciopelo besando tu rostro.
Alex».
Alana lo dejó caer todo al suelo, como si le quemara las manos. Apretó los dientes furiosa y miró la delicada prenda tirada a sus pies.
Aquello no podía continuar así…
Alex estaba dando por sentado muchas cosas, y si algo tenía ella claro, era que de ninguna manera pasaría una noche con semejante cabrón.
Joder. Con lo bien que había empezado la mañana, habían bastado escasos minutos para que todo su buen humor se hubiera ido a la mierda.
Recogió lo que acababa de tirar y volvió a meterlo en el sobre. No era cuestión de que alguien entrara por la puerta y se encontrara con el singular presente
y su correspondiente nota.
Encendió el ordenador enrabietada, y al igual que el día anterior, un mensaje de Alex aparecía en la primera línea de la bandeja de entrada.
«¿Has recibido mi regalo? Sueño cada noche con verte tumbada en mi cama, desnuda, con las piernas abiertas, lista para recibirme…»
Una bola de asco e indignación subió por su esófago hasta quedar atorada en la garganta.
¿Cómo se atrevía a mandarle un correo así? ¿Ese tío era imbécil o qué le pasaba? El muy gilipollas no había pensado que alguien podía mirar su correo electrónico…
Demonios, había un servicio de informática en el Ayuntamiento. No sabía si los correos mandados desde la propia Corporación debían pasar algún tipo de filtro por ese departamento…
No, eso no —intentó tranquilizarse—. Se supone que los correos estaban protegidos por el secreto de las comunicaciones; nadie tenía por qué ver tal atrocidad, porque cualquiera que lo leyera podía llegar a la conclusión inequívoca de que entre Alex y ella existía una relación de índole sexual.
Con mano firme, pulsó el botón de Supr
del teclado. A la mierda el correo y a la mierda Alex. No pensaba contestarle.
Se llevó las manos a la cara, agobiada. Ojalá nada de esto hubiera pasado. Ojalá nunca hubiera puesto los ojos en él. Ojalá se hubiera dado cuenta antes de que era un soberano capullo. Ojalá jamás hubiera oído hablar de los puñeteros Viernes de Pecado. Ojalá, ojalá…
Pero si eso último no hubiera pasado, seguramente jamás hubiera conocido a Sergio.
—¡Coño, es que no puedo conocer a un tío normal y corriente en una maldita cafetería como todo el mundo! —exclamó enfadada y en voz alta sin pararse a pensar en lo que decía.
A los pocos segundos, su compañero José Antonio apareció por la puerta.
—Jefa, ¿estás bien?
Alana se sonrojó de inmediato.
—Sí, sí… no pasa nada. —Abrió el primer cajón de su escritorio y guardó el sobre al fondo—. ¿Terminaste el listado con las solicitudes de subvenciones para este año? —dijo tratando de cambiar completamente de tema.
—Sí, te lo mandé ayer a tu correo. Creía que ya lo habrías visto porque me llegó la confirmación de que lo habías abierto —comentó José Antonio extrañado.
—Ah, sí, sí. Perdona, no me acordaba… —trató de disculparse—. Lo miro y hablamos luego, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ya a solas, volvió a mirar la pantalla del ordenador que aún permanecía con el correo electrónico abierto. Efectivamente, allí aparecía el dichoso correo de su compañero con el archivo adjunto correspondiente.
«Ayer estaba yo como para ver listados…», se lamentó en silencio.
Aspiró hondo, trató de templar sus nervios y ponerse a trabajar. Tenía muchas cosas pendientes y, como era habitual en ella, mejor sería distraerse con cualquier cosa para no pensar más en Alex y sus pretensiones. Afortunadamente, pasaría la tarde con Sergio, y trataría por todos los medios, de olvidarse del imbécil de Alex al menos por unas horas.
Lo encontró sentado en la arena, con la vista perdida en el horizonte y con el gesto contraído. Vestía un traje de neopreno corto a medio poner; le faltaba embutir los brazos en él y cerrar la cremallera de la espalda.
Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no reparó en ella hasta que sintió las manos de la joven sobre los hombros.
—Hola —lo saludó con una sonrisa. Necesitaba pasar un rato agradable y por fin estaba con alguien con quien sabía que todo sería más fácil.
Sergio mudó el gesto para recibirla, aunque no pudo ocultar el brillo en sus ojos. La besó para que ella no ahondara en ellos.
—¿Estás bien? —le preguntó Alana preocupada.
—Ahora sí —forzó una sonrisa—. Es la primera vez que entro en la tienda desde que… bueno, ya sabes. Son demasiados recuerdos…
Alana comprendió. Se abrazó a él, ofreciéndole su consuelo.
—Dentro tenía el traje y están también las tablas… Es algo que tenía que hacer tarde o temprano —explicó abatido.
—Debiste esperarme. Hubiéramos entrado juntos.
—Bueno, ya está hecho. Supongo que la primera vez es la más difícil —volvió a sonreír y esta vez el gesto salió más natural—. ¿Estás lista? ¿O quieres que te deje algún traje de la tienda? Mi tío los tenía de distintas tallas para alquilarlos.
—¿Es necesario? Me he traído el bañador el lugar del bikini porque pensé que sería más cómodo, pero si hace falta, me cambio.
—Falta no hace. A estas alturas del año, el agua no está demasiado fría, y en cuanto te muevas un poco entrarás en calor.
—De todas maneras, te advierto que no creo que pueda hacer gran cosa porque todavía tengo agujetas. Menos que ayer, pero siguen estando ahí.
—Bueno, haremos lo que podamos, ¿vale?
—Si lo prefieres, métete tú en el agua y yo miro desde aquí…
—De eso nada… Esto es para los dos y no voy a dejarte de lado, así que venga, empecemos. Vamos a practicar primero en la arena y luego, si ves que te atreves, entramos en el agua, ¿de acuerdo?
—Lo que tú digas —aceptó encogiéndose de hombros—. Yo no tengo ni idea de por dónde empezar.
Los siguientes treinta minutos lo pasaron calentando, trotando sobre la playa, y sobre todo ensayando la forma de levantarse sobre la tabla. Cuando llegó el momento de practicar en el agua, a Alana le entró pánico, pero Sergio no le permitió echarse atrás.
La siguiente hora la pasaron entre caídas, chapuzones constantes, y sobre todo, muchísimas risas. Risas que ambos necesitaban por igual, cada uno por sus propios motivos.
Fueron precisos un sinfín de intentos hasta que por fin Alana consiguió ponerse en pie sobre la tabla y cogiera una ola en condiciones, sintiéndose eufórica al lograrlo. Cuando volvió a zambullirse de nuevo en el agua, se desentendió de la tabla que tenía atada al tobillo para buscar a Sergio y abrazarse a él, feliz por el triunfo de la constancia.
—¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí!
—¿Ves como no era tan difícil? —la animó entre risas—. ¿Ves como sí podías hacerlo?
—¡Esto es genial! No pensé que lo lograría. Ha sido sólo una ola, pero ha sido una pasada…
—¿Y ha merecido la pena? —la cogió por la cintura y la miró a los ojos, feliz de verla tan contenta.
—¡Ya lo creo que sí! —contestó pasándole los brazos por el cuello.
—¿Y no merezco al menos un beso por ser tan buen profesor?
Alana no se hizo de rogar. Le tomó de las mejillas y posó sus labios sobre los de Sergio. De inmediato, él la estrechó más contra su cuerpo y la buscó con la lengua; la de Alana corrió a su encuentro. Las olas del mar los balanceaba el uno contra el otro en un movimiento rítmico y acompasado que no los dejaba indiferentes.
Sin dejar de besarse, Sergio la cogió por las nalgas y la invitó a que le rodeara la cintura con las piernas. Llevaba mucho tiempo deseando tenerla así, con sus cuerpos pegados, por eso le fue imposible contener a su cadera que salió en busca de la de Alana y empezó a frotarse con ella. El agua fría contrastaba con el ardor que despedían sus cuerpos con su contacto. La ropa que los separaba no escondía la necesidad de sus cuerpos buscándose. Era una caricia sensual, sugerente, excitante que transportó a Alana a la gloria al volver a compartir un momento tan íntimo con él.
Con una mano, Sergio fue contorneando la curva de sus nalgas, hasta alcanzar la unión de sus piernas. Fue tan fácil llegar a su centro que lamentó de inmediato haberse puesto aquel traje que lo tenía comprimido. Su deseo se disparaba cada vez que las olas mecían las caderas de Alana contra las suyas, pero el neopreno era una cárcel que le impedía hacer lo que sus cuerpos demandaban. Aun así, no estaba todo perdido. El bañador no fue obstáculo para que un dedo ansioso se introdujera por debajo de la tela, buscando el interior húmedo y cálido del cuerpo de Alana.
La sorpresa al recibir aquella íntima caricia le provocó una sacudida deliciosa que frenó lo que parecía una incipiente protesta para convertirla en un gemido de placer cuando los dedos de Sergio empezaron a jugar con los pliegues de su cueva, haciendo renacer los recuerdos de otras noches pasadas y placenteras.
—Sergio… —gimió en uno de esos vaivenes ondulantes que parecían fieles acompañantes de los dedos del hombre.
—Schiitt. Calla y disfruta…—le pidió al tiempo que sus labios depositaban una lluvia de besos a lo largo de su cuello.
—Pero… pero… estamos en el agua. Hay gente… —protestó débilmente tras conseguir hilvanar un pensamiento coherente entre el bullicio de sus sensaciones.
—No hay nadie cerca, tranquila. Estamos solos. Tú y yo —siguió torturándola con sus labios y sus dedos a la vez— ¿O acaso prefieres que pare?
Sin esperar respuesta, ahondó los dedos hasta el rincón más profundo de su ser, y Alana ya no fue capaz de articular ninguna protesta más. Se abrazó a él con todas sus fuerzas y se dejó seducir por aquella mano hasta que consiguió arrancarle un potente orgasmo que ocultó aferrando su boca al cuello de Sergio.
Él, satisfecho por haber logrado llevarla al éxtasis, dejó que se recuperara lentamente. Sabía bien que Alana necesitaba unos minutos para recobrar el aliento. Así que la acunó ayudado por las olas hasta que su respiración se volvió acompasada. En aquel momento, teniéndola entre sus brazos, satisfecha, la deseaba más que nunca. O tal vez era algo más que deseo.
Alana, agradecida por el regalo que le había hecho, aferró la cabeza de Sergio y acercó los labios a su oído.
—La próxima vez ni se te ocurra ponerte este maldito traje. Te traes un bañador normal —le avisó como si hubiera podido leerle los pensamientos. La insinuación de lo que hubiera podido pasar de llevar él otra indumentaria
iba implícita en sus palabras.
La garganta de Sergio quedó seca a causa de la expectación. No había nada que deseara más en aquel instante que hacer realidad lo que recreaba su imaginación. No esperó. La besó con todas sus ansias, y sin más, la cogió de la mano y la instó a salir del agua con rapidez.
—¿Qué pasa? ¿Dónde vamos? —Alana le preguntó sorprendida ante la urgencia de sus pasos, entorpecidos por el agua. Aún le temblaban un poco las piernas y no se sentía con fuerzas para seguir el ritmo que marcaba él.
Una vez en la orilla, Sergio se agachó para quitar las ataduras de las tablas, y la apremió de nuevo para que lo siguiera.
—Pero, ¿qué pasa?
Llegaron a la tienda de su tío y sacó la llave que tenía guardada en un hueco oculto de la pared.
—Deja la tabla ahí mismo, por favor —le rogó cada vez más anhelante.
El local estaba a oscuras, pero Sergio se movía con el conocimiento de alguien que había pasado muchas horas dentro. Cuando llegó a la trastienda, volvió a tomarla por la cintura y la besó con avidez, robándole la respiración.
—¿Qué me pasa, me preguntas? —Consiguió decir entre beso y beso, mientras se peleaba con la cremallera de su traje—. Que me estoy muriendo por tocarte, por quitarme este dichoso traje que me impide sentir tu piel, por tenerte desnuda junto a mí y hacerte el amor como si no hubiera un mañana.
No era el lugar y la forma en que había soñado reencontrarse con ella, pero el tiempo que habían pasado en el agua lo había puesto cardíaco. Y cuando ella le insinuó que de haber llevado otra prenda hubieran compartido algo más que un ardiente sobeteo, supo que ya no había marcha atrás.
Hicieron el amor con prisas, como si la necesidad que tenía el uno sobre el otro fuera el detonante de su impaciencia. Sergio se movía con movimientos bruscos y secos, pero Alana no se quedó atrás y siguió su ritmo, alentándole en cada envite, saliéndole al encuentro con sus caderas cada vez que él se hundía en su cuerpo. Los dos tenían mucha tensión que descargar y aquella era la mejor manera de lograrlo.
Probablemente, fue el orgasmo más brutal de todos los que habían compartido hasta entonces. Y a pesar de llegar demasiado rápido, fue lo suficientemente intenso como para dejarlos a los dos satisfechos, exhaustos y laxos.